La rana viajera

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La rana viajera
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Julio camba

la rana viajera


© 2008 by Herederos de Julio Camba

© de la ilustración de cubierta, 2008 by MNAC Museu Nacional d’Art de Catalunya. Barcelona. 2002

Fotógrafos: Jordi Calveras, Marta Mérida, Joan Sagristà.

© de esta edición, 2020 by Alhena Media

Director editorial: Francisco Bargiela

Director de la colección: Juan de Sola Llovet

ISBN: 978-84-18086-10-6

Publicado por:

alhena media

Rabassa, 54, local 1

08024 Barcelona

Tel.: 934 518 437

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Indice

Prólogo

Mi nombre de charca

ESPAÑA REENCONTRADA

I. Psicología crematística

II. El templo de la eternidad

III. Se enciende una estrella

IV. Una nueva teoría del clima

V. El temple y el espacio

VI. La mujer, país exótico

VII. Las casas

VIII. La huelga de cuernos caídos

IX. Experiencias de un atropellado

X. La juerga heroica

XI. Julio Antonio

XII. La piedra filosofal

XIII. La peseta

XIV. Escultura kodak

XV. Un admirador

XVI. Literatura patológica

XVII. Una tempestad en una taza de té

XVIII. La taza de té

EN LA TIERRA DE LOS POLÍTICOS

I. El viaje

II. Los políticos

III. La gracia gallega

IV. La raza

V. El idioma

VI. El acento

VII. Un amigo de Míster Borrow

VIII. El arado virgiliano

IX. Propiedad, abogadismo, política

X. El celta migratorio

XI. Grandes hombres

XII. ¿Quién soy yo?

XIII. El Camino de Santiago

XIV. El «botafumeiro»

XV. Cabezas de cerdo

XVI. La «vieira»

XVII. Opiniones políticas y literarias de la Rosario

EN EL PAÍS DE LA RULETA

I. Los temas literarios

II. El treinta y cuarenta

III. Los bolsillos y el espíritu de propiedad

IV. Un nuevo sistema planetario

V. Rousseau y Anatole France

VI. El jugador objetivo

EN EL RINCÓN DE LOS MILLONARIOS

I. El hierro

II. El hombre que se vendió brea a sí mismo

III. El vascuence

LOS MÉDICOS

I. En defensa del resfriado

II. El virtuosismo de la cirugía

III. La viruela obligatoria

IV. Croydon y Madrid

V. Microbios a sueldo

VI. Juventud, divino tesoro...

ENTRE CABALLEROS

I. Los desafíos y el médico

II. Los desafíos y la técnica

III. Los desafíos y el honor

LA POLÍTICA

I. Cerebros artificiales para uso de diputados

II. La industria electoral

III. Una carta

IV. El autor necesita un distrito

V. España, emporio del parlamentarismo

VI. Los ministros nuevos

VII. Un artículo ministerial

VIII. El engaño de las crisis

IX. Acción política de los mariscos

X. Arrasamientos

XI. El congreso, a cuarenta grados

XII. Optimismo

LA ANTIPOLÍTICA

I. El nuevo decorado del mundo

II. Los proletarios de levita

III. el sindicalismo como base de una nueva antropología

IV. La magia del dinero

V. El delito de ser ruso

VI. La tiranía del trabajo

VII. Asesinos manuales y asesinos intelectuales

 

Prólogo

Mi nombre de charca

Un día el director de un periódico donde yo trabajaba me metió algunos billetes en el bolsillo y me mandó a París. Mis artículos de entonces, como los que más tarde escribí desde otras capitales, tenían la pretensión de estudiar experimentalmente el carácter nacional; pero el único sujeto de experimentación que había en ellos era yo mismo. Yo estoy en mis colecciones de crónicas extranjeras como una rana que estuviese en un frasco de alcohol. El lector puede verme girar los ojos y estirar o encoger las patas a cada momento. Lo que parecen críticas o comentarios no son más que reacciones contra el ambiente extraño y hostil. Yo he ido a París, y a Londres, y a Berlín, y a Nueva York con una ingenuidad y una buena fe de verdadero batracio. Y si lo que quería mi director era observar el efecto directo de la civilización europea sobre un español de nuestros días, ahí tiene el resultado: una serie constante de movimientos absurdos y de actitudes grotescas.

