Museo portátil del ingenio y el olvido

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Nos hemos olvidado de aquel panadero de nombre José Isabel Cortés que logró patentar una invención para la enseñanza objetiva (sistema educativo muy en boga en la segunda mitad del siglo XIX) que no era otra cosa que un invento para elaborar panes, claro, pero también chocolates y dulces con la forma de los números y de las letras del alfabeto, creación que emocionó al gremio de panaderos, quienes imaginaban transformarse en profesores para difundir el aprendizaje objetivo con este sistema patentado, de manera que “se alfabetizarían los propios panaderos, los mozos que recogen el pan y los niños que los meriendan”.

No hemos sabido traer del olvido a Ventura Reyes y Zavala, nacido en Atotonilco, nieto del filipino Ventura de los Reyes —virtuoso lector de L’Encyclopédie de Diderot (para ello consiguió un permiso oficial de la Inquisición mexicana), aficionado con pasión a la astronomía, la geografía, las matemáticas y la física; uno de los comerciantes más importantes relacionados con la Nao de China— y catedrático de historia en el Liceo Católico de Guadalajara; autor de un originalísimo opúsculo: Las bellas artes en Jalisco. Apuntes para formar un catálogo de los Artistas que, o han nacido en el estado, o han vivido en él; dejando obras de sus manos en 1882, pero también de otra fabulosa publicación: Apuntes para formar unos prolegómenos de la clase de Historia en 1877, que preparó para sus clases (“no pude hallar un libro que tratara elementalmente las materias que a mi juicio deben formar los prolegómenos de aquella clase; y noté que dichas materias están esparcidas en obras voluminosas y que no estaban al alcance, no digo de todos los alumnos que debían cursar la clase, pero no de la mayoría”), publicación que lo convierte en pionero de la historiografía, con estas ideas: “Historia es la narración escrita de los hechos importantes examinados filosóficamente” o “la Historia tiene principios y de ellos deduce verdades; por consiguiente, es ciencia. ¿Y cuándo será arte? Cuando narre simple y metódicamente los sucesos, pero sin entrar en investigaciones ni hacer inferencias. Entiéndase por arte el conjunto de reglas para hacer bien alguna cosa. Las reglas para exponer la vida de los hombres y el curso de los acontecimientos, de una manera clara y sencilla, y en el tiempo que realmente corresponde, constituye el arte de la historia. Y como nos presta más utilidad considerada como ciencia que como arte, se sigue que la acepción más noble y verdadera de la Historia es la de ciencia”. Y Reyes Ventura certifica:

En la Historia sucede lo que en ninguna otra ciencia; y es que continuamente, de día y de noche, e instante por instante está aumentándose: El mundo todo es un inmenso laboratorio en donde se están formando sin cesar nuevas páginas, que se agregan a su gran libro: las populosas ciudades y los desiertos apenas habitados, los palacios espléndidos y las buhardillas miserables, los santuarios de la religión y los escondites del crimen. ¿Cuántas combinaciones políticas, cuántos proyectos gigantescos, cuántas empresas laudables, cuántos crímenes espantosos, cuántos descubrimientos útiles, presencian diariamente?


Galeón de Manila, conocido como la Nao de China.

Se habla muy poco de la innovación jalisciense, en fin, aunque en cierta época hasta entre los gobernantes de Jalisco hubo mensajes a favor de la imaginación científica, como el de Prisciliano Sánchez en 1826: “El aguardiente de mezcal se fabrica con abundancia en los departamentos de Tequila, Etzatlán, Autlán y Tuxcacuesco, de donde se reparte a todos los pueblos del Estado en que tiene grande consumo ya porque es agradable al paladar, nada dañoso a la salud, y su precio en rigoroso menudeo no pasa de real y medio el cuartillo. Si este artículo llega a lograr exportación para otros estados como es de esperarse, deberá ser uno de los principales y más provechosos del Estado, porque la planta de mezcal es poco costosa, nada peligrosa y propia para ocupar tierras erosionadas y pedregosas que no pueden tener otro destino”, empeño que repite cuando anuncia el Plan General de Enseñanza Pública: “Un pueblo sin ilustración es juguete de sus mandarines, víctima de su ambición, ludibrio de las vicisitudes del tiempo, y presa de las ilusiones supersticiosas”, o el lamento de Joaquín Angulo ante la paupérrima calidad de la educación secundaria que proveen el Seminario Conciliar y la Universidad, donde “no hay una biblioteca surtida de las obras que necesitan consultar los profesores, no hay un laboratorio, no hay instrumentos, no hay máquinas, no hay cartas geográficas” y analiza:

