Feminismo para América Latina

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Feminismo para América Latina

Feminismo para América Latina

Un movimiento internacional por los derechos humanos

KATHERINE M. MARINO

Traducción de Helen Torres, Elena Romo y Karla Esparza


Segunda edición, 2021

Título original: Feminism for the Americas.

The Making of an International Human Rights Movement

Copyright © Katherine M. Marino, 2019 | All rights reserved

Traducción de Helen Torres, Elena Romo y Karla Esparza

Diseño de portada: León Muñoz Santini y Andrea García Flores

D. R. © 2021, Libros Grano de Sal, SA de CV

AV. Río San Joaquín, edif. 12-B, int. 104, Lomas de Sotelo, 11200, Miguel Hidalgo, Ciudad de México, México

contacto@granodesal.com | www.granodesal.com GranodeSal

LibrosGranodeSal grano.de.sal

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio, sin la autorización por escrito del titular de los derechos.

ISBN 978-607-99465-5-5

Índice

Prólogo | Feminismo americano

1. Una nueva fuerza en la historia universal

2. Los orígenes antiimperialistas de los derechos internacionales de la mujer

3. Feminismo práctico

4. La Gran Batalla Feminista de Montevideo

5. El nacimiento del feminismo panamericano del Frente Popular

6. Frente unido por los derechos de la mujer y los derechos humanos

7. La movilización de los derechos de la mujer como derechos humanos

8. La contribución latinoamericana a la Constitución del mundo

Epílogo | Historia y derechos humanos

Agradecimientos

Notas

Bibliografía

Para Mary Alice y Joseph, mis padres

Prólogo Feminismo americano

El momento de intenso trabajo intelectual por que atraviesa el feminismo americano, nos da idea de la profunda acción de la mujer, completamente a tono con la realidad social. El movimiento de reivindicación es enérgico y decisivo.

ROSA BORJA DE ICAZA, Hacia la vida, 1936

En 1931, un conflicto entre dos prominentes líderes dedicadas a la lucha por los derechos de la mujer cambió el curso del feminismo en América. Desde Estados Unidos, Doris Stevens le escribió a su colega cubana Ofelia Domínguez Navarro para darle instrucciones para luchar por el sufragio de las mujeres.

En Cuba estaba a punto de estallar la Revolución del Treinta y Stevens, que entonces tenía 42 años y era una veterana del movimiento sufragista de Estados Unidos, estaba convencida de que eso representaba una oportunidad para el feminismo. Durante los dos últimos años, la crisis económica mundial había desencadenado revueltas sociales y políticas en Estados Unidos y a lo largo y ancho del continente americano, desde el río Bravo hasta Tierra del Fuego. En Cuba, la crisis impulsó la nueva dictadura represiva del presidente Gerardo Machado, que prometió reformas constitucionales como fachada de su régimen antidemocrático. Stevens lo consideró un momento perfecto para promover los derechos políticos de las mujeres y no dudó en comentárselo a Domínguez. Fracasar en esta tarea, señalaba Stevens, significaría un retroceso en el progreso de las mujeres cubanas.1

Domínguez, que entonces tenía 36 años, se enfureció ante el consejo no solicitado de su compañera. Ella también creía que ese momento anunciaba la politización de las mujeres, pero no por medio del voto, que nacería “viciado de origen” bajo una dictadura. En su correspondencia previa con Stevens, Domínguez había detallado el “régimen del terror” en Cuba en aquel momento, impulsado por el gobierno estadounidense.2 Machado había abolido el habeas corpus, reemplazado a algunos funcionarios electos por miembros de la policía secreta, cerrado universidades, restringido el derecho a la libre expresión y la libre reunión, además de encarcelar a numerosos disidentes políticos. Las feministas organizaban acciones directas contra la dictadura junto con obreros y estudiantes, en las que muchas veces fueron víctimas de violencia. Domínguez acababa de cumplir dos penas de cárcel. A pesar de ello, Stevens no ofrecía palabras de solidaridad ni consuelo, sólo instrucciones para presionar por el sufragio.

