Buch lesen: «Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcoatl»
Hernán Cortés,
el hijo de Quetzalcóatl
JUAN Gómez Soto
© Hernán Cortés, el hijo de Quetzalcóatl
© JUAN Gómez Soto
ISBN
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1ª edición: 2020
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A mis nietos Alejandro y Miguel.
Para que perseveren y luchen por la
conquista de sus sueños.
INTRODUCCIÓN
Era una mañana fría de enero, cuando tras visitar el Monasterio de Guadalupe y postrarme en el camarín de la Virgen, sentí el deseo de conocer cómo era la patria chica de aquel hombre sobre el que había comenzado a escribir una novela. Pensaba en su visita a esa misma capilla, casi quinientos años antes que yo. Enfilé la carretera y al cabo de unas horas llegué a Medellín. Me encontré un pueblo tranquilo, silencioso, apenas había gentes por sus calles. Al desembocar en la plaza donde se hallaba su estatua sentí una honda emoción. Estábamos solos los dos. Frente a frente. Él con su historia y yo con mis sueños de escritor. Él supo conquistar lo que su mente le había forjado y triunfar, yo apenas había empezado a esbozar esa idea de plasmar en un libro la vida de este hombre que, para muchos, era la mayor gloria de España, pero, para otros, se trataba del gran olvidado.
Al recorrer las callejas de Medellín, la tranquilidad del pueblo despertó en mis sentidos como había sido el caminar de Hernán Cortés por aquellos rincones. Sentí por mis venas el aliento de su alma que vagabundeaba por la comarca. Por allí había corrido, había jugado con amigos que más tarde se convirtieron en compañeros de fatiga. Sin lugar a duda, allí había vivido aquel niño que luego al convertirse en un hombre logró una conquista que asombró al mundo. Ya no está la casona donde nació y vivió ajeno a su futuro, pero allí debía de encontrarse la esencia del hombre que aspiró a todo y lo consiguió. Yo solo aspiraba a algo de lo que él desprendía.
Toda su vida había sido como una gran aventura. La lucha contra sus sueños fue constante, los persiguió con fe y tesón y al final de su vida alcanzó todo lo que se había propuesto. En la antigua Roma habría alcanzado la «virtus» por su valentía y después la «dignitas», que era la compensación a sus hazañas. Pero no así en España, en la que tuvo que soportar, alguna vez que otra, las dudas sobre si sus conquistas eran merecedoras de esos honores que reclamaba.
La historia de este hombre encajaba en la película perfecta. El héroe era también el galán que enamoraba a las mujeres y, a la vez, el capitán intrépido y valiente que sobresalía en todas las batallas. Pero no todo había de ser una vida feliz y primorosa. En los años finales de su vida las reclamaciones a la Corona y sus inquinas con la nobleza castellana le amargaron un poco. Eran esos años en los que tenía que haber recogido los frutos de esa cosecha tan grandiosa que había obtenido para su patria y disfrutar de ellos con los honores correspondientes, pero he aquí los caprichos del destino. Cuando terminan sus sufrimientos de las batallas, sus agonías ante la muerte, a la que vio de frente en innumerables ocasiones, se encontró con la lucha burocrática, en la que nunca tuvo un trato justo; siempre peleó en desventaja. Los envidiosos de turno, que eran muchos, le pusieron todas las trabas y palos en su camino para que no pudiera disfrutar de la gloria que había alcanzado. Algo muy típico y original entre los españoles que abrazamos la envidia denigrando la grandeza de lo nuestro para alabar sin miramiento lo ajeno.
Cortés, como los héroes clásicos, superó todas las dificultades que se le presentaron. Durmió en lugares despoblados, entre lagunas y montes. A veces sin techo donde guarecerse de la lluvia. Soportado los ataques de los mosquitos y toda clase de alimañas. Abrió caminos donde antes no los había. Sus vivencias por las tierras del nuevo mundo le trajeron muchos sinsabores, pero a todos ellos se amoldó y supo ganar la partida, en un envite final, que arrojó el mejor premio que jamás un jugador había soñado obtener.
Si en algo también destacó fue en el amor. Hernán Cortés amó mucho. Sus conquistas amorosas fueron innumerables, aunque solo se tengan noticias de unas cuantas. Cinco o seis mujeres aparecen en la historia de este conquistador. Dos esposas y algunas más conocidas, pero ocultas en el fondo de su vida se encuentran muchas mujeres no mencionadas en la historia. Amó a castellanas, indias, mestizas y mexicas. No puso nunca ningún reparo al corazón de una mujer, fuese de la raza que fuese, el suyo siempre estaba abierto para todas ellas. Puede pensarse que en aquel hombre había dos personalidades: la del amante, dulce y tierno, y la del soldado, inflexible y cruel, en algunos instantes, hasta el final.
