Buch lesen: «Estupidez ilustrada»

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Los derechos exclusivos de la edición quedan reservados para todos los países de habla hispana.

Prohibida la reproducción parcial o total, por cualquier medio conocido o por conocerse, sin el consentimiento por escrito de los legítimos titulares de los derechos.

Primera edición: mayo de 2021

Primera edición digital: agosto 2021

© Luis Alberto Ayala Blanco

© J. M. Servín

© 2021 Bonilla Distribución y Edición S. A. de C. V.

Hermenegildo Galeana 111

Barrio del Niño Jesús, Tlalpan, 14080

Ciudad de México

editorial@bonillaartigaseditores.com.mx

www.bonillaartigaseditores.com

ISBN: 978-607-8781-33-1

ISBN ePub: 978-607-8781-62-1

Coordinación editorial: Bonilla Artigas Editores

Diseño editorial y diseño de portada: d.c.g. Jocelyn G. Medina

Realización ePub: javierelo

Hecho en México

Contenido

Ataraxia fallida J. M. Servín

Comentario

Roberto Calasso y La ruina de Kasch

Toda creación es un plagio

Arte

Algunas reflexiones sobre El cazador celeste

Estupidez ilustrada

El Lay de Aristóteles

Música

Cuento

Aforismo

Zen

Epístola

Suicidio

Desasosiego

Esparta

Ciencia

Tiempo

Entrevista con el diablo

Satanás embaucado

Prefiero ver la tele

Ataraxia

Amor

Eterno retorno

¿Dónde buscar el centro?

Residuos

Sobre el autor

Ataraxia fallida

J. M. Servín

Me pregunto en qué momento se le ocurrió a Luis Alberto Ayala Blanco, filósofo, editor visionario y, por más que reniegue de su oficio, escritor iconoclasta, pedirme prologar su libro.

Uno que desde el título nos advierte de una batalla cuchillo en mano contra lo que, con menos refinamiento, mi padre advertía con una máxima demoledora durante mi juventud de “intelectual” en formación: es más fácil aceptar ser pendejo que demostrar no serlo.

Lichtenberg dice que todo prólogo es un pararrayos. ¿Cómo escapar de la estupidez como rasgo que caracteriza a la especie humana? El humanismo pretende fallidamente demostrar lo contrario.

Me quedo con dudas luminosas luego de leer esta potente selección de ensayos breves, aforismos y máximas. Se necesita de mala leche, desparpajo y una “ironía trágica” con la que Max Aub definió sus Crímenes ejemplares. Del mismo modo, Estupidez ilustrada contiene una fuerte carga de dinamita cerebral en cuanto a las formas y una vena liberadora y libertaria que hace trizas la pedantería habitual del “pensador” literario, allanando el camino para reflexionar sin prejuicios sobre nuestra inadmisible fracaso ontológico.

Como señala John Gray en Perros de paja, reflexiones sobre los humanos y otros animales, “En sus peores momentos, la vida humana no es algo trágico, sino carente de significado. El alma está rota, pero la vida prosigue. Cuando la voluntad falla, cae la máscara de la tragedia. Sólo queda el sufrimiento. No hay modo de explicar la última pena. Pero si los muertos pudieran hablar, no los entenderíamos. Tenemos la prudencia de mantener la apariencia de la tragedia: de sernos revelada, la verdad no haría más que cegarnos.”

Practicante fallido de la ataraxia, disciplina mental que exige la negación de los temores y los deseos, en su “Comentario” introductorio, Luis Alberto Ayala Blanco confiesa sus contradicciones entre el hastío que le provoca escribir a la vez que sufrimiento y placer. Esto le permite renunciar al pensamiento sostenido y emprende una exploración azarosa entre los socavones del humanismo y su engendro más querido, las masas empoderadas por el voto. “No olvidemos que uno de los vicios de la democracia, como bien dice Cioran, es permitir que cualquier imbécil pueda gobernar.” Tal para cual.

Nuestro gran ideal es la mediocridad, perdernos entre la masa para no ir a ninguna parte por más que pretendamos construir nuestros destinos de manera individual. Discrepar es un ejercicio de alto riesgo, por lo que aceptamos el consenso de las mayorías sobre todo cuando enarbolan la bandera de las causas justas en aparente rebelión contra sus tiranos. En realidad, la historia nos lo demuestra, tal y como el autor lo plantea a lo largo de la obra, la masa sólo busca venganza y tripa llena. Vivimos condenados a la búsqueda del placer en lugar de evitar el dolor de la existencia. Queremos distracción, no salvación.