Ahora el poeta vuelve a su tierra, es decir, la rana torna a la charca. Pero, y sin que haya llegado a criar pelo, ya no es la misma rana de antes. Con un poco de imaginación nos la podríamos representar menos ingenua y algo más instruida —que no en balde se ha pasado tanto tiempo en los laboratorios—, muy tiesa sobre sus zancas y hasta provista de gafas. ¿Qué efecto le producirán las otras ranas a esta rana que está transformada de tal modo? ¿Cómo encontrará su charca la rana viajera, después de una ausencia de tantos años?

Mientras he estado en el extranjero, yo he tenido un punto de referencia para juzgar los hombres y las cosas: España. Pero esto era únicamente porque yo soy español y no porque España me parezca la medida ideal de todos los valores. Ahora, y para hablar de España, me falta este punto de referencia. Forzosamente haré comparaciones con otros países.

Y no sólo resultará que España no puede ser un modelo para las otras gentes, sino que no sirve apenas para los mismos españoles. La rana encontrará su charca muy poco confortable.

ESPAÑA REENCONTRADA

I. Psicología crematística

La primera impresión que nos produce España es un poco confusa. Al principio no reconocemos exactamente a nuestro país, no lo encontramos del todo igual al recuerdo que teníamos de él. ¿Es que España ha cambiado? Es, más bien, que la miramos desde otro punto de vista y con unos ojos algo distintos a como la mirábamos antes. Los españoles, por ejemplo, ¿qué duda cabe de que no han disminuido de estatura? Sin embargo, ahora nos parecen pequeñísimos. Hombres muy pequeños, bigotes muy anchos, voces muy roncas...

—¿Por qué están tan enfadados estos hombres tan pequeños? —me pregunta un extranjero que ha sido compañero mío de viaje.

Yo le explico a duras penas que no se trata de un enfado momentáneo, sino de una actitud general ante la vida. Mi compañero se esfuerza en comprender.

—¡Ah, vamos! —exclama, por último—. Es que los españoles no tienen dinero...

Y aunque esta explicación de la psicología nacional me resulta excesivamente americana, yo, obligado a hacer una síntesis, la acepto sin grandes escrúpulos.

—Sí. Es eso, principalmente...

—De modo que si nosotros metiésemos aquí algunos millones de dólares, ¿cree usted que sus compatriotas se calmarían?

—Yo creo que sí. Creo que estas voces ásperas se irían suavizando poco a poco y que las mesas de los cafés no recibirían tantos puñetazos. Creo, en fin, que cambiarían ustedes el alma española. Siempre, naturalmente, que los millones no se quedaran todos en algunos bolsillos particulares...

Hay muy poco dinero en España. Poco y malo.

El primer tendero a quien le doy un duro lo coge y lo arroja diferentes veces sobre el mostrador con una violencia terrible. Yo hago votos para que, si no es de plata, sea, por lo menos, de un metal muy sólido, porque, si no, el tendero me lo romperá. La prueba resulta bien; pero al tendero no le basta. Con un ojo escudriñador y terrible, que parece salirse de su órbita, examina detenidamente las dos caras del duro. Luego vuelve a sacudirlo, y, por último, lo muerde. Lo muerde con tal furia que debe de mellarlo. Y el duro triunfa.

España es el país del mundo en donde un duro tiene más importancia. Claro que el gesto de coger un duro y echarlo a rodar despectivamente sobre la mesa para que el camarero lo recoja es un gesto muy español; pero ese gesto no le quita prestigio al duro, sino que se lo añade.

—He aquí un duro —parece decir el hombre que va a echarlo a rodar—. ¿Conciben ustedes nada más grande que un duro? Si yo no tuviera un alma heroica y caballeresca, ante la cual carecen de poder las sugestiones de la fortuna, yo depositaría este duro sobre la mesa tomando para ello precauciones infinitas, a fin de que no se rompiese, o bien se lo entregaría al camarero en propia mano, religiosamente, como si se tratara de un rito. Pero yo desprecio los bienes terrenales, y no me preocupo del porvenir. ¿Ven ustedes este duro? Pues ahí va...

