Mujercitas

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—Yo no recuerdo mucho, pero sí que la bodega y la entrada oscura me daban miedo, y me encantaban el pastel y el vaso de leche que nos tomábamos al llegar arriba. Me animaría a volver a jugar si no fuese porque ya soy muy mayor para eso —dijo Amy, que empezaba a hablar de renunciar a las cosas infantiles a la madura edad de doce años.

—Nunca se es demasiado mayor para algo así, querida, porque se trata de un juego en el que, de un modo u otro, estamos inmersos siempre. Todos llevamos cargas, tenemos un camino por recorrer y nuestro anhelo de hacer el bien y alcanzar la felicidad nos guía para superar los contratiempos y los errores que nos separan de la paz que impera en la Ciudad Celestial. Ahora, mis pequeñas peregrinas, imaginad que el proceso ha vuelto a empezar, no como juego sino de verdad, y veamos hasta dónde sois capaces de progresar en el tiempo que vuestro padre pasará fuera de casa.

—¿Hablas en serio, mamá? ¿Cuáles son nuestras cargas? —preguntó Amy, que se lo tomaba todo en sentido muy literal.

—Acabáis de nombrarlas vosotras mismas hace unos instantes, excepción hecha de Beth. Creo que ella no tiene ninguna —explicó la madre.

—Claro que tengo; la mía es limpiar el polvo, lavar los platos, envidiar a las jóvenes que tienen un piano y tener miedo de la gente.

La carga de Beth les pareció a todas tan graciosa que tenían ganas de reír, pero no lo hicieron por no herir sus sentimientos.

—Hagámoslo —propuso Meg, pensativa—. A fin de cuentas, de lo que se trata es de intentar ser buenas y el juego puede ayudarnos porque, aunque todas queremos serlo, no siempre resulta fácil, y a veces se nos olvida y no nos esforzamos lo suficiente.

—Esta tarde estábamos en el Pantano del Desaliento y mamá nos sacó como el personaje de Auxilio lo hace en la obra. Deberíamos tener una guía, como Cristiano. ¿Qué podemos hacer al respecto? —preguntó Jo, entusiasmada con la idea de añadir un poco de ficción a su monótona vida cotidiana.

—Mañana, al levantarte, mira bajo tu almohada y encontrarás la guía que pides —contestó la señora March.

Mientras la vieja Hannah recogía la mesa, comentaron el plan. Luego, las cuatro se sentaron junto a sus costureros y cosieron sábanas para la tía March. Era un trabajo que les solía parecer tedioso, pero en esa ocasión nadie protestó. Siguiendo la propuesta de Jo, dividieron en cuatro partes las largas costuras y les asignaron nombres como Europa, Asia, África y América, y de ese modo lo pasaron muy bien, sobre todo cuando hablaban de los países por los que las llevaban sus puntadas.


A las nueve, dejaron la labor y, como tenían por costumbre, cantaron un poco antes de acostarse. Solo Beth era capaz de lograr que el viejo piano sonara bien. Ella sabía cómo acariciar las teclas amarillentas y crear un acompañamiento agradable para las sencillas canciones que entonaban. La voz de Meg sonaba como una dulce flauta y, junto con su madre, se encargaba de dirigir el coro. Amy desafinaba como un grillo y Jo se perdía en ensoñaciones y estropeaba las melodías intercalando una corchea o un silencio donde no debía. Cantaban antes de acostarse desde que aprendieron a balbucear la canción infantil «Brilla, brilla estrellita», y se había convertido en una costumbre familiar. La señora March tenía muy buena voz. Lo primero que oían al despertar era a su madre cantar por toda la casa, como una alondra, y el último sonido de la noche era su cálida voz entonando la misma canción, pues para ella, sus hijas nunca serían lo bastante mayores para dejar de disfrutar de esa entrañable canción de cuna.


