La hija del rey del País de los Elfos

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VI

LA RUNA DEL REY DEL PAÍS DE LOS ELFOS


EN EL ALTO BALCÓN de su reluciente torre, el rey del País de los Elfos se hallaba de pie. Había alzado el rostro para entonar la runa que impediría a su hija salir del País de los Elfos, pero en ese momento la vio atravesar la frontera lóbrega, la cual, de aquel lado, de cara al País de los Elfos, reluce con el crepúsculo, mientras que del otro lado, el que da hacia los campos que conocemos, es turbia, furiosa y opaca. Entonces bajó la mirada hasta que su barba se enroscó con la capa de armiño que llevaba encima de la túnica cerúlea, y permaneció de pie y en silencio, apesadumbrado, mientras el tiempo pasaba con la rapidez habitual en los campos que conocemos.

Y de pie ahí, azul y blanco frente la torre plateada, envejecido por el paso de tiempos de los que no sabemos nada, antes de imponer su calma eterna sobre el País de los Elfos, pensó en su hija envuelta en nuestros implacables años. Pues él, cuya sabiduría sobrepasaba los confines del País de los Elfos y alcanzaba nuestros campos escarpados, conocía bien la crueldad de las cosas materiales y la conmoción que causa el tiempo. Incluso estando ahí, parado en aquel balcón, sabía que los años que arremetían contra la belleza y las múltiples atrocidades que vejaban el espíritu ya se habían cernido sobre su hija. Y a él, al vivir más allá de la inquietud y la ruina del tiempo, los días que le restaban a ella ahora le parecían más escasos de lo que nos parecería a nosotros la frescura de una rosa en flor que ha sido cortada y llevada burdamente por las calles de una ciudad. Sabía que sobre ella pendía la maldición de todos los seres mortales. Pensó que moriría pronto, como debe ocurrirles a todos los seres mortales; la imaginó enterrada entre las rocas de una tierra que despreciaba al País de los Elfos y que no daba mayor importancia a sus mitos más preciados. Y, de no haber sido el rey de aquella tierra mágica cuya calma eterna provenía de su propia serenidad misteriosa, habría llorado al pensar en esa tumba en la tierra rocosa que aprisionaría por siempre algo tan hermoso. O quizá, pensó, trascendería hasta llegar a algún paraíso ajeno a su conocimiento, aquel cielo del que hablan los libros de los campos que conocemos, pues algo de eso había escuchado. La visualizó en una colina poseída por manzanos, bajo las flores de un abril eterno, en donde parpadeaban los pálidos halos dorados de quienes han maldecido al País de los Elfos. Gracias a su sabiduría mágica, vislumbró un indicio tenue de la gloria que sólo los bendecidos logran ver con claridad. Vio a su hija sobre aquellas colinas celestiales con ambos brazos extendidos, como sabía que lo haría, viendo hacia las cimas azul pálido de su hogar élfico, aunque ninguno de los bendecidos atendería su súplica. Y luego, aunque era el rey de toda aquella tierra, cuya calma permanente provenía de él, lloró, y el País de los Elfos se estremeció por completo. Se estremeció con la placidez con la que el agua tiembla aquí cuando de pronto algo proveniente de los campos toca la superficie.

Entonces, el rey dio media vuelta, abandonó el balcón y bajó a toda prisa la escalinata de bronce. A su paso resonaron las puertas de marfil al pie de la torre, y al cruzarlas llegó a la sala del trono de la que sólo se habla en canciones. Ahí sacó un pergamino de un arca y un cálamo de una fabulosa ala, y tras sumergirlo en una tinta que no era terrenal, escribió una runa en el pergamino. Luego alzó un par de dedos y conjuró un encantamiento menor para convocar a su guardia. Pero ningún guardia atendió.