Domínguez contraatacó enviando a Stevens una carta en la cual le decía que había muchas cosas que ella no entendía. En Cuba, le explicaba Domínguez, feminismo quería decir algo más que apoyar los derechos políticos de las mujeres: significaba una transformación radical, no sólo igualdad política y civil, sino también justicia económica y social para las mujeres trabajadoras, y derechos civiles y políticos para todo el mundo, hombres y mujeres que sufrían bajo el yugo de una dictadura y del imperialismo estadounidense. Domínguez acababa de fundar en la isla un nuevo grupo feminista que abrazaba todos estos objetivos.3

Pero, para entonces, Domínguez ya había dado por terminadas las súplicas a Stevens. Su carta fue una despedida.

La carta de Stevens fue la gota que colmó el vaso en la tensa relación entre las dos mujeres. Unos años antes, ambas habían colaborado en la Sexta Conferencia Panamericana de La Habana, durante la fundación de la Comisión Interamericana de Mujeres (CIM), órgano formado para fusionar un movimiento feminista hemisférico y promover los derechos de la mujer a escala internacional. Desde entonces, Stevens comandaba la organización de manera unilateral, enfocando sus esfuerzos sólo en los derechos civiles y políticos. Ella ignoraba de manera sistemática los reclamos latinoamericanos por ampliar la agenda de la comisión.

La carta de Domínguez, que significó el final de su colaboración con Stevens, se transformó en un llamado a las armas. Reprodujo la correspondencia en un volante de una página a dos caras, al que sólo le añadió un título: “A la conciencia política de la mujer latinoamericana”, y lo hizo circular ampliamente entre las feministas hispanohablantes de América.4

La manera en que Domínguez enmarcó el feminismo resonó de manera convincente entre sus muchas lectoras. El feminismo se estaba transformando en un movimiento hemisférico, lo que la afrocubana Catalina Pozo y Gato describió como “una bien tejida red continental” en la que la “mujer hispanoamericana” buscaba “la conquista de sus aspiraciones político-sociales y proletarias”.5 A pesar de que muchas de estas feministas aplaudían el tenaz esfuerzo de Stevens por la igualdad legal de la mujer, promovían unos objetivos más amplios. Por otro lado, les molestaba el liderazgo unilateral de Stevens sobre el feminismo interamericano, el cual, desde su punto de vista, era una extensión del imperialismo estadounidense.

Algunos años más tarde, el grupo de Domínguez afirmó que la distribución de aquel volante fue uno de sus actos antiimperialistas más relevantes.6 Inspiró y contribuyó a la unión de las feministas del continente. Durante los años siguientes, se organizaron como bloque y afianzaron su liderazgo sobre el feminismo americano. Su legado se mantiene vigente en los movimientos mundiales por el feminismo y los derechos humanos en el ámbito internacional.

***

Este libro narra la historia del movimiento cuyo liderazgo reivindicó Doris Stevens y que fue renovado por Ofelia Domínguez Navarro y otras feministas. Durante la primera mitad del siglo XX, el “feminismo americano” impulsó a líderes y grupos de todo el hemisferio que propiciaron el inicio de lo que hoy conocemos como feminismo mundial: la lucha por los derechos de la mujer y los derechos humanos en todo el mundo. Al trabajar en campañas coordinadas que comenzaron después de la primera Guerra Mundial, y coincidiendo con un nuevo panamericanismo que pregonaba la superioridad cultural de América, las activistas llevaron los derechos de la mujer más allá del ámbito doméstico. A partir de colaboraciones y enfrentamientos, dieron lugar a la primera organización intergubernamental por los derechos de la mujer (la CIM), al primer tratado internacional por los derechos de la mujer y, en 1945, a la inclusión de los derechos de la mujer en la Carta de las Naciones Unidas y su categorización como derecho humano internacional. Estas innovaciones aceleraron numerosos cambios para las mujeres en el continente: sufragio, derechos de nacionalidad igualitarios, derecho a ocupar cargos públicos, igual remuneración por igual trabajo y legislación sobre maternidad.