2
FELIZ NAVIDAD


Aquella gris mañana de Navidad, Jo fue la primera en despertar. No había calcetines colgados en la chimenea y por un instante sintió la misma decepción que la había invadido tiempo atrás, cuando su calcetín se descolgó por el peso de los muchos regalos que contenía. Enseguida recordó la promesa de su madre, metió la mano bajo la almohada y extrajo un librito con tapas de color carmesí. Lo conocía bien, era una vieja y querida historia que narraba la vida más bella del mundo, y Jo se dijo que no había guía mejor para un peregrino embarcado en el largo viaje de la existencia. Despertó a Meg con un «Feliz Navidad» y le mandó que mirase debajo de su almohada. Apareció un libro con tapas verdes pero con la misma ilustración en la cubierta, y en el interior una dedicatoria de su madre que hacía el regalo mucho más valioso a sus ojos. Beth y Amy se despertaron poco después, rebuscaron y encontraron sus respectivos libros, uno de color gris rosado, el otro, azul, y todas se reunieron a mirar y comentar los regalos mientras el alba teñía de rosa el cielo.

A pesar de ser un tanto vanidosa, Margaret tenía un carácter dulce y piadoso que inconscientemente influía en sus hermanas, sobre todo en Jo, que la adoraba tiernamente y seguía siempre sus consejos por la dulzura con que los daba.

—Chicas —dijo Meg dirigiéndose tanto a Jo, que estaba tumbada junto a ella, como a sus otras dos hermanas, aún en pijama y en su habitación—, mamá espera que leamos estos libros y los cuidemos con esmero; sugiero que empecemos enseguida. Antes éramos fieles lectoras, pero desde la partida de papá, con todo el desconcierto que provoca la guerra, hemos desatendido demasiadas cosas. Vosotras haced lo que queráis, pero yo pienso dejar el libro en la mesilla y leer un poco cada mañana, nada más despertarme, porque sé que me hará bien y me ayudará a lo largo del día.

Dicho esto, abrió el libro y empezó la lectura. Jo le rodeó los hombros con un brazo, acercó la mejilla a la suya y leyó con ella, con una expresión serena poco habitual en un rostro inquieto como el suyo.

—¡Qué buena es Meg! Ven, Amy, hagamos como ellas. Si no conoces alguna palabra o no entiendes alguna idea, yo te lo explicaré —susurró Beth, muy impresionada por la belleza de los libros y por la ejemplar actitud de sus hermanas.

—Me alegro de que el mío sea azul —apuntó Amy, y en ambas habitaciones se impuso una calma apenas rota por un discreto pasar de hojas, mientras la luz del sol invernal entraba poco a poco y acariciaba las melenas brillantes y los rostros serios como si quisiese felicitar la Navidad a las muchachas.

—¿Dónde está mamá? —preguntó Meg, que junto a Jo corría escaleras abajo para agradecerle los regalos, aunque con media hora de retraso.

—¡Dios sabrá! Vino una pobre criatura a pedir limosna y vuestra madre salió de inmediato a ver qué necesitaba. No he conocido a nadie más dispuesto a dar alimentos y agua, ropa y calor —contestó Hannah, que vivía con la familia desde que nació Meg y era más una amiga que una criada.

—No creo que tarde; será mejor que prepares los pasteles y procuremos tenerlo todo listo —propuso Meg lanzando una mirada al cesto con los regalos que estaba escondido bajo el sofá, a punto para sacarlo en el momento oportuno—. ¿Dónde está el frasco de colonia de Amy? —preguntó al no encontrarlo.

—Lo cogió hace apenas un minuto y salió corriendo para ponerle un lazo o algo así —explicó Jo, que bailaba por la habitación con las zapatillas puestas para quitarles la rigidez propia del calzado nuevo.

—¿No os parece que mis pañuelos son preciosos? Hannah me ha hecho el favor de lavarlos y plancharlos y yo misma los he bordado —comentó Beth contemplando orgullosa las letras desiguales que tanto trabajo le habían dado.

—Bendita niña, has puesto «mamá» en lugar de «M. March». ¡Qué gracia! —exclamó Jo cogiendo uno.

—¿Acaso no está bien? Me pareció que era mejor así porque las iniciales de Meg son «M. M.» y no quiero que nadie use los pañuelos de Marmee —explicó Beth, turbada.

—Está bien, querida, es una buena idea, y muy sensata, porque así nadie se podrá equivocar. Le va a encantar, estoy segura —intervino Meg frunciéndole el entrecejo a Jo y sonriendo a Beth.

—Ahí viene mamá, ¡corre, esconde el cesto! —exclamó Jo cuando se abrió la puerta de la entrada y se oyeron unos pasos en el vestíbulo.

Amy irrumpió apresuradamente y se avergonzó al observar que sus hermanas la estaban esperando.