Estupidez ilustrada es un arsenal de ideas provocadoras que estalla en nuestras convicciones como entes ilustrados. A contracorriente de los ayatolas del deber ser que atiborran el mercado editorial, las redes sociales y los medios de comunicación y entretenimiento, Luis Alberto Ayala Blanco asume su condición de proscrito, cuestiona los principios de la originalidad y la erudición impostadas, coyunturales, huecas. Estupidez ilustrada se zurra en la mentalidad del rebaño en la que se cobijan los intelectuales mediáticos, los nuevos sacerdotes, los “iluministas” que describe Roberto Calasso.

Me deleito con ideas preclaras, he aquí una de ellas como muestra de lucidez furiosa que sacude las páginas de este libro: “tengo muy claro que hay una cierta estupidez infinitamente más atroz y superior a todas las demás: la estupidez ilustrada, convencida de su ausencia total de estupidez, y empecinada en demostrarlo a toda costa. El mundillo intelectual, enfermo de democracia, que se expande como el cáncer, es el ejemplo más nítido en estos días, días de participación ciudadana, de conciencia cívica”. De todo lo que huela a pensamientos sin discrepancia.

Nos convertimos en parias en la medida en que no comulgamos con la corrección política que alimenta el activismo, incluso el radical. El grito de la democracia de las hordas.

La idiotez nos gobierna y pretende conducir nuestras decisiones por el camino de lo que considera equilibrio igualitario, como si no bastara con la abundancia de políticos y opinólogos para comprobar que vivimos tiempos de una pandemia de estupidez más letal que cualquier virus.

El vigor reflexivo con esbozos autobiográficos de Luis Alberto Ayala Blanco se sustenta en la práctica del fisicoculturismo tal y como la entendían los espartanos como disciplina guerrera, sobria y austera, que mantiene en forma la mente y el cuerpo. Conjugación de fuerza y saber. Luis Alberto Ayala Blanco experimenta consigo mismo para negar la vida y encontrar en la renuncia a la originalidad y esperanza en el humanismo, un láudano que alivie la inutilidad de la existencia, a pesar del joie de vivre propagado como catecismo del modelo neoliberal a través de su culto a la salud y el hedonismo mercantil. Estupidez ilustrada hace añicos la blandenguería intelectual que hoy en día encuentra sus mejores argumentos en la corrección política: “El individuo de la posthistoria. Ese híbrido de última promesa y absoluto desencanto [...] Pero ¿a qué se refiere Calasso con posthistoria? A la inversión del mundo, la absorción de todo en una sola entidad: la sociedad.”

La salud mental corresponde a los enfermos musculosos y lúcidos que resisten a los enemigos de la heterodoxia.

Agudo lector de Calasso, a quien dedica un perfil ensayístico y se convierte en referencia omnisciente, Ayala Blanco opta por la brevedad diacrónica en su exploración por el pensamiento zen —“un necesario respiro de paz e inteligencia”—, el aforismo y la epístola, el cine, la pintura, el pensamiento literario y la filosofía atenea. Entrevista a Satanás, quien se reconoce un simple subalterno de Dios —que es mujer—, en tiempos del #Metoo apuesta por la atracción sexual entre hombre y mujer devolviéndoles su genitalidad, ¿o sería más propio decir su animalidad que nos hace diferentes pero complementarios? Universo infinito y paradójicamente acotable, como propuesta situacionista de una deriva que conduce a la Nada. Al vacío. El nihilismo como exégesis. En su diálogo con Calasso como artífice de la divagación argumentativa, apunta sobre el poder de la pluma del erudito florentino: “se encuentra lejos de la transparencia y la caricaturesca autonomía de lo moderno, más bien es una fuerza que emana de un saber críptico”.

Toda idea que vale la pena escribirse es una prueba de la búsqueda inútil de inmortalidad. El oxímoron que exhibe nuestra insignificancia hace más evidente nuestra fallida condición de especie superior.

Como diatriba contra la democracia y la inutilidad de la existencia, Estupidez ilustrada goza de libertad estilística atendiendo un factor que en su esencia nos lleva de nuevo al pensamiento de Max Aub: “siempre que pude evité la monotonía, que es otro crimen”. Para Luis Alberto Ayala Blanco es otro ejemplo de estupidez intelectual. Como Talleyrand, a quien dedica un ensayo, es un descreído. De su libro inclasificable se pueden reconocer los vicios de la moral ilustrada tal y como Lichtenberg señala en uno de sus punzantes aforismos: “Se puede inferir que el hombre es la más noble de las criaturas por el simple hecho de que ninguna otra criatura ha puesto en duda tal afirmación.”