He dicho que el tiempo no había pasado en absoluto en el País de los Elfos, pero la sucesión de acontecimientos es en sí misma una manifestación del tiempo, pues ningún suceso puede ocurrir sin que éste pase. Pero en el País de los Elfos el tiempo pasa así: en la belleza eterna que sueña en aquel aire afilado, nada se turba ni se desvanece ni muere; nada busca su felicidad en el movimiento ni en el cambio ni en algo nuevo, sino que su éxtasis radica en la contemplación perpetua de toda la belleza que ha existido y que siempre refulge sobre aquellos jardines encantados con la misma intensidad que cuando fue creada por medio de un encantamiento o una canción. No obstante, si las energías de la mente del hechicero se elevaban para enfrentar algo nuevo, entonces aquel poder que había cernido su calma sobre el País de los Elfos y contenido el tiempo alteraba la calma un momento y el tiempo trastornaba al País de los Elfos durante un instante. Si lanzas algo proveniente de una tierra desconocida a las profundidades de una laguna, donde enormes peces sueñan, donde el sargazo sueña, donde los colores densos sueñan y la luz duerme, el enorme pez se agita, los colores cambian y se alteran, el sargazo se estremece, la luz se despierta y una multiplicidad de cosas se enfrentan al lento movimiento y al cambio; pero al poco rato la laguna recobra la quietud. Lo mismo ocurrió cuando Álveric cruzó la frontera crepuscular y atravesó el bosque encantado, y el rey se turbó y se alteró, y todo el País de los Elfos se estremeció.

Cuando el rey vio que ningún guardia atendía su llamado,se asomó al bosque, que sabía alterado, y vio a través de la densa masa de árboles, que seguían temblando por la llegada de Álveric; vio a través de la profundidad del bosque y los muros plateados de su palacio, pues buscaba por medio de encantamientos, y descubrió que los cuatro caballeros de su guardia yacían heridos en el suelo con densa sangre élfica rezumando de las grietas de sus armaduras. Y pensó en la magia antigua con la que había conformado al más viejo, con una runa de inspiración flamante, antes de haber conquistado al tiempo. Atravesó el esplendor y el brillo de uno de sus portales relucientes, cruzó el jardín radiante y llegó hasta donde estaba el guardia caído, y notó que los árboles seguían atribulados.

—Aquí ha habido magia —dijo el rey del País de los Elfos.

Y aunque sólo tenía tres runas que podían lograr tal cosa, y aunque sólo podía enunciarlas una única vez, y una de ellas ya estaba escrita en pergamino para traer a su hija a casa, enunció la segunda de sus runas más mágicas sobre aquel caballero antiguo que su magia había creado hacía mucho. En el silencio posterior a las últimas palabras de la runa, las fisuras en la armadura que brillaba como la luna se cerraron de inmediato con un chasquido, la espesa sangre oscura se desvaneció y el caballero renacido se puso de pie. Al rey del País de los Elfos le quedaba una única runa, que era más poderosa que cualquier magia conocida.

Los otros tres caballeros yacían muertos; al no tener alma, su magia volvió de nuevo a la mente de su amo.

Volvió entonces al palacio, después de enviar al último de sus guardias a buscar un duende.

Los duendes de piel oscura y sesenta o noventa centímetros de estatura eran una tribu gnómica que habitaba en el País de los Elfos. Tan pronto inició la conmoción en el salón del trono del que sólo se habla en canciones, el duende, iluminado por el trono, se presentó erguido en sus sesenta centímetros de estatura ante su rey, y éste le entregó el pergamino con la runa escrita en él y dijo:

—Ve deprisa en aquella dirección y atraviesa el fin de nuestra tierra hasta que llegues a los campos que nadie conoce aquí, y encuentra a la princesa Lirazel, que está en las guaridas de los hombres, y entrégale esta runa para que la lea. Entonces todo estará bien.

Y el duende se fue deprisa.

