Buch lesen: «La guerra cristera»
Nota a la presente edición
En el año 2001 se publicó una primera versión de este libro con el título Testimonios sobre la revolución cristera. Hacia una hermenéutica de la conciencia histórica, por el Centro Universitario del Norte de la Universidad de Guadalajara y El Colegio de Jalisco. Once años después, dado que su tema sigue siendo de gran interés y es importante objeto de estudio, se presenta esta nueva edición, con modificaciones que ayudarán a una lectura más ágil, con un título más sencillo, pero no menos profundo.
La guerra cristera. Narrativa, testimonios y propaganda —como le he llamado ahora— pretende presentar las visiones generadas durante varias décadas sobre el conflicto armado de los años 1926-1929, así como del segundo levantamiento en algunas regiones, en los años treinta; a partir del análisis de los discursos que la refieren: la narrativa, los testimonios y la propaganda.
Si bien el corrido es la forma de expresión popular más utilizada para preservar la memoria de los acontecimientos importantes, sobre todo en sectores sociales olvidados por la historia oficial, la narrativa popular cumple también esa función. Aquí la presentamos como el primer género discursivo, ya que, a través de ella, se han expresado visiones de un conflicto de no fácil asimilación en nuestra conciencia del pasado. Así también, en los cuentos y novelas encontramos las reflexiones que en torno a los sucesos se hacen los miembros de la generación participante, y cómo los van asimilando las futuras generaciones. La segunda fuente de análisis son los testimonios de protagonistas y testigos de la guerra cristera, cuyo valor se incrementa en la medida en que se trata de una generación ya desaparecida. Hay 70 testimonios, grabados en diferentes poblados del occidente de México durante varios años, que constituyen un referente para la reconstrucción de los hechos históricos; pero, sobre todo, de la percepción que del conflicto tuvo esa generación, la cual nos fue transmitida a través de relatos maravillosos, o muy crueles. La lectura de los testimonios, cuentos y memorias de la guerra cristera nos comunica los sentimientos de impotencia y frustración, las huellas de dolor que este conflicto entre la Iglesia católica y el Estado dejaron arraigadas en la conciencia histórica de esa generación de mexicanos. El tercer tipo de discurso se refiere a la propaganda, y nos lleva a una época que aparentemente había quedado en el pasado, pero que, al compararse con los discursos actuales, muestra cuánto de aquella mentalidad prevalece en nuestra visión del mundo en el tercer milenio.
Un ejemplo de esa mentalidad que perdura lo encontramos en el libro Cristeros. Textos, documentos y fotografías, publicado en lujosa edición por el Gobierno del Estado de Jalisco en 2007 —una larga lista de documentos de los archivos Histórico de Jalisco, Municipal de Guadalajara “Salvador Gómez García”, Archivo Histórico de la Universidad de Guadalajara y Archivo Municipal de Tepatitlán—; y, aunque no contiene un estudio introductorio elaborado por un especialista en el tema, los comentarios del que era en ese momento secretario general de Gobierno, Fernando Guzmán Pérez Peláez, muestran una interpretación de la guerra cristera, la cual coincide plenamente, hasta en el uso de las metáforas, con la de la jerarquía católica (que se analiza en el apartado tercero de este libro). Para Guzmán, “no se trató de una guerra civil donde la sociedad se divide en bandos opuestos…, sino de una lucha social en contra no del Estado sino del gobierno en turno”. Y añade que “la cristiada ha sido una de las últimas guerras idealistas”, que, a semejanza de la lucha de Madero en pro del ideal democrático, luchaba en pro de la libertad religiosa, amenazada por “las leyes religiosas de la constitución de 1917 [que] daban a legisladores y gobernantes la posibilidad de reducir a nada la organización religiosa de la comunidad… hiriendo a la sociedad mexicana en un punto que ha sido sagrado para todos los pueblos del mundo, sus creencias religiosas”. Estas afirmaciones, aunque se declare una supuesta neutralidad frente al conflicto, buscan imponerse como la versión católica de la guerra.1
Esta misma postura se repite en la reciente película que, bajo el título Cristiada, se filmó con actores mexicanos y estadounidenses, fuertes recursos propagandísticos y una importante inversión económica. En esta película, además de difundirse las versiones del Episcopado mexicano con respecto al conflicto (que se analizan en este libro), se hace una exaltación del martirio y de la figura de los nuevos santos, para fomentar su veneración y acelerar la construcción del tan conflictivo santuario de los mártires de Cristo Rey.