Pues bien, aquí les dejo Estupidez ilustrada, ojalá y sirva este pararrayos.

Primavera del Coronavirus 2020

Estupidez

ilustrada


Comentario

Estupidez ilustrada surgió inesperadamente del hastío que me embarga, desde hace años, cada vez que escribo o intento escribir algo. Considero pretensioso llamarme escritor, aunque tengo varios libros publicados. Afrontar la desgastante tarea de concebir un libro, hasta hace poco, me parecía imposible. Sin embargo, la pasión por la escritura jamás me ha abandonado, y a pesar de sufrirla, pocas cosas en la vida me producen tanto placer. Este libro es un intento sacrificial por reunir los pedazos dispersos de algo ya presente, pero inadvertido. El punto que articula todo es lo “irrepresentable”, “el vacío”, “lo divino”, “la nada” o como lo quieran llamar. Ya sea narrativa, ensayo o aforismos, todos ellos, en su irreductible peculiaridad –y en su aparente inconexión–, hablan de lo mismo: expresiones de lo “irrepresentable”. La forma en que lo despliegan puede ser el humor, el asco, el amor, el puro placer por el lenguaje, pero invariablemente se experimenta algo fuera del alcance del logos, más allá de los fenómenos, alejado de la “estupidez ilustrada”, la nueva piel que cubre el cuerpo ajado de nuestro tiempo.

Roberto Calasso y La ruina de Kasch

Siempre se trata de un suicidio,

cuando algo auténtico muere.

Nicolás Gómez Dávila

El pensamiento de Roberto Calasso representa el último destello del poder que dejaron los dioses… al retirarse; esboza la silueta del orden divino, hoy olvidado, aunque presente en cada uno de nuestros actos. La manía por los objetos y datos comprobables ha obcecado nuestra mente.

El poder de la pluma de Calasso se encuentra lejos de la transparencia y la caricaturesca autonomía de lo moderno, más bien es una fuerza que emana de un saber críptico. Él habla a través del mito, imágenes metamórficas cuya lectura puede pasar del simple regocijo en el lenguaje, al sentido insinuado en sus múltiples variantes. El mito sólo es digerible mediante un proceso iniciático, de otra forma acaba por devorar la razón de quien lo contempla.

Al igual que Calasso dice que La República de Platón es un texto iniciático donde “los muchos que no lo entendieron, y no debían entenderlo, pensaron que tenían un tratado sobre el Estado perfecto”,1 se puede afirmar que sus libros también deben ser leídos bajo una cierta óptica iniciática, de no ser así, los muchos que no lo entienden, y no deben entenderlo, pensarán que están leyendo solamente un despliegue inigualable de erudición. Hay momentos en que no basta tener una gran cultura para vislumbrar el secreto oculto en su pensamiento, de alguna forma es necesario ser un iniciado para poder reír junto con él, al igual que él lo hace con los dioses. La fuerza de Calasso radica en su capacidad de evocación divina, conversa con Atenea de la misma forma en que Odiseo lo hacía. No olvida que el poder proviene de la “posesión”: cada acto realizado por los hombres participa de un juego divino.

Calasso explica cómo lo divino decide sacrificarse a sí mismo para ser dos, y así dar inicio a la existencia. El motivo de este suicidio tal vez fue el aburrimiento ‒no debe de haber nada más insoportable que el tedio divino‒, ¿quién sabe?, lo importante es comprender que toda creación se funda en un asesinato. Desde ese momento, el mundo vive una existencia que, sin dejar de estar atada a lo divino, goza de cierta independencia. El sacrificio es el vaso comunicante de ambos mundos. El hombre lo olvidó ‒o quiso olvidarlo‒ y con ello perdió la relativa libertad que tenía. Vive un estado de indiferencia con respecto a lo divino. Pero la indiferencia no garantiza la muerte del sacrificio. El hombre continúa ejecutándolo, sin saberlo. Hoy en día su presencia se percibe en la “producción”. La sociedad se produce a sí misma, es decir, se sacrifica a sí misma mediante un gasto desmesurado de energía ‒como señala Bataille‒, aunque ahora se trata de un sacrificio onanista, referido a sí mismo.

