Más allá del invierno

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Más allá del invierno
Kiran Millwood Hargrave
Traducción de Aitana Vega Casiano

Página de créditos
Más allá del invierno

V.1: abril de 2020

Título original: The Way Past Winter

© Kiran Millwood Hargrave, 2018

© de la traducción, Aitana Vega Casiano, 2019

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020

Todos los derechos reservados.

La edición original en inglés de Más allá del invierno ha sido publicada por The Chicken House, 2 Palmer Street, Frome, Somerset, BA11 1DS en 2017.

Diseño de cubierta: © Helen Crawford-White, 2018

Publicado por Ático de los Libros

C/ Aragó, n.º 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@aticodeloslibros.com

www.aticodeloslibros.com

ISBN: 978-84-17743-84-0

THEMA: YF

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Contenido

Portada

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Sobre este libro

Parte 1: HOGAR

1. La casa del bosque de Eldbjørn

2. El desconocido

3. Una cara en la ventana de hielo

4. Se ha ido

5. Las trampas

6. El árbol corazón

7. El cordel

8. Stavgar

9. El mago

10. La primera casa

11. Un lugar intermedio

12. Mentiras

13. El cénit lunar

Parte 2: EL NORTE

14. Sombras

15. El muchacho atado

16. La persecución

17. Enterrada

18. El paso

19. Bovnik

20. La subida

21. La caída

Parte 3: THULE

22. La corriente de oro

23. La brújula

24. El bosque familiar

25. La arboleda de las almas

26. Los chicos plantados

27. Atrapada

28. El corazón del árbol corazón

29. A través del mar helado

30. El nombre verdadero

31. Hogar

Agradecimientos

Sobre la autora

Más allá del invierno
«Fue un invierno del que se contarían cuentos»

Mila vive en una cabaña con sus dos hermanas, Pípa y Sanna, y su hermano, Oskar, en el bosque de Eldbjørn, donde, desde hace mucho tiempo, reina un invierno eterno.

Una fría noche, reciben la visita de un misterioso desconocido con el que su hermano se marcha al día siguiente sin decir nada. Convencida de que Oskar corre un terrible peligro, Mila decide ir en su busca y se embarca en una gran aventura junto a un joven mago a través de montañas y bosques donde habitan criaturas desconocidas.

Entre la nieve, Mila descubrirá los secretos que esconde el invierno y se enfrentará a un antiguo poder para salvar a su familia antes de que sea demasiado tarde.

Ganadora del premio Blackwell’s Children Book of the Year

«Este precioso relato sobre el valor, el amor entre hermanas, despedidas y nuevos comienzos es un libro que todo el mundo debe leer.»

Jessie Burton, autora de La casa de las miniaturas

«Kiran tiene gran habilidad para crear imágenes poéticas, pero lo que hace que esta sea una historia memorable es el emotivo retrato familiar que esboza.»

The Guardian

«Más allá del invierno es una cautivadora novela de aventuras […]. Sin duda, su mejor obra hasta la fecha.»

The Bookseller

Para N y para mi hermano John, los más valientes.

Parte 1

1. La casa del bosque de Eldbjørn

Fue un invierno del que se contarían cuentos. Un invierno que llegó tan de repente que dejó a los pájaros pegados a las ramas y sumió a los ríos en una helada tan intensa que la espuma se congeló y se dispersó como nubes de cristal sobre las tranquilas aguas. Un invierno que llegó y nunca se fue.

Pasaron tres años, después cinco. La gente hablaba de maldiciones y ofrecía rezos y promesas. Culparon a los magos, a sus vecinos, a los jarlar que gobernaban los pueblos y ciudades. Pero la culpa no hizo desaparecer el invierno y pronto ya nadie recordaba otro calor que no fuera el del fuego ni otro verde que no fuera el del tono plateado de los abetos.

Los carros se cambiaron por trineos, los caballos finos perdieron su valor hasta que fueron sustituidos por ponis de montaña, cachorros de husky chillones u otros animales que conocieran la nieve. Los osos cayeron en una hibernación perpetua, y los lobos se escabulleron entre las sombras del vasto bosque. Algunos se marcharon de las tierras heladas, pero la mayoría se quedaron y, como siempre hacen las personas, cambiaron para adaptarse a un mundo distinto.