En el caso de la narrativa, en esta nueva edición se incluyen también dos obras que me parecen relevantes, y que se publicaron en los años posteriores a la primera edición. El libro ¡Viva Cristo Rey!, de Josefina Arellano viuda de Huerta.2 Se trata de sus memorias de la guerra como esposa de Refugio Huerta, uno de los dirigentes cristeros de los Altos de Jalisco, en la que describe su participación, de manera oculta y silenciosa, en apoyo al movimiento; uno de los pocos ejemplos de narrativa testimonial femenina. El segundo libro es de Adalberto Gutiérrez, En los vientos rumorados, novela que aborda el tema de la guerra cristera en el occidente de México, basada en relatos de la tradición oral.
Para esta segunda edición, publicada por El Colegio de Jalisco y la Editorial Universitaria de la Universidad de Guadalajara, quiero agradecer la manera desinteresada y enriquecedora de quienes me ayudaron en el acopio de información: Fernán Gabriel Santoscoy, miembro de la Benemérita Sociedad de Geografía y Estadística del Estado de Jalisco, por brindarme todas las facilidades para consultar la biblioteca del profesor José Ramírez Flores; en este archivo, bajo su resguardo, se conserva una de las colecciones más completas e interesantes de propaganda de la guerra cristera, indispensable para adentrarme en la época a través de sus discursos. Asimismo, agradezco a don Federico Munguía Cárdenas, historiador y cronista de Sayula, miembro destacado también de esta institución, quien se involucró apasionadamente en la obtención de los testimonios anticristeros en el sur de Jalisco —producto de este trabajo conjunto es el libro Protagonistas y testigos de la guerra cristera, publicado por la Universidad de Guadalajara en 2002—, y quien, a raíz de esta investigación, propuso mi ingreso a la Benemérita Sociedad de Geografía y Estadística en 2002.
Lindau, Boudensee, septiembre 2012.
Notas
1 Agradezco a Paulina Carvajal de Barragán, miembro de la Benemérita Sociedad de Geografía y Estadística de Jalisco, haberme obsequiado este valioso ejemplar.
2 Josefina Arellano viuda de Huerta, ¡Viva Cristo Rey! Narración histórica de la revolución cristera en el pueblo de San Julián, Guadalajara, edición de autor, Amate, 2003.
Palabras previas a manera de prólogo: un tema antaño “intrascendente”
José María Muriá
Comencé a interiorizarme en el tema de los cristeros por las páginas de una novela hallada en los anaqueles paternos. Era un libro que su dueño tenía en muy alta estima, pero yo lo tomé, un tanto al azar, un domingo ayuno de fútbol por la mañana, sin más recomendación de que no era un tratado de religión, como había erróneamente supuesto hasta entonces y, por eso mismo, no me había dado aún la oportunidad de leerlo.
Resultó, ser uno de esos libros imposibles de soltar, de manera que el lunes por la mañana estaba ya en condiciones de ir al Vesubio y hablar ampliamente de él, con todo conocimiento de causa.
El Vesubio eran apenas unas cuatro mesitas que estaban adosadas al restaurante Nápoles. Ahí generalmente se servía café sólo a un grupo de intelectuales conocidos como los “imprescindibles”, porque se hacían presentes en cuanta actividad cultural se llevara a cabo. No eran muchos, pero constituían sin duda el auténtico Parnaso de la Guadalajara sesentina.
A algunos jóvenes se nos permitía graciosamente estar ahí, aunque implícita era la consigna de sentarnos a una distancia mayor de la mesa que los titulares y, sobre todo, no abrir la boca si no se nos preguntaba.
