Buch lesen: «Matices De Vida»

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Matices de Vida

Lisbeth Lima Hechavarría

Matices de vida

© Lisbeth Lima Hechavarría, 2021

© Libros Duendes, 2021

© Tektime, 2021

Diseño de cubierta y producción digital:

Libros Duendes

www.librosduendes.com


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A Darniel Poppé Acosta

“La bondad no hace ruido, porque

camina con el corazón descalzo”.

Dany, mi faro siempre

“Solo mucho después iba a comprender

que estar, también es dar”

Clarice Lispector

ÍNDICE

PRÓLOGO

El despertar de Alicia

La maqueta

Fototaxia negativa

Matices de vida

Al final tampoco se descansa

La lista Martina

Obsesión

Mi vida en casa

Edgar Allan Poe y Arnaldo entre rejas

Nece(si)dades

Cifras

PRÓLOGO

Te propongo un ejercicio de fabulación.

Imagina un cuerpo fragmentado, un cuerpo dividido, habitado por silencios y por el bullicio del mundo. Entonces, de alguna forma, podrás saber cuáles son las claves que acompañan a la poética de la joven autora cubana Lisbeth Lima Hechavarría. Sus matices no son únicamente los de la vida, los de la música de una existencia prehistórica que hemos aprendido a resignificar en los últimos años, gracias a nuestra capacidad eterna para la adaptación; sino que también la acompañan, en este bregar de las palabras, los matices de la muerte y su ironía. Hay belleza en el acto de construir mundos: Lisbeth lo sabe. Por eso se toma el tiempo para hilar la realidad que llega a ella a modo de fotografías de un universo exterior atemporal, si bien sus historias suelen fijarse en el hoy, en el ahora, en un marco cercano de referencias.

Su país es un hilo más en el tejido del texto. Se imbrica, se borda, se cose aquí y allá. El país es una madeja de tela que se enreda y se desenreda, no para ofrecernos una mirada única de lo real sino múltiples espejos, múltiples reflejos y múltiples verdades para aquellos que se atrevan a asomarse a estas piezas narrativas. Una vez que te contemplas en el espejo de la literatura, no hay manera de cerrar los ojos, porque no solo el espejo te mira a ti, sino que tú mismo habrás iniciado el viaje a través de la tragedia del tiempo y el espacio, a través de tu propio cuerpo y tu percepción.

No hay límites. Imagina un país sin límites. Imagina un país habitado por palabras, donde cada historia tributa a un ángulo de la verdad, donde la experiencia se concentra en el personaje y su relación con el lector (esa relación tan breve y poderosa, que define y limita todo en la literatura). Consciente de su papel como creadora de la realidad (al menos de una realidad cruda y terrible como han de ser todas, hermosa e irónica como han de ser todas), Lisbeth Lima Hechavarría juega con los textos, con la percepción del lector, nos involucra, nos contamina, nos invita a mirar ese ángulo olvidado de nuestros sueños, nuestras pesadillas y nuestras realidades.

Matices de vida es un texto para leer de una sentada. Es un texto para leer sin pausas. Es un texto para consumir con hambre, con deseos de más. Es un texto hilo, hilo incómodo entre los dientes del lector, entre sus dedos, bajo su lengua: hilo que pica, que escoce, objeto extraño que es necesario definir para entonces significar. En estos universos que la autora construye, en esta realidad que la autora debate, los lectores podrán sin dudas encontrar historias breves, necesarias, del mundo que vivimos, del mundo que alguna vez soñamos en nuestras pesadillas y de la pesadilla que se ha transformado en nuestro mundo. Pero no veremos aquí solo el filo caliente de las distopías de nuestra realidad, sino su otra cara y su otra carta: la irónica, la hermosa, la terrible faz de la baraja.

Imagina un texto fragmentado, que es lo mismo que decir un cuerpo fragmentado. Imagina una historia que se une a otra historia. Imagina que han puesto frente a tus ojos el espejo de la verdad (ahora no podrás mentirle). Si entonces te atreves, habrá comenzado tu viaje a través de la música y el ruido, y finalmente a través del silencio que sobrevendrá ante la ansiedad de nuestra espera.