Y hecho esto, el hombre aguarda la vuelta, cuenta las perras gordas una por una y se las guarda en un bolsillo profundo...

Poco dinero y malo. Hombres furiosos. Señoras gruesas, siempre sofocadas, o por el calor o por los berrinches, que se abanican constantemente. Muchos curas. Muchos militares... Grandes partidas de dominó y de billar. Cuestiones de honor. Toros. Juergas. Broncas. Nubes de limpiabotas, de vendedoras de décimos de la Lotería, de gitanas que dicen la buenaventura, de músicos ambulantes, de ciegos, de cojos, de paralíticos... Indudablemente, España no ha cambiado. Y es posible que nosotros mismos no hayamos cambiado tampoco.

II. El templo de la eternidad

Henos aquí en Madrid, en nuestra casa, como quien dice... Bernard Shaw, para demostrar que en los music-halls no se ha operado evolución alguna, cuenta que una noche estaba en uno de ellos viendo a un prestidigitador que hacía ejercicios con unas bolitas. Aburrido, Bernard Shaw se fue a la calle, y diez años después volvió a entrar en el mismo music-hall.

—El prestidigitador —añade Bernard Shaw— continuaba todavía allí jugando ante la audiencia con las mismas bolas...

A mi vez, yo diré que una noche me despedí de unos amigos con los que había estado cenando en un café de la Puerta del Sol. Creo que les dije que iba a volver en seguida y volví siete años más tarde; pero ¿qué son siete años en un café de Madrid? Los amigos estaban todavía allí y la discusión continuaba. Las ideas eran las mismas y la media tostada que Fulánez mojaba en el café dijérase también la misma media tostada que siete años atrás y en mi propia presencia le había servido el camarero. Uno de los amigos pretende leerme un drama. El amigo está igual y del drama no ha sido cambiada ni una sola coma.

—Va a estrenarse dentro de quince días —me dice mi amigo.

¡Lo mismo, exactamente lo mismo que hace siete años!

El camarero me llama por mi nombre:

—¡Hola, don Julio! ¿Qué va usted a tomar?

Elijo una paella, como plato castizo, y del que me encontré privado durante mucho tiempo.

—Esta paella —observa alguien que la conoce— es la misma de ayer.

A mí me parece que es la misma de hace siete años, con los mismos cangrejos y todo.

—Y ¿qué? —les digo a mis amigos—. Habladme. Dadme noticias. Los académicos, ¿son inmortales todavía? Pío Baroja, ¿sigue siendo un joven escritor? Fulanito, ¿continúa con aquel hermoso porvenir ante él? Y la Fulana y la Zutana y la Mengana, ¿es que son todavía unas jóvenes y hermosas actrices? Habladme de política. La revolución supongo que, igual que hace siete años, será una cosa inminente. España no tardará ni seis meses en transformarse, dándoles así la razón a los que, desde hace medio siglo, vienen anunciando esta transformación tan rápida...

Todo está igual, y yo, que creía haberme modificado, yo me encuentro también el mismo de antes. A medida que apuro este vaso de café recobro, como si dijéramos, mi verdadera naturaleza. Una serie de cosas, que yo creía injertas en mí, noto que se desvanecen y que se van. Yo soy como aquel salvaje de Darwin que se había civilizado y que, al regresar a su tribu, se volvió nuevamente salvaje, perdiendo en unas horas de contacto con los suyos lo que había adquirido en diez años de esfuerzo. Y es que este café de la Puerta del Sol representa la eternidad. París, Londres, Berlín..., el espíritu europeo..., la guerra mundial... Todo eso es transitorio, todo cambia y se transforma, mientras que este café permanece inmutable, con los mismos divanes, con los mismos camareros, con los mismos clientes, con el mismo menú, con las mismas ideas, con el mismo humo, con los mismos dramas y con los mismos cangrejos.

III. Se enciende una estrella

Mi Llegada a Madrid tuvo algo de bíblica. Coincidiendo con ella, apareció en el cielo una estrella resplandeciente. ¡Una nueva estrella y un nuevo microbio! ¡Para que luego digamos que en Madrid no se descubre nada!

