Buch lesen: «Bodas de plata»

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Lorenzo Helguero (Lima, 1969) es uno de los escritores más importantes de los aparecidos durante la década del noventa, dueño de una destacable destreza y flexibilidad verbal, además de un peculiar sentido del humor. Estudió literatura y le encanta enseñarla. En el colegio siempre odió los cursos de Matemáticas y Educación Física. Le gusta el vino tinto, es fanático de la selección peruana, las películas de terror y las grasas saturadas. Admira a Vargas Llosa y Bruce Lee. Ha dejado de fumar hace pocos meses, ha empezado a ir al gimnasio hace pocos meses (los cincuenta se le acercan con paso de cíclope). Odia la política y el tráfico de Lima. No fue a sus bodas de plata escolares, pero espera llegar a las de oro. Si el vino y las grasas saturadas se lo permiten.







Bodas de plata

Primera edición electrónica: octubre de 2020


© Lorenzo Helguero

© Paracaídas Soluciones Editoriales S.A.C., 2020

para su sello Narrar

APV. Las Margaritas Mz. C, Lt. 17,

San Martín de Porres, Lima

http://paracaidas-se.com/

editorial@paracaidas-se.com


Composición: Juan Pablo Mejía

Arte de portada: Augusto Carrasco

Retrato del autor: Nadia Cruz Porras


ISBN ePub: 978-612-47543-8-8


Se prohibe la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio sin el correspondiente permiso por escrito de la editorial.


Producido en Perú

COMISIÓN DE TRABAJO «BODAS DE PLATA»

Colegio Santísimo Nombre de Dios

Promoción XLVIII


Acta de reunión

Lugar: restaurante El Cangrejo.

Fecha: 15/3/2015.

Asistentes: Hugo Castro, Claudio Herrera, Francesco Ubilluz, Sergio Zavala, Víctor Yépez, Eduardo Núñez, Pablo Armas, Washington Jiménez, Óscar Vivanco, Pedro Garatea, Sebastián Mendoza, Claudio Herrera, Iago Estrada, Alberto Barragán.


Se agradece la puntualidad de Sergio Zavala Freire, quien fue el primero en llegar y resguardar nuestra mesa «con uñas y dientes». Se agradecerá la puntualidad de todos en futuras reuniones, ya que algunos llegaron con más de una hora de retraso, perdiéndose parte importante de la reunión de trabajo, además de las yucas fritas de cortesía que sirvieron al inicio.


Se establece la fecha tentativa del 17 de diciembre para la celebración de los veinticinco años de haber salido del colegio (¡qué viejos que estamos!). Víctor Yépez manifiesta su desacuerdo, ya que ese día es el onomástico de su señora madre.


Se acota que la idea es festejar no solo las bodas de plata (magno evento), sino todo un año de múltiples reuniones celebratorias y conmemorativas, teniendo en cuenta que algunos compañeros promocionales no podrán participar de la totalidad de los eventos festivos. Todos asienten dando conformidad.


Pablo Armas sorprende a todos con una idea bastante sugerente y atrevida: ir a las bodas de plata con nuestro querido y recordado uniforme de colegio (insignia incluida), idea que no tiene mucho eco entre los presentes.


Óscar Vivanco plantea que debemos tener por lo menos seis o siete reuniones de trabajo para preparar como se debe el Magno Evento. Francesco Ubilluz ofrece su domicilio de forma desinteresada para que sea la Gerencia Operativa de Gestión, ofrecimiento que es correspondido con una salva de aplausos en honor a Francesco.


La reunión termina con una nota triste: Pedro Garatea manifiesta haberse enterado del sensible y trágico fallecimiento de nuestro querido compañero de promoción Fernando Luque Fuenzalida (conocido en la época colegial con el apelativo de «Chupete de Brea» y «Negro Gordo»). Sebastián Mendoza sugiere que, como primer acto conmemorativo del Magno Evento, se debería realizar una visita conjunta al cementerio con diversos arreglos florales. Claudio Herrera se encargará de contactar a la familia de Luque para saber con precisa exactitud la locación de su último sepulcro. Todos asienten dando su conformidad, y se procede a elevar una oración por el alma de nuestro querido compañero Fernando.