Amén de infinidades de biografías en las que se relatan sus correrías por el nuevo mundo, Hernán Cortés dejó constancia de ellas en sus cartas al rey. Muy pocos personajes de la historia habían dejado constancia de sus actos. Durante el devenir de la historia, multitud figuras notables consiguieron conquistas importantes, las cuales llegaron a nuestros conocimientos por las escrituras de personas ajenas a esas conquistas. Las memorias de algunos de estos fueron relatadas por conocidos, otras se recogieron en las escuchas de los que rodean al personaje y, algunas, con el paso del tiempo, recopilando datos.
Pero existen algunos que ellos mismos escribieron sus memorias, hazañas, incluso los errores, y nos dejaron detalles exactos de los momentos en los que la historia se detuvo junto a él para dejar constancia de lo que ocurrió realmente, escritos sin injerencias ni alteraciones de la verdad. Estaba claro que era su verdad, pero esa verdad es también la verdad del vencedor, la verdad de la historia.
En las memorias de los conquistadores, hay que remontarse a la antigüedad para encontrar a un conquistador que narrase sus hazañas de su propia mano. Me refiero a Julio César, quien desde el año 58 a. C. al 51 a. C. participó en la ocupación del territorio de los pueblos bárbaros del centro de Europa y escribió su Comentario a las guerras de las Galias.
Julio César fue un general romano que en su enfrentamiento con los pueblos bárbaros demostró una superioridad táctica y logística que desbarató todo intento de victoria de los que poblaban el centro de Europa durante esos años. Conquistó muchos territorios para engrandecimiento del Imperio romano que dominaba todo el mundo conocido.
En el año 52 a. C., tras la batalla de Alesia, en la que el genial general realizó una de las gestas militares más sobresaliente, Julio César daba por finalizada la campaña de las Galias, y escribió sus comentarios sobre estas. Escritas, todas ellas en tercera persona, como si él hubiese sido un personaje ajeno al hecho histórico. Se presenta como un espectador que ha contemplado aquellas batallas desde la lejanía, mirando el horizonte y narrando las peripecias de su ejército con todo rigor.
Unos cientos de años después apareció en Europa otro hombre que escribió sus memorias sobre su vida en las guerras y conquistas en las que participó. Este otro personaje es Napoleón, el cual encumbró a Francia al poder más alto del mundo. Polémico y controvertido, pero no por ello un hombre lleno de talento militar, su visión del mundo le condujo a la ruina de las conquistas que había realizado.
Pero antes de la llegada de Napoleón, apareció el personaje que nos ocupa, que no llegó a alcanzar la fama de los anteriores, no por méritos, ya que los igualaba o alcanzaba en dificultad, pero los honores en la vida a veces son repartidos con mucha ligereza y otras veces negados por cuestiones que la vida, pasados unos años, no llegamos a comprender.
Este personaje era Hernán Cortés Monroy, el cual, además de realizar la campaña militar más extraordinaria que un conquistador sueña en realizar: conquistar un imperio con un puñado de soldados, enfrentándose a miles de fieros guerreros; lo conquistó, lo pacificó y lo convirtió en un nuevo territorio de la Corona. Quizás la diferencia con los anteriores radica en eso. Él conquisto un imperio para su rey. Él estaba al servicio de un monarca, mientras que Julio César conquistaba para una Roma republicana y para su prestigio futuro, o Napoleón para la gloria de Francia y la suya propia.
Además de ello, nos dejó constancia de los hechos que ocurrían escribiendo sus relatos. Unas cartas magníficas que envió a su rey en las que fue detallando todos los pormenores de esa conquista, campaña a campaña.
La primera carta-relación la envió Hernán Cortés a la reina doña Juana y a su hijo el rey Carlos I. Fue enviada desde la Villa Rica de la Veracruz el 10 de julio de 1519.
En ella cuenta lo acaecido en los primeros años de sus andanzas por la isla de Cuba y las primeras expediciones a las tierras del Yucatán y los territorios del Imperio mexica, por aquellos tiempos, unas tierras desconocidas para todos los españoles.
Cortés narra la creación de la ciudad de la Villa Rica de la Veracruz, algo atrevido, ya que se encuentra en un mundo al que no conoce. Pide los plenos poderes para dicha ciudad, ya emancipada del Gobierno de Cuba. La Villa Rica de la Veracruz es la primera ciudad que se creaba en ese imperio desconocido hasta ese momento.