Nunca se ha pensado entre nosotros bastantemente en la importancia y necesidad de los estudios matemáticos; y sin embargo, a ninguna otra causa que a este descuido debemos atribuir el fatal estado de nuestra industria: es un hecho histórico que las potencias marítimas se han distinguido en sus conocimientos industriales, y esto porque la precisión de estudiar la astronomía las ha conducido al estudio de las matemáticas en todos sus ramos.

Cuando se inaugura formalmente la Biblioteca Pública del Estado de Jalisco, el 18 de diciembre de 1874, casi se tienta el furor de ingenio y empatía. Su director es el licenciado Diego Baz —quien tres décadas después publicará un libro impar: La belleza y el arte; nociones de estética, toda una filosofía del arte para discernir lo agradable de lo auténticamente bello, valiéndose para ello de la ciencia— y su discurso inaugural todavía se sostiene: “por más que hayamos adelantado en Jalisco, por más grandes que nuestros progresos hayan sido, nuestros pueblos están ávidos de instrucción, y todas sus clases de ella necesitan: los diversos canales por donde se difunde la pública enseñanza son angostos y escasos todavía. Nuestros estudios, principalmente en lo que toca a las ciencias exactas y a la aplicación de éstas a las naturales y de unas y otras a las artes y a la industria son muy incompletos”, sobre todo en ese anhelo que todavía siglo y medio después no se ha cristalizado:

Abramos establecimientos como éste, llenemos de libros extensas galerías, de libros al alcance de todos y entonces los raudales del saber serán derramados abundantemente. La fácil lectura y el fuego de la emulación harán que completemos nuestros estudios y que busquemos caminos a mejores métodos de aprendizaje; los profesores aprenderemos a enseñar, el constructor, el fabricante, todos aquellos a quienes tempranos y rudos trabajos impiden concurrir a los colegios o a las academias vendrán a las bibliotecas donde recogerán cosecha abundante de útiles conocimientos; se avivará en todos el estímulo. Con el propósito de la imitación se despertará el espíritu de invento, y pasando de la teoría a la ejecución, del conocimiento a la práctica, del libro al taller, del diseño a la máquina, franquearemos las avenidas al trabajo y abriremos ancho cauce a las fuentes de la prosperidad. He allí cómo la Biblioteca Pública de Guadalajara puede no sólo servir de receptáculo que guarde los monumentos literarios y aumente la difusión de las ciencias, sino que también puede influir de un modo más inmediato todavía en los progresos materiales de la sociedad.

Nos hemos olvidado de tantos esfuerzos de primer orden —la mayoría de ellos consecuencia del atrevimiento individual, de la pasión o el arrojo de pequeños grupos— a favor de la innovación y la imaginación científica: cuando el viajero inglés Edward A. Gibbon publica su desbordante libro Guadalajara (La Florencia mexicana). Vagancias y recuerdos, El Salto de Juanacatlán y El Mar Chapálico hacia 1893, registra que después de atravesar el pórtico del Liceo de Varones percibió una sensación muy particular: “Mucho respeto y singular interés infunden estos viejos muros, albergue de los sabios y de los hombres de ciencia. En estos corredores y en estos salones de cátedra han estudiado los inteligentes y han revelado los asombrosos y encantadores misterios de la Astronomía, de la Física y del Álgebra, los más ilustres catedráticos”. Y asegura que “Si Guadalajara fuera una de esas ciudades, con poco o nada que enseñarle al viajero, salvo su Museo Industrial, con sólo éste salvaría su reputación de capital progresista y civilizada”. El director del Museo, Juan Ignacio Matute, conduce a Gibbon por las colecciones agrícolas: —“Todas las muestras de semillas aquí exhibidas y perfectamente clasificadas, son de sumo interés y afirman, más y más, la idea de la importancia de Jalisco como Estado agrícola y productor”— dice en silencio antes de entrar en contacto con el resto de piezas selectas de hilados y tejidos, maderas preciosas, materiales de construcción, porcelanas y cerámicas, con las colecciones ornitológica, geológica y paleontológica: “Sorpresa, y no poca, me causaba encontrarme entre esta colección una parte muy interesante de los fósiles de un mastodonte que fue hallado en territorio de este Estado. Los restos fósiles del mastodonte estaban arreglados en el piso del salón, de tal suerte que se podían echar de menos las partes que faltaban para formar el complemento del esqueleto colosal” para finalizar su odisea con una sonrisa: “Abandonaba el Museo Industrial, hoy centro de la Sociedad de Ingenieros y además edificio en cuyas sonrosadas alturas se encuentra el Observatorio; salía yo tan sumamente complacido como satisfecho del ilustrado recibimiento que en él había experimentado”.