Con pasos agigantados, no tardó en encontrarse frente a la extensa frontera crepuscular. Y entonces todo en el País de los Elfos se quedó quieto, y, en aquel espléndido trono del que sólo se habla en canciones, permaneció sentado y quieto el viejo rey, sufriendo en silencio.

VII

LA APARICIÓN DEL DUENDE


TAN PRONTO COMO EL DUENDE LLEGÓ a la frontera crepuscular, la cruzó con destreza; no obstante, se asomó con cautela a los campos que conocemos por temor a los perros. Tras escabullirse con sigilo lejos de aquellas densas masas crepusculares, entró con tal cuidado a nuestros campos que ningún ojo lo habría visto a menos que ya hubiera estado puesto en el sitio donde apareció. Ahí se detuvo durante unos instantes, mirando a la izquierda y a la derecha, y al ver que no había perros, se alejó de la barrera crepuscular. El duende jamás había estado en los campos que conocemos, aunque sabía que debía evitar a los perros, pues el temor a los canes es tan profundo y universal entre quienes son inferiores al hombre que parece haber incluso atravesado nuestras fronteras hasta llegar al País de los Elfos.

En nuestros campos era mayo, y los ranúnculos que los cubrían se extendían frente al duende como un mundo amarillo entrelazado con el ocre del pasto incipiente. Al ver tantos ranúnculos brillando ahí, la riqueza de la Tierra lo deslumbró. De inmediato empezó a caminar entre ellos y las espinillas se le tiñeron de amarillo.

No se había alejado mucho del País de los Elfos cuando encontró una liebre tendida en la comodidad de una cama de pasto, sobre la cual intentaba pasar el tiempo hasta que tuviera cosas que hacer.

Cuando la liebre vio al duende se quedó completamente quieta, con mirada inexpresiva, y no hizo más que pensar.

Al ver a la liebre, el duende se acercó, se tendió ante ella sobre los ranúnculos y le preguntó por las guaridas de los hombres. Pero la liebre sólo siguió pensando.

 

—Criatura de estos campos —repitió el duende—, ¿dónde están las guaridas de los hombres?

La liebre entonces se puso de pie y se acercó al duende, lo cual la hizo parecer ridícula pues al caminar carecía de la habitual gracia que tenía al correr o dar piruetas, y era de mucho menor estatura por la parte delantera que por la trasera. Incrustó la nariz en el rostro del duende y agitó sus tontos bigotes.

—Indícame el camino —dijo el duende.

Cuando la liebre se convenció de que el duende no emitía olor alguno a perro, accedió a que la interrogara. Pero no comprendía el lenguaje del País de los Elfos, así que permaneció quieta y siguió pensando mientras el duende hablaba.

Por fin el duende se hartó de su silencio, así que se levantó de un brinco y gritó:

—¡Perros!

Dejó a la liebre y siguió correteando alegremente entre los ranúnculos en cualquier dirección que lo alejara del País de los Elfos. Sin embargo, aunque la liebre no podía entender del todo el lenguaje élfico, la vehemencia del tono con que el que el duende gritó “perros” provocó que cierta aprehensión se apoderara de sus pensamientos, de modo que al poco rato abandonó su cama de pasto y brincoteó por la pradera, no sin antes lanzarle una mirada de desprecio al duende; aun así, no iba demasiado rápido y avanzaba apenas con tres patas, pues una de sus patas traseras estaba lista para emprender la huida en caso de que sí hubiera perros. Pero al poco rato hizo una pausa y se sentó y alzó las orejas, y miró a través del campo de ranúnculos y se enfrascó en sus pensamientos. Y, antes de concluir sus reflexiones sobre lo que había querido decirle el duende, éste ya se había perdido de vista y había olvidado lo que le había dicho.

Pronto el duende vislumbró las tejas de una casa de campo que se erigía detrás de unos arbustos. Parecía mirarlo con sus ventanitas bajo las tejas rojas.

—Una guarida humana —dijo.