—¿Dónde estabas y qué ocultas ahí detrás? —preguntó Meg, perpleja al ver, por el abrigo y el gorro, que su perezosa hermana menor había salido a la calle tan temprano.

—No te rías de mí, Jo. No quería que nadie lo supiese antes de tiempo. He ido a cambiar el frasco de colonia por otro mayor. Me he gastado todo mi dinero porque trato de dejar de ser egoísta.

Al decir esto, Amy mostró el hermoso frasco que sustituía el anterior, más barato. Su esfuerzo por ser humilde y olvidarse de sí misma enterneció a Meg, que se acercó a darle un abrazo; Jo dijo estar impresionada y Beth corrió hacia la ventana y cogió una de sus mejores rosas para adornar el imponente frasco.

—Veréis, esta mañana, después de leer y comentar que debíamos ser buenas, me avergoncé de mi regalo, de modo que decidí correr a la tienda y cambiarlo de inmediato. Y estoy encantada, porque ahora mi regalo es el mejor de todos.

Un segundo portazo mandó de nuevo el cesto bajo el sofá y las muchachas se sentaron a la mesa, ansiosas por desayunar.

—¡Feliz Navidad, Marmee! Gracias por los libros, hemos empezado a leerlos y les dedicaremos un rato cada día —exclamaron al unísono.

 

—¡Feliz Navidad, queridas hijas! Me alegra que hayáis iniciado la lectura y confío en que seréis perseverantes. Pero antes de sentarme a la mesa os quiero contar algo. Cerca de aquí hay una pobre mujer con un recién nacido. Sus seis hijos duermen acurrucados en una cama para no morir congelados, porque no tienen leña con la que calentarse. No tienen nada que llevarse a la boca y el hijo mayor vino a contarme que se mueren de hambre y de frío. Niñas, ¿os importaría darles vuestro desayuno como regalo de Navidad?

Todas tenían mucha hambre porque llevaban más de una hora esperando el desayuno, y al principio ninguna dijo nada. Pero, al cabo de un minuto, Jo exclamó impetuosamente:

—¡Me alegro de que hayas llegado antes de que empezásemos a comer!

—¿Puedo ir contigo a darles las cosas a los niños pobres? —inquirió Beth con entusiasmo.

—Yo llevaré los panecillos y la mantequilla —añadió Amy, que ofrecía heroicamente sus alimentos favoritos.

Meg ya estaba cubriendo el pastel y colocando los bollos en una bandeja.

—Estaba segura de que lo haríais —exclamó la señora March sonriendo satisfecha—. Acompañadme todas y, cuando volvamos, comeremos pan con leche. Prometo compensaros a la hora de la cena.

Enseguida lo tuvieron todo listo y salieron en procesión. Por fortuna, era temprano y fueron por calles secundarias, por lo que pocas personas las vieron, y nadie se rió del divertido espectáculo que daban.


Encontraron una habitación pobre, vacía y miserable, con los cristales de las ventanas rotos, sin fuego en la chimenea. Una madre enferma, un recién nacido que lloraba y un grupo de niños pálidos y hambrientos que buscaban cobijo bajo unas sábanas andrajosas y una colcha vieja, en un intento de protegerse del frío. Al ver entrar a las jóvenes, abrieron de par en par sus grandes ojos y esbozaron una sonrisa con sus labios amoratados.

—¡Oh, mein Gott! ¡Dios nos ha enviado a sus ángeles! —exclamó la pobre mujer llorando de alegría.

—Menudos ángeles, ¡con gorros y mitones! —apuntó Jo, y todos se echaron a reír.

Transcurridos unos minutos, daba realmente la sensación de que los buenos espíritus se habían puesto a trabajar. Hannah, que había llevado leña, encendió la lumbre y tapó los huecos de los cristales con unos sombreros viejos y su propio chal. La señora March sirvió a la madre té con gachas y la consoló y le prometió ayuda mientras cambiaba al bebé con tanta ternura como si fuese suyo. Las chicas, entretanto, pusieron la mesa, colocaron a los niños junto al fuego y les dieron de comer como a pajarillos hambrientos, riendo, charlando y tratando de entender su divertido chapurreo.