La carta-relación fue entregada a la corte a principio de abril de 1520 en Valladolid por los procuradores, que el Cabildo de la recién creada población en Veracruz había elegido como portadores a Alonso Puerto Carrero y Francisco de Montejo.
La segunda carta-relación fue escrita el 30 de octubre de 1520, en la recién fundada ciudad de Segura de la Frontera, en territorio mexica y enviada al emperador Carlos V. Fue presentada en la corte por Alonso de Mendoza, despachado de los territorios de la Nueva España el 5 de marzo de 1521.
En dicha epístola, el capitán Cortés continúa con la narración de los hechos ocurridos en el inicio de la campaña y sus avances por el imperio mexica, allá por 1520.
La tercera carta-relación la escribió Hernán Cortés el 15 de mayo de 1522 en la ciudad de Coyoacán, donde había decidido instalar su cuartel general, debido a la destrucción de Tenochtitlán y a la gran mortandad que en ella se había producido.
Cortés prosigue con la narración de las operaciones militares para la conquista de la capital del Imperio mexica. Narra la destrucción de Tenochtitlán y el final de la conquista. Las nuevas tierras de aquellas indias desconocidas son ofrecidas al rey de España.
La cuarta carta-relación, fechada el 15 de octubre de 1524 a su majestad el emperador Carlos V, fue escrita en Tenochtitlán, una vez apaciguado y conquistado todo el territorio mexica. En ella refiere sus actos como gobernante y organizador de aquel territorio; algo que le producían más dolores de cabeza que la propia conquista.
Y la quinta y última fue manuscrita en Tenochtitlán y enviada al emperador el 3 de septiembre de 1526, a través de un criado suyo llamado Domingo de Medina, en la cual le explica a su rey los acontecimientos que ocurren en el gran dominio que él había conseguido para la Corona española. Asimismo, relata las peripecias de la expedición a Las Hibueras (Honduras), en la que una vez más, la enfermedad puso en peligro su vida.
A través de estas epístolas, Hernán Cortés nos va contando cómo fue tejiendo los hilos de esa gran empresa, hasta conseguir uno de los logros más grandes que la humanidad ha visto. Gracias a ellas se pueden seguir, paso a paso, los acontecimientos que ocurrieron en la expedición de hombres que, guiados por su ambición, escribieron una de las páginas militares más brillantes del mundo.
No cabe la menor duda de que ese puñado de hombres, valientes o insensatos, al mando de su capitán, decidieron marchar hacia la ciudad de Tenochtitlán, guiados por su fe o por su ambición. Lo que ocurrió después entra en la epopeya y en los anales de las mejores tácticas militares. No sabemos cómo Hernán Cortés, que no era un militar de grandes conocimientos de la guerra, ni era un soldado con gran experiencia, pudo llevar a buen fin la empresa. Solo nos cabe pensar que su fe le guio por aquellas tierras y le protegió hasta el logro de sus objetivos.
Es evidente que el hombre estaba protegido por una mano divina, puesto que la muerte estuvo muchas veces a su lado, sin embargo, él conseguía mantenerse con vida, hasta alcanzar que esta se apagase de forma natural y a una edad avanzada para la época. Su fe, sobre todo en la Santísima Virgen, la cual le llevó oculto en el manto, le orientó para conseguir con buen fin ese logro.
Los hechos históricos narrados en la siguiente novela están inscritos dentro de la historia que Hernán Cortés escribió en sus cartas-relación, mientras que los puramente especulativos son productos de la ficción, como escritor me he permitido la libertad de crear algunos personajes y diálogos para rellenar esos oscuros pasajes en su vida, de los que no dejó constancia en ningún lugar.
Hoy apenas recordamos esos hechos. Nadie quiere mencionarlos, sentimos como vergüenza oculta lo que conseguimos y cómo lo conseguimos. Un velo oscuro oculta la gloria de haber alcanzado aquellos logros militares escudados en unos derechos de unos pobladores que, a su vez, eran invasores y tiranos, los cuales aún se sienten con derecho a exigirnos la reparación de aquellos hechos, como si la Historia, dentro de su contexto, entendiera de perdones o disculpas. Si hubiésemos de pedir reparaciones a todas las invasiones o atropellos que han existido en el mundo, no creo que hubiese papel para escribir la relación de los agravios que todos los pueblos, a través de las épocas, han sufrido o han provocado.
Todas las épocas nos muestran que los hombres han avanzado hacia la civilización a través del saber y las armas.