 

A pesar de que las feministas estadounidenses procuraron atribuirse el mérito de este movimiento, las líderes latinoamericanas fueron quienes lo dirigieron y consiguieron su mayor expansión. Ellas promovieron de manera asertiva un significado de feminismo más amplio que el que se tenía en Estados Unidos en aquella época. Acuñado en francés en 1880 por la sufragista Hubertine Auclert, el término feminisme recorrió Europa y América, señalando un movimiento moderno que exigía la emancipación de las mujeres: justicia económica y social, control de las mujeres sobre su propio cuerpo y total igualdad con los hombres en todos los ámbitos de la vida.7 En Estados Unidos, el feminismo tuvo un gran avance en la primera década del siglo XX, donde unió a un amplio grupo de reformistas y sufragistas. Sin embargo, el significado más reconocido del término en ese país se empobreció de manera precipitada poco después de la aprobación del texto de la Decimonovena Enmienda, que en 1920 les otorgó a las mujeres el derecho al sufragio, transformándose en sinónimo de la Enmienda de Igualdad de Derechos (ERA, por las siglas en inglés de Equal Rights Amendment). Presentada al Congreso en 1923 por el National Woman’s Party [Partido Nacional de la Mujer] (NWP), prometía reconocer los derechos individuales de las mujeres bajo el paraguas de todo un ordenamiento jurídico: derecho a la nacionalidad independiente y a actuar como jurado, a participar en actividades empresariales, a presentarse como testigo en documentos públicos y a administrar propiedades. A pesar de apoyar la mayoría de estos derechos en la teoría, grandes grupos de reformistas progresistas en Estados Unidos se oponían a la amplia garantía de derechos iguales ante la ley propuesta por la ERA, por temor a que eliminara la legislación laboral de protección al trabajo, conseguida con mucho esfuerzo y necesaria para salvaguardar a las mujeres trabajadoras. La estrechez de miras del Woman’s Party, así como su resistencia explícita a tratar las injusticias basadas en la raza o la clase transformaron al grupo y a la ERA en un anatema para muchos otros movimientos.8

Fue en parte ese empobrecimiento del significado de feminismo y la falta de apoyo a la ERA en Estados Unidos lo que llevó a las líderes del National Woman’s Party, como Doris Stevens, a involucrarse en el ámbito interamericano a finales de los años veinte. El enfoque exclusivo en el tema de la igualdad legal que el movimiento sufragista estadounidense consideraba tan exitoso definió su perspectiva del feminismo interamericano. Su Equal Rights Treaty [Tratado de Igualdad de Derechos], una internacionalización de la ERA, provocó una resistencia común por parte de la red de grupos de mujeres de Estados Unidos que se oponían a ella. Como resultado, entre los años veinte y los cuarenta, el ámbito interamericano se transformó en un importante campo de batalla en el que las estadounidenses llevaron a cabo su debate interno en torno a la ERA. Cada una de las partes se asumía como auténtica representante de América, donde, a excepción de Estados Unidos y Canadá, casi ningún país había aprobado el derecho al sufragio femenino.

Sin embargo, durante ese periodo, en América Latina florecieron significados más flexibles de feminismo, en los que la discusión por la ERA no existía y varias activistas con compromisos muy diversos asumieron el término con mucha más facilidad que sus colegas estadounidenses. A pesar de la heterogeneidad de los feminismos latinoamericanos, grandes grupos de feministas se cohesionaron alrededor de objetivos comunes por un feminismo americano.

En primer lugar, el feminismo americano no sólo exigía legislar los derechos individuales de las mujeres (el voto y los derechos civiles), sino también los derechos sociales y económicos. Estos derechos incluían igual remuneración por igual trabajo, la extensión de la legislación laboral a las trabajadoras domésticas y rurales, y los derechos para hijas e hijos nacidos fuera del matrimonio y para sus madres. Las activistas también reclamaban una baja por maternidad remunerada, guarderías y, en algunos casos, seguro de salud como derechos sociales.