El pensamiento de Roberto Calasso difícilmente puede ser etiquetado. No responde a ninguna de las escuelas ni corrientes de pensamiento actuales. Es un escritor peculiar. Contamos con pensadores que han leído todo, pero no saben qué hacer con ello, a lo mucho utilizarlo como somnífero. Por otro lado, están aquellos que destacan por su inteligencia. Calasso posee una cultura desmesurada y una inteligencia devastadora: es un monstruo.

En la obsesión por catalogarlo, se le ha tratado de ligar al pensamiento postmoderno. En algún momento, alguien le preguntó si consideraba Las bodas de Cadmo y Harmonía un libro postmoderno (en la presentación en Nueva York a cargo de Susan Sontag y Joseph Brodsky). Él se limitó a contestar: “Nunca he sentido en mi vida la necesidad de usar la palabra postmoderno”.2 En todo caso apuesta por un pensamiento “fuerte”, en contraste con el “pensamiento débil” encabezado por Gianni Vattimo.

La formación de Calasso dista mucho de la manía moderna por la especialización. Más bien, a la manera clásica, posee un saber múltiple. Conoce perfectamente Grecia, la India Védica, el budismo, a los franceses del XIX, a Plotino, Nietzsche, Marx, Stirner, Heidegger, Adorno, Kraus, Freud, Benjamin, Walser, Canetti, Kafka, Baudelaire… por nombrar sólo algunos.

Calasso es un iniciado que juega con el saber, no intenta proponer ningún sistema, eso se lo deja a la ciencia. Al igual que tampoco podemos decir que sus libros tengan una forma determinada. Lo más aventurado, sin desvirtuar su pensamiento, sería decir que utiliza un método mítico-analógico. Pero en realidad, como alguna vez dijo de La ruina de Kasch: “Siempre pensé que la forma no podía ser más que lo esencial. No se trataba de recoger los fragmentos, páginas sobre temas más o menos ligados, sino de inventar una forma que debía nacer y desaparecer con el libro”.3

“Roberto Calasso nació en Florencia en 1941 y hoy en día vive en Milán. Se licenció en literatura inglesa en la Universidad de Roma con el profesor Mario Praz, con una tesis titulada: Los jeroglíficos de Sir Thomas Brown. Es director editorial y consejero delegado de la editorial Adelphi, con la cual ha colaborado desde su fundación en 1962”.4

Calasso proviene de una familia de intelectuales de izquierda de la alta burguesía italiana. Su abuelo materno –amigo de Benedetto Croce– fue profesor de filosofía en la Universidad de Florencia, y fundó la Scuola Città y la editorial La Nuova Italia. Su padre fue director de la Facultad de Derecho de la Universidad de Roma. Su madre, por su parte, estudió literatura griega en la Universidad de Florencia. Creció entre libros. Su infancia gira alrededor de tres bibliotecas: la de sus abuelos, la de sus padres y la Gabinetto Vieusseux, una biblioteca privada en el Palacio Strozzi. De aquí que ya desde pequeño se creara el “mito Calasso”. A los trece años había leído todo Proust en francés, y a los catorce todo Goethe en alemán. Alrededor del joven Calasso destacan varias anécdotas extraordinarias. La más famosa cuenta que a la edad de veinte años, en la casa de la hija de Croce, conoció a uno de sus escritores favoritos: Theodor Adorno. Después de un tiempo de estar conversando, Adorno le susurró a su anfitriona: “Simpático este muchacho, ha leído todos mis libros, e incluso aquellos que no he escrito todavía”.5

Calasso ya era un renombrado editor antes de ser reconocido como escritor. Desde los veintiún años trabaja para Adelphi, fundada por Luciano Foa, Roberto Bazlen y él, en respuesta a la estrechez de Einaudi. Hoy en día Adelphi es una de las editoriales independientes más importantes de Europa.

Calasso combina de manera esquizofrénica –como él mismo dice– su vida de editor y su vida de escritor. De esta última, por cierto, no le gusta hablar mucho. Tal vez por el resentimiento y la desconfianza que provoca. Nadie se explica cómo siendo editor encuentra tiempo para escribir. A lo que él contesta que escribe cada vez que tiene un momento libre, y lo hace de una forma peculiar, primero con su pluma, para después transcribirlo en la máquina Olivetti que Bazlen le regaló.

Para Italo Calvino y Leonardo Sciacia, dos de los grandes escritores que ha tenido Italia, Calasso es un monstruo de la literatura.

Constantemente es atacado por la izquierda italiana, tachándolo de derechista. Este tipo de eventos le provocan una hilaridad incontenible.6 Lo mismo pasa en los círculos académicos: sus libros no cumplen con los requisitos de las buenas costumbres científicas. Pero estos nuevos beatos, que hacen pedazos a los grandes pensadores con sus insulsas tesis, lo único que logran es proporcionarle material para divertirse.

