Buch lesen: «La ciudad automática»
Julio Camba
la ciudad automática
© 2008 by herederos de Julio Camba
© de la ilustración de cubierta, 2008 by Carlos R. Rosillo
© de esta edición, 2020 by Alhena Media
Director editorial: Francisco Bargiela
Director de la colección: Juan de Sola Llovet
ISBN: 978-84-18086-09-0
Publicado por:
alhena media
Rabasa, 54, local 1
08024 Barcelona
Tel.: 934 518 437
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Contenido
I. La ciudad del tiempo
II. «Buy apples»
III. La orgía bursátil
IV. La ciudad sin clima
V. Antropología intestina
VI. Negros
VII. Más negros
VIII. Negros y blancos
IX. Judíos
X. Un hotel
XI. Una cafetería
XII. Un automático
XIII. Madrid y el ácido úrico
XIV. La ciudad del silencio
XV. La ciudad del buen vino
XVI. Sevilla street
XVII. El Bowery
XVIII. La España negra
XIX. La inquisición y el arroz con pollo
XX. Dice Calvil Coolidge…
XXI. El peligro de ser millonario
RASCACIELOS
I. Los rascacielos de la ciudad baja
II. Tesis y antítesis económica
III. El empire state Building
IV. el Chrysler Building
V. Arquitectura y esclavitud
LOS ESTADOS UNIDOS AL DETALLE
I. Temperaturas alternas
II. La síntesis y el análisis
LOS ESTADOS UNIDOS EN CONJUNTO
I. Segunda independencia de los Estados Unidos
II. La nueva literatura
III. La nueva moral
COMUNISMO Y CAPITALISMO
I. Moscú y Detroit
II. Los millonarios
AL EMBRUTECIMIENTO POR LA CULTURA
I. La instrucción, cantidad negativa
II. El analfabetismo, cantidad positiva
VARIEDADES AMERICANAS
I. Los Ángeles y San Francisco
II. Las dos Américas
III. Grandezas y miserias de los trenes americanos
IV. La «American girl»
EL PISTOLERISMO
I. Los intrusos del arte
II. Los «racketeers»
III. Los «rackets»
IV. El «racketeering»
V. «Hands up»
LA SERIE
I. Trajes en serie
II. Humor en serie
III. Literatura en serie
IV. Crímenes en serie
V. Narices en serie
LA MECANIZACIÓN
I. La cadena
II. El childs
III. Hombres-máquinas y máquinas-hombres
IV. La risa mecánica
V. El hecho mecánico
I. La ciudad del tiempo
¿Qué cosa extraña es esta que me ocurre a mí con Nueva York? Me paso la vida acechando la menor oportunidad para venir aquí, llego, y en el acto me siento poseído de una indignación terrible contra todo. Nueva York es una ciudad que me irrita, pero que me atrae de un modo irresistible, y cuanto más me doy cuenta de lo que me atrae, a sabiendas de lo que me irrita, me irrita, naturalmente, muchísimo más todavía.
Todas las comparaciones que se me ocurren para definir la clase de atracción que Nueva York ejerce sobre mí pertenecen por entero al género romántico: la vorágine, el abismo, «el pecado», las mujeres fatales, las drogas malditas... ¿Será, acaso, Nueva York una ciudad romántica?
Para mí, es la ciudad romántica por excelencia, y cuanto más desmedida la veo, la considero más inspirada; pero sobre esto tendríamos que entendernos. El romanticismo de Wall Street no es del mismo orden que el del Puente de los Suspiros, y no sirve para los comerciantes retirados ni para los matrimonios burgueses en viaje de luna de miel. Decía un poeta español que, en Nueva York, las estrellas le parecían anuncios luminosos. A mí, en cambio, los anuncios luminosos me parecen estrellas, y Nueva York, es, en mi concepto, una ciudad romántica, no a pesar de su brutalidad y de su codicia, sino por ellas precisamente. Por su brutalidad y su codicia, por su estridencia, por su violencia, por su culto de las catástrofes, por su sacrificio constante del pasado y del porvenir al momento presente, por la organización comercial de sus crímenes y la organización criminal de sus negocios, por su clima contradictorio, desmesurado e incontrolable; por su afán de escalar el cielo haciendo cada año un edificio más alto que los demás, y, en suma, por su ilimitación. ¿Conciben ustedes nada más romántico —para poner un ejemplo concreto— que esto de prohibir las bebidas alcohólicas a fin de elevar a la categoría de delito el acto de tomarse un aperitivo?