Era frecuente que la conversa del día empezara con el comentario del primer libro que llegaba en la axila de algún tertulio. Así había sido muchas veces, de manera que el dueño del ejemplar tenía oportunidad de abrir el fuego diciendo lo que pensaba del mismo.
La misma oportunidad esperaba yo, pero me equivoqué por completo. En cuanto vieron los sabios que se trataba de Los cristeros, de José Guadalupe de Anda, se me dejó venir una andanada de comentarios peyorativos sobre la obra de marras, que me dejaron sin habla. En su conjunto se redujeron a dos: el autor era malo, y el tema, intrascendente.
En cuanto a lo primero, esto es, a la calidad de la novela, no pasaron muchos años antes de que, en El Chamberi, una sede ulterior de tan distinguido cónclave, se apersonara Ignacio Arreola con una carta de Hugo Gutiérrez Vega, en la que transmitía los comentarios que Alberto Moravia le había hecho sobre lo que consideraba una de las mejores novelas mexicanas. Precisamente la referida y menospreciada obra de referencia. Lamentaba, además, Moravia, que no se hubiera vuelto a editar desde 1942.
Ante tal padrino, los vituperios de otrora se tornaron en elogios irrestrictos. Pero en lo que no dieron su brazo a torcer fue en lo que se refiere a la futilidad del tema.
El entonces flamante jefe del Departamento de Bellas Artes, el mejor que Jalisco ha tenido, Juan Francisco González, entusiasta y joven como era a la sazón, al saber de la carta de Gutiérrez Vega, pidió de inmediato que se le consiguiera un ejemplar de dicho libro para publicarlo de nueva cuenta, pero resultó que ninguno de los presentes lo tenía. ¿En dónde lo habían leído, pues? Ni modo que en la biblioteca, a donde iban con frecuencia, pero nomás a platicar.
Señores, me levanté diciendo, yo prestaré mi ejemplar con mucho gusto para que se reedite esta obra, pero a partir de mañana tomaré mi café en el Madrid, cuyos parroquianos no hablan más que de fútbol, aunque de partidos que sí han visto...
Oír hablar de cristeros, y pensar en Moravia y el Parnaso tapatío de entonces, es un todo en uno. Pero, en este caso, recurro al hecho como testimonio de la generalizada minimización que existía entonces respecto del tema de los cristeros, antes de que Jean Meyer escribiera su famoso e importante libro. Coincidían en ello tiros y troyanos. Por un lado, los temas “regionales” eran vistos por encima del hombro; por otro, la jerarquía eclesiástica no dejaba de preferir que se soslayara lo más posible la memoria del alzamiento popular aquél, que primero promovieron, y después, no sólo desautorizaron y abandonaron a su suerte, sino que además lo fustigaron. Finalmente, la visión oficial prefería también pasar por encima y no parar mientes en un conflicto que, como a la postre se vio, lejos está de haberse resuelto.
Igual que a mí me sucedió, para saber de los cristeros era indispensable entonces leer novelas no fáciles de conseguir o escuchar a los ancianos de muchos pueblos.
Años después, en mis frecuentes recorridos por el territorio de Jalisco y los estados vecinos, husmeando en el pasado y en pos de saber algo de eso que los antropólogos llaman “identidad”, me topé muy a menudo con evidencias de que la vocación cristera ahí está, latente pero viva, al tiempo que se vislumbraba también que el fenómeno era mucho más complejo que el de unos cuantos fanáticos religiosos azuzados por un puñado de curas trabuqueros y buscabullas.
Asimismo, por doquier oí decir barbaridad y media del “gobierno”, de los malvados soldados que lo encarnaban y de las tropelías que hicieron, lo cual no tenía nada que ver con la infinita bondad de que siempre hizo gala el mayor Herminio Zepeda, quien trabajó conmigo en la Secretaría de Relaciones Exteriores.
Mis conversaciones con él sobre el asunto me dejaron perfectamente claro que, de los cristeros, a quienes combatió en sus épocas de soldado federal de infantería, nunca tuvo una idea que fuera más allá de unos simples “alzados”.