Los cuentos también se modificaron. Se acabaron las historias sobre miel y abundancia: los relatos se transformaron en advertencias, tan mordaces como las picaduras de las abejas. Los gansos de fuego que cargaban con el sol sobre la espalda en verano se convirtieron en cisnes de hielo que arrancaban de un mordisco los dedos expuestos de las manos y los pies. Las ninfas del río se volvieron doncellas de hielo que acechaban en el fondo de los lagos congelados mientras esperaban para hundir a los niños rebeldes. Las voces melancólicas hablaban de islas mágicas donde esperaban la primavera y cascadas de oro que caían sobre charcos de luz del sol, pero estos lugares siempre estaban muy lejos, más allá del horizonte congelado.

En el quinto año de invierno, mientras su dominio de los pueblos de los ríos del sur y de las ciudades de las montañas del norte se hacía cada vez más fuerte, una nueva oleada de frío desplegó sus redes sobre las familias que vivían en las zonas más remotas del territorio.

 

En una casita escondida en un pequeño rincón del bosque cubierto por completo de nieve, tres hermanas y un hermano discutían sobre un repollo.

—Por favor, no lo hiervas otra vez, Sanna —suplicó Pípa, la más joven. Estaba sentada, tiritando, a la vez que se cubría las orejas heladas con las manos y le temblaban los labios mientras contemplaba la verdura arrugada y de hojas duras—. Lo hemos comido hervido toda la semana.

—No voy a dejar que una cría que ni siquiera es lo bastante mayor como para que se le otorgue un nombre me diga qué hacer —replicó Sanna, como haría una mujer supersticiosa que triplicase sus diecisiete años de edad, pues Pípa solo tenía siete. Todavía faltaba un año para que estuvieran seguros de que el mal de ojo no había caído sobre ella y entonces concederle su verdadero nombre—. Además, así es como más provecho se le saca.

Se levantó con el cuchillo en la mano para buscar el mejor punto por donde cortar un repollo especialmente duro y escaso.

—También se le puede sacar el jugo —sugirió Mila, esperanzada, sin querer hacerse eco del lloriqueo de su hermanita—. Si lo freímos…

—¿Y gastar leña para que esté lo bastante caliente? —regañó Oskar desde el rincón más alejado de la chimenea—. Lo mejor es hervirlo. Madura, Pípa. Me he cansado de tanto labio tembloroso.

—Déjala en paz, Oskar —dijo Mila mientras abrazaba a Pípa y miraba a su hermano mayor con el ceño fruncido.

Había cambiado mucho desde que su padre se fue; se había convertido en un desconocido. Ahora solo abría la boca para dar las gracias a Sanna, la mayor de los hermanos, por la comida que le preparaba todas las mañanas antes de salir al exterior, con la nieve hasta las rodillas, para comprobar las trampas. O para regañar a una de sus hermanas pequeñas.

Mila tomó los dedos congelados de Pípa y les sopló para calentarlos con su aliento.

—Ven aquí, Pípa, no molestemos a Sanna, sabe cómo cocinar un repollo.

—¡Por supuesto! —exclamó Sanna que, tras localizar el punto más débil de la verdura, bajó el cuchillo con un satisfactorio golpe seco—. Hervido, entonces.

Fuera, uno de los perros ladró. Mila supo que era Dusha porque tenía la voz más aguda que la de su hermano, más chillona y obstinada, como la de Pípa. Poco después, se le unieron los aullidos estridentes de Danya.

—¡Malditos perros! —siseó Sanna—. Oskar…

Pero Mila ya se había levantado y recogido sus botas forradas de piel junto a la chimenea.

—Ya voy.

Se puso la capa rojiza y se envolvió el pelo castaño con la piel de zorro. Antes de que abriera la puerta, alguien llamó dos veces y luego otras dos, con un ritmo alegre con el que la familia se había familiarizado en los últimos meses.

—¡Espera! —gritó Sanna, pero Mila le sonrió con picardía y abrió la puerta.

Su hermana maldijo en voz alta y removió las cacerolas para buscar la de cobre, que a veces usaban como espejo.

Había un poni de montaña atado al poste del patio y un chico en la puerta. Tenía la edad de Sanna y era tan alto como Oskar, con la cara regordeta y atractiva y el pelo rubio, mientras que todos los Orekson eran morenos. Se sonrojó cuando vio la sonrisa burlona de Mila.

—¿Otra vez por aquí, Geir? —le preguntó—. No sabía que esta semana habíamos enviado cuchillos para afilar.

—Solo uno —respondió el joven mientras Sanna se deslizaba detrás de Mila, que miró a su hermana mayor desde debajo de la piel de zorro y arqueó las cejas.

Sanna se había soltado el pelo y pellizcado las mejillas para darles un tono rosado. Hasta se había mordido los labios para tratar de enrojecerlos y se había arrancado un poco de piel en el de abajo en el intento. Apartó a Mila de en medio con un tirón del brazo.