La ruina de Kasch narra la historia del paso de un estado de cosas a otro, del nudo de la necesidad, a la levedad del relato. Es la historia de un reino inmemorial cuyo orden descansa en el sacrificio: el poder se regenera cada tanto con su propia muerte… escrita en el cielo. Esta escritura prescribe los tiempos del sacrificio y debe ser observada inexorablemente. Sin embargo, un día, dicho orden es revocado por un poder mayor, el poder que sólo la ligereza de lo fortuito posee. Entonces el sacrificio es sustituido por el núcleo, por la savia del secreto que él resguardaba de la evidencia: la desmesura, el exceso, la falta total de apoyos.

En pocas palabras, el orden del sacrificio es arruinado por la esencia del sacrificio. Este extraño evento significa el desvelamiento de lo esotérico, y con ello el fin de todo orden. Se pasa a un mundo embriagado por su propia voz, tejido por relatos que, más que crear un orden, desatan el nudo que contiene las fuerzas del cosmos. Es la entrada de lo ilimitado, de la desmesura ahora presente en cada acto de la existencia.

Por fin podemos vislumbrar el secreto de Calasso: saber que el exceso es el corazón del sacrificio. Los Olímpicos lo sabían, por eso decidieron abandonar el orden de Ananké para instalarse en el espacio del simulacro. Eligieron hacerse ligeros. Sin embargo, con toda la ambigüedad que ello implica, jamás dejaron de simbolizar el límite, es decir: el límite es el borde del principio de lo ilimitado, del secreto del secreto, aquello que no puede evidenciarse porque entonces el mundo enloquecería. Y precisamente eso pasa con la irrupción del poder de Far-li-mas, el poeta, el doble, la imagen invertida de los severos sacerdotes encargados de observar, y resguardar, el orden prescrito en el cielo:

Con Far-li-mas se entra en otro reino: el reino de la palabra, después del de la sangre. Es un reino que no mata según el rito, sino que evoca la muerte a través de un desorden que sobreviene rápido, indomable. Las palabras de Far-li-mas sustituyen el sacrificio: como el sacrificio, tienen el poder de hacerse obedecer, pero no tienen el poder de establecer los tiempos del ciclo. Ahora el tiempo sólo es la oscilación pendular entre un fluir vacío, desprovisto de apoyos, y la suspensión de la droga de la palabra. Las palabras de Far-li-mas viven con fuerza propia, pero no pueden reflejar la posición de los astros.7

Indudablemente, en el enfrentamiento ordálico entre el poder del sacrificio y el poder del relato, vence este último. El sacrificio nada puede frente a su principio. Dicho con otras palabras: el sacrificio debe inmolarse a sí mismo para que el sacrificio continúe, ésta es su eterna ironía. Entonces vence la vida, el poder de la palabra, que puede decir todo, incluso los secretos. Pero no deja de ser una variante ‒variante extrema‒ del sacrificio. No obstante, este gesto se ha olvidado, dando lugar a la creencia en el imperio de lo secular, cuando en realidad estamos en la fuente misma del sacrificio, a flor de piel, sin ningún velo que lo oculte. Lo esotérico se vive como algo banal, y eso provoca la locura de todos los hombres olvidadizos, incapaces de explicarse qué está pasando, así como Astrabaco y Alopeco enloquecieron cuando se toparon con el simulacro de la Artemisa Táurica. Aunque esto ni siquiera es así, sería pedir demasiado, se necesita cierta capacidad de asombro, ausente en el mundo moderno. Más bien, es como si estos dos espartanos cargaran con el simulacro, con su poder, como se carga cualquier otra cosa. La ruina nunca aparece como la gran catástrofe, sino como la indiferenciación, y la indiferencia, del estado de las cosas.

La ruina de Kasch narra el tránsito a la complaciente estulticia de lo moderno, delineada sobre el cegador trasfondo de lo sagrado. El secreto logra prevalecer mediante su propio desvelamiento, resguardado por la miopía moderna. De esta forma el sacrificio se realiza en todas partes sin que nadie se dé cuenta. Es la ruina del orden, ya sea del antiguo o del nuevo, no importa. Finalmente el sacrificio es el péndulo que hace oscilar a la muerte entre las dos partes que lo conforman. El vencedor de la ordalía siempre es ella, encubierta como vida en el juego de la metamorfosis.

