Cómo se implementó la enseñanza del deporte hasta el año 2020 y el Juego Motor Insight

Text
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

Ola de antisemitismo en Polonia

Al mismo tiempo que se desarrollaban los hechos de Renania, en Polonia nuevamente había una ola de pogromos y violencia antisemita, similar a la que sucedió durante los primeros años de la creación de la Segunda República Polaca, la cual se propagó por más de cien localidades entre 1918 y 1919.

Es importante recordar que fueron integrantes del ejército del recién nacido Estado polaco los que instigaron y protagonizaron la mayor parte de los ataques antisemitas, tal como sucedió entre los días 22 y 24 de noviembre de 1918, cuanto las tropas de ocupación polacas entraron en la ciudad de Lviv (actual Leópolis, Ucrania) y desataron los ataques y saqueos que culminaron con un número que se calcula en casi trescientos cincuenta muertos y cientos de heridos entre judíos y ucranianos, los cuales también eran blanco de la violencia de los militares y los civiles polacos, quienes incluso destruyeron tres sinagogas, no dejando dudas acerca del blanco de su odio. También en la ciudad bielorrusa de Pinsk, la ocupación polaca dejó su huella en la población local en abril de 1919, al ejecutar sin pruebas y sin un juicio previo, a treinta y cinco ciudadanos “acusados” de ser judíos, bolcheviques y haber ayudado al Ejército Rojo. El 8 de agosto del mismo año, también en Bielorrusia, pero esta vez en Minsk, los soldados polacos saquearon el barrio judío causando treinta y siete muertos, luego seguirían robando en los pueblos cercanos, ascendiendo a ciento sesenta los asesinatos.

Varios factores contribuyeron a que este brote de antisemitismo estallara nuevamente y con gran violencia. Por un lado se buscaba culpar a los judíos de todos los males, como ya había sucedido muchas veces a lo largo de la historia, y así, una vez convertidos en chivos expiatorios, simplemente matarlos, violar a las mujeres y robar sus pertenencias. Por otro lado, el odio hacia los judíos que sentía una significativa parte del pueblo polaco era alimentado por los discursos de la jerarquía católica romana local, la cual exacerbaba esta aversión con falsos fundamentos religiosos. Un ejemplo de esto fue la carta pastoral que escribió el cardenal primado de Polonia, August Hlond, en 1936. En ella expresaba entre otras cosas que “mientras los judíos sigan siendo judíos, existe un problema judío y seguirá existiendo. (...) Es un hecho que los judíos están librando una guerra contra la Iglesia católica, que están inmersos en el pensamiento libre y constituyen la vanguardia del ateísmo, el movimiento bolchevique y la actividad revolucionaria. Es un hecho que los judíos tienen una influencia corruptora sobre la moral y que sus editoriales están difundiendo pornografía. Es cierto que los judíos cometen fraude, practican la usura y se dedican a la prostitución. Es cierto que, desde un punto de vista religioso y ético, la juventud judía está teniendo una influencia negativa sobre la juventud católica en nuestras escuelas”.

A estas afirmaciones tan peligrosas dentro de una sociedad que, además de ser mayoritariamente desconfiada y prejuiciosa, era activamente agresiva con los judíos, hay que sumarle el llamado oficial a boicotear los comercios y todas las demás actividades desempañadas por esta comunidad.

Esta clase de hechos se vieron alentados tras la muerte del dictador Józef Pilsudski un año antes, en mayo de 1935. Si bien es cierto que el mariscal polaco había gobernado el Estado, entre 1926 y 1935, con métodos totalitarios, valiéndose de la represión política y con mano de hierro, también es cierto que mostraba algún grado de tolerancia hacia la diversidad étnica y religiosa que convivía en la Polonia de entonces. Esto en comparación, por ejemplo, con los sectores de ultraderecha del movimiento político Endecja, liderados por el antisemita Roman Dmowski, entre otros; quienes tras la muerte de Pilsudski comenzaron una nueva campaña de boicots, intimidaciones y persecución contra la población judía; lo que derivaría en el pogromo de la aldea de Przytyk, del 9 de marzo de 1936, el cual se extendió a pueblos vecinos, costando la vida a alrededor de ochenta personas e hiriendo a más de doscientas.