Nueva York es, indudablemente, la ciudad más romántica del mundo moderno, pero no creo que esto baste a explicar su extraño atractivo, y mi problema sigue en pie: ¿por qué me atrae de tal modo una ciudad que me irrita tanto? ¿Dependerá ello tal vez de una aberración mía? ¿Seré yo un caso morboso? ¿Tendré en el fondo de mi conciencia algún complejo de un orden desconocido y necesitaré quizá los cuidados profesionales del profesor Freud?
No lo creo, porque Nueva York me atrae a pesar mío, como atrae a pesar suyo a todo el mundo moderno. Uno viene hacia aquí solicitado por el afán ineludible de vivir su época, ya que Nueva York está en el centro de esta época tan exactamente como el cerro de Los Ángeles en el centro de España. Visto desde Nueva York, el resto del mundo ofrece un espectáculo extemporáneo, semejante al que ofrecería una estrella que estuviese distanciada del punto de observación por muchos años de luz: el espectáculo actual de una vida pretérita, quizá envidiable, pero imposible de vivir porque ya pertenece a la Historia. Nueva York es, ante todo, el momento presente. Es el momento presente sin más relación con el porvenir que con el pasado. El momento presente íntegro, puro, total, aislado, desconectado. Al llegar aquí, la primera sensación no es la de haber dejado atrás otros países, sino otras épocas, épocas probablemente muy superiores a ésta, pero en todas las cuales nuestra vida constituía una ficción porque ninguna de ellas era realmente nuestra época. Nuestra época sólo Nueva York ha acertado a encarnarla, y probablemente ésta es la verdadera causa de que la gran ciudad nos atraiga y nos rechace a la vez de un modo tan poderoso.
Nos atrae porque uno no puede vivir al margen del tiempo, y nos rechaza por la estupidez enorme del tiempo en que le ha tocado vivir a uno.
II. «Buy apples»
Llego a Nueva York cuando Nueva York se encuentra en plena crisis económica. En cada esquina hay un hombre bastante bien vestido con un cajón de fruta sobre la acera y un cartelón que dice: «Unemployed: Buy apples (Desempleados: comprad manzanas)». Al principio yo me imaginé que como los desempleados carecen, probablemente, del dinero necesario para procurarse buenas chuletas, aquellos hombres les aconsejaban que se arreglasen de momento con unas manzanitas, lo que, en medio de todo, no hubiese carecido de lógica; pero luego me enteré mejor. Quien debe adquirir las manzanas es el público en general, y los que las venden justifican el precio de venta por el hecho de haberse quedado sin trabajo. La venta de manzanas constituye hoy, por tanto, en Nueva York, una forma encubierta de mendicidad y equivale a tocar el violín, decir la buenaventura, ofrecer una flor, mostrar un niño encanijado, cantar una romanza, exhibir una úlcera, etc., etc.
Todo el mundo compra manzanas; unos por caridad, otros por patriotismo, muchos por prescripción facultativa, y hasta hay algunos que las compran porque, realmente, son aficionados a ellas. Un informador del New York American que se puso a vender manzanas en la parte baja de la ciudad hizo en una hora cerca de doce dólares, lo que supone una venta de veinte docenas. Y, como las cosas duran desde hace un mes, uno no puede por menos de escamarse un poco.
«Tantas manzanas no se encuentran así como así a disposición de los desocupados», se dice uno. Aquí hay, seguramente, una organización.
Y, en efecto, aquí hay una organización y una organización bastante complicada. Parece que la cosecha de manzanas ha sido este año (1931) excepcional en New England, y este aumento de producción coincidió con una depresión general del mercado, debida a la crisis económica. Los sin trabajo, por ejemplo, no podían comprar manzanas, y, como no podían comprar manzanas, se les dedicó a venderlas. Naturalmente, se hizo una gran publicidad. Se excitó el pundonor de los hombres, diciendo que en América nadie debe pasar hambre, y la piedad de las mujeres. Se presentó a los vendedores de manzanas como millonarios arruinados en la Bolsa. ¡Qué sé yo...! Ello es que la Compañía acaparadora está ganando lo indecible y que a los desocupados ningún empleo les había producido nunca tanto dinero como el empleo de desocupados.