La estrella en cuestión fue encontrada por el señor Roso de Luna, quien ya había encontrado otra algunos años atrás y nos la había presentado familiarmente, como hubiera podido presentamos una estrella de varietés: «La modesta estrella que he tenido el honor de descubrir...»

¿Cómo se las arreglará el señor Roso de Luna para encontrar tantas estrellas? Yo he hecho numerosos viajes y jamás me he tropezado con ninguna. Bien es verdad que tampoco las he buscado, ignorando la utilidad que pudieran reportarme.

El señor Roso de Luna encontró su estrella a las dos o las tres de la madrugada, y se fue corriendo a la redacción de un periódico para que los lectores de la primera edición tuvieran noticia del hallazgo. No sé cuánto le habrá dado por la estrella el popular colega. Yo, en el caso del señor Roso de Luna, me habría ido con ella a Nueva York y se la habría ofrecido a Mr. Hearst para cualquiera de sus numerosos periódicos. Mr. Hearst, que es un especialista en patriotismo, podría así añadirle una estrella a la bandera americana, aunque tal vez prefiriese explotar el nuevo astro para hacer anuncios luminosos. Y si la necesidad me apuraba, entonces hubiese llevado mi estrella a la Embajada alemana de Madrid. Esos alemanes lo utilizan todo y pagan espléndidamente.

Yo me he sentido muy halagado al ver que a mi llegada se encendía una nueva estrella en el cielo de Madrid. Desgraciadamente, la nueva estrella resultó algo semejante al nuevo microbio, que todos creíamos español y que procedía del centro de Europa. No acabamos de descubrir nada por completo, ni en la región de lo infinitamente pequeño, ni en la de lo infinitamente grande. Nuestros nuevos astros y nuestros nuevos microbios son, poco más o menos, tan viejos como nuestros nuevos políticos.

IV. Una nueva teoría del clima

—¿Qué tal le va a usted —me preguntan desde el extranjero— en ese hermoso país del sol y del cielo azul?

Pues en este hermoso país del sol y del cielo azul nos pasamos la vida tomando bromo quinina para luchar contra el constipado. Madrid es uno de los pueblos más fríos de Europa, y lo es por una razón muy sencilla: la de que carece de aparatos de calefacción. En París, como en Berlín, y en Londres como en San Petersburgo, ha habido una época en que el clima era sumamente frío; pero, poco a poco, ha ido transformándose artificialmente el clima natural de esas ciudades. Claro que no se ha calentado la atmósfera; ello ofrecía, de momento, dificultades insuperables aun para la misma química alemana. Se han calentado, en cambio, las viviendas, los establecimientos públicos, los tranvías y coches, etc. Hoy puede afirmarse que, mientras los madrileños tiritan, los berlineses y los londinenses pasan sus inviernos a una temperatura media de 17 grados. En la Friedrichstrasse y en Oxford Street hará ahora, seguramente, más frío que en la calle de Alcalá; pero no así en las casas de Oxford Street ni de la Friedrichstrasse. Y como no es en la calle, sino en las casas, donde realmente se vive, resulta que los madrileños son habitantes de un país frío, mientras que los londinenses y los berlineses lo son de países cálidos.

Con estos datos como base, se podría fundar una teoría en contra de aquella que estudia la influencia del medio natural sobre los hombres: la teoría del medio artificial. Esta nueva teoría demostraría que el carácter de cada país depende de sus aparatos de calefacción, y semejante demostración tendría una gran importancia porque nos llevaría a la conclusión siguiente: para acabar con las diferencias raciales que separan unos pueblos de otros, y que tanto han contribuido al origen de la guerra europea, bastará que todo el mundo se caliente con el mismo procedimiento de calefacción y que ponga sus casas a una idéntica temperatura...

 

No tengo representación bastante para fundar la teoría que queda esbozada, ni dispongo tampoco del tiempo necesario para ocuparme en un asunto tan trascendental y tan poco lucrativo; pero que no me digan a mí que España, por razón de su clima, será siempre lo que es ahora. Que no me digan que en este país del sol y del cielo azul los hombres tendrán, por los siglos de los siglos, una naturaleza perezosa, violenta e incapaz de disciplina. Que no me digan, en fin, que el teatro de Ibsen no será comprendido nunca aquí porque es el teatro de un país brumoso, y que las leyes inglesas son tan inadaptables al carácter español como lo son los impermeables ingleses al clima de España.