Das ist gute! Der angel-kinder! —exclamaban las pobres criaturitas al tiempo que comían y acercaban sus manos púrpuras de frío al calor del hogar. Las muchachas no estaban acostumbradas a que las llamaran «ángeles», y les pareció muy agradable, especialmente a Jo, a la que todos consideraban un verdadero «Sancho» desde que nació. Aquél fue un feliz desayuno, aunque ellas no probaran bocado, y cuando se marcharon, después de dar consuelo a la pobre familia, no creo que hubiera en la ciudad unas muchachas más dichosas que las cuatro hambrientas jovencitas que habían regalado su desayuno y se conformaron con el pan con leche que comieron al volver a casa, aquella mañana de Navidad.

—Esto es amar al prójimo más que a uno mismo y me ha encantado —afirmó Meg mientras preparaban los regalos para su madre, que estaba en el piso de arriba, buscando ropa para los pobres Hummel.

Los regalos no eran muy lujosos, pero los habían adquirido con mucho amor y estaban dispuestos en pequeños grupos sobre la mesa, alrededor de un elegante jarrón con rosas rojas, crisantemos blancos y hojas de vid.

—¡Ya viene! Beth, ¡empieza a tocar! Amy, ¡abre la puerta! ¡Tres hurras por Marmee! —exclamó Jo dando saltos por toda la habitación mientras Meg salía para acompañar a su madre hasta el sitio de honor.

Beth tocó una alegre marcha, Amy abrió la puerta de par en par y Meg actuó de escolta con gran dignidad. La señora March estaba emocionada y sorprendida; sonrió satisfecha mientras repasaba con la mirada los regalos y leía las pequeñas notas que los acompañaban. Las zapatillas le entraron a la primera, se guardó un pañuelo en el bolsillo, se perfumó con la colonia de Amy, se colocó la rosa en el pecho y aseguró que los guantes le quedaban perfectos.

Rieron, se besaron y charlaron con la sencillez y calidez que hacen que los encuentros familiares sean tan gratos en su momento y se recuerden con cariño mucho tiempo después. Luego volvieron a ponerse manos a la obra.

Transcurrida la mañana entre obras de caridad y ceremonias de entrega de regalos, dedicaron el resto del día a preparar la función de la noche. Debido a su juventud, no habían acudido demasiado al teatro y, además, no disponían de medios económicos para hacerse con accesorios caros para sus representaciones, pero la necesidad es la madre de la invención e improvisaban cuanto era preciso para sus funciones. Algunas de sus creaciones eran especialmente ingeniosas, como una guitarra de cartón, unas lámparas de estilo antiguo fabricadas con viejos recipientes de mantequilla cubiertos con papel de aluminio, majestuosos ropajes confeccionados con telas viejas, lentejuelas y restos de metal procedentes de una fábrica de conservas y una armadura fabricada con los restos de las planchas de metal de los que se cortaban las tapas de las latas. Los muebles ya estaban acostumbrados a que los pusieran patas arriba y la gran sala ya había sido escenario de varias de sus inocentes representaciones.

Como no podían intervenir hombres, Jo representaba encantada los papeles masculinos y se calzaba con inmensa satisfacción un par de botas de cuero rojo que le había regalado un amigo que conocía a una dama que conocía a un actor. Las botas eran, junto a un florete antiguo y un jubón acuchillado que una vez un artista usó para una foto, los tesoros de Jo y salían a escena en todas las ocasiones. El escaso número de integrantes de la compañía obligaba a las dos actrices principales a representar varios papeles, y era digno de admirar el esfuerzo que suponía aprender diálogos de tres o cuatro personajes distintos y el trajín de entrar y salir para cambiarse de ropa sin desatender la escena. Era un ejercicio excelente para su memoria y una diversión inofensiva, en la que invertían muchas horas que, de otro modo, hubiesen podido ser tediosas, solitarias o emplearse en una vida social menos provechosa.

Aquella Nochebuena, una docena de jovencitas se apiñó primero sobre la cama, convertida en palco, y se sentaron después frente a unas cortinas de cretona azul y amarilla que hacían las veces de telón, entusiasmadas y expectantes. Tras las cortinas había mucho movimiento por los preparativos de última hora, del escenario salían cuchicheos, asomaba un resto de humo de una lámpara y se oía alguna que otra risita de Amy, que siempre se ponía histérica por la emoción del momento. Sonó una campanilla, el telón se abrió y la Tragedia operística dio comienzo.