En segundo lugar, el feminismo americano apoyaba con firmeza el liderazgo latinoamericano y la oposición al imperialismo de Estados Unidos. Muchas feministas latinoamericanas calificaban de imperialistas las presunciones de superioridad de sus contrapartes estadounidenses, sobre todo teniendo en cuenta que Estados Unidos había utilizado su supuesta primacía en los derechos de la mujer como justificación para sus propias ambiciones económicas y políticas en la región.9 Dentro del feminismo interamericano, las preguntas sobre quiénes tenían autoridad para hablar y reivindicar principios americanos comunes se convirtió en un asunto de primer orden. Las feministas opusieron una activa resistencia al feminismo imperialista estadounidense, que con tanta frecuencia buscaba acallar sus metas. Sus enfrentamientos con las líderes estadounidenses contribuyeron al surgimiento de un feminismo americano sólido que luchó por la liberación de múltiples formas de opresión superpuestas: contra el patriarcado, contra el imperialismo estadounidense, contra el fascismo y a menudo también contra el racismo.

Las discusiones sobre el imperio estadounidense avivaron las metas que se había fijado el movimiento. Los términos americano, interamericano y panamericano eran identificadores importantes para estas mujeres. Pero las expresiones latinoamericano y panhispánico, surgidas después de la anexión de más de la mitad del territorio de México por parte de Estados Unidos en 1848, eran aún más importantes.10 El panhispanismo era una identidad regional basada en una raza y un lenguaje común, y en una historia de opresión compartida bajo el peso del imperialismo militar, cultural y económico de Estados Unidos. Las feministas de principios del siglo XX, profundamente influidas por el panhispanismo, se impulsaron mutuamente para inspirarse en su propia historia y sus propias ideas, más que en mirar a Europa o Estados Unidos. Durante los primeros 40 años del siglo XX, el panhispanismo también ayudó a dar forma a nuevas leyes interamericanas multilaterales que pusieron énfasis en la interdependencia internacional y en la soberanía nacional.11 Esta mezcla de pensamiento, activismo y dinamismo en la jurisprudencia interamericana facilitó una de las innovaciones insignia del feminismo americano: llevar los derechos de la mujer más allá del puro ámbito doméstico hacia el terreno del derecho internacional.

Las demandas del feminismo americano en favor de los derechos internacionales para las mujeres, su énfasis no sólo en las desigualdades políticas y civiles, sino también en las económicas y sociales, así como su exigencia de un feminismo antiimperialista encabezado por América Latina consiguieron una oleada de apoyo durante las crisis mundiales de la década de los treinta. Los grandes cambios políticos y económicos de la Gran Depresión intensificaron el interés de muchas feministas en los derechos económicos y sociales. La Guerra del Chaco entre Bolivia y Paraguay (1932-1935) hizo que las mujeres centraran nuevos esfuerzos en el pacifismo. El auge del fascismo en Europa y Asia, junto con el nacimiento de formas similares de autoritarismo de derecha en América y la Guerra Civil española (1936-1939), ayudaron a establecer ciertas organizaciones feministas, dinámicas, antifascistas y trasnacionales. El movimiento mundial del Frente Popular, que declaró un frente unido de colaboración entre comunismo y socialdemocracia contra el fascismo, tuvo profundos ecos nacionales e interamericanos a lo largo y ancho del continente. A medida que las feministas se daban cuenta de las amenazas específicas del fascismo a los derechos de la mujer y que los líderes del Frente Popular reconocían la importancia vital del papel de las mujeres en la lucha antifascista, el Frente Popular también ganaba aliadas en el feminismo.12

Estos nuevos desarrollos culminaron en lo que llamo “feminismo panamericano del Frente Popular”, con el cual se dio un auge del feminismo americano. Éste fue un movimiento popular que sumó preocupaciones feministas en torno al trabajo y demandas por la igualdad de derechos, estableciendo conexiones cruciales entre feminismo, socialismo, antifascismo y antiimperialismo. Durante esos años surgieron en América muchísimos grupos feministas antifascistas que por primera vez incluían una cantidad significativa de mujeres trabajadoras. El feminismo panamericano del Frente Popular también movilizó nuevas campañas por el sufragio de las mujeres en toda la región. En 1939, cuando la famosa líder de la Guerra Civil española Dolores Ibárruri, la Pasionaria, aplaudió la fuerza del movimiento de las mujeres en numerosos países de América Latina, se refería al feminismo panamericano del Frente Popular.13