—Hola, Geir —dijo con la voz algo ronca, como si estuviera resfriada.

—Hola, Sanna —la saludó con voz aguda.

Mila bufó y se marchó de vuelta a la cocina. Cerró la puerta para que no se fuera el calor. Ya se habían acostumbrado a los patéticos intercambios que apenas podían considerarse conversaciones entre su hermana y el afilador de cuchillos de Stavgar.

Oskar levantó la vista mientras cortaba el repollo de Sanna con el cuchillo de caza. El mango tenía tallado un elaborado diseño que imitaba unas raíces enredadas y la hoja era gruesa, más apta para cortar cuerdas que verduras.

—¿Otra vez Geir?

—Sí —contestó Mila y puso los ojos en blanco mientras se quitaba el gorro.

—¿Se han besado? —preguntó Pípa con una risita.

—¡Pípa! —la regañó Oskar—. No seas ridícula. —Fulminó a Mila con la mirada—. No lo han hecho, ¿verdad? —Apretó el mango del cuchillo con fuerza.

Mila se planteó tomarle el pelo, pero le rugió el estómago. No tenía energías.

—Pues claro que no. Solo ha traído un cuchillo.

—¿Otro?

—Ajá.

Se dejó caer en el banco frente a la chimenea y contempló cómo el vapor brotaba del agua en la que pronto prepararían la misma sopa de repollo grisácea que llevaban semanas comiendo.

Mientras oía cómo el cuchillo atravesaba el repollo, Mila se esforzó por escuchar los murmullos de Sanna y Geir. La risa de su hermana tintineó como un repiqueteo de campanas justo antes de que la puerta se cerrase con un crujido y un golpe seco que provocó una ráfaga de aire en la cocina que le congeló las mejillas. Sanna entró como si estuviera flotando en una nube y con la mirada perdida en algo que llevaba en la mano.

—¿Qué es eso? —preguntó Pípa.

—Nada —se apresuró a responder y se guardó lo que fuera en el bolsillo de la capa—. Un regalo.

Era un broche hecho de cuerno de alce con un intrincado diseño de pálidos remolinos que recordaban a un mar embravecido. Era muy bueno.

—¿Qué le has dado a cambio? —preguntó Mila, lo que provocó que a su hermana se le enrojecieran las mejillas.

—Nada —respondió con sequedad y apuntó amenazante a Mila con el cuchillo recién afilado—. Un regalo no debería suponer recibir algo a cambio.

—Es la cuarta vez que viene esta semana —comentó Oskar.

—Sí… —farfulló Sanna con los labios fruncidos.

—Stavgar está bastante lejos. Tendrá que volver cabalgando de noche.

—Sí.

—La próxima vez deberías invitarlo a cenar.

Mila se fijó en que sus hermanos mayores intercambiaron una mirada que no llegó a comprender.

—Sí —coincidió Sanna—. Tal vez lo haga. —Tragó saliva y, luego, en un tono que daba el tema por zanjado, añadió—: ¿Has terminado de asesinar al repollo?

La oscuridad cayó con la llegada del atardecer y la pequeña casa se llenó del olor a sopa de repollo hervido que indicaba que la cena estaba lista. Sanna iba a servirle a Pípa su ración en un cuenco de madera astillado cuando Dusha ladró, seguida de su hermano.

—¿Otra vez Geir? —preguntó Oskar, y Sanna negó con la cabeza.

—Algo los habrá sobresaltado. Voy a tranquilizarlos —dijo Mila, sin mucha prisa por comerse la sopa, a pesar del hambre que tenía.

Se puso la capa y el gorro por segunda vez, abrió la puerta un poco y salió a la nieve, que resplandecía con un gris plateado en la incierta luz.

—¡Dush-Dush, ven aquí! ¡Danya, ven!

Con la cabeza agachada para protegerse del viento cortante, cerró la puerta y echó a andar por el camino que conducía hasta el cobertizo de los perros con las manos escondidas bajo las axilas para mantenerlas calientes. No había dado ni tres pasos cuando chocó con algo.

—¡Javoyt!

Mila tropezó al pisarse la capa y estuvo a punto de caerse. Recuperó el equilibrio y levantó la vista. El corazón le latía casi tan fuerte como soplaba el viento. Ahora sabía por qué ladraban los perros.

2. El desconocido

Qué lenguaje tan masculino para una niña tan pequeña —dijo una voz, profunda y contundente como los ladridos de Danya, que se hicieron más fuertes—. ¿Cómo te llamas?