En un período de tres años, a partir de 1935, esta ola de odio y violencia se extendió como el fuego entre la paja por el centro del país, con pogromos en varias ciudades y pueblos. En Czestochowa, por ejemplo, la violencia duró tres días y provocó la destrucción de numerosas casas y comercios judíos. En Grodno, Lublin y Bialystok también se registraron ataques de este tipo, protagonizados por la población polaca, ante la pasividad o la complicidad de las autoridades locales que respondían a Varsovia.

Si bien estas masacres eran perpetradas en la mayoría de los casos, por ciudadanos comunes, sería un error creer que la clase política polaca o el gobierno estaban al margen de estos hechos, ya que, como vimos, el odio antisemita era alentado por sectores políticos de la derecha nacionalista, como el caso de los partidarios de Roman Dmowski, llamando abiertamente al boicot económico y a la segregación social de los judíos, afirmando la conveniencia de la emigración masiva y forzada de estos de Polonia y así poder solucionar el “problema judío”.

Prácticamente en todos los ámbitos de la vida polaca resultaba difícil desenvolverse siendo judío. Las asociaciones de médicos y abogados comenzaron a condicionar la afiliación de los profesionales a la pertenencia de estos a la religión católica. Además se restringió para 1937, casi por completo, el acceso a las universidades a los estudiantes de origen judío, mediante la implementación de “Numerus clausus”, o cuotas de admisión que limitaban el derecho al estudio de carreras universitarias por motivos religiosos o raciales. Esto iba acompañado de violencia y acoso contra los pocos estudiantes judíos que lograban ingresar a las casas de altos estudios, por parte de profesores y estudiantes polacos nacionalistas.

Comienzo de la guerra civil española

En 1936, también estalló la guerra civil española, contienda que conmovería a Europa y al mundo y que iba a tener una dramática importancia en los años siguientes.

Entre los días 17 y 18 de julio, un grupo de militares españoles de derecha se complotaron con grupos monárquicos, falangistas y fascistas, en otros, para llevar a cabo un golpe de Estado contra el gobierno de la Segunda República Española, que estaba en manos del Frente Popular, una coalición política de orientación izquierdista, la cual había sido elegida democráticamente apenas cinco meses antes. Esta sublevación militar tuvo triunfos parciales en algunas regiones del país, en las que se hizo del control de varias ciudades, mientras que en otras fracasó, luego de combates frente a tropas leales y a milicias populares compuestas por obreros y sindicalistas. Así la situación derivó en una guerra civil, en la cual se enfrentaron más que dos bandos en pugna por el poder.

Por un lado estaba el gobierno republicano que había sido elegido democráticamente, el cual encarnaba la lucha por los valores de la justicia social y los derechos de los trabajadores y los campesinos, cuyo gran desafío era dejar atrás siglos de oscurantismo medieval. Por el otro lado estaban los que deseaban volver a los viejos privilegios de la monarquía y a la explotación del pueblo a manos de los terratenientes.

En resumen, en esta contienda se iban a enfrentar en gran medida, los ideales y modelos políticos en pugna en el mundo y los intereses geopolíticos de las potencias, y ellas serían determinantes en el resultado de la guerra y el futuro de España y su pueblo.

Inmediatamente iniciadas las hostilidades, la Alemania nazi de Adolf Hitler comenzó a apoyar a los sublevados con armamento, dinero e incluso con tropas. La colaboración de la Italia fascista de Benito Mussolini con los golpistas venía de tiempo atrás, habiendo mantenido reuniones con varios de los cabecillas de los sectores falangista y monárquico, e incluso con el mismísimo exrey Alfonso XIII, quien vivía en Roma por aquellos años.