Elaine Vilar Madruga

El despertar de Alicia

El futuro de la tecnología amenaza

con destruir todo lo humano del hombre,

pero la tecnología no alcanza a la locura

y es ahí donde lo humano del hombre se refugia.

Clarice Lispector

Miro mis manos, estos brazos, los pies con las uñas todavía arregladas y los recuerdos llegan como ráfagas de aquel martes, cuando me las pinté de turquesa mientras veía la tele con Rodrigo. Estoy pálida y en los muslos siguen las marcas del accidente. Tengo el brazo izquierdo enyesado y una tira cuelga de mi cuello para engancharlo. ¡Todo es tan real! Ellos allá afuera no parecen notar mi presencia.

—Dios mío, ¿qué hago aquí? ¿Cómo es que no me he ido ya? ¿Qué tiempo hace que morí?

Dios mío no responde, pero una señora agachada en la esquina sur de la cama, al lado del baño, sí lo hace.

—¿Morir dice usted? —exclama—. ¡Qué tontería!

La miro extrañada de que esté hablando conmigo y espero en silencio unos segundos a que alguien, que no he visto aún, le responda.

—Su esposo saltará de alegría cuando regrese y la encuentre al fin despierta.

Miro a los lados, buscando a ese alguien, pero tal como imaginaba no hay nadie más en la habitación. Los otros están del lado afuera del cristal a unos veinte metros de distancia.

—¿Me habla usted a mí, señora? —le pregunto con recelo, sintiéndome hasta tonta por creer que pudiera ser conmigo, a fin de cuentas, he muerto, no puedo hablar.

La mujer se levanta y deja a un lado el trapo con el que se empeñaba en limpiar los azulejos de los rodapiés.

—¿A quién si no a usted le hablaría, muchacha? —dice mirándome a la cara.

—¿Pero también me ve? —pregunto un poco eufórica y confundida.

La señora de la limpieza no responde. Su rostro se torna serio y esconde la sonrisa del principio.

—Será mejor que llame al médico.

—No, espere —ruego—. ¿Es usted una médium? —le pregunto y sigo—: ¡Qué suerte he tenido! La recompensa de Dios Todopoderoso por haber sido buena. Está dándome la oportunidad de que me despida de Rodrigo a través de usted, como en la película, ¿sabe cuál es? —Ella me observa seria, sin decir una palabra y yo prosigo—: Mire, no se asuste, no vaya a gritar ni a llamar la atención de nadie, ya voy entendiendo de a poco. —Digo esto último más para mí que para ella—. No tendría por qué saber que estoy muerta, de hecho, me veo tan real que hasta yo lo dudaría, pero al parecer estuve aquí en algún momento antes de partir y por ende ahora regreso, frente a usted, que tiene este don divino. ¡Diosito sabe por qué hace las cosas!

La mujer deja escapar una risotada estruendosa y uno de los médicos mira adentro y se asombra. Viene hacia aquí. Pero no lo entiendo, ¿qué está pasando?

—Siempre supe que lo conseguirías.

«¡Vaya, otro más que me habla!»

—Creo que la pobre se ha quedado un poco desorientada —dice la señora al doctor.

—Es normal, ha pasado mucho tiempo en coma.

Esto no puede estar pasando. Me toco la cara, el pelo, las piernas. Intento incorporarme, pero tambaleo y casi caigo al piso.

—No se apure. Acaba de abrir los ojos, sus músculos no responderán con rapidez a las señales que su cerebro envía.

Pues sí, ya no cabe la menor duda, me están hablando, pueden verme. Algo va mal. Estoy muerta. Lo recuerdo al detalle. Morí en el accidente. Rodrigo lloraba desconsolado y me sostenía la cabeza mientras la sangre brotaba de mi nariz, mis oídos, mi frente. Incluso sentí, segundos antes de morir, el sabor a hierro de la sangre en sus labios cuando se pegaron a los míos por última vez. Luego dejó mi cuerpo en el suelo con resignación mientras los paramédicos lo levantaban por los brazos.