El feminismo americano tuvo un papel fundamental en el desarrollo de los derechos humanos internacionales. Llevó a cabo una innovación legal con un tratado que buscaba ir más allá de la legislación nacional y garantizar los derechos de la mujer a escala internacional. Grupos de toda América trabajaron de manera colectiva por este tratado, a la vez que ampliaban su significado. A finales de la década de los treinta, durante la segunda Guerra Mundial, las feministas latinoamericanas se unieron a grupos antifascistas, anticolonialistas, antirracistas, sindicales y religiosos para exigir un conjunto interconectado de derechos humanos para todas las personas, definidos como derechos sin importar la raza, la clase, el sexo o la religión. Durante la segunda Guerra Mundial, las feministas americanas también veían la Carta del Atlántico y las Cuatro Libertades de Franklin Delano Roosevelt como promesas de derechos humanos —compromisos internacionales con la justicia social— que incluían los derechos de la mujer.

En 1945, en la Conferencia de San Francisco organizada por las Naciones Unidas, las feministas interamericanas lucharon por la inclusión de los derechos de la mujer en la Carta de las Naciones Unidas, a pesar de las objeciones expresas de las representantes del Reino Unido y Estados Unidos. Basándose en argumentos y experiencias que habían estado puliendo durante décadas, internacionalizaron los derechos de la mujer y propusieron lo que sería la Comisión de la Condición Jurídica y Social de la Mujer (CSW, por las siglas de Commission on the Status of Women). Inmediatamente después de la conferencia, las feministas demandaron un sentido más amplio a las promesas sobre derechos humanos y derechos de las mujeres en la Carta de las Naciones Unidas, e instaron a que se reconociera el papel del pensamiento y el activismo interamericano en su formulación. La idea de que los derechos de la mujer son derechos humanos no surgió de Estados Unidos ni de Europa Occidental, sino de feministas latinoamericanas inmersas en conflictos regionales en torno al imperialismo, el fascismo y el panamericanismo.14

***

A pesar de los impresionantes logros del movimiento, muy poca gente los conoce.15 El panteón de las líderes feministas de finales del siglo XIX y principios del siglo XX suele incluir sólo nombres conocidos de Estados Unidos y Europa Occidental, pero no de América Latina. Por lo general, cuenta la historia que, hasta la década de los setenta, América Latina creó escasas organizaciones por los derechos de la mujer debido al catolicismo, el conservadurismo y el inestable clima político que hacía que el sufragio resultara irrelevante. Las instancias en las que se reconoce al feminismo latinoamericano suelen describirse como maternalistas (privilegiando el papel de las mujeres como madres, esposas y, a veces, también como trabajadoras), pero no como iguales a los hombres.16 Este tipo de interpretaciones se corresponden con narrativas más amplias que colocan a Estados Unidos y Europa Occidental en la cúspide del progreso mundial y que miden el progreso feminista en función de tener o no el derecho al sufragio. Estas narrativas suelen representar al feminismo internacional del periodo de entreguerras como una exportación unilateral de ideas de Estados Unidos y Europa Occidental al “Sur”, con el argumento de que el feminismo no llegó a ser verdaderamente trasnacional sino hasta después de la Conferencia Mundial del Año Internacional de la Mujer celebrada en la ciudad de México en 1975. Estas historias no suelen dar cuenta de la influencia transformadora que tuvo la esfera internacional en el pensamiento y el activismo feministas durante el periodo de entreguerras, en parte porque limitan su mirada de lo internacional a Europa y Estados Unidos.17

 

Si miramos al sur y exploramos los flujos de influencia multidireccionales, surge una nueva historia hemisférica del feminismo. Si tenemos en cuenta las historias compartidas de imperialismo estadounidense e identidad panhispánica de los países latinoamericanos, su terreno interamericano fue un espacio crítico para la innovación de nuevas formas de feminismo a principios del siglo XX. En esos años, a medida que aumentaban las filas de las feministas latinoamericanas, se concebían a sí mismas desde el inicio como unidades nacionales y regionales al mismo tiempo; la interdependencia trasnacional fue el sello característico de su pensamiento y su activismo.