En esto no solo estaban en juego los intereses geoestratégicos de Alemania e Italia, sino que también estaba el compromiso ideológico con el falangismo, que no era otra cosa que la versión hispánica del fascismo. También en esta etapa empieza a consolidarse la alianza política, ideológica y militar que daría como resultado el eje Roma-Berlín.

Por otro lado, el Reino Unido aparentaba al principio simpatizar con la causa republicana, sin embargo prevaleció su acérrimo anticomunismo, ya que Londres consideraba que la República Española se dirigía hacia una revolución marxista y fue así como declaró su total neutralidad en el conflicto; mientras que el gobierno francés del Frente Popular encabezado por el socialista León Blum, que en los primeros momentos había brindado ayuda militar al gobierno republicano; finalmente tomó la misma posición neutral de los británicos, proponiendo la creación del Pacto de No Intervención, para así impedir que los Estados firmantes del acuerdo pudieran vender armas, colaborar con tropas o de cualquier otra forma con alguna de las dos partes enfrentadas en la guerra civil, lo cual de por sí era un sinsentido, ya que ponía en igualdad de condiciones al gobierno legítimo de una nación soberana con una facción de sediciosos sublevados.

A finales de agosto, veintisiete países europeos firmaron el Pacto de No Intervención, entre los que se contaban Francia, el Reino Unido, la Unión Soviética, Alemania, Italia, Portugal, Polonia y Checoslovaquia, entre otros, y se estableció en Londres la sede del Comité de No Intervención, que sería el órgano encargado de controlar el cumplimiento de los términos del acuerdo. Sin embargo este pacto fue desde el comienzo una farsa, ya que Berlín y Roma nunca dejaron de suministrar armas y combatientes a sus nuevos socios fascistas liderados por el general Francisco Franco Bahamonde.

 

Para lo único que parecía servir el acuerdo era para impedirle a la República Española comprar armamento para defenderse de los sublevados y de ese modo debilitarla y asfixiarla cada vez más.

Como prueba de la clara intención de Alemania e Italia de incumplir el acuerdo recién firmado es la reunión que mantuvieron en Roma el 28 de agosto los altos mandos de la inteligencia militar alemana e italiana, el almirante Wilhelm Canaris y el general Mario Roatta, con el objetivo de coordinar y continuar con el suministro de armamento que había sido pedido por Franco.

Era tan absurdo el Pacto de No Intervención que las cuatro potencias encargadas de controlar el tráfico en los puertos españoles e impedir el ingreso de material bélico eran el Reino Unido en la costa norte, Francia en el norte y en el sur, en la zona de Gibraltar; y Alemania e Italia en las costas del sudeste de España. Dicho de otro modo, los dos gobiernos que, a la vista de todo el mundo, eran los principales aliados de los sublevados fascistas tenían la tarea de impedir la llegada de la ayuda bélica que ellos mismos enviaban. De no haber sido tan trágicos los sucesos de la guerra civil, esto podría resultar gracioso.

Por su parte, el gobierno de la República Española protestó en numerosas ocasiones ante el Comité de No Intervención por las descaradas violaciones del pacto por parte de Hitler y Mussolini, sin conseguir que se detuviera el flujo de tropas y equipos militares hacia los sublevados. Entonces el 25 de septiembre, ya en un gesto desesperado, se presentó el ministro de Estado español, Julio Álvarez del Vayo, ante la Sociedad de las Naciones para pedir la protección internacional de su país. El organismo desoyó el pedido y España parecía ya condenada por las potencias europeas, ya sea por estar apoyando al bando sublevado o por no hacer nada para detenerlos.

La Unión Soviética desde un primer momento mostró abiertamente su respaldo y simpatía con la causa de los republicanos, pero fue respetuosa del Pacto de No Intervención que había firmado. Sin embargo esta situación cambió ante la evidencia indisimulable de la injerencia e intervención de Italia y Alemania en la guerra y a partir de ese momento Moscú comenzó a apoyar al gobierno republicano español con armamento, asesores militares y con la organización de las Brigadas Internacionales, las cuales iban a convocar a casi sesenta mil voluntarios de más de cincuenta países a lo largo de toda la guerra, para luchar contra el fascismo.