Luque se despierta sabiendo que es lunes, una mierda de lunes, ¿quién habrá inventado los putos lunes? Recuerda, como cada inicio de semana, esa canción que a veces escucha en la radio: I don’t like Mondays, tell me why. (Mil, mil razones por las cuales no le gustan los lunes, no acabaría nunca). El despertador continúa con su grito ensordecedor hasta que Luque lo apaga de un golpe. Ponerse el uniforme y salir. Yo vaca, yo cerdo, me pongo el uniforme y salgo.

Luque usa talla de pantalón 38 y ya casi no le entra. Haz dieta, le dice su mamá; haz dieta, le dice la tía, el primo, el novio de la hermana. Soy un gordo feliz, dice Luque, y en verdad se divierte bailando salsa en su barrio de Surquillo, moviéndose al ritmo de Eddie Santiago y Héctor Lavoe, se divierte mucho, canta, baila, pero se siente solo. Y gordo como una ballena de las que vio en un documental hace pocos días.

Soy feliz, dice, pero en realidad no es feliz. Se mira frente al espejo y siente asco al ver esos rollos, esa barriga, ese cuerpo oscuro y enorme que lo avergüenza tanto. No, no quiero ir al colegio.

Lunes, lunes y otra vez lunes. Luque ya está con su uniforme (camisa blanca, pantalón gris), que deja ver una barriga monumental, una panza digna de un mandatario árabe o algo parecido, Luque subiendo al ómnibus que lo va a llevar a ese colegio, aunque le pese.

No quiero, mamá, no quiero.

Pero ahí está Luque, el Gordo Luque, entrando por la puerta principal, cargando su humanidad como un camión malogrado, acordándose de que no hizo la tarea de Matemáticas o de Historia Universal, ¿alguien tiene un cuaderno, por favor?

No, nadie tiene. Nadie quiere ayudar a Luque, ni los chancones, ni los otros, ni nadie.

Qué jodido ser negro, dice Guerra; qué jodido ser gordo, dice Vivanco. Y tú eres las dos cosas: negro y gordo, gordo y negro. Estás cagado, compadrito. Por lo menos adelgaza, dice Herrera; qué hembrita vas a conseguir con ese cuerpo, con esa cara de chancho estancado. Si yo fuera como tú, preferiría estar muerto, dice Barragán.

Ha tratado de bajar de peso, por supuesto, pero no puede resistirse al arroz con pollo que hace su mamá, a las galletas de chocolate que hace su abuela, a los dulces que venden en la bodega de la esquina. Una vez tuvo la fuerza de voluntad para comer solo frutas y verduras, pero no pudo aguantar más que dieciocho horas: a las tres de la mañana se despertó con un hambre caníbal y tuvo que zambullirse en la refrigeradora a buscar lo que había. Con una mezcla de felicidad y tristeza, se comió tres sándwiches de pavo, una tortilla de jamonada y medio King Kong que había mandado el abuelo desde Trujillo.

Su gordura lo hace sentirse deprimido. Varias veces ha hablado con la psicóloga del colegio: rubia, veinticinco años, un cuerpo precioso que dibuja en sus cuadernos de Lenguaje y Matemáticas, una cara de ángel caído y vuelto a caer. Se llama Julieta y es la mujer que lo turba desde los catorce años: sus sábanas tienen ese nombre.

Luque siempre le dice lo mismo: que es negro, que es gordo, que nadie lo quiere como es.

—No digas eso, Fernando, tú sabes que tu familia te quiere. Tienes una mamá maravillosa, una abuela que es...

—Pero en el colegio todos me odian porque soy gordo y soy negro. No tengo amigos, señorita. Estoy solo, realmente solo.