Un tema complejo
Poco a poco se han descubierto aristas agrarias y económicas en aquella compleja situación, y han aflorado también las relaciones de la rebelión con ciertas características regionales.
No fue una sola, es cierto, la llamada rebelión cristera. Bien podría decirse que cristeros hubo y hay de muchos tipos, aunque los alteños de Jalisco y los abajeños de Guanajuato parecen haber asumido que los meros meros fueron y siguen siendo ellos. Mas en el norte jalisciense, mayormente por Huejuquilla y Mezquitic, también se dieron muestras importantes con matices muy notables, lo mismo que en el sur de Jalisco, a pesar de la raigambre liberal de que otrora hicieron gala también sus moradores.
Pero durante los últimos años, en especial los pobladores del occidente de México, se han quitado el bozal y se han dado a escribir y hablar públicamente de los cristeros más que en muchos lustros anteriores. Ha habido de todo, desde retórica incendiaria de quienes quisieran volver a las andadas, hasta análisis cuidadosos y muy enriquecedores del estudio formal que comenzó Meyer.
En suma, de conformidad con lo que se ha procedido a escribir en los tiempos recientes, puede decirse que, además de haberse ahondado en el conocimiento de aquella aventura, se ha dejado claro que, para comprender cabalmente el asunto, deben tomarse en cuenta, por un lado, las peculiaridades cada vez más claras de las diferentes expresiones cristeras y, por el otro, las demás razones, aparte de las religiosas, que latieron explícitamente en el corazón de los rebeldes y de quienes los auxiliaron desde una vida aparentemente civil, además del papel que les hicieron jugar en la confrontación de la Iglesia con el Estado, en aquel entonces.
¡Qué bueno que el tema de los cristeros se ha puesto sobre el tapete! Muy necesario resulta su análisis y, mejor, su entendimiento y comprensión. De lo más insano resultaba tratar de mantenerlo oculto, pues de esta manera, además, se ha contribuido a distorsionarlo sobremanera, de acuerdo con perspectivas e intereses posteriores. Además de las adulteraciones conscientemente dolosas, debe estarse consciente de que la preservación de la memoria de boca en boca es una manera eficiente de mantener vivo el recuerdo, pero también tiende a modificar y, sobre todo, a mitificar los hechos. Es así como se va gestando la conciencia popular.
Asimismo, debemos tomar en cuenta que el caso de los cristeros, además de un asunto histórico y, por tanto, materia de la historiografía, también se está convirtiendo en un tema político; esto es, buena parte de las ideas esgrimidas entonces y, especialmente, la intención de imponerlas a costa de lo que sea y recurriendo a cualquier método, han vuelto a cobrar vigencia entre algunos sectores de la sociedad y a darle sustento a diversas organizaciones de ella que, de seguir creciendo, a lo mejor derivan en un problema, igual que antaño, sumamente difícil de resolver.
Entre las muchas explicaciones que se pueden hallar a la guerra cristera, no debe perderse de vista a los sectores más conservadores e intransigentes de nuestra sociedad, que constituyen sin duda un escollo para el proceso democratizador en el que estamos inmersos.
Dicho de otra manera, deben aplaudirse, entre otras cosas, los estudios actuales sobre los cristeros a efecto de que no se vuelvan a repetir tales expresiones de intransigencia y falta de consideración por la discrepancia.
Un nuevo libro
El libro que tenemos en las manos, originalmente la tesis doctoral de Lourdes Celina Vázquez Parada, camina precisamente con la intención de explicarnos el papel que ha ido jugando la “Revolución cristera” en la conciencia histórica de los diversos estratos y sectores de la sociedad jalisciense, a lo largo de los años.
Encaja plenamente en lo que se denomina historia de las ideas. Los fenómenos históricos se ven, aprehenden y asimilan de manera distinta según van cambiando las circunstancias con el paso del tiempo. Uno de los modelos clásicos de este ejercicio lo constituye el discurso de ingreso de Edmundo O’Gorman a la Academia Mexicana de la Historia, donde hace un análisis de los cambios sufridos por la imagen generalizada que se tuvo de la figura del cura Miguel Hidalgo y Costilla, en el siglo xix y principios del xx, desde ser considerado un auténtico forajido y encarnación de los peores pecados en contra de la religión y de la Iglesia, hasta convertirse, con el aval de todos y cada uno, sin importar el credo y condición, en el principal elemento del panteón cívico mexicano, cuando se concibieron los muchos monumentos que habrían de erigirse para celebrar el primer centenario del Grito de Dolores.