Este libro sostiene que los feminismos latinoamericanos no sólo prosperaron, sino que, de hecho, asumieron el liderazgo internacional. Plantea una restauración histórica de las líderes feministas latinoamericanas como innovadoras del pensamiento y el activismo feminista en el mundo. Durante el periodo de entreguerras, cuando las comprensiones dominantes del feminismo en Estados Unidos y Europa Occidental se fracturaron en dos bandos cada vez más diferenciados e irreconciliables, el igualitario y el socialista, el feminismo americano exigió la igualdad de derechos políticos junto con otros derechos económicos y sociales, sin considerar incompatibles ambas demandas. Más que el catolicismo o el maternalismo, fue el liberalismo latinoamericano el que dio forma a esta definición flexible del feminismo. Esta rama de la socialdemocracia latinoamericana, popularizada por la Constitución de México de 1917, que se transformó en modelo de las constituciones de Brasil, Uruguay y otros países de América Latina, apoyó a la vez al individuo y a la familia como unidades políticas fundamentales.18

En los años treinta, el comunismo y el Frente Popular también ayudaron a internacionalizar las exigencias de derechos sociales alojadas en el corazón del feminismo americano. Al demandar derechos civiles y políticos, las feministas también reconocían la expansión del empleo remunerado de las mujeres y el trabajo no remunerado que recaía de manera desproporcionada sobre ellas. Abrieron nuevos caminos, reclamando atención internacional a la legislación sobre maternidad como un derecho social de manera tal que no se estigmatizara a las trabajadoras, no se socavara la autonomía económica o política de las mujeres, ni se valorara la maternidad por encima de todo. Muchas también exigieron derechos reproductivos (entre ellos el acceso al control de la natalidad y el aborto legal), aunque no elevaran esas demandas al estatus de tratados sobre igualdad de derechos. Con base en un amplio abanico de tácticas, utilizaban las conferencias interamericanas oficiales para promover los derechos humanos y de las mujeres en todo el mundo, además de poner en marcha una movilización informal de base a partir de grupos que operaban en los ámbitos regional, nacional e internacional.19

Sin embargo, el movimiento no carecía de fisuras. Se alimentaba de fuertes discrepancias, que en ocasiones mitigaron su expansión, y sobre todo de un grupo heterogéneo de líderes. En una época en que las organizaciones feministas se estructuraban de manera jerárquica alrededor de líderes individuales, que en ocasiones se transformaban en representantes de las ambiciones de sus países a escala internacional, las dinámicas interpersonales del feminismo americano resultaron críticas. Este libro se centra en las colaboraciones y los conflictos de seis activistas extraordinarias que fueron sus protagonistas: Paulina Luisi, de Uruguay; Bertha Lutz, de Brasil; Clara González, de Panamá; Ofelia Domínguez Navarro, de Cuba; Doris Stevens, de Estados Unidos, y Marta Vergara, de Chile.

A pesar de que la historia suele recordar a estas mujeres por sus importantes logros en el feminismo nacional, ellas formaban una estrecha red y eran bien conocidas en su época como la vanguardia, por su rebelde liderazgo internacional.20 Luisi, Stevens, Lutz, Domínguez, González y Vergara compartían algunas características fundamentales: todas eran pioneras que trascendían las restricciones profesionales, sociales y culturales impuestas a las mujeres en aquellos tiempos. Es importante destacar que todas gozaban de privilegios raciales y de clase, cierto pedigrí educativo y diversas conexiones cosmopolitas que facilitaban su capacidad organizativa y la posibilidad de viajar por el mundo para acudir a encuentros internacionales de élite. Todas ellas eran consideradas blancas o mestizas en sus contextos nacionales (aun cuando las mujeres latinoamericanas no eran consideradas blancas por sus colegas estadounidenses). La mayoría eran solteras y ninguna era madre, lo que les permitía dedicar al activismo una gran cantidad de tiempo y energía; de hecho, la mayor parte de sus vidas adultas.

Las seis utilizaron su prestigio para captar la atención del continente hacia las demandas y los debates feministas, que se expresaban en artículos de revistas y periódicos, panfletos, libros, volantes y cartas que circulaban por el continente entero. Tenían influencia en la opinión pública y sus discrepancias se extendieron por todo el hemisferio.