Pero cierto instinto élfico parecía decirle que ahí no era donde se encontraba la princesa Lirazel. Aun así, se acercó a la granja y observó a las gallinas. Sin embargo, en ese instante un perro lo vio, uno que jamás había visto un duende y que produjo un chillido canino de estupefacta indignación, pero contuvo el resto de su aliento para la persecución y se abalanzó hacia él.

El duende entonces emprendió una huida tajante entre los ranúnculos como si le hubiera robado la agilidad a una golondrina y flotara apenas por encima de las flores. Esa clase de velocidad era algo nuevo para el perro, quien dibujó una larga curva durante la persecución y ladeaba el cuerpo cuando era necesario, con el hocico abierto y silencioso y el viento recorriéndolo desde la nariz hasta la cola con una suave corriente ondulante. Aquella curva era producto de la confusa esperanza canina de atrapar al duende cuando se desviara. Al poco rato se había quedado muy atrás, mientras el duende jugueteaba con la velocidad e inhalaba el aire florido en grandes bocanadas frescas por encima de los ranúnculos. Dejó de pensar en el perro, aunque no cesó en la huida provocada por éste, pues la velocidad le traía alegría. Y la extraña persecución continuó en aquellos campos, con el duende impulsado por el júbilo y el perro por el deber. Con tal de hacer algo novedoso, el duende juntó los pies e impulsándose con las rodillas se clavó hacia el frente sobre las manos y dio una pirueta; estirando los brazos mientras aún giraba, se impulsó por los aires, donde siguió dando vueltas. Repitió este movimiento varias veces, lo que acrecentó la indignación del perro, que sabía bien que ésa no era la manera de atravesar los campos que conocemos. Aun así, a pesar de su indignación, al perro le quedó claro que jamás atraparía al duende y optó por volver a la granja, donde halló a su amo, a quien se acercó moviéndole el rabo. Con tal fuerza agitaba la cola que el granjero se convenció de que había hecho algo útil y le dio una palmada, y con eso se acabó el asunto.

Para el granjero era bueno que el perro hubiera ahuyentado al duende de su granja, pues de haberle hablado al ganado de las maravillas del País de los Elfos, las terneras se habrían burlado del hombre y el granjero habría perdido la lealtad de todas sus bestias, salvo la del perro fiel.

El duende siguió alegremente su camino sobre los pétalos amarillos de los ranúnculos.

De pronto vio que frente a él se alzaba por encima de las flores un zorro, con el pecho blanco y la barbilla blanca, que lo miraba conforme avanzaba. El duende se acercó y lo miró más de cerca. Y el zorro siguió observándolo, pues los zorros acostumbran observar todas las cosas.

Había vuelto hacía poco a aquellos campos cubiertos de rocío tras escabullirse por la noche de la frontera crepuscular que divide los campos que conocemos del País de los Elfos. Incluso se atreve a asomarse al interior de dicha franja y camina en el crepúsculo; y en el misterio de aquel denso crepúsculo que yace entre este lugar y aquel es donde el zorro absorbe parte de esa elegancia que trae consigo a nuestros campos.

—Y bien, Perro de Nadie —dijo el duende. En el País de los Elfos conocían al zorro porque lo veían con frecuencia husmeando en la frontera, y ése era el nombre que le daban.

—Y bien, Criatura-del-otro-lado —dijo el zorro cuando se dignó a contestar, pues conocía el lenguaje de los duendes.

—¿Las guaridas de los hombres están cerca de aquí? —preguntó el duende.

El zorro torció un poco el hocico para agitar los bigotes. Como todo mentiroso, pensaba antes de hablar, y a veces incluso dejaba que los sabios silencios dijeran más que sus palabras.

—Los hombres viven acá y también viven acullá —dijo el zorro.

—Quiero encontrar sus guaridas —dijo el duende.

—¿Para qué? —preguntó el zorro.

—Traigo un mensaje del rey del País de los Elfos.