Pero la cosa no concluye aquí. Al contrario, es aquí, casi, donde empieza. Al ver que los desocupados se sacaban quince y veinte dólares al día, hay quien dice que una gran Empresa acaparó toda la desocupación de Nueva York, en tal forma, que hoy no pueden ya vender aquí manzanas más hombres sin empleo que los hombres sin empleo empleados por esa Empresa. Esa Empresa le da a usted, por ejemplo, seis dólares diarios para utilizarle como hombre que no tiene jornal, y, el día en que el manager le despide a usted, ese día deja usted de ser un desempleado, y ya no puede solicitar el auxilio de las gentes bajo el pretexto de vender manzanas ni bajo ningún otro... Hay quien dice esto, y hay quien dice más todavía. Hay quien dice que los racketeers, estas magníficas organizaciones criminales de Nueva York —ya hablaremos de ellas extensamente—, que se hacen subvencionar por todo el mundo, desde los dueños de speakeasies, o establecimientos donde se venden bebidas espirituosas, a los limpiabotas y los barberos, intervienen también en la venta de manzanas, y se llevan, por lo menos, un centavo de los cinco que el comprador paga por cada una.
Por mi parte no afirmo nada, pero todo me parece verosímil, y, desde mi punto de vista, la verosimilitud es siempre más importante que la verdad. Aquí hay una gran crisis económica; pero tal es la vitalidad del país, que esta crisis económica se traduce fatalmente en nuevos y formidables negocios. En Francia se haría una campaña a favor del ahorro. Aquí, les parecerá a ustedes absurdo, pero se preconiza, en cambio, el despilfarro. «Para que la prosperidad vuelva —decía un letrero que he visto ayer en el cine— hay que poner en circulación mil millones más de dólares. Que cada ciudadano aumente en un dólar sus gastos del día, y la crisis estará resuelta inmediatamente.»
Y, en vista de que se gana poco, se gasta más que nunca. El pequeño comercio finge saldos, y la gente adquiere una cantidad de cosas que no necesita absolutamente para nada, y que, en rigor, no sirven para nada tampoco: recuerdos, chismes de fantasía, objetos de regalo que, en efecto, hay que acabar siempre por regalarle a alguien; artículos de Navidad, etc., etc., etc., etc.
III. La orgía bursátil
¡Magnífica orgía aquella orgía de la Bolsa neoyorquina, de donde han salido tantos hombres a vender manzanas en medio de la calle! Entonces todo el mundo jugaba. Con cien dólares en efectivo se podían manejar muchos miles en acciones, y a veces no hacía falta siquiera efectivo ninguno. El que tenía una profesión o un empleo, echaba una firma, y en paz. La Bolsa de Nueva York admitía toda suerte de boquillazos, y, al facilitar de este modo la compra de acciones, la demanda aumentaba, y, al aumentar la demanda, las acciones subían, y todos ganaban; y, como ganaban, compraban más acciones, y las acciones volvían a subir, y las gentes volvían a ganar, y el globo se iba dilatando, y, cuanto más se dilataba el globo, ascendía aún mucho más alto, y nadie pensaba en el reventón inevitable. Ésta es, en su primera parte, la historia de la última catástrofe bursátil que ha ocurrido en Nueva York. Segunda parte: un bell-boy del hotel, que acaba de traerme hielo, me ha dicho que tiene que apartar veinticinco dólares cada semana para cubrir su déficit en la Bolsa. Los chicos de los ascensores están en el mismo caso, y el jefe del limpiabotas paga doscientos dólares al mes. Sólo me falta por interrogar a una negra que me limpia el cuarto todos los días cantando unas canciones del Sur al ritmo del aspirador eléctrico, pero temo que, si la interrogo, se ponga triste y deje de cantar.
Todos estos pequeños menestrales —los limpiabotas, las criadas, los chicos de recados, etcétera— se sacaban por aquel entonces sus buenos cien o doscientos dólares una semana con otra, y la vida no tenía limitaciones para ellos. ¿Que el «dulce corazón» quería un abrigo de pieles? Pues allá iba el abrigo de pieles para que el dulce corazón no se enfriase. ¿Que en qué restaurant se cenaba? Pues en el que tuviese la mejor revista de todo el Broadway. ¿Que si el elevado o un taxi? Desde luego, un taxi, pero para la próxima ocasión convendría ir pensando si era preferible comprar un Buick de segunda mano o un Ford nuevecito del último modelo. Nadie reparaba en los precios de las cosas, porque todo se vendía a cualquier precio que fuese. Los comerciantes se hacían de oro, y Nueva York parecía una ciudad de las mil y una noches.