Porque España no es un país cálido nada más que durante unos cuantos meses al año, y porque, desde que se han inventado los ventiladores eléctricos y la calefacción central, no hay países cálidos ni países fríos. El clima no existe ya como una determinante del carácter de los hombres. Son, al contrario, los hombres quienes influyen sobre el clima.

V. El temple y el espacio

Tengo un asunto urgente a ventilar con un amigo. Desde luego, el amigo se opone a que lo ventilemos hoy.

—¿Le parece a usted que nos veamos mañana?

—Muy bien. ¿A qué hora?

—A cualquier hora. Después de almorzar, por ejemplo...

Yo le hago observar a mi amigo que eso no constituye una hora. Después de almorzar es algo demasiado vago, demasiado elástico.

—¿A qué hora almuerza usted? —le pregunto.

—¿Que a qué hora almuerzo? Pues a la hora en que almuerza todo el mundo: a la hora de almorzar...

—Pero ¿qué hora es la hora de almorzar para usted? ¿El mediodía? ¿La una de la tarde? ¿Las dos?...

—Por ahí, por ahí... —dice mi amigo—. Yo almuerzo de una a dos. A veces, me siento a la mesa cerca de las tres... De todos modos, a las cuatro siempre estoy libre.

—Perfectamente. Entonces podríamos citarnos para las cuatro.

Mi amigo asiente.

—Claro que, si me retraso unos minutos —añade—, usted me esperará. Quien dice a las cuatro, dice a las cuatro y cuarto o cuatro y media. En fin, de cuatro a cinco yo estaré sin falta en el café. ¿Le parece a usted?

Yo quiero puntualizar.

—Digamos a las cinco.

—¿A las cinco? Muy bien. A las cinco... Es decir, de cinco a cinco y media... Uno no es un tren, ¡qué diablo! Supóngase usted que me rompo una pierna...

—Pues citémonos para las cinco y media —propongo yo.

Entonces, a mi amigo se le ocurre una idea genial.

—¿Por qué no citarnos a la hora del aperitivo? —sugiere.

Hay una nueva discusión para fijar en términos de reloj la hora del aperitivo. Por último, quedamos en reunirnos de siete a ocho. Al día siguiente dan las ocho, y, claro está, mi amigo no comparece. Llega a las ocho y media, echando el bofe, y el camarero le dice que yo me he marchado.

—No hay derecho —exclama días después al encontrarme en la calle—. Me hace usted fijar una hora, me hace usted correr, y resulta que no me aguardó usted ni diez minutos. A las ocho y media en punto yo estaba en el café.

Y lo más curioso es que la indignación de mi amigo es auténtica. Eso de que dos hombres que se citan a las ocho tengan que reunirse a las ocho, le parece algo completamente absurdo.

Lo lógico, para él, es que se vean media hora, tres cuartos de hora o una hora después.

—Pero fíjese usted bien —le digo—. Una cita es una cosa que tiene que estar limitada en el tiempo como en el espacio. ¿Qué diría usted si habiéndose citado conmigo en la Puerta del Sol, se enterase de que yo había acudido a la cita en los Cuatro Caminos? Pues eso digo yo de usted cuando, habiéndonos citado a las ocho, veo que usted comparece a las ocho y media. De despreciar el tiempo, desprecie usted también el espacio. Y de respetar el espacio, ¿por qué no guardarle también al tiempo un poco de consideración?

—Pero con esa precisión, con esa exactitud, la vida sería imposible —opina mi amigo.

¿Cómo explicarle que esa exactitud y esa precisión sirven, al contrario, para simplificar la vida? ¿Cómo convencerle de que acudiendo puntualmente a las citas se ahorra mucho tiempo para invertirlo en lo que se quiera?

Imposible. El español no acude puntualmente a las citas, no porque considere que el tiempo es una cosa preciosa, sino, al contrario, porque el tiempo no tiene importancia para nadie en España. No somos superiores, somos inferiores al tiempo. No estamos por encima, sino por debajo, de la puntualidad.