Pacto Antikomintern

A esta altura ya eran claras las intenciones de Hitler, y en consecuencia se irían conformando las diferentes alianzas entre los países, del mismo modo que la dirección hacia donde iban a apuntar las estrategias de las potencias europeas.

Por el lado anglo-francés, la pasividad británica disimulada tras la política de “apaciguamiento” hacia Berlín, ocultaba las esperanzas de ésta, de que fuera la Alemania nazi, la que finalmente protagonizara una confrontación militar con la URSS; y con suerte, acabase con el comunismo, al que tanto detestaban las elites gobernantes de Londres; y Francia se debilitaba cada vez más, paralizada a la sombra de las decisiones de su aliado británico.

Mientras tanto, Adolf Hitler y Benito Mussolini ya estaban construyendo las bases de una futura alianza, mediante la cooperación que ambos gobiernos estaban manteniendo con los militares sublevados en España.

Completando este escenario estaba la Unión Soviética, la cual prácticamente en soledad, alertaba al mundo acerca de la amenaza a la paz que representaba el régimen nazi con sus acciones, desde su llegada al poder.

Quizás motivado por esto o simplemente por su odio al “bolchevismo”, es que el año 1936 iba a concluir con la firma por parte de Hitler, de un pacto que no era ni más ni menos que la declaración de sus intenciones de destruir a la ideología comunista a nivel mundial y a la Unión Soviética en particular.

El 25 de noviembre de 1936, Alemania y Japón firmaron el Pacto Antikomintern, el cual constaba de una serie de cláusulas que hacían referencia a la necesidad de la colaboración entre ambos países en la lucha contra el comunismo internacional (Komintern). Sin embargo, en el protocolo secreto de dicho acuerdo se escondía una alianza militar entre Berlín y Tokio, dirigida específicamente en contra de la URSS, y así fue como lo entendieron en Moscú el responsable de las relaciones exteriores, Maxim Litvínov, y los altos mandos del Kremlin. Un año más tarde se sumaría al acuerdo antisoviético Italia, quedando así conformado el embrión de lo que sería el futuro eje Roma-Berlín-Tokio.

Capítulo V
1937

Guernica

Uno de los sucesos que marcó a fuego 1937 fue el bombardeo a la villa vasca de Guernica, el 26 de abril, durante la guerra civil española.

Guernica por aquel entonces contaba con unos cinco mil habitantes y estaba en territorio controlado por las fuerzas leales a las autoridades legítimas de la República Española, resistiendo el avance de las tropas fascistas del general Franco. Al mismo tiempo, las milicias que se encontraban allí se preparaban para sumarse a la defensa de la cercana ciudad de Bilbao.

Ese luctuoso día de abril no sería la primera vez en que se realizaba un bombardeo aéreo sobre un objetivo civil. Esto ya se había hecho por órdenes de Franco contra Madrid cinco meses antes, con la finalidad de generar terror entre la población civil y de ese modo forzar la rendición de la república. Esta infame tarea estaba a cargo de la Legión Cóndor alemana y de la Aviación Legionaria italiana, ambas unidades militares aéreas enviadas por Hitler y Mussolini para combatir bajo las órdenes de los militares sublevados. Esto sin dudas les iba a servir como entrenamiento para lo que sucedería en el futuro, ensayando nuevas tácticas de guerra contra la población civil española.

Sobre Guernica fue lanzado un feroz ataque que duró varias horas, dejando caer miles de kilogramos de bombas explosivas e incendiarias sobre la villa indefensa, destruyendo el setenta por ciento de todas las edificaciones y causando cientos de muertos entre los civiles. Pero los pilotos alemanes e italianos no se limitaron a arrojar bombas sobre los pobladores de Guernica, sino que también ametrallaban con sus aviones en picada a aquellos desafortunados que huían por las calles buscando refugio.