—¿Cómo es posible que estén ustedes aquí hablando conmigo? —pregunto al médico y, sin esperar respuesta, continúo—: Morí en el acto. Por eso mis músculos han dejado de funcionar y estoy pálida. No debe faltar mucho para que comience a descomponerme si es mi cuerpo el que está y no mi espíritu.

El doctor me observa estupefacto, con cara de no entender ni ostias.

—Mire, le explico —y diciendo esto comienzo a relatarle todo lo que ocurrió cuando morí—. Regresábamos a casa después de haber tenido una noche bastante movidita. Meses antes mi matrimonio se desmoronaba y, fieles a nuestros sentimientos, mi esposo y yo decidimos indagar nuevas formas de alimentar el amor. Así comenzamos a buscar parejas que estuviesen pasando por lo mismo y descubrimos una terapia de grupo bastante atractiva. Consistía en… ¡Ay, perdón, esto no viene al caso! No sé por qué de pronto he comenzado a hablar sin parar, tal vez las ganas de que me crean.

—No, no, por favor, continúe —dice respetuoso—, eso me permite saber cómo va reaccionando su cerebro luego del tiempo que ha pasado dormida.

—Pues le decía que nos reuníamos una vez por semana e intercambiábamos pareja, intentando nunca repetir y, ahí, en el mismo salón, lo suficientemente amplio como para llevar a cabo el ejercicio, simulábamos una cita para conocernos de forma más íntima. No había discriminación de sexos, podías tener una cita con una chica o con un chico, lo cual era muy interesante, pues cuando coincidías al azar con alguien de tu mismo sexo, te mirabas en el espejo de los errores. El objetivo de las citas era intercambiar detalles, así reconocías mejor lo que estabas haciendo mal y adquirías experiencias sobre gustos ajenos que podrían funcionar en tu relación. La noche del accidente celebrábamos el fin de la primera etapa en la terapia. Ahora, quienes así lo decidieran, podrían pasar a un segundo nivel. Mi relación marchaba viento en popa, pero la felicidad poco nos duró, ya ve usted dónde estoy. Bueno, y de paso, si lo sabe, explíqueme bien qué hago acá, porque yo ya estoy muerta, como le he dicho.

El doctor Buenaventura, según leo en el solapín de su bata, me observa detenidamente como si escudriñara algún detalle que descartara la veracidad de lo que digo.

—Tranquila —dice al fin—, ha de ser el golpe. Tuviste un traumatismo craneoencefálico severo. Podíamos habernos topado también con pérdida de la memoria transitoria, que ya veo no es el caso. Aunque espere, ¿recuerda también los sucesos del accidente propiamente o solo los anteriores a este?

—Claro que lo recuerdo, como he dicho, morí. Estoy segura. Habíamos bebido unas copas de vino en la cena de clausura, pero solo fue cortesía, los dos estábamos aptos para conducir. Luego de la tertulia, muchas risas y un poco de bailoteo, Rodrigo y yo decidimos irnos a casa. Vivimos en la colina, cerca del condominio “Brisas del Sur”. Casi llegando a la última subida nuestro auto fue impactado por un 4x4 que venía a toda máquina. La luz del foco me cegó unos instantes. Solo recuerdo que dimos vueltas farallón abajo y después mi esposo me sostenía entre sus brazos mientras yo desfallecía.

Buenaventura tiene los brazos cruzados a la altura del pecho y el ceño fruncido. Mueve discretamente la mandíbula. Ya he terminado de hablar y él parece no darse cuenta.

—Sí, es evidente que pérdida de la memoria no tiene usted. Pero, como verá, es imposible que esté muerta —dice ecuánime—. Estamos en el hospital, el mismo al que fue traída hace tres meses y algunos días. Tranquila, no pretendo que entienda eso ahora. El postrauma puede tornarse muy complejo a veces, pero no se preocupe, yo seré su médico de cabecera, soy el neurocirujano que la operó aquella noche. Ahora mismo voy a ponerme en contacto con los demás especialistas para que todos la chequeen. Ese brazo ha demorado en sanar, la fractura del húmero y el radio devinieron en una larga y compleja cirugía. Pero no es nada que la fisioterapia y la rehabilitación no puedan solucionar. Que tenga buenas tardes.