—Lo primero que debes hacer es aceptarte a ti mismo. Si no lo haces tú, ¿cómo esperas que los demás lo hagan?

—Es que lo que pasa es que soy negro y...

—No eres el único chico de color en el colegio, Fernando. Yerson Valdivia es de raza negra y no ha tenido ningún problema en adaptarse; más bien, según creo, es un chico bastante popular.

—Es que él juega fútbol y está en la selección del colegio, pues, señorita, eso no cuenta. Usted sabe que el problema de mi gordura...

—¿Conoces a Sebastián Mendoza?

—Sí, pero...

—Es más gordo que tú y nunca ha tenido ningún problema de adaptación. A lo que me refiero es que si pensaras en...

—Es que yo soy gordo y negro, señorita.

—Bueno, Fernando, bajar de peso está en tus manos. Nunca vas a dejar de ser un chico de color; eso lo tienes que aceptar. Pero lo de la gordura depende de ti y solo de ti.

Las conversaciones terminaban normalmente con una promesa: Fernando iba a hacer dieta y también ejercicios, por supuesto.

Esa vez estaba seguro de que iba a cumplir la promesa. Se despertó a las cinco de la mañana y casi sin tomar desayuno (solo un jugo de papaya y medio plato de recalentado de frejoles) salió a correr por las calles del barrio. Los primeros veinte metros los corrió a una velocidad increíble. Después empezó a aminorar la velocidad hasta caminar y casi arrastrarse sobre la vereda. En ese momento su corazón era un parlante de discoteca escupiendo sonidos a un ritmo feroz.

Lunes, lunes, otra vez lunes.

Ahí está Luque, caminando por el pasillo hasta entrar a su clase: las caras, los gritos, los insultos de siempre. El silencio reina cuando entra la mirada del profesor de Matemáticas; no, no he traído la tarea, profesor Saldaña; es que mi perro se comió los papeles, se lo juro.

Suena la campana del recreo. Hugo Castro y Pedro Garatea sacan unas bolsas de sus mochilas. Bolsas transparentes, bolsas blancas. Persiguen a Luque. No es difícil perseguirlo, piensa Castro, piensa Garatea. No se nos va a escapar. Y tienen razón: por más que Luque trata de correr, a los pocos metros es arrojado hacia el suelo del patio y lo inmovilizan. Mientras Garatea aprieta las rodillas contra sus brazos, Castro trae las bolsas destinadas para él: talco, kilos de talco que caen sobre sus ojos y sus lágrimas, sobre la inmensidad de su cuerpo, sobre su dolor y su impotencia.

—A ver si así te vuelves blanco, negro de mierda.

Nadie lo ayuda. Nadie llama a ningún profesor. Nadie hace nada.

Cuando finalmente lo dejan, Luque se levanta y va hacia el baño a lavarse la cara sin mirarse en el espejo.

Yo no quiero volver mañana a este colegio, mamá, yo no quiero volver nunca.


COMISIÓN DE TRABAJO «BODAS DE PLATA»

Colegio Santísimo Nombre de Dios

Promoción XLVIII


Acta de reunión

Lugar: domicilio de Francesco Ubilluz.

Fecha: 21/4/2015.

Asistentes: Hugo Castro, Claudio Herrera, Francesco Ubilluz, Sergio Zavala, Eduardo Núñez, Pablo Armas, Washington Jiménez, Óscar Vivanco, Pedro Garatea, Sebastián Mendoza, Claudio Herrera, Iago Estrada, Joaquín del Río, Mirko Linares, Adolfo Aguirre, Alberto Barragán.


Se agradece la presencia de los presentes, quienes en su mayoría llegaron con sorprendente puntualidad. Se agradece especialmente a Francesco Ubilluz por acogernos en el seno de su hogar, y se destaca la cordialidad de su señora esposa, quien preparó unos sándwiches mixtos y de pollo realmente espectaculares.