Pero no crean ustedes que Nueva York se ha achicado mucho con la catástrofe. Al contrario, Nueva York ama el peligro y adora las catástrofes, que constituyen, en último término, una de sus mejores formas de publicidad. Si las gentes no pudieran arruinarse aquí de la noche a la mañana, tampoco podrían enriquecerse de la mañana a la noche. La segunda posibilidad lleva implícita la primera, y a la hora actual Nueva York sigue lanzando nuevos negocios e inflando nuevos globos. El globo de la crisis comercial, por ejemplo, el globo de la desocupación y la miseria, no sería extraño que llegase a adquirir un volumen comparable al del globo de la prosperidad.
En España no ocurren catástrofes. Nadie se arruina en nuestra tierra de una manera colectiva; pero si se arruinase alguien, ¿en qué se lo íbamos a conocer? Tendríamos que esperar hasta que se le rayera el traje y se le torciesen los tacones, porque, en fin, yo no sé de ningún ciudadano que pague ahí 20.000 duros mensuales de alquiler para que, verdaderamente, pudiera suponer una diferencia notoria su tránsito del estado de inquilino al estado de vagabundo. Claro que a veces, y de un modo individual, se arruina un rico en España o se enriquece un pobre, pero también a veces nace una ternera con cinco patas o le brotan a una mujer unas barbas hasta la cintura. Cuando se enriquece un pobre en España o cuando se arruina un rico parece que se hubiera subvertido no ya el orden social, sino el propio orden de la Naturaleza. Es algo así como si un braquicéfalo rubio, después de treinta o cuarenta años de ser braquicéfalo y de ser rubio, se transformase inopinadamente a la vista del público en un dolicocéfalo moreno. En España uno es rico o es pobre como es alto o bajo, chato o narigón y de ojos negros o de ojos azules. Es rico o pobre, generalmente por herencia, y por una herencia que tiene todos los caracteres de la herencia fisiológica.
IV. La ciudad sin clima
Nueva York es una ciudad sin clima. Tiene calefacción y frigorificación, pero no tiene clima. Toda la temperatura de Nueva York es importada. El frío viene directamente del Polo, a gran velocidad, y el calor procede del golfo de México. A veces, no bien acaba de llegar una remesa de frío por la Grand Central Station, cuando aparece por la estación de Pensylvania una remesa de calor, y uno, no pudiendo determinar si tiene mucho calor o si tiene mucho frío, busca en los diarios el boletín meteorológico para saber a qué atenerse; pero los zaragozanos neoyorquinos no hacen jamás declaraciones concretas. «Temperatura baja, con tendencia a subir. Vientos del Norte, del Sur, del Este y del Oeste. Lluvia probable. Quizá nieve. Tal vez granizo. Parcialmente nublado. Buen tiempo. Barómetro muy variable.»
En este país donde todo se encuentra estandarizado, lo único que cambia es el estado del tiempo. No tomen ustedes a broma el boletín meteorológico que acabo de reproducir. Todos los fenómenos anunciados en él pueden producirse aquí, y se producen muy a menudo, en un mismo día. De hora a hora la temperatura tiene oscilaciones enormes. Tan pronto llueve torrencialmente como luce un sol espléndido. El Hudson está, poco más o menos, a la latitud del Tajo, y cada quince o veinte días aparece helado, aun en plena primavera. Del Norte o del Sur, los vientos llegan siempre aquí tal y como salen, sin tropezarse en todo el camino con un solo accidente que los modifique, y, al pasearse por Nueva York, uno tiene con frecuencia la sensación epidérmica de andarse paseando entre Veracruz y el Polo. A veces el aire sopla con tanta violencia, que toda la floresta de los rascacielos gime y se estremece a su empuje, y, minutos después, el humo de las fábricas se eleva majestuosamente en una calma perfecta.