Me da la espalda y llama a la enfermera que aguarda en la entrada de la puerta. Le indica algo que ella apunta con rapidez en una agenda. No me ha dado chance de replicar. ¡Postrauma dice! Si no más hay que mirarme para darse cuenta de que soy un cadáver. A saber por qué retorcido motivo permanezco entre los vivos y pueden verme. Tal vez deba resolver algún misterio, como en las películas y por eso vago en pena en estas tierras. ¡Qué dramática me he vuelto con la muerte! Eso debe venir incluido, supongo. Tal vez son ellos los que tienen el problema y han muerto ya sin aceptarlo. ¿Estaré en ese hospital que ardió hace unos años en el condado?

Han pasado unas horas. Sigo analizando lo que ocurre y no lo entiendo. Allá viene Rodrigo. Sonríe levemente. Olvido por unos minutos mi inexistencia y levanto la mano sana, un poco torpe, intentando llamar su atención, pero no mira hacia acá. ¿Será que no puede verme? Al fin alguien que no me hace sentir desubicada. Aunque estoy triste de no poder abrazarlo y hacerle feliz, de que no pudiera escucharme decir cuánto lo extraño, porque estoy muerta. Pero ahora que lo pienso, si ya he muerto y han pasado meses del accidente, ¿por qué continúa visitando el hospital? Al llegar casi a la entrada de mi puerta, lo veo por el cristal dirigirse hacia el buró de las enfermeras. Se detiene unos minutos conversando. «¿Será que tiene una aventura con alguna de ellas y por eso la visita?» He pensado que ya es hora de ponerme en pie. Pero justo cuando lo intento siento el picaporte de la puerta girarse. Ya está dentro. Observa el sitio. Pone unas flores en el jarrón al lado de la cama y acaricia la almohada sin rozarme. Luego se sienta en el sillón a mi lado, sin decir ni una palabra. Lo miro en silencio y no sé qué hacer. Estoy completamente confundida.

¿Habrán sido acaso aquel médico, la señora de la limpieza y la enfermera que anotaba apurada en su agenda, fantasmas igual que yo? De otro modo no me explico el comportamiento de unos y otros. Sigo en silencio. Quiero pensar que tal vez Rodrigo viene en ocasiones al hospital a recordar los últimos momentos que pasamos aquí. Un poco morboso, inusual, pero en él poco me extraña. Nunca fue de los comunes. Está observando la cama, pero no repara en mí. Lo entiendo. Intento acercarme a él, acariciarlo, aunque no lo perciba, pero al menos calmará mis ansias, mas no me da chance. Se levanta del asiento y da una vuelta alrededor del cuarto, contempla cada detalle. Sonríe.

—Alicia —dice, yo me asombro y enseguida, olvidando toda lógica, atino a responderle, pero tampoco me da tiempo—, no logro dejarte ir. Hace ya tres meses y aún me despierto volteado hacia tu lado de la cama, buscándote para jalarte hacia mí y hacerte cosquillas en la espalda con mi barba. No imaginas los malestares en la panza cada vez que descubro el vacío, ya sabes, las depresiones. Estoy atravesando por una crisis gástrica que no imaginas. La nostalgia persiste todo el tiempo. Me alimento mal.

—Rodrigo, querido, estoy aquí.

—Han muerto algunas de tus plantas. Lo siento. También Rulfo ha cogido garrapatas. No lo sé, ha de ser la temporada. Eso dice Patricia, pero creo que es el perrito de los Quintana el que las tiene y las va regando por todo el vecindario. —Prosigue ignorándome, pero no me molesta, es lo normal. Los vivos no hablan con los muertos—. No podré venir más. Ya no hay dinero para costear esta habitación vacía en el hospital solo para tener un lugar aferrado a tus últimos momentos, a tu último “Te amo”. ¿Lo recuerdas? —otra vez la pregunta al aire porque quiero responder, pero él interrumpe. De todos modos, no, no lo recuerdo—. Te dejé en el suelo en el lugar del accidente y los paramédicos me hicieron a un lado. Intentaron reanimarte tres veces y, cuando casi cerraban la bolsa plástica con tu cadáver, reaccionaste. Subieron tu cuerpo a la ambulancia y llegamos aquí…

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