Se nota la presencia de más miembros de la promoción, lo que genera gran entusiasmo entre los compañeros. Abrazos afectuosos por el reencuentro. Asimismo, se lamenta la ausencia de algunos compañeros promocionales que por x motivos no se sienten parte de este grupo que, por otra parte, está más unido que nunca.


Se plantea hacer un homenaje a los maestros que en estos años partieron hacia el descanso eterno: Jorge Camino, Néstor Huerta, Santiago Conde, Lucas Coaguila, entre otros.


Se plantea, además, empezar el Magno Evento con una «clase maestra» dictada por uno de los profesores de nuestra época que todavía sigan laborando en el colegio. Los candidatos: Sixto Román, profesor de Historia Universal, y el Padre Marcelo, profesor de Religión. Termina imponiéndose por amplia mayoría el Padre Marcelo. Iago Estrada manifiesta su disconformidad y abandona la reunión visiblemente ofuscado. La totalidad de los presentes muestra su desacuerdo con la antedicha actitud.


Todos en la promoción estaban de acuerdo: el Padre Marcelo era lo máximo. Su clase —sin contar la de Educación Física— era la más divertida, de eso no cabía la menor duda. La manera en que relataba pasajes de la Biblia (cuando contaba cómo la mujer de Lot se había convertido en sal, extendía los brazos y adquiría la inmovilidad de una estatua; cuando hablaba sobre la multiplicación de los panes, sacaba de por debajo de su sotana una cantidad sorprendente de panes franceses y toletes que después repartía equitativamente entre los sorprendidos alumnos) era histriónica, casi mágica. Cómo no quererlo, cómo no admirar su magistral capacidad de enseñanza, su facilidad de palabra para explicar los dogmas y los siete gozos de la Virgen. («¿Sabes cuáles son los gozos de la Virgen?», preguntaba Alberto Barragán en el recreo con una sonrisa llena de malicia y de caries. Frente al silencio de la audiencia, sonreía mostrando sus dientes enfermos y respondía: «Ninguno, porque es virgen»).

Si como profesor era bueno, como persona era mejor: el Padre Marcelo aconsejaba a todos, ayudaba a los que podían ser expulsados del colegio, solía mediar en los conflictos que se presentaban entre estudiantes y profesores. Era lo máximo. Un cura de la puta madre, como decían todos en la promoción.

Iago Estrada nunca se había sentido tan cerca de la Iglesia como cuando conoció al Padre Marcelo. Su familia era bastante religiosa (en la pared principal de la sala había un Corazón de Jesús; y en el comedor, un cuadro de La última cena), y lo llevaban todos los domingos a misa; pero desde que el Padre Marcelo empezó a enseñarle Religión, su fe y devoción crecieron exponencialmente. No es que quisiera ser cura (él lo tenía clarísimo: iba a ser abogado como su padre y su abuelo), pero nunca como entonces Dios fue tan importante en su vida. Las misas con el Padre Marcelo, lejos de ser aburridas, eran de lo más divertido que había visto: sus sermones nunca eran condenatorios, la música era alegre y algunas canciones parecían compuestas por un cantante de rock; el momento supremo de la comunión era realmente un salto sin escalas a Dios.

Poco a poco, Iago se fue acercando a ese ejemplo de virtudes que era el Padre Marcelo. Era, de lejos, el alumno más aplicado del curso: se sabía de memoria varios pasajes de la Biblia, y solía buscarlo en los recreos para conversar sobre sus dudas religiosas:

—¿Y los perros y los gatos también van al cielo, Padre?

No pasó mucho tiempo para que fuera el acólito del Padre Marcelo. Todos los lunes, después de la asamblea en la que se cantaba el himno nacional, Iago aparecía vestido con una túnica blanca y una cara de santo difícil de duplicar entre los vivos: un ser ultra terreno que se arrodillaba para tocar la campanita en los momentos más sagrados de la misa.