Mientras se perpetraban estos crímenes de guerra, las autoridades del Reino Unido y Francia seguían sosteniendo una neutralidad que, a la luz de los hechos, se parecía más a una complicidad velada con las fuerzas fascistas.

Amigos de Berlín, enemigos de Moscú

Estas y muchas otras atrocidades ocurrían en el teatro de operaciones español, el cual era, para Berlín y Roma, un laboratorio de guerra moderna a gran escala; mientras los líderes británicos y franceses seguían jugando a la no intervención, eufemismo para una política que no hacía más que seguir dando poder y ventajas a los futuros planes de Hitler.

Tan solo un mes después del bombardeo a Guernica, Neville Chamberlain se convertiría en el nuevo primer ministro del Reino Unido, lo que iba a llevar a una profundización mayor de la política de apaciguamiento hacia Alemania y sus pretensiones expansionistas.

Este político conservador tenía los mismos prejuicios y desconfianza, o quizás aún mayores, que sus predecesores acerca de la Unión Soviética y el fantasma de la expansión bolchevique por Europa, por lo tanto, Chamberlain también consideraba que Hitler le podía servir en sus planes para frenar a Moscú, mientras que la realidad, como sabemos, es que la URSS lejos de tener aspiraciones expansionistas, hasta ese entonces solo había recibido agresiones armadas, como durante la guerra civil rusa, además del despojo de importantes partes de su territorio por parte de Polonia. Pero no solo en esto era equivocada la percepción del nuevo premier británico, ya que también consideraba que Adolf Hitler era un hombre con el que se podía llegar a acuerdos.

Estos graves errores de Chamberlain en su percepción política y la valoración positiva que tenía de la figura del dictador alemán acarrearían consecuencias nefastas para el futuro de toda la humanidad. Pero el nuevo premier no era el único personaje británico de gran importancia en la política de la isla que parecía tener simpatía y hasta una desmedida admiración por el líder nazi; tal como lo demostró el duque de Windsor y exrey Eduardo VIII, cuando visitó Alemania en octubre de 1937, junto a su esposa Wallis Simpson, aquella por la que había abdicado al trono del Reino Unido. Durante la visita oficial estuvieron reunidos con los más altos mandos del régimen, Albert Speer, Hermann Goering y con el mismísimo Adolf Hitler, con quienes se mostraron muy animados, y no ahorraron elogios para con el dictador, llegando incluso a demostrar su simpatía saludando en público con el brazo derecho extendido, a la usanza nacionalsocialista. Esta relación de gran cercanía y afinidad ideológica entre Hitler y Eduardo de Windsor, la cual este último intentaba justificar con el clásico argumento del miedo al comunismo soviético, iba a durar varios años más.

Junto con el Reino Unido, Polonia era el otro país que hacía las mayores demostraciones de hostilidad y desconfianza para con la URSS en general, y con Rusia en particular, haciendo gala de una actitud marcadamente antirrusa , la cual no intentaba ocultar, tal como lo demuestra la declaración incluida en la directriz número 2304/2/37, del Estado Mayor General de Polonia, del 31 de agosto de 1937, donde se afirmaba que “la principal misión de la política polaca es aniquilar a cualquier Rusia”. Así quedaba claro que esto no se trataba de un problema ideológico derivado del fanático anticomunismo polaco, sino que simplemente se trataba de un profundo odio hacia todo lo ruso. Esta actitud llevó a los máximos responsables del gobierno de Varsovia, el ministro de Relaciones Exteriores Józef Beck y el comandante en jefe del ejército, mariscal Edward Ryds-Smigly, a estrechar cada vez más los vínculos con el régimen nazi con el cual compartían objetivos, como se vería claramente en Checoslovaquia al año siguiente.

Sie haben die kostenlose Leseprobe beendet. Möchten Sie mehr lesen?