Con esas conquistas los soldados castellanos llevaron a esos territorios todos los conocimientos que la Europa medieval había alcanzado, chocando frontalmente con los conocimientos de los naturales, ricos en algunos temas, pero anclados en la noche de los tiempos en otros. Se introdujeron semillas y frutos desconocidos en aquellas tierras, así como cultivos nuevos e instrumentos técnicos en el nuevo mundo. A su vez, importamos nuevos productos que llegaron a la Europa vieja renaciendo los conocimientos sobre los alimentos.
Sin la conquista, habrían sido necesarios muchos años de esperas para que estos conocimientos fuesen puestos a disposición de aquellos pueblos que habían sido conquistados, que no dudo de que habrían llegado. El mundo era muy grande, pero al mismo tiempo se fue haciendo cada vez más pequeño. Así había ocurrido en otros lugares y en otras guerras.
Es reconocida las luchas encarnizadas que España mantuvo con el invasor árabe durante casi ochocientos años, no obstante, también es reconocida la gran aportación a nuestros conocimientos que nos dejó esa cultura. Ellos aportaron a nuestro conocimiento los avances en el saber de todos los terrenos. Durante muchos siglos los cristianos supieron convivir con los invasores árabes, la España cristiana supo asimilar los conocimientos de los invasores para su riqueza cultural que llegaron a ser importantes para el desarrollo de nuestra cultura. Llegando a convivir las culturas árabes, cristiana y judías en una Toledo universal para las ciencias.
Hoy es tiempo ya de reconocer los méritos de aquel gran soldado, invasor o conquistador, llamadlo como queráis, de recibir los reconocimientos, por su aportación a la cultura del Imperio mexica que un día, muy lejano ya, caminaba por una senda, estrecha y oscura. Con él llegó la luz del conocimiento que imperaba en una Europa que había salido de la oscuridad de la Edad Media y aportaba al mundo la revolución que se estaban produciendo en todos los terrenos del saber. Llevó la lengua, rica en cultura. También la fe cristiana a todos los pueblos que la aceptaron con amor, y el camino se ensanchó para que se acercaran a los logros del conocimiento que imperaban en Europa.
CAPÍTULO 1
QUETZALCÓATL
La ciudad de Oaxaca se hallaba engalanada. Las calles se habían adornado con bellos centros de flores. Algunas mujeres llevaban guirnaldas en la cabeza, otras portaban hermosos ramos en las manos. El final del verano se acercaba y, aun así, el calor era sofocante, un polvo seco y denso flotaba en el ambiente, y a pesar de ello, el pueblo entero había salido a las calles. Su rey regresaba de una guerra. Retornaba victorioso, cargado de tesoros que, con orgullo, los exhibía ante sus súbditos. Sus fronteras se ensanchaban y su imperio crecía cada día más. El orgullo de este pueblo se derramaba por sus calles y todos clamaban y gritaban al ver desfilar a su rey con el esplendor de un guerrero vencedor. Su energía era la fuerza de todos, la que le inspiraba su pueblo y este, a su vez, sentía sobre sí mismo que aquella fuerza le proporcionaba seguridad y paz en su reino.
Un nuevo día y una nueva gloria que ensalzar a su figura. La suave brisa esparcía por el ambiente el perfume de las dalias y el azul del cielo presidia la comitiva, en donde el rey, Iztac-Mixcóatl, «Nube de Serpiente», marchaba entre el gentío que se agolpaba en las calles para vitorearle como el dios de la guerra. El júbilo y la alegría se habían desbordado. Las mujeres lanzaban pétalos de flores al paso de la comitiva, mientras los hombres alzaban sus brazos al cielo alabando al guerrero que volvía victorioso.
Por la cabeza del guerrero-rey serpenteaban gotas de sudor que brillaban como minúsculos cristales, y en los músculos de su cuerpo resaltaba el vigor de aquel hombre, mientras que sus plumas verdes brillaban bajo los rayos ardientes del sol.
Sentía la agitación de su pueblo que le aclamaba con todas sus fuerzas y se vanagloriaba de haberles llevado a lo más alto en sus luchas contra los habitantes del valle. Celebraba una victoria más y soñaba con que la paz le brindaría la oportunidad de vivir unos años tranquilamente y poder disfrutar así de una vida sencilla y pacífica. Un sueño para un guerrero.