Pese a todo, nunca se había confesado (quizás para la primera comunión, pero eso no contaba, qué pecados se pueden cometer a los nueve años). Pero ahora que se estaba preparando para la confirmación, estaba en la obligación de confesar todos los pecados cometidos. Difícil, muy difícil.

Iago estaba en la clase de Geometría a punto de dar una respuesta errada, como siempre, cuando alguien tocó la puerta: era el Padre Marcelo que llegaba para confesar a los que habían decidido confirmarse (es decir, a todos, o casi todos, porque en el colegio no quedaba mucho espacio para el disentimiento).

Al primero que llamó el Padre fue a Iago, quien salió feliz y a la vez algo nervioso por tener que hablar con el cura de temas que hubiera preferido mantener en privado.

El Padre Marcelo estaba sentado en una banca al final del pabellón. Cabizbajo, Iago tenía las manos en los bolsillos.

—Dime tus pecados, hijo. No tengas miedo, que Dios lo perdona todo.

—He pecado, padre. Le he gritado a mi mamá. Me he peleado con mi hermano. He sido soberbio y orgulloso. No fui a misa un domingo que inventé un dolor de estómago para quedarme en la casa a ver televisión.

—No te preocupes de esas cosas, Iago, eso es entendible. Con un Padre Nuestro y dos avemarías se soluciona todo. Pero cuéntame más... Digo, un chico como tú debe tener otra clase de pecados, ¿no?

—...

— Sé honesto, hijo.

—No sé a qué se refiere, Padre.

—¿Has tenido pensamientos impuros?

—No, no, Padre, cómo se le ocurre. Yo hago deporte, yo... Yo nunca he hecho eso que usted dice.

Esa, claro está, era una mentira del tamaño de una catedral, o por lo menos del tamaño de la capilla del colegio... Pero ¿cómo confesarle al Padre Marcelo que él se masturbaba todos los días pensando en Julieta, la psicóloga que iba vestida de amazona y provocaba morderla y abrazarla hasta la muerte? El Padre Marcelo podía entender muchas cosas, pero nunca algo así.

—¿Estás seguro de que nunca has tenido pensamientos impuros? Piensa bien tu respuesta, Iago. La Virgen y los santos te están escuchando.

—Estoy seguro, Padre.

—Cuando los tengas, ven a mí. No te preocupes, Iago. Dios perdona absolutamente todo.

Dios iba a perdonar también —Iago no tenía la menor duda— esa pequeña mentira. Con mucha fe y devoción iba a rezar veinte padrenuestros y cuarenta avemarías, que era lo que consideraba le correspondía por la totalidad de sus pecados. Se prometió no volver a pensar en el cuerpo desnudo de la psicóloga, iba a desterrarla del baño y de su mente, pero esta promesa solo pudo cumplirla (y a duras penas) dos noches seguidas.

Su amistad con el Padre Marcelo fue afianzándose con el pasar de los días. Jugaban ping-pong, futbolín, hasta le enseñó a mejorar su jab de derecha; él había boxeado de joven, ¿acaso nunca le había contado? Era tan buena gente que cuando un día vio a Iago tan triste y deprimido, lo mandó llamar a su oficina.

—Qué pasa, hijo, ¿por qué esa cara?

—Nada, Padre. Es que en mi casa no me quieren enseñar a manejar... Acabo de cumplir dieciséis años, pero igual no me dejan. Mi mamá dice que estoy muy chico, que no estoy preparado todavía, que tengo que esperar. Pero ya toca, pues, Padre.

Sí, sí, ya tocaba, muchacho. El Padre Marcelo entendía perfectamente. Pero que no se preocupara ni pusiera triste: él le iba a enseñar a manejar. En el colegio había un Volkswagen escarabajo a disposición de los Hermanos; no le cabía la menor duda de que se lo podían prestar, pero que no dijera nada a nadie. Gracias, Padre.

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