Los neoyorquinos creen que, con tener un radiador echando chispas en cada habitación y un frigorífico en cada cocina, ya no hay problemas para ellos; pero, en fin, la calefacción central no tiene todavía categoría de clima, y el frío industrial tampoco, y Nueva York necesita un clima propio con la mayor urgencia. No un clima doméstico, sino un clima de calle. No un clima casero, sino un clima general.
Sería admirable, desde luego, el que en los Estados Unidos no hubiese clima, porque el clima desarrolla el carácter y diferencia a unos hombres de otros. Sería admirable, pero sólo a condición de que la gran República pudiera aislarse y no recibiese nunca la influencia de climas extraños. Para estar a merced de los hielos septentrionales o de los ciclones tropicales más vale que míster Ford empiece a fabricar en Detroit una temperatura estándar y que la distribuya desde allí, con un igual porcentaje de humedad, por todos los Estados de la Unión. Y, mejor aún: ¿por qué no cogen los Estados Unidos el Gulf Stream y lo cambian de curso? Eso de que el Gulf Stream vaya a entibiar las costas de Europa está en abierta contradicción con la doctrina de Monroe, y, así como el famoso Big Bill Thompson se ha hecho elegir por tres veces alcalde de Chicago con este programa: «Echemos de Chicago al rey Jorge», no veo por qué no ha de presentarse candidato a la presidencia de la República con este otro: «Restituyámosle a América el Gulf Stream».
Las dificultades técnicas para desviar el curso de la corriente no creo que fuesen insuperables, y el gasto quedaría muy pronto compensado con una sola cosa: los gabanes de pieles que Europa, muerta de frío, no tendría más remedio que comprar aquí.
V. Antropología intestina
Si quisiéramos incorporar a lo que en términos generales se llama Historia la historia particular de Nueva York, nos haríamos un lío espantoso, porque lo que en términos generales se llama Historia suele ser historia social, o historia religiosa, o historia política, y la historia de Nueva York es, pura y simplemente, historia natural. Todos ustedes conocen el cinematógrafo acelerado, en el que, a la vista del público, las semillas se convierten en plantas, las flores en frutos y los gusanos en mariposas. Pues Nueva York tiene un ritmo comparable tan sólo al del cinematógrafo acelerado. Nariz judaica o pómulo tártaro, belfo semita o párpado mongol, todas estas creaciones milenarias, que parecen poseer un carácter permanente, Nueva York las destruye y las cambia por otras en el espacio de dos o tres generaciones, y durante el período evolutivo la Humanidad nos ofrece aquí los más sorprendentes espectáculos. Negros de nariz aquilina, escandinavos con pigmentación negroide, judíos chatos, mulatos barbudos... La pelambrera en astracán de los hijos del África sobre la cabeza cuadrada del germano o la mirada oblicua del chino en la clara pupila del anglosajón.
—No. No se fije usted demasiado —parecen decirle a uno los padres de estas extraordinarias criaturas cuando uno se pone a observarlas—. Esto no es más que un anteproyecto, una maquette de carácter provisional. Vuelva usted a la próxima generación y entonces podrá ver ya el proyecto definitivo.
A veces un ciudadano se presenta ante usted con unas narices tan notoriamente opuestas a todo el resto de su fisonomía, que usted empieza a entrar en sospechas.
—Estas narices —piensa usted— no pueden haber sido adquiridas de un modo legítimo.
Y, en efecto, aquellas narices representan una usurpación antropológica, y, si usted pudiese hablar francamente, le aconsejaría a su portador que procurase cambiarlas por otras en la generación venidera.
Pero no todo son narices o ángulos faciales, pigmentos ni tegumentos en esta metamorfosis acelerada a que está sometida aquí la Humanidad. Un italiano, por ejemplo, no necesita para americanizarse el mismo desgaste de pómulos que un tibetano, y, sin embargo, el proceso de su adaptación a este medio tiene una emoción enorme. Yo he visto el otro día a una familia italiana cuyos hijos no eran ya italianos, sin que hubiesen llegado tampoco a ser americanos todavía, y si las chicas me hacían pensar en unos pájaros que estuviesen cambiando de pluma, los muchachos me recordaban al cangrejo cuando muda el caparazón. En la forma, todavía italiana, de las caras femeninas, la expresión empezaba ya a ser americana. Los cuerpos no habían llegado aún a adquirir la esbeltez estándar del cuerpo neoyorquino, y al ponerse en movimiento con este ritmo de shimmy que usan aquí todas las chicas para andar, producían una impresión de ambigüedad verdaderamente patética. En rigor, podría decirse que, desde los ademanes a la voz, todo era un poco ambiguo en aquella familia, y es que aquella familia no había acabado aún de americanizarse y estaba, como si dijéramos, en pleno período de pubertad antropológica.
