El secreto del alma número diez

Text
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
El secreto del alma número diez
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

El secreto del alma número diez

Título original: Reikon Daijūgo no Himitsu

Primera edición: julio de 2018

© Jūza Unno, 1951

© de la traducción, Pablo Hevia Penna, 2018

© de la ilustración, Hāto, 2018

Tanuki

http://www.tanukilibros.com

Coordinación editorial: Juan Camilo Orjuela

Corrección: Daniela Serrano

Diseño de cubierta: Toraplú

isbn: 978-958-56659-0-3

Índice

El Ondulario

El primer experimento

Las críticas del especialista

Cavilaciones sobre un ruido

Una dura conversación

Análisis de ondas cerebrales

Una sombra a mitad de noche

Un encuentro fuera de lo normal

Visitante matutino

¿Dónde estoy?

El viaje de un alma

Un reencuentro inesperado

Un investigador de las almas

Un profeta entre murallas

El cuerpo de Roselle

De vuelta a casa

Lo que ocurrió entre tanto

Un experimento abierto al público

Los milagros existen

La voz del profeta

Las notas de Takao

El Ondulario

El joven Takao Ichihata era un radioaficionado entusiasta como muchos. Cursaba la secundaria y tenía exámenes de admisión qué preparar para el año siguiente, pero él los dejaba de lado para dedicarse a diseñar, armar o usar sus radiotransmisores. Para esto tenía una caseta en un rincón del patio. En su interior había un pequeño taller, la estación de radio y una biblioteca. Por supuesto, contaba también con electricidad. A este espacio lo había bautizado «el Ondulario».

Claro está que no todo radioaficionado tiene una estación con todas estas comodidades; el joven Ichihata tuvo que presionar bastante a su madre para que le instalara el estupendo Ondulario.

La madre siempre había consentido a su Takao; había sufrido mucho y se resguardaba en su único hijo. Resulta que el padre de Takao, el doctor Haruaki Ichihata, llevaba cuatro años desaparecido en una Europa azotada por la guerra. Habían intentado dar con el paradero del doctor por todos los medios, sin obtener nada de información. En la familia cada vez eran más los partidarios de desistir en la búsqueda. Así, desesperanzada, la madre había hecho del joven Takao su principal foco de atención.

El doctor era biólogo. Se sospechaba que había sido alcanzado por el fuego cruzado mientras recorría Europa en busca de unas algas que no se encuentran en Japón. Por extraño que parezca, ¿habrá sido esto lo que el hijo heredó del padre? Takao había adquirido desde pequeño un gran interés por la ciencia; y en los últimos años esa pasión se había volcado completamente a la radioafición.

Takao pasaba tanto tiempo como podía después de la escuela en su Ondulario. A veces estaba allí hasta bien entrada la noche. Incluso había ocasiones en las que llamaba a su madre por un teléfono casero para avisarle que pasaría la noche transmitiendo.

Al Ondulario venían constantemente Ninomiya y Miki, sus compañeros de clase. También ellos dos eran radioaficionados. Takao era el más ermitaño del grupo y rara vez visitaba a sus amigos.

Desde hacía algún tiempo, el joven Ichihata se encontraba ensimismado ensamblando un nuevo aparato. Se trataba de un dispositivo de radiotransmisión centimétrica que había estado diseñando. Con este nuevo dispositivo lograría reducir el ruido al mínimo. La nitidez de la señal mejoraría muchísimo y la recepción debería sentirse entre mil y tres mil veces mejor. Había otras ventajas, pero no las detallaremos aquí.

Para poder construir el receptor, cercó con una malla metálica el interior de la caseta. La tosca malla cubría toda la parte trasera, desde el suelo hasta el techo. A un lado se abría una puerta que permitía el ingreso. Dentro de esta sección, en el fondo, había una mesa. Allí tenía instalado el receptor.

El panel de control estaba instalado en la parte superior de la malla metálica. Entre el receptor y el panel había un eje largo atravesado. Al girar los diales del panel por fuera de la malla, el eje rotaba. Esto hacía que se activaran las partes móviles del receptor.

Por supuesto, la malla estaba bien conectada a tierra. Aunque alguien manipulase los diales frente al panel, no habría desequilibrios en el circuito del receptor ni interferencias en el amplificador electrónico por formación de campos desmagnetizantes. En realidad, la malla cubría el techo, el piso y cuatro paredes: el receptor se encontraba alojado en una gran jaula de malla metálica. Sin todas estas precauciones no se podría trabajar con ondas de este rango de longitud tan corto.