Una cartografía del ingenio

Stefan Zweig nos heredó varios puentes entre la memoria y el pasado, la creatividad y el ingenio: “De todos los misterios del universo, ninguno más profundo que el de la creación. Nuestro espíritu humano es capaz de comprender cualquier desarrollo o transformación de la materia. Pero cada vez que surge algo que antes no había existido —cuando nace un niño o, de la noche a la mañana, germina una plantita entre grumos de tierra— nos vence la sensación de que ha acontecido algo sobrenatural, de que ha estado obrando una fuerza sobrehumana, divina. Y nuestro respeto llega a su máximo, casi diría, se torna religioso, cuando aquello que aparece de repente no es cosa perecedera”. Y es que, en nuestro pasado, el ingenio se esconde detrás del olvido, como un fantasma retozón. Cuesta descubrirlo, agazapado entre las historias que aún no nos hemos contado, como en los versos de Francisco de Quevedo:

 

Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!,

y en Roma misma a Roma no la hallas.

Y sin embargo, es posible trazar un mapa afantasmado del ingenio entre nosotros.


Carta geográfica y resumen estadístico del Cantón 1º de Jalisco, elaborado por el ingeniero Juan I. Matute en la última década del siglo xix.

De Ahualulco era Leonardo Oliva, profesor, médico y farmacéutico, autor de una de las primeras farmacopeas creadas en nuestro país, pionero de la farmacología, activo participante en la Sociedad Médica de México como corresponsal desde Guadalajara. En sus Lecciones de farmacología dadas por el catedrático del ramo en la Universidad de Guadalajara presenta las propiedades físicas y químicas de una gran cantidad de medicamentos, explica sus orígenes, incluye su sinonimia en español, francés y latín, pero también nomenclaturas en alemán, inglés, griego, ruso, árabe, hebreo y chino, junto con los nombres originarios en náhuatl, otomí, tarasco, maya, zapoteca. Esta es, ­posiblemente, la obra mexicana más importante de ciencia aplicada en la ­primera mitad del siglo XIX. Leonardo Oliva, que siempre sugiere ­preferir las medicinas locales por encima de las extranjeras, ­colabora frecuentemente con las publicaciones científicas periódicas más importantes, como El Museo Mexicano o La Naturaleza, donde es posible escucharlo decir:

La ciencia de los vegetales o la Botánica, es una ciencia de todos los tiempos, acomodada a todos los climas, extendida a todas las naciones que pueblan el globo, útil y necesaria a las razas todas y a todo el género humano: es la cuna de éste en todas las teogonías, se encuentra un paraíso que se hace notar por sus manantiales cristalinos, sus paisajes pintorescos, sus amenos vergeles, sus frondosas arboledas y sus deliciosos frutos: la ciencia, pues, de los vegetales que partiendo del paraíso, remontando a los tiempos bíblicos, atraviesa las generaciones, recorre todas las comarcas y llega hasta nosotros, presenta una importancia y cubre necesidades que no pueden ser desconocidas por alguna: ella presta sus colores a la ferviente imaginación del poeta y da solaz y encanto al corazón enamorado de la cándida zagala, que corre presurosa gustando la aromática guayaba para esperar ansiosa en la colina a su bien amado pastor: ¿quién no ha respirado anheloso en una tarde de otoño el ambiente embalsamado por el huisache o limoncillo, o en otros tiempos el chirimoyo y otros mil? Quitad si no a la naturaleza la inmensa clase de seres que constituyen el objeto de los estudios del botánico y la tornaréis árida, triste muerta: ellos son el signo indefectible del movimiento y de la vida; el reino vegetal constituye el eslabón misterioso que une a la naturaleza inerte con la naturaleza viva.