El zorro no mostró respeto ni temor alguno al escuchar aquel aterrador nombre, aunque ladeó ligeramente la cabeza y desvió la mirada para disimular el asombro que sentía.

—Si es un mensaje, entonces sus guaridas están por allá —dijo señalando con su delgado hocico hacia el valle de Erl.

—¿Cómo las reconoceré al llegar ahí? —preguntó el duende.

—Por el olor —contestó el zorro—. Es una guarida grande y el olor es atroz.

—Gracias, Perro de Nadie —dijo el duende, lo cual resultaba inusual porque el duende rara vez daba las gracias.

—Nunca me atrevo a acercarme a ellos —dijo el zorro—, salvo por… —hizo una pausa y se quedó pensando en silencio.

—¿Salvo por qué? —preguntó el duende.

—Por las gallinas —se hizo entonces un silencio sepulcral.

—Adiós, Perro de Nadie —dijo el duende, se dio media vuelta y emprendió el camino hacia Erl.

Después de pasar la mañana atravesando los campos de ranúnculos amarillos cubiertos de rocío, para cuando cayó la tarde el duende había avanzado bastante y alcanzó a ver antes del anochecer el humo y las torres de Erl. Estaban sumergidas en una hondonada, y las tejas y las chimeneas y las torres se asomaban por el borde del valle, y el humo pendía sobre ellas en medio del aire onírico.

—Las guaridas de los hombres —dijo el duende, y luego se sentó entre las hojas de pasto y las observó.

Al poco rato se acercó más y las observó de nuevo. No le agradaban la apariencia del humo ni la multitud de tejas; sin duda alguna, el olor era atroz. En el País de los Elfos se contaba cierta leyenda sobre la sabiduría de los hombres, pero cualquier respeto que aquella leyenda hubiera despertado en la mente de luz del duende se apagó en el instante en el que miró las abarrotadas casas. Y mientras las observaba, pasó por ahí una niña pequeña, de unos cuatro años, que iba por un sendero que atravesaba los campos de camino a su casa en Erl. Se miraron el uno al otro con los ojos muy abiertos.

—Hola —dijo la niña.

—Hola, hija de los hombres —contestó el duende. Ya no hablaba el idioma de los duendes sino el del País de los Elfos, aquella lengua grandiosa que debía usar cuando estaba frente al rey; y es que conocía el lenguaje del País de los Elfos, aunque nunca se usara en los hogares de los duendes, quienes preferían su propio idioma. En esos tiempos, aquella lengua también la hablaban los hombres, pues en ese entonces no había tantas y los elfos y la gente de Erl usaban la misma.

—¿Qué eres? —le preguntó la niña.

—Un duende del País de los Elfos —contestó el duende.

—Eso pensé —dijo la niña.

—¿A dónde vas, hija de hombre? —preguntó el duende.

—A las casas —respondió la niña.

—Pero no queremos ir ahí —dijo el duende.

—N-no —contestó la niña.

—Ven al País de los Elfos —dijo el duende.

La niña lo pensó un momento. Otros niños lo habían hecho, y los elfos siempre enviaban suplantadores en su lugar para que nadie los extrañara ni se enterara. Así que reflexionó un instante sobre las maravillas y la rebeldía del País de los Elfos, y luego sobre su propio hogar.

—N-no —contestó la niña.

—¿Por qué no? —dijo el duende.

—Mamá hizo rollos de mermelada esta mañana —dijo la niña. Y luego siguió su camino a casa con determinación. De no haber sido por la posibilidad de comer rollos de mermelada, se habría ido al País de los Elfos.

—¡Mermelada! —exclamó el duende con desprecio y pensó en las lagunas del País de los Elfos, las inmensas hojas de lirio que yacen lánguidas en sus solemnes superficies, los enormes lirios azules que se yerguen hacia la luz élfica, arriba de las profundidades de las verdes lagunas. ¡La niña había preferido la mermelada por encima de ellas!