VI. La mujer, país exótico

En España hay conversaciones de hombres y conversaciones de mujeres. Los asuntos de iglesia, por ejemplo, son asuntos de mujeres. No es que el español odie la iglesia. Al contrario. Cuando se casa busca una mujer de sentimientos religiosos. Le parece que la mujer debe tener sentimientos religiosos, así como debe tener también ojos bonitos. Los sentimientos religiosos son sentimientos de mujer. Sin ellos, la mujer no sería verdaderamente femenina. Con que la mujer tenga sentimientos religiosos para su propio adorno y para la dignidad del hogar, el marido ya está satisfecho, y se va tranquilamente al café, al teatro de variétés y hasta a un casino republicano...

La política, en cambio, es cosa de hombres. La mujer que habla de política en un círculo de hombres pasa por un marimacho, y al hombre que habla de política delante de una mujer se le considera poco menos que como si le hubiera hablado de política al jilguero. Positivamente, la política española es bastante aburrida. Con esto, sin embargo, de considerarla un tema para hombres solos, lo será cada vez más. Los mismos articulistas políticos tendrían que adoptar un estilo algo más ameno el día en que nuestra política pudiera comentarse en presencia de señoras.

Pero de las conversaciones de hombres, la más corriente es la que versa acerca de las mujeres. En otras partes, apenas si los hombres hablan de mujeres. La presencia constante de mujeres se lo impide. Ante ellas el tema resulta inútil e impracticable. ¿Para qué se va a hablar de mujeres? Mejor es hablar con ellas.

Los españoles, en cambio, hablan de mujeres como pudieran hablar de viajes:

—Yo he conocido una mujer una vez…

Y viene una descripción que recuerda las descripciones de países exóticos. Hay quien, al oír el relato, tiene una sensación así como la de estar escuchando a un explorador que cuenta sus aventuras en tierras totalmente ignoradas...

Fuera de España, ni los hombres les dan tanta importancia a las mujeres, ni las mujeres les dan tanta importancia a los hombres. Unos y otras han averiguado que se necesitan mutuamente y han decidido ponerse de acuerdo. Y un acuerdo así es el que se impone en España.

Porque mientras ese acuerdo no llegue a establecerse, no tan sólo será la vida española una cosa inarmónica, sino que nadie tendrá aquí manera de hacer nada. La mujer constituirá siempre para nosotros lo más importante de todo.

VII. Las casas

—No se puede vivir en Madrid —me dice un amigo—. ¿Por qué no hace usted un artículo contra las casas?

—Porque es imposible —le contesto—. ¿Cómo quiere usted que yo haga un artículo contra las casas en un sitio donde no las hay?

Pero, bien mirado, si en Madrid hubiera casas, no se necesitaría escribir contra ellas. Todos los defectos de las casas de Madrid se condensan en uno solo: el de la escasez. Como no puede mudarse, el inquilino tiene que transigir constantemente. Las casas madrileñas son malas y son caras porque son pocas. Claro que el Gobierno podría intervenir en este asunto; pero yo confío más en una nueva epidemia que reduzca a un cincuenta por ciento la población de nuestra capital.

¡Las casas de Madrid! Hace tiempo que yo me lancé a buscar una, y no recuerdo haber experimentado jamás mayores vejaciones.

—¿Hay calefacción? —le pregunté a la portera de un inmueble donde se alquilaba un cuarto piso.

Esta hipótesis pareció ofender gravemente la dignidad de aquella mujer.

—No, señor —me contestó con orgullo—. Aquí estamos a la antigua española...

Y, cuando yo llegaba ya a la esquina, después de haberme despedido, la portera me hizo volver sobre mis pasos.

—¿Qué ocurre? —exclamé.

—Que ni calefacción ni tampoco cuarto de baño —me respondió.

Dicho lo cual, la buena señora me dejó plantado. En su cara se leía esa satisfacción que produce siempre el hecho de darle una lección a alguna persona impertinente.