Es tal el magnetismo que el profesor Oliva emana entre sus seguidores, que el poeta Manuel Acuña dedica una Oda “a la memoria del eminente naturalista, el doctor Leonardo Oliva”:

Si eso fuera verdad, si fuera cierto

que la última palabra de la vida

es la palabra débil y no oída

con que del mundo se despide un muerto;

si la existencia humana

sólo durara lo que dura el soplo

que la alienta y la empuja en su camino

y si el límite negro de las tumbas

fuera el límite impuesto a su destino;

¡la majestad que su misión encierra

con su aliento vital se perdería,

y el cadáver de un sabio no sería

sino un cadáver más sobre la tierra…!


Leonardo Oliva (1814-1872)

Ingeniosísimo botánico, Leonardo Oliva se involucra activamente en dos proyectos científicos deslumbrantes: recuperar aquel jardín que se había establecido hacia 1840 frente al hospital de San Miguel de Belén para el crecimiento de plantas medicinales que sirvieran a los estudiantes y profesores de la Escuela de Medicina, adornado con grandes columnas y estatuas que rendían homenaje a los héroes de la historia natural y una placa que rezaba: “El ingenio del hombre hace a las plantas cosmopolitas”, pero que terminó en el abandono, a pesar de la dedicación con la que Oliva se hizo cargo de él, durante un breve lapso, a partir de 1856; el segundo fue un experimento científico de mayores ambiciones y alcances: otro jardín botánico para la aclimatación de especies, con finalidades didácticas, pero también comerciales, al oriente de la ciudad, muy cerca de la Alameda, en la huerta del ex Convento de Santa María de Gracia. Para 1869, Leonardo Oliva, con la complicidad del climatólogo Lázaro Pérez, siembra unas tres mil plantas para formar “un lugar no sólo de recreo, sino de estudio, donde las personas inteligentes podrán tener a la vista un cuadro en compendio de la flora de nuestro Estado, tan rica, tan variada, tan desconocida”, fabuloso jardín que Oliva imaginó hasta provocar que naciera. Erudito en materia musical y pictórica, políglota, la influencia del naturalista Leonardo Oliva se verificó infinidad de veces. Sirva como evidencía el Bulletin de L’Académie Imperiale de Médicine de París del verano de 1857 donde puede leerse, entre el selecto grupo de trabajos de autores extranjeros, aquel titulado “Monsieur Leonardo Oliva de Guadalaxara, adresse une memoire sur l’histoire de la Médicine au Mexique”.

A su muerte, Reyes García Flores, nacido en Tlajomulco, su alumno más destacado, se encarga de sostener sus proyectos. Médico titulado por el Instituto de Ciencias del Estado de Jalisco y profesor de medicina, Reyes G. Flores oficia durante largo tiempo como galeno titular de la Casa de la Misericordia y consigue multiplicar las ambiciones naturalistas del jardín botánico: encuentra el apoyo para la construcción de un salón destinado a clases de Historia natural, se encarga con particular esmero de una empresa absolutamente innovadora: la elaboración de un calendario botánico que difunde en la mayor cantidad posible de publicaciones; establece actividades de agricultura científica, consolida las tareas de cosecha de plantas para ornato y adorno público. Luego de pasear por aquel oasis botánico, el viajero Gibbon entregó esta postal: “Vagando por entre los camellones de las flores bellísimas, notaba lo fructífero de este suelo, con clima tan especial para la propagación de las plantas; entonces comprendía que en el Jardín Botánico se hayan podido cultivar 74 familias, con 217 especies diversas, cuando con poco esmero, y sin mucho trabajo, se ven tan lindas plantas y flores desde las pobres casas de los barrios, hasta los grandes palacios de la opulencia y la riqueza de esta bella Metrópoli”. Hacia los últimos años, en fin, de este original ejercicio científico, es posible leer las descripciones que Mariano Bárcena incluye en su artículo “El Jardín botánico y de aclimatación de Guadalajara” publicado en La Naturaleza, revista de la Sociedad Mexicana de Historia Natural de la que Flores es miembro:

En una parte de la huerta que perteneció al convento de Santa María de Gracia, de Guadalajara, se formó hace pocos años un jardín botánico dependiente de la Escuela de Medicina de aquella capital, y que estuvo al cuidado de varios profesores de la Escuela. Cuando lo dirigió nuestro consocio el Dr. Reyes G. Flores, hizo una conveniente distribución de familias vegetales y adelantó mucho la clasificación de especies […] El jardín es espacioso, de forma regular, y su piso tiene dos niveles: el de la entrada es más elevado y allí se encuentra más especialmente la agrupación metódica de familias vegetales y el cultivo de flores. Una escalinata de piedra en el centro y pequeñas rampas terminales comunican la parte alta con la baja donde más especialmente se hacen las almácigas de plantas que se distribuyen a los agricultores del estado, y donde se cultiva también algunas especies importantes para mostrarlas y recomendar su aclimatación. En la parte elevada hay una pieza o habitación que sirvió antes de cátedra de Botánica y hoy es despacho del Director de Jardín y almacén de semillas. En la misma sección del Jardín está ubicada una conejera, y en el extremo opuesto hay una cisterna con manantial en la que se cultivan peces de colores. En la parte baja hay un estanque con varios manantiales y cuya agua se utiliza para el riego de una parte del Jardín, haciéndose el del resto con la ayuda de pozos comunes, pues el agua se encuentra a muy poca profundidad.

Pero la actividad de Reyes G. Flores no se acaba con aquel edén fitológico: también ejerce como responsable del Jardín botánico del Hospicio Cabañas, interesado por el mejoramiento de la higiene pública y de la educación científica, es profesor de Historia natural médica en la Escuela de Medicina del Instituto de Ciencias y nunca falta a sus clases, que son altamente demandadas, escribe una treintena de artículos y se forja una merecida fama como médico solidario, empático: a lo largo de toda su práctica profesional cobra a sus pacientes solamente la mitad de la tarifa del resto de los médicos. Pero también es un practicante de la innovación instrumental: con astucia y el apoyo de un asombrado herrero, mejora un aparato creado originalmente por su colega francés Bonnet para atender las fracturas de pierna y muslo. En sus Lecciones de botánica explicadas en el Jardín botánico del Colegio del Hospicio por Reyes G. Flores (que dedica “en prueba de reconocimiento” a Leonardo Oliva) se lee:

Ningún ramo de la historia natural sería más a propósito que la botánica para la educación de la juventud; porque en la Mineralogía no se encuentra ningún atractivo en la ascensión a un cráter, por ejemplo, a buscar sustancias metaloides, guiado por sus vapores sulfúreos; ni en la zoología cuando para imponerse la organización de la vida de todos los seres que abraza, se tiene que recurrir a un anfiteatro a respirar los pútridos miasmas de su descomposición; al contrario en la botánica, desde la raíz hasta el fruto muchas veces sólo se respiran partículas balsámicas que con su atractivo aroma, que elevan en vez de deprimir el espíritu, endulzan en vez de amargar la carrera de la juventud, que alientan las esperanzas de su ánimo y le pintan un porvenir venturoso.

El profesor Flores defiende que el mayor valor de su libro se localiza en que puede servir como guía para los estudiantes de medicina, pero que también “será útil a toda persona que quiera aprovechar sus momentos de ocio, ocupándose en su lectura”.


Calendario botánico de que presenta la ubicación de las principales plantas de la ciudad de Guadalajara en 1880.