Luego volvió a pensar en su deber, en el rollo de pergamino y la runa que había enviado el rey del País de los Elfos a su hija. Había sostenido el pergamino con la mano izquierda mientras corría y en la boca mientras daba piruetas sobre los ranúnculos. ¿Estaría la princesa ahí?, pensó. ¿O tendrían los hombres otras guaridas? Conforme se fue haciendo de noche, se fue aproximando más y más a los hogares, para poder escuchar sin ser visto.

VIII

LA LLEGADA DE LA RUNA


EN UNA SOLEADA MAÑANA de mayo en Erl, la bruja Ziroonderel estaba en el castillo, sentada junto a la chimenea de la habitación del chiquillo, preparándole algo de comer. Para entonces el niño ya tenía tres años y Lirazel seguía sin ponerle nombre; temía que el espíritu receloso de la Tierra o el aire lo escucharan, pero no se atrevía a enunciar cuáles temía que fueran las consecuencias de que eso pasara. Y Álveric había dicho que era hora de darle un nombre.

Y el chiquillo disfrutaba jugar al aro rodante: la bruja había ido a su colina una noche brumosa y le había traído un halo de luna que consiguió por medio de un encantamiento y que martilló hasta formar un aro, y le había hecho una pequeña vara de hierro relampagueante con la cual golpetear el aro.

Pero ahora estaba esperando su desayuno; había un hechizo en el umbral que mantenía la habitación confortable y que Ziroonderel había puesto ahí con un movimiento del báculo de ébano. Impedía la entrada de ratas, ratones y perros, y ni siquiera los murciélagos podían atravesarlo, pero también mantenía adentro al gato vigilante que guarecía la habitación del pequeño. Ningún cerrojo hecho por la mano de un herrero resultaría más fuerte que aquel encantamiento.

De pronto, por encima del umbral y del hechizo, el duende entró dando piruetas en los aires y aterrizó sentado. El rudimentario reloj de madera que colgaba encima de la chimenea detuvo su sonoro segundero ante su llegada, pues el duende traía consigo un pequeño amuleto que lo protegía del tiempo, hecho de hojas de un pasto extraño atado a uno de sus dedos, que le impedía languidecer en los campos que conocemos. Y es que el rey del País de los Elfos entendía el paso de nuestras horas: cuatro años habían peinado nuestros campos en lo que él tardó en descender por las escaleras de bronce, hacer llamar al duende y entregarle el encantamiento que habría de enredarse alrededor de un dedo.

—¿Qué es esto? —preguntó Ziroonderel.

El duende sabía bien cuándo ser impertinente, pero al ver a la bruja a los ojos percibió algo aterrador; y no era poca cosa, pues los ojos de aquella bruja se habían encontrado con los del rey del País de los Elfos. Por lo tanto, decidió jugar su mejor carta, como decimos en estos lares, y contestó:

 

—Traigo un mensaje del rey del País de los Elfos.

—Ah, ¿sí? —preguntó la anciana bruja—. Ah, sí, sí —agregó en voz más baja para sus adentros—, debe ser para mi ama. Sí, lo estábamos esperando.

El duende permaneció sentado en el suelo, acariciando el rollo de pergamino dentro del cual se encontraba escrita la runa del rey del País de los Elfos. Luego, a la orilla de su cama, mientras esperaba su desayuno, el chiquillo vio al duende y le preguntó quién era y de dónde venía y qué sabía hacer. Cuando el pequeño le preguntó qué sabía hacer, el duende se levantó de un salto y brincoteó por la habitación como una polilla en un techo iluminado por una lámpara. Del techo a los estantes y de regreso y otra vez daba piruetas como si volara; el chiquillo aplaudía y el gato estaba furioso; la bruja alzó el báculo de ébano y conjuró un hechizo en contra de los brincos, pero no logró contener al duende. Éste siguió brincando y rebotando y haciendo piruetas, mientras el gato profería todas las maldiciones existentes en el lenguaje felino y Ziroonderel ardía en ira no sólo porque hubiera bloqueado su magia, sino porque su humanidad alarmada temía por la integridad de su vajilla, y el chiquillo gritaba que quería más y más. De pronto, el duende recordó su misión y el temible peso del pergamino que traía consigo.