Mila se levantó la bufanda y se cubrió los labios al notar un sabor nauseabundo e inhalar un asqueroso olor animal, tan amargo como la hierba podrida. Ante ella, se elevaba un caballo que le pareció tan grande y ancho como un granero. Sobre su lomo, viajaba un hombre cubierto de pieles que parecía tan grande como el equino. Llevaba colgada a la cintura un hacha de leñador, como la de su padre, y los ojos le brillaban de un color dorado con un destello salvaje sobre una barba de varios días.

Tras él, había una docena de figuras más pequeñas. Todos iban montados en ponis, camuflados, encapuchados y equipados con antorchas. Uno de ellos levantaba un estandarte bordado con un oso bajo un árbol. Las puntadas de oro de las raíces brillaban a la luz de las antorchas.

De ellos emanaba una nube de vapor caliente y los ponis resoplaban y daban coces para alejarse de los perros, que se lanzaron contra la puerta del cobertizo. El hombre levantó una mano y los dos animales enmudecieron de repente y cayeron al suelo como dos sacos vacíos.

—¡No! —Mila sacó los pies de la nieve, los tenía casi congelados—. ¡Dusha! ¡Danya!

Pero los perros permanecieron tumbados en silencio, con el hocico apoyado en las patas delanteras, las cejas temblando y los ojos muy abiertos. Hasta los árboles de detrás parecieron quedarse quietos.

Mila se volvió con cuidado hacia el grupo que lo acompañaba. Echó un vistazo más allá del hombre para mirar a otro jinete. Tenía el mentón despejado y parecía de la edad de Oskar. ¿Sería el hijo de aquel hombre? Observó las caras de los demás, uno por uno. Todos eran jóvenes, algunos apenas parecían un año mayores que ella. Era imposible que tuviera tantos hijos.

Se le atragantó la voz, como un pájaro enjaulado. El hombre pasó la pierna sobre el lomo del caballo y aterrizó en la nieve. Algo no iba bien…

Mila le miró los pies. Calzaba unas botas de cuero negras, muy elegantes y sin un solo rasguño, que no parecían mostrar ningún indicio de haber hecho un largo viaje, pero eso no fue lo que llamó su atención. El hombre no estaba en la nieve, sino sobre ella. No se había hundido en el suave algodón, aunque ella sentía cómo se le colaba por la parte de arriba de las botas y los ponis de sus acompañantes estaban enterrados casi hasta los corvejones.

Levantó la cabeza y el hombre la miró a los ojos con ferocidad. Cuando bajó la vista, se había hundido en la nieve hasta las pantorrillas. Además, ahora tenía las elegantes botas atadas a las piernas con unos cordeles dorados, como las raíces del árbol del estandarte. Mila parpadeó y el hombre sonrió, enseñando unos dientes grises y serrados como madera carbonizada. Tragó saliva y la bilis le subió hasta la lengua.

—Buen invierno —dijo el hombre y esperó a que le devolviera el saludo, pero no lo hizo—. ¿No vas a darnos la bienvenida?

—N… —Se aclaró la garganta y volvió a intentarlo—. No le conozco.

El hombre soltó una risotada tan cortante como su voz.

—Ni yo a ti, niña. Pero en el lugar de donde vengo, siempre damos la bienvenida a los visitantes que llegan cansados a nuestras puertas.

—¿Mila?

Se volvió como un resorte. No había oído la puerta abrirse, pero Oskar había salido, sin capa ni abrigo y con las botas desatadas. Detrás de él, las caras distorsionadas de sus hermanas se apretujaban contra la ventana de hielo como dos lunas gemelas.

—¿Así que Mila? —murmuró el hombre.

La aludida sintió un pinchazo detrás de los ojos; un aviso de un dolor de cabeza que estaba por llegar. Deseó que Oskar no hubiera dicho su nombre.

Su hermano se acercó caminando en círculos, como lo haría un lobo, atravesó con cuidado la nieve y se colocó entre Mila y el hombre. La empujó un poco y la chica entendió que le indicaba que entrase dentro, pero no quería dejarlo solo con ellos. Su constitución delgada y su cara desnuda hacían que el tamaño del hombre resultara más abrumador; un joven brote enfrentándose a un viejo roble.

—¿Quiénes sois? —preguntó Oskar, con la espalda recta y levantando la voz más de lo necesario.

Mila cayó en la cuenta de que el viento se había calmado y, aunque los árboles estaban más quietos de lo normal, el pelo de su hermano se agitaba sobre sus orejas.

—Hablaré con el hombre de la casa —dijo el desconocido y miró por encima del hombro de Oskar.

 

—Soy yo —dijo este.

—¿De verdad? ¿Y vuestro padre?