Takao estaba convencido de que su receptor era excelente. Incluso se preguntaba si sería capaz de captar señales desde Marte. Bueno, no es que estuviera esperando recibir ondas desde Marte. De acuerdo con los últimos estudios, no habría más que formas de vida inferiores, como líquenes. Ni siquiera habría animales. Es decir, nada de marcianos.

Pero el universo es enorme. En los rincones de este vasto universo de miles de millones de años luz de diámetro debía haber planetas parecidos a la Tierra con sus respectivos habitantes radioaficionados. Desde esa perspectiva, Takao pensaba que captar esas señales no era imposible. Su deseo era lanzar señales de radio al espacio y detectar alguna respuesta antes de que los humanos de dentro de unos veinte años lancen el primer cohete. Esas eran las grandes ambiciones y expectativas de Takao para este nuevo receptor.

El primer experimento

La instalación ya estaba lista. Emocionado, Takao acercó un asiento frente al panel que tenía por fuera de la jaula de malla y se dispuso a echar a andar el receptor.

Encendió el aparato. Al cabo de un momento, el filamento de la válvula termoiónica dio una luz de un rojo pálido. Tras manipular los cinco diales del panel, un altavoz que Takao tenía colgado del techo comenzó a hacer ruido.

—¿Cómo...? ¡Pero si eliminé el ruido! ¡¿Qué está pasando?!

Takao estaba desolado. ¿Y cómo no? El receptor, diseñado para reducir completamente el ruido, rechinaba con tan solo accionar el interruptor.

—¿Qué está fallando?

Apagó el receptor, deslizó la puerta de malla y se dirigió a un lado del aparato. Desconectó todos los circuitos que había armado con tanto esmero y se puso a revisar minuciosamente cada parte. Cuando terminó eran las tres de la mañana. No había ni una falla.

Volvió a instalar las conexiones de entrada y salida de electricidad. Cuando hubo terminado, salió de la jaula y cerró bien la puerta. Se sentó una vez más frente al panel de control, repasó mentalmente cualquier error y miró con detenimiento al otro lado de la malla, donde se encontraba la válvula termoiónica erguida en la mesa. Los componentes del circuito y los cables de cloropreno seguían cuidadosamente aislados.

—Esta vez no fallará.

Confiado, accionó el interruptor y esperó a que la válvula termoiónica se calentara. El ruido volvió a sonar desde el altavoz en el techo de la caseta.

Esta vez con el ceño fruncido Takao se quedó escuchando, medio distraído.

—No tiene caso.

Apagó el aparato.

—No sé qué pueda estar fallando. Todo está bien alineado. —Decepcionado, se echó a dormir en el banco que tenía junto a la pequeña biblioteca de la caseta.

Al otro día volvió de la escuela acompañado de Ninomiya y Miki. Los condujo hasta la jaula metálica del Ondulario y les contó todo lo sucedido la noche anterior.

—¿Por qué no lo enciendes? —dijo Ninomiya. Takao accionó el interruptor. El ruido no tardó en aparecer. Era más suave en comparación con la noche anterior, pero aun así la intensidad impedía distinguir otras señales débiles.

Ninomiya y Miki se turnaron frente al panel de control. Seguían las instrucciones de Takao para intentar sintonizar algo. Tampoco tuvieron éxito, pues el receptor no captaba las señales deseadas.

—El ruido se oye en todas las longitudes de onda, pero es más fuerte entre 5 y 70; y se suaviza al salir de ese rango —dijo Ninomiya.

 

—Es verdad. Creo que fuera de ese rango la resistencia del circuito aumenta bruscamente. Eso hace que allí baje el ruido —replicó Takao.

—¿Seguro? Tengo la impresión de que no se trata de un ruido común. En este caso hay una señal, pero no está en una sola longitud. Me parece que se están emitiendo señales en un rango amplio de longitudes. —Ninomiya miraba extrañado.

—Sí, pero igual es ruido.

—Creo lo mismo. —Miki concordaba con Takao.

Esa vez los tres jóvenes se separaron con ideas divididas. Esta era una discusión que no podrían resolver fácilmente con sus conocimientos y habilidades.

Cuando se fueron sus dos amigos, Takao se quedó solo en la caseta, intranquilo. Se puso a escuchar el ruido una vez más. Aunque no cabía duda de que era ruido, por alguna razón no podía sacarse de la cabeza la teoría de Ninomiya de que se trataba de una transmisión en un amplio rango de longitudes. Así que, resuelto, dejó la caseta, le avisó a su madre y salió de casa. Se dirigía a la casa del doctor Kōno, quien trabajaba como investigador en un laboratorio de electromagnetismo. El joven doctor Kōno era especialista en ondas de radio y Takao le debía su conversión a la radioafición. Eran como familia.