Talleyrand

El “gran político”, Charles Maurice de Talleyrand, se limita a dar pequeños empujones a la rueda de los acontecimientos. No se trata de la “voluntad” encarnada en el “sujeto histórico”, Napoleón, que de cero reestructura el cosmos. Por el contrario, es un “maestro de ceremonias” capaz de sintonizarse con los eventos. Simplemente “ofrecía el brazo, y ayudaba a salir del apuro”8. Talleyrand “desde el inicio había entendido el mecanismo de la inédita historia en marcha como algo que actúa por sí solo. Se mimetizaba en él, se contentaba con apretar o aflojar una tuerca aquí y otra allá. Pequeños ‘golpes de pulgar’ en los que reconocía la última forma de acción todavía posible”.9 Este enigmático personaje encarna al político infalible, porque jamás pretendió ser el hombre de los grandes principios que reclamaba la megalómana modernidad. Lo que no le perdonaron fue su capacidad para metamorfosearse, característica sospechosa a los ojos rencorosos de los revolucionarios, cuya estrechez de miras hacía que percibieran su actuar como traición. De qué otra forma podían explicarse que el mismo hombre fuera el actor principal ‒muchas veces oculto como el propio secreto‒ de la política francesa que va del inicio de la Revolución a la Restauración. Pero él sabía que no había nada que traicionar. La política es simplemente el arte de saber “olfatear los tiempos” y actuar de acuerdo a ellos, círculo de analogías y correspondencias invisible para la mayoría. En pocas palabras, toda su inteligencia política radicaba en “una anormal perspicacia para captar el curso de los tiempos”.10 Su verdadero compromiso residía en no abandonar su puesto de maestro de ceremonias. Lo único que importaba era mantener el orden sacrificial.

La política de Talleyrand es simulacro puro, tempestuoso flujo de signos: sin comprometerse con nada, insinúa todo. Representa lo móvil, la certeza de que “las cosas ya no tienen un peso fijo”.11 El secreto está en ser ligero y correr con los acontecimientos. Talleyrand posee la conciencia de la precariedad. Sabe que el brío de los eventos es incontrolable, y por lo mismo el control es una ilusión. El objetivo es concentrarse en dar pequeños “golpes de pulgar”. La política es el arte de lo efímero, y de lo efímero esta tejida la urdimbre de lo real. Talleyrand no es un creador de sistemas, sino el único que conoce el funcionamiento de esta máquina a prueba de sistemas.

Ahora, es preciso no confundirse: Talleyrand es el gran descreído, pero también es el artífice de las creencias necesarias para mantener la insulsa tranquilidad de los ciudadanos, por eso acabará confesando que “aun siendo filósofo, yo deploro los progresos de la incredulidad en el pueblo”.12

La política como el “arte de lo posible” quiere decir precisamente eso, que el político debe encargarse de encausar lo posible, no de imponer sus lamentables anhelos, como lo es pretender instaurar un orden absoluto con base en principios emanados de la diosa razón. En todo caso, sólo queda jugar con el entorno, y si hay fortuna, permanecer un segundo más en el torrente. Lo que sostenía a Talleyrand en esta loca carrera de acontecimientos, que inaugura la modernidad, era su conciencia del límite. El nuevo mundo, donde lo ilimitado irrumpe arrastrando consigo todo lo demás, encuentra en Talleyrand la sombra del límite, que a partir de ese momento no dejará de añorar.

La legitimidad se encuentra en el origen, pero sólo puede establecerse después de mucho tiempo. ¿Qué es lo que legitima a la legitimidad? La duración. Sin embargo, ¿qué es lo que legitima a la duración? La legitimidad. ¿Cómo solucionar esto? A través de la victoria en la ordalía: si un gobierno vence las adversidades que se le presentan, significa que desde el primer momento ha sido legítimo. Por el contrario, en el instante en que fracasa, demuestra su ilegitimidad. La victoria simboliza el favor divino, y con ello la ineludible facticidad de cualquier afirmación de poder.

Calasso ejemplifica esto a través de las palabras de Benjamín Constant, en De l’esprit de conquête et de l’usurpation, diferenciando a los déspotas de los usurpadores. Estos últimos reniegan del poder legitimado por el desafío divino. Representan al grupo de políticos salidos del Congreso de Viena, cuya “obra más perversa ha sido la de anular el largo tiempo a través del cual los monarcas habían conferido douceur a su poder”.13 Esta dulzura era el vínculo de las correspondencias sagradas: la investidura.

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