En Zapotlán el Grande nació Lázaro Pérez, farmacéutico de curiosidad infinita, original emprendedor, dueño de una botica fantástica —que hará crecer con la colaboración de su hijo— donde es posible adquirir “verdaderos prodigios” como la Zarzaparrilla de Robinson que “cura la sífilis, la escrófula, las erupciones de la piel, el reumatismo; purifica y enriquece la sangre y cura todas las enfermedades de las mujeres”; el Febrífugo del Doctor Randolph, para deshacerse de “los fríos, calenturas intermitentes y remitentes, fiebres biliosas, y en general todas las afecciones febriles”; las Píldoras de Robinson que “curan todas las enfermedades del hígado y del estómago; como purgantes superan a todas las conocidas”; el Linimento Eléctrico, “notable medicina que no debe faltar en ninguna casa” dado que cura “los dolores reumáticos de la espalda, de cabeza, de pecho, del estómago, los cólicos, neuríticos, neuralgias abdominales, calambres, punzadas nerviosas, dolor de costado”; el Ungüento de Robinson, para aliviar “los tumores, úlceras, heridas, quemadas, dolores y todas las enfermedades de la piel”; la Admirable Cascarilla de Persia, “superior a todas las velutinas y demás polvos para la cara, es inofensiva y comunica al semblante un tono aristocrático y seductor. ¡Su perfume es inevitable!”; el Cosmético Armenio que, a diferencia de todas las tinturas conocidas para teñir el pelo encanecido, “no tiene nitrato de plata o sales de plomo, que además de ser perjudiciales a la salud, dan al pelo un color defectuoso y variable que se conoce a primera vista, manchan la ropa y su aplicación requiere excesivo trabajo, molestia y precaución”. Más aún: artículos y materiales para “fotógrafos y aficionados”, el surtido “más completo de cámaras y lentes de las mejores fábricas extranjeras, placas, papel sensible para fijar imágenes, tarjetas, prensas, cubetas, linternas, rodillos, cloruro de oro a precios que no admiten competencia”.

 

Anuncio de los productos médicos y fotográficos a la venta en la Botica Lázaro Pérez.

Lázaro Pérez, además, participa en las actividades de la Academia Mexicana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales correspondiente de la Real de Madrid que ha fundado su colega jalisciense Mariano Bárcena, y es que este farmacéutico impar también es un apasionado de la climatología, profesor —durante más de medio siglo— lo mismo de farmacia que de botánica, química, toxicología o física. Empeñoso, es él quien funda el laboratorio de física en el Liceo de Varones. Luego, hacia 1874 crea la primera guarida para atisbar las nubes, la lluvia, la temperatura entre nosotros; el primer observatorio meteorológico en la ciudad de Guadalajara, sobre la azotea de su propia casa: allí coloca un recipiente voluminoso para recolectar el agua de lluvia, medir su altura; con una regla de madera comprueba los diferentes niveles diarios, pasa muy poco tiempo antes de que adquiera un termómetro y una veleta y en libretas anota con religiosa constancia todos los datos que observa, siguiendo su propio método completamente autodidacta. Realiza operaciones aritméticas no muy distintas a aquellas con las que administra su botica. Toda esta información y sus análisis se transforman en publicaciones eminentemente pioneras de la investigación científica entre nosotros. Lázaro Pérez sistematiza sus jornadas diarias con disciplina: al mediodía registra las observaciones barométricas, anemométricas y “las relativas al estado del cielo”. El registro de la temperatura máxima que marca el termómetro lo atiende hacia las tres de la tarde y la temperatura mínima alrededor de las seis de la mañana, unos minutos antes de calcular el agua que el pluviómetro ha recopilado un día antes. Se trata de una rutina, una estrategia, de autoría suya, ajena a la metodología que se dicta desde la Sociedad de Geografía y Estadística. Su labor científica se va ampliando, perfeccionando. El 4 de mayo de 1883 publica su análisis del agua de la laguna de la Magdalena: reporta que, con una temperatura de 25 grados centígrados, mantiene una densidad de 1.00014, ubica gases en disolución, materias sólidas (cloruros, carbonatos, sílice). ¿El color del agua? “Ligeramente opalino”. ¿Sabor? “No desagradable”. ¿Olor? “Ninguno”. Además, “disuelve bien el jabón, las legumbres se cosen en esta agua con facilidad”. Conforme a lo que le han contado los dueños de terrenos que lindan con dicha laguna, sus aguas tienen propiedades digestivas muy notables, y virtudes excelentes para combatir con éxito algunas afecciones crónicas del estómago. “También se me ha asegurado por las mismas personas que han conocido individuos que con sólo bañarse varias veces en las aguas de esa laguna se han curado de algunas enfermedades de la piel, de las cuales hacía mucho tiempo que padecían; así como también se han curado de reumatismos. Sería muy de desear que los médicos del país aprovecharan estas noticias en pro de algunos de sus clientes que no han podido sanar de alguna de las enfermedades arriba mencionadas, no obstante haberse sujetado a los tratamientos científicos más convenientes”. Para 1886 colabora con Mariano Bárcena en su estudio Sobre el estado actual del Volcán de Colima, donde calculan la altitud del coloso “con observación simultánea que rogamos al profesor D. Lázaro Pérez que anotara con barómetro de mercurio en Guadalajara”, resultando una diferencia entre el Nevado y Guadalajara de 2,720 metros: “y como la altura de la ciudad es de 1,566.90 metros, por adición la altura del nevado sería 4,334.57 metros”. Otra muestra de la variación de sus innovadores intereses científicos se consigna en el diario La Libertad del 22 de noviembre de 1884: “El naturalista jalisciense D. Lázaro Pérez ha publicado un notable estudio en que demuestra la urgente necesidad de que se sistematice la tala de árboles, por los graves perjuicios que ocasiona la destrucción de los bosques a la agricultura y la salubridad”. Perseverante inquisidor de la naturaleza, visionario, en 1887 publica su Estudio sobre el maguey llamado mezcal en el estado de Jalisco donde nos dice que “El cultivo de este interesante vegetal llamado Agave por el ilustre Linneo, palabra que significa magnífico, admirable, constituye uno de los ramos más productivos de la agricultura jalisciense”, nos presenta las variadas especies diversas de maguey para hacer “Vino mexcal, Vino Tequila o simplemente Tequila”, y nos informa que se cultivan cada año más de sesenta millones de agaves para producir un volumen superior a los cien mil barriles de mezcal, antes de ofrecernos uno de los primeros análisis químicos sobre su riqueza alcohólica, estableciendo una graduación alcohólica de 50º a temperatura de 15º Celsius para ese “aguardiente de mezcal impropiamente llamado vino mezcal, un líquido espirituoso, incoloro y diáfano, muy fluido, más ligero y movible que el agua destilada”, explicando las relaciones entre el olor y sabor de esta bebida —“peculiares y característicos” y “que permiten distinguirlo fácilmente de otros aguardientes”— con sus métodos de elaboración: “el preparado según el antiguo sistema, empleando aparatos y alambiques de la más imperfecta y rústica construcción, resulta más cargado de empireuma que el que se fabrica según el sistema moderno que, por estar basado en principios científicos, permite obtenerlo más puro y relativamente más abundante”. Localiza los cultivos de Agave mexicana en terrenos de Tequila, Ahualulco, Magdalena, Ameca, Teuchitlán y Hostotipaquillo, donde se producen mezcales de nombres variopintos: chino, bermejo, sigüín, zopilote, azul, moraneño, chato, mano larga, pie de mula. Describe extensa y detalladamente el sistema para el plantío de magueyes y la generación del licor que se extrae de éste; devela los secretos de la molienda, extracción, fermentación y destilación, los tipos de instrumentos utilizados; enumera los insectos que atacan a las plantas y cuáles son algunos mecanismos para combatir esas plagas; descubre las “propiedades físicas, químicas y composición del aguardiente llamado vino mezcal o tequila” y el uso general, las aplicaciones terapéuticas e higiénicas de este licor:

Las virtudes de esta bebida que la experiencia tiene confirmadas son: despertar el natural apetito de los alimentos en las personas que por alguna causa lo han perdido; favorecer las digestiones difíciles; tonificar las funciones gástricas; tener una acción real en aquellas enfermedades en que la atonía hace el principal papel y en las dispepsias, que a menudo son rebeldes a todos los agentes conocidos de la Terapéutica; hacer que cicatricen rápidamente y por primera intención las heridas poco profundas, cuando se lavan y curan con él; calmar el dolor y evitar en lo general la inflamación consiguiente a las torceduras, aplicándolo en fomentaciones; vigorizar las funciones de la economía debilitadas por la edad; calmar la sed ocasionada por la insolación, propiedad que aprovechan con el mejor éxito muchos caminantes, evitándose así las enfermedades, a veces de terminación fatal, que sobrevienen cuando para satisfacer aquella imperiosa necesidad usan el agua natural; atenuar notablemente los efectos que sobre la economía produce, en ciertas ocasiones, una cierta extraordinaria baja de temperatura del ambiente; calmar la ingrata sensación del hambre, por espacio de muchas horas por ser un alimento de los llamados respiratorios; levantar las fuerzas agotadas por un trabajo excesivo; avivar la inteligencia, ahuyentar el fastidio y procurar ilusiones agradables.