La transformación del inmigrante se va haciendo de un modo gradual, desde la periferia hasta el centro de Nueva York, por el acreditado procedimiento de la cadena. Los transatlánticos depositan en los docks su carga de material en bruto e inmediatamente comienza la labor. Aquí le quitan a usted las barbas. Allí le extirpan las amígdalas u otras glándulas cualesquiera. Usted —y perdónese esta manera de señalar— va colgado de la gran cadena y no tiene más remedio que seguir el avance general. En la calle ocho le hacen a usted el primer desbaste. En la catorce empiezan a sacarlo a usted de puntos, y de la treinta a la cuarenta y cinco me lo remodelan a usted de nuevo, de arriba abajo, dejándole un tipo tan anglosajón como si acabase usted de desembarcar del Mayflower.
Ya es usted un americano ciento por ciento. Ya puede usted irse a vivir a Park Avenue y pagar cien mil dólares anuales de alquiler por un piso, privilegio del que carecen aquí los hombres demasiado chatos, o los exclusivamente narigones, porque para eso hay en Park Avenue una Liga de inquilinos. Ya es usted un americano ciento por ciento; pero tenga usted mucho cuidado en la Bolsa, porque cuando uno de estos americanos de serie se queda sin fondos, yo no sé lo que le pasa que empieza, ipso facto, a descomponerse y a oler a carnero.
VI. Negros
Nueva York aborrece a los negros, no cabe duda, pero los aborrece únicamente desde las ocho o nueve de la mañana hasta las doce de la noche. A las altas horas de la madrugada no puede pasarse sin ellos, y, abandonando los cabarets del Broadway con su alegría mejor o peor imitada, se va a Harlem en busca del real thing, esto es, en busca del artículo verdadero. Para los americanos de estirpe puritana la alegría es una invención negra. No es que ellos, por sí mismos, no se alegrasen nunca. A veces parece que hasta llegaban a sentir el ansia extraña e imperiosa de que habla el poeta, pero, no sabiendo analizarla, la interpretaban como un ansia de nadar o de saltar a la comba, de donde resulta que si los americanos tienen una musculatura tan excelente es por pura equivocación. Y hoy, cuando América, decidida a echar por la borda sus últimos restos de puritanismo, quiere divertirse de verdad, se encuentra con que carece para ello de la técnica necesaria y que tiene que copiar a los negros. Los cabarets del Broadway, con sus músicas y sus bailes de inspiración evidentemente negra, parecen un anuncio de los cabarets de Harlem. En ellos el irse animando es como si dijéramos ir sintiéndose negro, y hacia la una o dos de la madrugada todo el mundo se siente, por lo menos, cuarterón.
Es la hora de Harlem. La hora en que los negros más monstruosos estrechan entre sus brazos a las más áureas anglosajonas. La hora en que el alto profesorado, tipo Wilson, se pone a bailar la rumba con la servidumbre femenina de color.
Una vueltecita por Harlem a esa hora le ilustra a uno más que veinte volúmenes sobre la cuestión negra en América. Allí se ve bien claro que no todo son fuerzas contrapuestas entre los negros y los blancos norteamericanos, y que si los blancos odian a los negros es, en cierto modo, como el vicioso odia su vicio. Se ve, en fin, que los blancos pueden odiar a los negros durante el día y a las horas laborables, pero que, a pesar de todo, hay algo en el fondo de la raza maldita que los atrae de un modo irresistible.