El «bosque tenebroso», según se describía en las acotaciones de la obra, estaba representado por unas pocas macetas con plantas, una tela verde en el suelo y una cueva improvisada al fondo. En el interior de la cueva, que tenía un tendedero plegable por techo y un par de burós por paredes, había un pequeño fuego encendido con una marmita negra sobre la que se inclinaba una vieja bruja, El escenario estaba a oscuras y el resplandor de la hoguera producía un efecto muy realista, reforzado por el hecho de que, al destapar la bruja la olla, saliese vapor de verdad. Esperaron unos segundos para que el público se calmase y, acto seguido, Hugo, el villano, apareció en el escenario con una brillante espada en un costado, un sombrero flexible, una barba oscura, una capa misteriosa y las citadas botas. Tras pasearse de arriba abajo, visiblemente inquieto, se golpeó la frente y entonó un desgarrado canto en el que proclamaba su odio hacia Rodrigo y su amor por Zara, y anunciaba su firme decisión de matar al primero para conseguir a la segunda. La voz ronca de Hugo, junto con algún que otro grito cuando la emoción se tornaba excesiva, resultaba conmovedora y el público aplaudió en cuanto hizo una pausa para tomar aliento. Hugo se inclinó como si estuviera acostumbrado al éxito y, después, avanzó con paso firme hacia la cueva y ordenó a Hagar que saliera con un imperativo: «¡Bruja, sal, te necesito!».


Entonces hizo su aparición Meg, con unas greñas grises de crines de caballo sobre el rostro, un vestido negro y rojo, un bordón y una capa con símbolos cabalísticos. Hugo pidió una poción para conseguir que Zara le adorase y otra para destruir a Rodrigo. Hagar prometió prepararlas ambas, e invocó al espíritu encargado de los filtros amorosos cantando en tono dulce y dramático:


Acércate, acércate desde tu morada,
oh, etéreo espíritu, responde a mi llamada.
Nacido de rosas, con rocío alimentado,
tú, que sabes destilar pócimas y crear encantamientos,
hazme llegar sin demora
el aromático filtro que requiero.
Haz que sea dulce, rápido y poderoso.
Espíritu, ¡responde ahora a mi petición!


Sonaron unos acordes dulces y del fondo de la cueva surgió una pequeña figura vestida de blanco, etérea, con alas brillantes, cabellos dorados y una corona de rosas ceñida a la cabeza. Agitó una varita y entonó el siguiente canto:


Aquí me tienes,
he venido de mi etéreo hogar,
en la lejana luna plateada,
para traerte este filtro mágico.
Úsalo bien
o perderá, enseguida, su poder.

Dicho esto, dejó caer un frasco dorado a los pies de la bruja y se desvaneció. Con otro canto, Hagar hizo aparecer un segundo espíritu, nada hermoso esta vez, un diablillo feo y negro que surgió en medio de un estruendo, gruñó una respuesta incomprensible, arrojó un frasco oscuro a los pies de Hugo y se esfumó con una carcajada burlona. Cuando Hugo hubo cantado su agradecimiento, guardado las pociones en sus botas y abandonado el escenario, Hagar informó al público de que le había maldecido por haber matado a algunas de sus amigas en el pasado y que tenía previsto desbaratar sus planes para vengarse de él. El telón cayó y los asistentes descansaron y comieron dulces mientras comentaban los méritos de la obra.

Antes de que el telón se alzara de nuevo, sonaron martillazos durante un buen rato, pero, cuando el público comprobó que habían preparado una obra de arte, a nadie se le ocurrió quejarse del tiempo de espera. ¡Era una verdadera maravilla! Una torre se elevaba hasta el techo y, a media altura, había una ventana con una lamparilla encendida y una cortina blanca, tras la que surgió Zara, que, ataviada con un precioso vestido azul y plateado, esperaba a Rodrigo. Éste se acercó, magnífico con un sombrero de plumas, una capa roja, unos mechones castaños, una guitarra y, por supuesto, las famosas botas. Se arrodilló al pie de la torre y cantó una serenata enternecedora. Zara respondió y, tras un diálogo musical, convino en huir con él. Entonces llegó uno de los mejores momentos de la obra. Rodrigo sacó una escala con cinco peldaños, se la lanzó a Zara y la invitó a bajar. La joven descendió tímidamente desde la ventana con celosía, apoyó su mano en el hombro de Rodrigo y se dispuso a dar un último salto grácil pero, desgraciadamente —«¡Pobre, pobre Zara!»—, no tuvo en cuenta el largo de su cola y ésta se enganchó en la ventana haciendo caer la torre, que se desplomó con estruendo y enterró en sus ruinas a los infelices amantes.