—¿Dónde está la princesa Lirazel? —preguntó a la bruja.

Ziroonderel señaló en dirección de la torre de la princesa, pues sabía que no había poder ni medio alguno que le permitiera bloquear una runa del rey del País de los Elfos. Cuando el duende se dio media vuelta para retirarse, Lirazel entró en la habitación. Él le hizo una reverencia profunda a aquella noble dama del País de los Elfos y, tras perder en un instante toda impertinencia, se arrodilló frente al resplandor de su belleza y presentó ante ella la runa de su padre. Mientras ella tomaba el pergamino, el niño le gritaba a su madre para exigir que el duende siguiera brincoteando; el gato, agazapado junto a una caja, se mantenía alerta a lo que estaba ocurriendo; Ziroonderel, por su parte, permaneció callada.

Y entonces el duende pensó en las verdes lagunas del País de los Elfos en medio de aquellos bosques que los duendes conocían; recordó lo asombrosas que eran las flores perennes que el tiempo jamás tocaba; el color intenso y profundo de la calma perpetua. Había cumplido su misión y estaba cansado de la Tierra.

Por un instante todo fue calma, salvo por el chiquillo, que agitaba los brazos y exigía a gritos más payasadas del duende. Lirazel se quedó de pie, con el pergamino élfico en una mano y el duende arrodillado ante ella; la bruja no hizo movimiento alguno, el gato miraba la escena con ferocidad y hasta el reloj se detuvo. Pero luego la princesa se movió y el duende se puso de pie, la bruja suspiró y el gato desistió de vigilar cuando el duende emprendió la retirada. Y, aunque el niño le gritaba que volviera, el duende no cedió, sino que descendió la larga escalinata en espiral y se escabulló por una puerta para volver al País de los Elfos. Tan pronto como atravesó el umbral, el reloj de madera volvió a andar.

Lirazel miró el pergamino y, sin desenrollarlo, volteó a ver a su hijo; luego dio media vuelta y se lo llevó a su recámara, donde, sin leerlo, lo guardó en un baúl. El pavor le indicaba que era la runa más potente de su padre, aquella que tanto había temido al huir del capitel plateado mientras escuchaba las pisadas atronadoras en los escalones de bronce; había logrado cruzar la frontera crepuscular escrita en ese pergamino y encontraría su mirada tan pronto como lo desenrollara para llevarla de vuelta a su lugar de origen.

Una vez que la runa estuvo resguardada en el baúl, fue a buscar a Álveric para hablarle del peligro que se había avecinado. Pero Álveric estaba atribulado porque ella se negaba a ponerle nombre al niño, así que la confrontó en ese instante. Al fin ella le sugirió un nombre, un nombre que nadie en estos campos nuestros podía pronunciar, pues se trataba de un nombre élfico, lleno de asombro, hecho de sílabas como graznidos de aves. Álveric se negó tajantemente. Y aquel capricho de ella, como todos sus otros caprichos, no surgía de las cosas mundanas de nuestros campos, sino de algo que estaba más allá de la frontera del País de los Elfos, de ocurrencias salvajes que rara vez visitaban nuestros campos. Y a Álveric lo desconcertaban aquellos caprichos, pues nunca se habían visto otros iguales en el viejo castillo de Erl; no había quien lo ayudara a interpretarlos ni quien lo aconsejara al respecto. Ansiaba que Lirazel se dejara guiar por las antiguas tradiciones, pero ella sólo se dejaba guiar por ocurrencias salvajes provenientes del sureste. Intentó razonar con ella, con el razonamiento humano que la gente de aquí tanto valora, pero ella no escuchó razón alguna. Por tanto, cada quien tomó su camino y ella se fue sin hablarle del peligro proveniente del País de los Elfos, que era aquello por lo que había ido a buscarlo.