Paulina Luisi (nacida en 1875), la mayor de las seis, ha sido reconocida como madre del feminismo latinoamericano. Luisi, obstetra y la primera mujer médica de Uruguay, parió el feminismo panamericano. Junto con unas amigas argentinas, en 1921 concibió la primera organización feminista panamericana. Con un discurso franco y directo, capaz de emitir juicios contundentes, Luisi no temía llamarles la atención a las feministas estadounidenses. Carismática, amable y gran impulsora de otras líderes hispanohablantes, Paulina actuó como mentora personal de casi todas las jóvenes feministas que intentaban organizar un movimiento panhispánico. Ella cultivó el feminismo americano.

Bertha Lutz, famosa bióloga nacida en 1894, fue reconocida internacionalmente como uno de los cerebros del movimiento sufragista de Brasil. Lutz se transformó en líder de la organización panamericana surgida a partir de los tempranos esfuerzos de Luisi, pero adoptó posturas muy diferentes del feminismo panamericano. Con dominio del portugués, el inglés y el francés, consideraba que la América Latina hispanohablante estaba rezagada en términos raciales y creía que Brasil y Estados Unidos debían ser los que ejercieran el liderazgo. Mordaz, meticulosa y con una gran rapidez mental, Bertha promovió su propia y particular visión en las conferencias internacionales en que se estaba dando forma al movimiento. De manera irónica, muchas veces sus esfuerzos estimularon formas aún más fuertes de feminismo americano panhispánico.

Clara González, nacida en 1898, fue la primera mujer abogada de Panamá. Promovió el liderazgo de las mujeres en América Central y el Caribe. Conocida como la Portia de Panamá (por la astuta heroína de El mercader de Venecia, de Shakespeare), González estableció una conexión entre la protección de protectorados como Panamá, por parte de Estados Unidos, y la protección de las mujeres por parte de los hombres. Desarrolló esta idea para un acuerdo internacional por los derechos de la mujer y más adelante luchó por el Tratado de Igualdad de Derechos como representante de la CIM. A pesar de su desilusión por el dominio que ejercía Estados Unidos sobre esta organización, Clara no cesó en su empeño de cultivar su sueño original: un feminismo americano antiimperialista encabezado por latinoamericanas.

La cubana Ofelia Domínguez, nacida en 1894, colaboró con su gran amiga González por un feminismo americano que considerara la soberanía de las mujeres y la soberanía nacional latinoamericana como mutuamente constituidas. En los años treinta, Domínguez, también abogada, cambió su fe en la ley por la confianza en la revolución. Se volvió una líder apasionada de los partidos comunistas de Cuba y México, donde vivió en el exilio por algunos años durante los regímenes de Machado y Batista, y organizó a feministas y obreros. Al divulgar información en todo el continente sobre el problemático liderazgo de la presidencia estadounidense de la CIM, Ofelia fue una pieza clave en la activación del resurgimiento latinoamericano que impulsó al feminismo americano.

Doris Stevens, blanco de la ira de Domínguez, fue una veterana sufragista estadounidense nacida en 1988, famosa tras su breve encarcelamiento por haber organizado un piquete frente a la Casa Blanca durante la campaña por el voto de las mujeres. Apodada apóstol de la acción por su agresivo y efectivo liderazgo, Stevens fue motivo de admiración en América por los dramáticos y desafiantes actos dirigidos a menudo al gobierno estadounidense. Pero también fue la pesadilla de muchas feministas latinoamericanas. Como presidenta de la CIM durante casi una década, Doris fomentó su visión del feminismo consagrada en el Tratado de Igualdad de Derechos, a pesar de la protesta de muchas colegas latinoamericanas que buscaban ampliar la agenda más allá de las demandas por los derechos políticos y civiles. Los reclamos internacionales de la comisión no habrían conseguido la influencia que tuvieron si no hubiera sido por su capacidad organizativa, sus hábiles campañas mediáticas y las sustanciales donaciones que recibió de poderosos donantes estadounidenses. Sin embargo, sin su tendencia a polarizar, que agudizaba los resentimientos de tantas feministas de la región, el movimiento no habría provocado una rebelión panhispánica tan fuerte.