 

Un grito general recorrió la sala, las botas rojas se agitaban como si saludasen desde los cascotes y una cabecita rubia emergió exclamando: «¡Te lo advertí! ¡Te lo advertí!». Con gran presencia de ánimo, Don Pedro, el padre despiadado, apareció presuroso, sacó a su hija de los escombros y le dijo en un aparte: «No te rías, haz como si no hubiese pasado nada». Luego ordenó a Rodrigo que se levantase y le desterró del reino con enojo y desprecio. A pesar de lo conmocionado que estaba tras haber recibido el peso de la torre sobre él, Rodrigo desafió al anciano caballero y se negó a partir. Su valeroso ejemplo inspiró a Zara, que también plantó cara a su padre, el cual ordenó que ambos fuesen encerrados en las mazmorras del castillo. Entró en escena un sirviente pequeño y fuerte, los encadenó y se los llevó. Parecía más asustado de lo debido y era evidente que había olvidado su parlamento.

El tercer acto tenía lugar en el salón del castillo. Hagar hace su aparición, dispuesta a liberar a los amantes y destruir a Hugo. Le oye acercarse y se oculta; desde su escondite, ve cómo sirve las pociones en dos copas de vino y ordena al siempre tímido criado: «Llévaselas a los cautivos a sus celdas y diles que iré pronto». El criado toma a Hugo del brazo, lo aleja para contarle algo y Hagar aprovecha la ocasión para cambiar las copas por otras sin filtro. Fernando, el criado, las lleva como le han ordenado, y Hagar deja a la vista la copa con el veneno destinado a Rodrigo. Hugo, tras un largo canto de venganza, siente sed, bebe de la copa y pierde el conocimiento. Ya en el suelo, muere, no sin antes convulsionarse y retorcerse mientras Hagar le explica lo que ha hecho con una canción melodiosa y llena de fuerza.

La escena era de una gran tensión dramática, aunque algunos de los asistentes consideraron que la súbita aparición de una larga cabellera restaba espectacularidad a la muerte del villano. Los aplausos del público le hicieron salir a saludar y apareció de la mano de Hagar, cuyo canto alabaron todos como lo mejor de la representación.

En el cuarto acto, Rodrigo está desesperado hasta el punto de querer suicidarse clavándose su puñal en el pecho porque le han dicho que Zara le ha abandonado. En el instante en que se dispone a hacerlo, oye una dulce canción bajo su ventana en la que se le informa de que Zara le es fiel pero se encuentra en peligro y que él puede salvarla si quiere. Le lanzan una llave con la que abre la puerta de su mazmorra, y en un arrebato de emoción se libera de sus cadenas y corre al rescate de su amada.

El quinto acto arranca con una tormentosa discusión entre Zara y Don Pedro. Él pretende encerrarla en un convento; ella se niega a cumplir el deseo de su padre y, tras unas conmovedoras palabras de súplica, parece a punto de perder el conocimiento, pero en ese momento llega Rodrigo a pedir su mano. Don Pedro alega que no es rico y no se la concede. Ambos gritan y hacen grandes aspavientos, no consiguen llegar a un acuerdo, y cuando Rodrigo se dispone a llevarse a la exhausta Zara, el criado tímido entra para entregarle una carta y un saco de parte de Hagar, que ha desaparecido misteriosamente. En la misiva, la bruja explica que lega a la pareja su inmensa fortuna y advierte a Don Pedro que, si se opone a su felicidad, le espera un destino atroz. Abren el saco y cae sobre el escenario una lluvia de monedas doradas que llenan de resplandor el suelo. La visión del oro ablanda al «severo padre», que finalmente da su consentimiento. Todos cantan a coro, los amantes se arrodillan para recibir la bendición de Don Pedro y, en medio de esa escena romántica llena de gracia, cae el telón.