A Mila se le formó un nudo en la garganta y notó la misma tensión en la voz de su hermano al responder:

—Se fue.

—¿Qué edad tienes?

—Quince años invernales.

—¿Cómo te llamas?

—Oskar.

—Oskar —repitió el hombre con una sonrisa cruel—. Buen invierno, Oskar. Como le decía a Mila... —El dolor detrás de los ojos se intensificó—, hemos venido desde el sur. Nos dedicamos al comercio.

—¿Comercio de qué?

—Tesoros.

El hombre sonrió y chasqueó los dedos. Sus acompañantes se abrieron las capas y los cordeles de oro que llevaban en los tobillos quedaron a la vista. Mila nunca había visto oro tan trabajado, convertido en hilos finos y flexibles. Sin embargo, no diría que el resultado fuera bonito. Era nudoso y áspero, como las raíces talladas del cuchillo de Oskar. También feo y elegante, como el desconocido.

Oskar dio un paso vacilante y, como si fueran uno solo, todos los hombres volvieron a cubrirse con las capas.

—¿A dónde lleváis estas riquezas?

—Al norte.

La mirada del hombre dejó claro a Mila que no revelaría más información, pero sabía que no había mucho más al norte: solo la ciudad montañosa de Bovnik y el mar Boreal, el de las historias de islas mágicas donde aún existía la primavera.

—¿Qué asuntos os llevan a Bovnik? —preguntó Oskar.

—Eso es asunto nuestro —respondió el hombre con desprecio, en un tono más duro que antes—. Buscamos comida y permiso para encender un fuego y pasar la noche.

Tras un momento de duda, Oskar contestó:

—No sé si podemos daros nada.

El hombre avanzó un paso y a Mila se le llenó el corazón de orgullo cuando Oskar apenas vaciló.

—¿Cómo dices, chico?

—El invierno se ha vuelto muy duro —respondió—. Y el bosque es cada día menos generoso.

—Somos conscientes, pues lo hemos atravesado —escupió el hombre—. A lo mejor el bosque ya ha dado suficiente.

Oskar tragó saliva, pero añadió:

—No nos sobra comida. No voy a poner en peligro a mi familia.

—¿Así que sois más?

Mila tuvo un mal presentimiento. «No contestes», quiso decirle. El caballero la miró un segundo, como si la hubiera oído. Pero Oskar, que debió de creer que el hombre se había ablandado, contestó:

—Sí. Sanna, Pípa y Mila. Tengo tres hermanas.

—¿Tres? Menudo castigo. —Los demás se rieron y Mila se enfureció cuando Oskar se les unió sin mucho entusiasmo—. Pero son unos nombres bonitos.

Oskar dejó de reír y su gesto se volvió temeroso.

—Como veis, no puedo correr el riesgo de quedarme sin comida.

—Lo comprendo —respondió el hombre con voz suave—. Pero supongo que no nos negarás una porción de tierra y algo de musgo seco para encender un fuego.

—Por supuesto —dijo Oskar—. Voy a por ello.

Hundió los hombros y se volvió hacia su hermana.

—Vamos, Mila.

—Buenas noches, Mila —se despidió el hombre.

Sintió otro pinchazo de dolor en las sienes mientras entraba en casa y Oskar cerraba la puerta tras ellos. Respiró hondo, como si hubiera contenido el aliento hasta ahora, y tembló. Sabía que no dormiría bien con aquellos extraños tan cerca.

—¿Qué ha pasado? —farfulló Pípa. Oskar temblaba, y Sanna se agachó para quitarle las botas—. ¿Quiénes eran?

Pero Oskar la apartó con un gesto y tiró de Mila para frotarle los hombros y abrazarla con fuerza.

—¿Estás bien, Milenka?

Mila se acurrucó entre los brazos de su hermano mayor. Hacía mucho que no la llamaba así ni abrazaba a ninguna de sus hermanas. Desde que papá desapareció en la nieve, hacía cinco años de invierno, Oskar había tenido que madurar tan deprisa que se había dejado el amor por el camino, igual que papá.

—Sí —murmuró.

Oskar la apretó una última vez y la soltó.

—Bien. No quiero que habléis con ellos, ¿está claro? Voy a llevarles algo de musgo y luego nos quedaremos en casa hasta que se hayan marchado. Mañana no saldréis hasta que yo lo diga. ¿De acuerdo?

Incluso Sanna, que odiaba que su hermano pequeño le diera órdenes, asintió. Mila se volvió hacia la ventana helada y creyó ver una sombra que se movía.

El hombre no les había dicho cómo se llamaba. Sin embargo, sabía el nombre de su hermano y sus hermanas. Y también el suyo.