Todo lo cual tiene una explicación bien sencilla: la falta de una lujuria propia en el pueblo americano. Naturalmente, yo no voy a salir aquí en defensa de ningún pecado capital, pero opino que todos los hombres, aun los de un abolengo puritano más directo, están hechos del mismo barro, y que si se prescinde de su naturaleza o si se quiere ir brutalmente contra ella el error será funesto. La dictadura puritana arremetió contra toda pasión carnal de un modo verdaderamente feroz, y hoy aquí pueden ustedes ver a este pueblo que, totalmente desprovisto de sus instintos lujuriosos, no tiene más remedio que arreglárselas con la lujuria de los otros pueblos. El negocio ha sido redondo. Como la raza anglosajona es una de las razas menos sensuales del mundo, se consideró tarea facilísima el hacer de ella una raza enteramente virtuosa, pero al privarla de su parca sensualidad se la dejó sin defensa contra el estímulo de sensualidades extrañas, y cuando la raza elegida estaba ya a dos dedos de la pura virtud, hela aquí que se suelta el pelo y que dice:
—Ahora me toca a mí...
Y si quieren ustedes verla a la obra dense un paseíto por Harlem de dos de la madrugada en adelante, advirtiendo que cuanto más en adelante será mejor.
VII. Más negros
Hay negros chiquitines y muy peripuestos que se pasean por las calles de Harlem con una petulancia tan deliciosa como la de un fox-terrier que se hubiese puesto por vez primera un gabancito de trabilla. Otros son enormes, como gorilas. Los hay muy elegantes y los hay muy zarrapastrosos. Los hay alegres y los hay tristísimos. Los hay mates y los hay charolados. Los hay feroces. Los hay tímidos. Los hay doctorales.
Se habla de la raza negra como de una sola unidad, y en Harlem existen, por lo menos, negros de veinte razas entremezclados los unos con los otros.
Yo tengo por todos ellos una gran simpatía. Los niños, en especial, me encantan, y, junto a un negro de seis o siete años, un blanco de tres me parece que está ya en plena senectud. En cuanto a los grandes, no hay ninguno que haya dejado enteramente de ser niño. Los negros son niños siempre por su candor y por su marrullería, por su capacidad admirativa, por sus terrores injustificados, a la par que su desconocimiento del verdadero peligro, y, ante todo, por la enorme fuerza creadora de su imaginación. El baile es para ellos no sólo el mejor modo de expresar las cosas, sino también una manera efectiva de crearlas, y, si aquí, en Harlem, no bailan para producir la lluvia o matar el tigre, es porque tienen otras preocupaciones en la cabeza.
Todos los negros bailan aun al andar, y, a veces, hasta cuando están sentados. Bailan los negros-fox-terrier y los negros-bulldog, las negritas jóvenes, en cuyas caras adquiere tanto valor el blanco de los ojos, y las negrazas monstruosas de pecho colgante y piernas tan flacas como torcidas. Baila el negro gorila y el negroide chimpancé. Baila el negro catedrático. Bailan todos los negros, en fin. Dotados de una gracia de movimientos puramente animal y con un sentido extraordinario del ritmo, los negros nunca aciertan a explicar por completo un sentimiento o un deseo mientras no lo bailan.
¡Negros admirables! En Nueva York se habla del barrio de Harlem, donde están concentrados, como de una ciudad mágica en la que se cultivan ritos extraños y misteriosos, y algo hay de ello, no cabe duda. Harlem vive, ante todo, de artes de hechicería. Su industria principal consiste en la venta de amuletos contra el mal de ojo, filtros amorosos, polvos de la madre Celestina, etc., etc.
VIII. Negros y blancos
Parecerá extraño; pero si en alguna parte de los Estados Unidos se mira todavía con simpatía a los negros es en los Estados del Sur, que sostuvieron una guerra cruenta para oponerse a su liberación. Yo comienzo a sospechar que el cariño constituye una derivación del instinto de propiedad, y que la equivalencia española del verbo «amar» y el verbo «querer» es una de las cosas que mejor demuestran la franqueza de nuestro carácter. El que ama a un canario lo encierra en una jaula, y, si yo he calificado alguna vez este acto como un acto de crueldad, es porque las aves canoras no me inspiran precisamente una gran simpatía. A mí no me gustan los canarios, y no gustándome, no comprendo que nadie los enjaule más que por una especie de sadismo. En cambio, me gustan mucho las ostras, y por eso me las como. ¿O es que las Sociedades protectoras de animales se figuran que no me gustan y que las como únicamente por el deseo de torturarlas? Si no me gustasen, la tortura sería para mí; pero me gustan mucho, como digo, y no veo otro remedio que demostrarles mi predilección más que el de írmelas comiendo.
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