Lirazel volvió a su torre y observó el baúl que resplandecía bajo la luz de la tarde; y le dio la espalda, pero con frecuencia volteaba a verlo de nuevo mientras la luz abandonaba los campos y llegaba el ocaso, y todo perdía su brillo. Se sentó entonces junto al marco de la ventana abierta que daba a las colinas orientales para ver las estrellas sobre sus curvas ensombrecidas. Las observó durante tanto tiempo que vio cómo cambiaban de lugar, y es que de todas las cosas que había visto desde su llegada a estos campos, lo que más le maravillaba eran las estrellas; le fascinaba su belleza gentil. Pero esta vez las miraba con triste añoranza, pues Álveric le había dicho que a las estrellas no había que adorarlas.

Pero ¿cómo podría rendirles tributo, agradecerles su belleza, admirar su alegre calma sin adorarlas? Entonces pensó en su hijo; luego vio a Orión; y al fin desafió a todos los espíritus recelosos del aire y, con la mirada puesta en Orión, a quien no debía adorar, le ofreció la vida de su hijo a aquel cazador del cinturón reluciente y nombró a su bebé en honor a aquellas espléndidas estrellas.

Cuando Álveric llegó a la torre, ella le habló de su deseo y él accedió a que el niño se llamara Orión, pues toda la gente en aquel valle le daba gran importancia a la cacería. Y Álveric recobró las esperanzas de que, al ser él razonable con esto, ahora ella sería razonable con cualquier otra cosa: se dejaría guiar por las tradiciones, haría lo que los demás y renunciaría a los caprichos y las ocurrencias salvajes provenientes del otro lado de la frontera con el País de los Elfos. Y entonces le pidió que adorara los objetos sagrados del sacerdote; y es que ella jamás les había rendido tributo ni sabía cuál era más sagrada que la otra, si el cirio o la campana, ni jamás lo sabría porque se negaba a aprender lo que Álveric le ordenaba.

Pero en esta ocasión le respondió con complacencia, y su esposo creyó que todo estaba bien, aunque los pensamientos de Lirazel estaban inmersos en la lejanía de Orión; tampoco podían pasar mucho tiempo inmersos en cosas serias, ni podían permanecer ahí más tiempo que las mariposas en las sombras.

Toda la noche el baúl permaneció cerrado, resguardando la runa del rey del País de los Elfos.

A la mañana siguiente, Lirazel no pensó gran cosa en la runa, pues fueron a llevar al niño al santuario del sacerdote; Ziroonderel los acompañó, pero esperó afuera. La gente de Erl también asistió, la que podía dejar de lado las tareas materiales de los campos, y asistieron también quienes habían conformado el parlamento, aquellos que se presentaron ante el padre de Álveric en la larga habitación roja. Y todos ellos estuvieron muy felices de ver al niño y advirtieron su fuerza y su desarrollo; murmurando en grupo, de pie en aquel lugar sagrado, profetizaron que todo ocurriría como lo habían planeado. Entonces el sacerdote avanzó y, erguido entre sus objetos sagrados, ante ellos nombró al chiquillo Orión, aunque antes de eso le había dado un nombre de aquellos que sabía que eran benditos. Y se regocijó al ver al niño y al nombrarlo ahí, pues los de su estirpe marcaban las generaciones de los habitantes del castillo de Erl y veían las eras pasar, como a veces los demás vemos el paso de las estaciones en algún árbol viejo. E hizo una reverencia ante Álveric y le rindió pleitesía a Lirazel, aunque su pleitesía hacia la princesa no era de corazón, pues su corazón no le rendía más reverencia que la que habría sentido por una sirena que hubiera abandonado el mar.

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