Las críticas del especialista

Takao consiguió que el doctor Kōno pasara por su casa ese mismo día, de regreso del laboratorio. Cuando se acercaba la hora de salida, Takao lo esperó un rato y luego partieron juntos a su casa.

Pasaron por el portón y cuando caminaban por el patio delantero, la madre de Takao abrió la puerta de vidrio del cuarto de tatami y asomó su rostro. Saludó de prisa al doctor.

—Oye, Takao. Tengo malas noticias —dijo palideciendo.

—¡¿Qué pasó?!

—En tu estudio. Hace un rato. Se oyó un alboroto y fui a mirar, y entonces…

Se quedó en ese punto, titubeando.

—¿Qué fue? Ya dímelo, rápido.

—Está todo desordenado. Habrá sido un gato vagabundo del vecindario que se descontroló dentro de la jaula metálica y lo estropeó todo.

—¡¿Cómo?! ¿Dentro de la jaula de metal?

Atónito, corrió hacia la caseta. El doctor y la madre lo siguieron lentamente.

El interior de la caseta era un verdadero desastre. Aunque era solamente en el interior de la jaula metálica, el receptor que Takao había construido con tanta dedicación estaba completamente arruinado. También la válvula termoiónica, que era tan importante, estaba prácticamente destruida. No había ningún gato, aunque la puerta sí estaba entreabierta.

«Maldita sea», pensó. Sí, había sido culpa de él no haber cerrado bien la puerta. Ante su irresponsabilidad no soltó una sola lágrima. Cuando abrió la puerta de malla y entró, encontró una cola de ratón en un rincón.

—Quizá había un nido de ratas aquí. Eso pudo haber atraído a algún gato. —Dio el problema por resuelto.

Entonces llegaron el doctor y la madre.

Takao le contó todo a Kōno; incluso lo de la violenta incursión del gato.

—Hmm, no se puede descartar del todo que la causa del ruido haya sido el nido de ratas, pero no puedo concluir nada sin haber podido echar a andar la instalación —dijo el doctor con su seriedad de académico, tras haberlo meditado un tanto.

—¡No quiero ni intentarlo! Mira como ha quedado. No creo poder rehacerlo.

—Ya, no te pongas así. Tienes que animarte y volver a intentarlo. Una investigación es como una prueba de resistencia. Si no tienes la paciencia, el éxito será siempre esquivo. De todos modos, invítame de nuevo cuando hayas logrado reinstalar todo. Veo que te has metido en terreno difícil. Si tienes planos de los circuitos o del diseño, puedo echarles un vistazo.

Mirando los planos, el especialista dio a Takao toda clase de indicaciones útiles.

—Bien, bien… Estás tratando de hacer un receptor con un método que nadie ha intentado antes. Precisamente por eso me parece interesante. Aunque no se sabe si lograrás manejarlo tú solo. Si sale algún ruido extraño deberías grabarlo. Así podrás analizarlo con detenimiento después. Puedo ayudarte con eso. Así que no te desanimes.

Habiendo dicho eso, salió de la caseta. Takao se fue a dormir, exhausto.

Al otro día Takao había recuperado completamente el ánimo. Como era domingo, estuvo desde temprano sin salir de su Ondulario. También llegaron Ninomiya y Miki, y entre los tres comenzaron a restaurar los aparatos que se habían arruinado en la escaramuza del gato con los ratones. Como pasó el día y no habían terminado, estimaron que el trabajo tomaría cuatro o cinco días.

Cuando sus amigos se hubieron retirado, Takao se quedó en el interior de la jaula metálica, ensimismado. Sin embargo, sintió de pronto un impulso irrefrenable de intentar explorar aún más el mundo de las ondas de radio. Con prisa armó circuitos provisorios con las partes sueltas que quedaban y luego salió de la jaula para activar —esta vez, tímidamente— el interruptor del panel.

No sabía qué señal sintonizaría porque no había hecho ningún ajuste en el receptor. O, más bien, ya ni siquiera sabía si el aparato iba a funcionar.

Se encendió la luz. “Ahora viene el ruido”, pensó. Esta vez, sin embargo, lo que salió del altavoz fue una voz humana. No era una voz cualquiera. Era imposible saber si se trataba de un hombre o de una mujer; era, en todo caso, una voz desagradable, como de lamentos o maldiciones.

¿Qué diablos era esa voz? Fue entonces cuando Takao descubrió las transmisiones de radio misteriosas.

Sie haben die kostenlose Leseprobe beendet. Möchten Sie mehr lesen?