Los entusiastas aplausos se vieron truncados al poco de empezar cuando la cama plegable que hacía de palco se cerró de improviso y se tragó a parte del apasionado público. Rodrigo y Don Pedro corrieron en su auxilio y todas las muchachas fueron rescatadas ilesas aunque algunas se reían tanto que no podían hablar. El entusiasmo no había disminuido cuando Hannah se acercó y anunció:

—La señora March me manda a felicitarlas y les ruega que bajen a merendar.

Las actrices se llevaron una gran sorpresa. Cuando vieron la mesa puesta, se miraron estupefactas. Esperaban que Marmee hubiera preparado algo especial, pero no imaginaban que verían algo así en aquellos tiempos de escasez. Ante ellas había dos bandejas de helados —uno rosa y otro blanco—, pasteles, fruta, unos tentadores bombones franceses y ¡cuatro ramos de flores de invernadero!

Las jóvenes se quedaron sin aliento y miraban incrédulas hacia la mesa y, luego, a su madre, quien parecía disfrutar de lo lindo la escena.

—¿Lo han hecho unas hadas? —preguntó Amy.

—Ha sido Papá Noel —apuntó Beth.

—Es cosa de mamá —explicó Meg con su más dulce sonrisa, a pesar de llevar todavía la barba cana y las cejas blancas.

—¡La tía March ha tenido un arranque de bondad y nos ha mandado comida! —exclamó Jo, a quien acababa de ocurrírsele la idea.

—Os equivocáis todas —intervino la señora March—. Todo esto lo ha enviado el señor Laurence.

—¡El abuelo del joven Laurence! ¿Cómo se le habrá ocurrido algo así? Ni siquiera le conocemos —exclamó Meg.

—Hannah comentó a su criada lo que había sucedido esta mañana, con el desayuno. Es un anciano de buen corazón y la historia le conmovió. Conoció a mi padre años atrás y esta tarde me ha enviado una nota muy educada en la que me pedía que le permitiese mostrar su aprecio por vosotras haciéndonos llegar unas golosinas en razón del día. No podía negarme, y aquí tenéis este festín que os compensará por el pan con leche de esta mañana.

—Esto es cosa del joven, ¡seguro que la idea fue suya! Es un muchacho extraordinario y me encantaría conocerle mejor. Parece que quiere que nos acerquemos a él, pero es muy tímido y Meg, que es una remilgada, no me deja saludarle cuando nos cruzamos con él —expuso Jo mientras el helado, que empezaba a derretirse en las bandejas, pasaba de mano en mano y era recibido con exclamaciones de satisfacción.

—Os referís a los vecinos de la casa grande, ¿verdad? —preguntó una de las jóvenes—. Mi madre conoce al viejo señor Laurence y dice que es muy orgulloso y que no le gusta relacionarse con sus vecinos. Mantiene a su nieto alejado del mundo y solo le deja salir para montar a caballo o dar un paseo con su tutor. El pobre no para de estudiar. Le invitamos a una fiesta, pero no fue. Mi madre dice que es un joven muy agradable pero que nunca le ha visto hablar con ninguna chica.

—En una ocasión, nuestra gata se escapó y él vino a devolverla. Nos pusimos a charlar junto a la valla, nos lo estábamos pasando muy bien hablando sobre críquet, hasta que vio llegar a Meg y desapareció. Quiero ser su amiga, porque necesita divertirse, estoy segura —afirmó Jo con resolución.


—Me gustan sus modales y parece un joven de bien, así que no tengo inconveniente en que le conozcáis mejor si surge la ocasión. Las flores las trajo él en persona y, de no ser por el lío que teníais organizado arriba, le habría pedido que nos acompañara. Parecía triste cuando se marchó, como si oír vuestro alboroto y vuestras risas le hiciese recordar la excesiva seriedad de su vida.

—Me alegro de que no le invitases en esta ocasión, mamá —exclamó Jo mirándose las botas—. Pero organizaremos otra representación a la que sí podrá venir. Tal vez incluso quiera actuar; eso sería fantástico, ¿no os parece?

—Es la primera vez que alguien me regala flores, ¡qué hermosas son! —exclamó Meg observando el ramo con gran interés.

—Sí, son preciosas pero para mí no hay nada como las rosas de Beth —afirmó la señora March mientras olía la flor medio marchita que llevaba puesta desde la mañana.

Beth abrazó a su madre y murmuró tiernamente:

—¡Ojalá pudiera enviarle un ramo a papá! Me temo que él no estará pasando una Navidad tan feliz como nosotras.