Entonces me dediqué a explorar los barrios extremos, donde hay edificaciones modernas. Tan modernas son estas edificaciones, que la madera de que están construidas, todavía verde, se dilata con voluptuosidad a los primeros efluvios de la primavera. Bajo el barniz de muñeca se siente circular la savia, y uno —hombre urbano y prosaico— teme que las puertas se le cubran de follaje y que los pájaros vengan a hacer sus nidos en el pasillo. Todas estas casas tienen ascensor, y todos estos ascensores tienen un letrero que dice: «No funciona». En una, sin embargo, el ascensor carecía de letrero, lo que me hizo pensar muy mal del servicio.

—Esta casa es la que no funciona bien —me dije.

Y, dirigiéndome a la portera, la interrogué sobre el particular. Me había equivocado. El ascensor marchaba admirablemente, y para demostrármelo, la portera me aseguró que, tres días antes, aquella perfecta maquinaria había matado al inquilino del tercero.

—Por eso tenemos el piso libre —añadió.

La historia del piso no era muy seductora; pero un inquilino tiene que estar en Madrid dispuesto a todo.

—¿Y cuánto renta el piso desocupado? —inquirí.

—Rentaba treinta duros; pero lo han subido a treinta y ocho. ¡Qué quiere usted! Es un piso muy bueno y tiene un ascensor magnífico...

Decididamente, no nos queda más esperanza que la de una epidemia que acabe con la mitad de los vecinos de Madrid. Claro que si esta epidemia atacase tan sólo a los caseros, no se necesitaría que muriese tanta gente.

VIII. La huelga de cuernos caídos

—Desengáñese usted —me decía un viejo aficionado—. Ya no hay toros.

El viejo aficionado, como todos los viejos aficionados, creía que los toros se dividen en mansos y bravos, y que la especie de estos últimos está extinguiéndose. Por mi parte, yo he adquirido el convencimiento de que todos los toros son igualmente mansos, y de que si en la plaza tratan, a veces, de matar a los toreros, es por la misma razón en virtud de la cual los toreros tratan —también a veces— de matar a los toros: para entretener al público. Días atrás estuve en una ganadería. Los toros pacían por allí de una manera perfectamente bucólica, dejándose acariciar de los vaqueros y de los visitantes.

—¿Y éstas son las fieras? —dije yo.

—¡Hombre! —me contestaron—. ¿Qué quiere usted que hagan aquí? Ya las verá usted en la plaza...

Esto de suponer que el toro no desarrolla su verdadera naturaleza de fiera mientras no llega a la plaza, es algo así como imaginarse que el tigre tampoco desarrolla la suya hasta que lo llevan a un circo. Si en el interior del África nos enseñaran unos tigres muy sociables, y si ante nuestra estupefacción nos dijeran que esa sociabilidad era natural y que esperásemos a ver a los tigres en Price, esta contestación nos parecería bastante absurda. Pues igualmente absurda me pareció a mí la contestación que me dieron en la ganadería sobre la ferocidad de los toros.

No. El toro no es un animal más feroz que el torero. Es, al contrario, una bestia pacífica que ama la naturaleza y que sigue un régimen estrictamente vegetariano. Algunos se dejan lidiar, y el público los llama bravos. Ahora, sin embargo, la mayoría parece que va a declararse en huelga. Yo he visto recientemente un toro que, a los dos minutos, se dio cuenta de que todo en la plaza estaba organizado en contra suya y adoptó una actitud que pudiéramos llamar de cuernos caídos. Los toreros corrían detrás de él enseñándole unas telas vistosas y llamándole con sus voces más dulces; pero todo era en vano. A veces, el toro se paraba un instante y parecía que iba a dejarse conquistar. Unos toreros le sonreían con sonrisa tentadora. Otros procuraban excitar su orgullo... El toro reflexionaba un rato. Luego hacía un movimiento de cabeza como diciendo:

—¡No! ¡Nunca!... Este negocio no me conviene...

Y seguía su camino, insensible a todos los requerimientos.

Fue entonces cuando el viejo aficionado me dijo que ya no había toros:

—Ya no hay toros. Ya no hay emoción. ¡Vaya un veranito el que nos espera!

Y yo, condolido, le di lo que consideraba un buen consejo.

—Váyase usted al Congreso —le dije—. Un viejo aficionado como usted no lo pasará allí del todo mal.

IX. Experiencias de un atropellado

Un amigo mío ha sido atropellado por un automóvil.

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