Queda claro con ello, lo mismo que con el presente libro, que el acercamiento a la historia está influido siempre por una cierta carga de subjetividad, determinada mayormente por la formación de la gente y las circunstancias que la rodean; satisfacen o angustian. Dicho de otro modo, precisamente esta subjetividad relaciona, de manera estrecha, al presente con el estudio que se haga del pasado.
Vázquez Parada, por su parte, lo que hace es estudiar con meticulosidad y ahínco qué papel han jugado entre nosotros las ideas que tenemos hoy y hemos tenido de los cristeros a través del tiempo. Lo ha hecho después de husmear durante mucho tiempo en bibliotecas y hemerotecas, públicas y privadas, y sobre todo, convirtiendo pacientemente sus oídos en recipiendarios de la tradición oral de infinidad de pueblos y rancherías, en especial del sur de Jalisco, tierra en la que ha centrado su atención desde hace ya mucho tiempo.
En este sentido, el libro de Celina Vázquez quita el monopolio “alteño” de todo lo que tuviera que ver con los cristeros, que algunos han pretendido establecer.
Además, tiene el enorme mérito —que muchos han perdido recientemente— de prestar oídos también a quienes saltaron a la palestra para combatir a los cristeros o que, simplemente, no simpatizaron con ellos. También entre los agraristas había legitimidad y gente de buena fe, no debemos olvidarlo. De ello deja las cosas muy claras Celina Vázquez cuando se mete con la otra cara de la moneda.
Charlas e interrogatorios constituyen una parte muy importante del andamiaje de este libro, pero no lo es menos la revisión de novelas, artículos y revistas. Sólo así alcanza la feliz realidad de ofrecernos lo que ella misma denomina una verdadera “hermenéutica de la conciencia histórica” de la Revolución cristera, que culmina con los últimos acontecimientos relacionados con el tema: el sensible incremento del santoral por la vía más rápida posible, y la construcción, que parece haberse emprendido ya, a pesar de las muchas críticas y reticencias, de un gigantesco santuario de “los mártires” cristeros. No podía ser de otra manera, si se piensa que la autora es una persona que, como debe ser, vive su tiempo de la manera más consciente posible.
Tales fenómenos recientes no dejan de constituir una muestra de cómo ha revaluado la Iglesia de hoy a los cristeros, después de haberlos ignorado, como resultado de los famosos Acuerdos que, bajita la mano, tuvieron con el gobierno un puñado de obispos, sin tomar en cuenta para nada a los combatientes. Lo mismo que le sucedió a Hidalgo, a fin de cuentas: la jerarquía eclesiástica ahora ha puesto a los cristeros en un lugar preeminente de su panteón.
No cabe duda de que la lectura cuidadosa de este libro nos ayudará a entender actitudes asumidas hoy, al tiempo que nos hará ver cuán manipulable es la historia y cómo se convierte en sustento de posturas contemporáneas.
Creo que en el fondo se trata de un libro anticlerical, pero, a la manera de los liberales decimonónicos, resulta sumamente respetuoso de las creencias religiosas. Pero la Iglesia, que es, a fin de cuentas, otro ente histórico —con más historia que la mayoría de los entes— también cambia de manera de pensar y de ser; ahora sorprende y a veces ofende, cuando hace públicos planteamientos mundanos que antes solía hacer bajo el agua. En este sentido, hay que reconocerle el mérito a Carlos Salinas de Gortari: ora se discute abiertamente lo que antes se arreglaba en corto, además de que, claro está, sin cortapisa legal alguna; ahora se pueden meter los eclesiásticos en terrenos que, supuestamente, fueron dejados para el César por parte de aquel Jesús que, a veces, los jerarcas parecen olvidar que también era cristiano.