Un ligero soplo de viento lanzó al aire los pétalos que flotaban en el ambiente rodeando el cuerpo del rey victorioso. Por unos instantes, esos pétalos abrazaron el vigoroso cuerpo y le adornaron con su brillante colorido rojo. El sol del atardecer se sonrojó al sentir envidia y pudo observar como aquel guerrero mostraba el esplendor de su vigor y su belleza, luciendo más belleza que la suya. Avergonzado se escondió rápidamente.
Marchaba en su litera, soportada por hombres musculosos que también velaban por su seguridad, y junto a él caminaba, como siempre, desde hacía más de veinte años, su más fiel servidor; Tepexcolco. Este sentía sobre sus sienes el orgullo de ser la mano derecha del rey. Sus últimas victorias le habían proporcionado mucho prestigio, aunque hacía ya un tiempo que habían derrotado a los huitenahuacan y conquistado el sur del valle llegando hasta Huatulco (Oaxaca), la ciudad donde desfilaba. Al paso de los años había convertido aquella ciudad en su hogar, después de adornarla y construir en ella bellos palacios, y ahora, tras de una empresa triunfante, se encontraba nuevamente allí, deseando que un largo periodo de paz le proporcionara el descanso y la felicidad que deseaba encontrar.
Su vida estaba alcanzando la plenitud de sus sueños, sin embargo, aún tenía uno que no había saboreado: deseaba tener un hijo. Tenía una esposa real que le había dado solo hijas, además de muchas concubinas, pero ninguna le habían dado hasta la fecha un varón. Algo muy extraño, pensaba el rey. Debía de pesar sobre él algún maleficio. Algún dios celoso le habría enviado aquella maldición y no sabía cómo romperla. Pero no cejaría en su empeño hasta deshacerla.
Soñaba con un hijo al que preparar para que le sucediera en el trono del reino. Miraba al ancho cielo y suplicaba a los dioses por aquel deseo que aún no había visto cumplido. Sabía que más tarde o más temprano ocurriría, pero él deseaba que fuese lo más pronto posible. Negras nubes oscurecían sus pensamientos y deseaba que su hijo viniera al mundo pronto, creciera rápido y fuera un gran guerrero lo antes posible. Debía de protegerle mientras creciera hasta que llegara a la pubertad y convertirlo en un guerrero fuerte para que gobernase ese reino y pudiera llevar al país por la senda que él había trazado.
—Gran Señor, mi dios. Veis cuán feliz está vuestro pueblo por las victorias obtenidas y por los valiosos tesoros conquistados —le dijo Tepexcolco mostrando una sonrisa de satisfacción y señalando al gentío que aclamaba la comitiva real.
Las voces de su pueblo resonaban en el horizonte al compás de las caracolas y los tambores. La luz del atardecer hacía resplandecer la comitiva real que pronto alcanzaría la explanada donde se ubicaba el palacio real. Aquel hombre sentía devoción por su rey y realzaba todos los momentos de felicidad que la vida les proporcionaba.
—No olvides, amigo mío, que el pueblo siempre aclama al vencedor. Algún día, cuando lleguen las derrotas, veremos si mi pueblo es tan condescendiente conmigo. —Su rostro dibujó una sonrisa, pero en el interior de su alma un rictus de tristeza embriagó su corazón. Aquellas dudas le asaltaban con frecuencia. A veces desconfiaba de su futuro y sentía miedo por el destino que los dioses le tenían reservado.
—Siempre seréis su rey-dios, mi señor. —Tepexcolco le hizo una suave inclinación de cabeza.
Él siempre le admiraría pasara lo que pasara en el futuro. Había combatido a su lado desde que llegaron al valle, procedente de las llanuras del norte y tuvieron que enfrentarse a Itzpapalotl, «mariposa de obsidiana», a la que después de varias guerras consiguieron derrotar. Su vida de sacrificio se había caracterizado por su fe más ardiente en aquel hombre, cuya generosidad y humanidad le había conquistado.
Por unos instantes el tiempo se detuvo, Mixcóatl desvió su mirada hacia el mercado que se encontraba en un lateral del camino en el que la comitiva real marchaba. Allí, delante de un tenderete, una mujer joven apremiaba al comerciante a que le vendiera las frutas que necesitaba, deseaba correr para ver la comitiva real desfilar ante sus ojos. Su nerviosismo era patente, la alegría se había desbordado entre todos los habitantes de la ciudad y ella no era una excepción.
El rey ordenó detener la marcha. Allí, delante de su comitiva se encontraba la joven, aparentemente comprando frutas, ausente de los agasajos que su pueblo le tributaba a su rey. Su figura esbelta sobresalía entre todas las jóvenes y su belleza resaltaba entre los colores de las frutas. Sus cabellos, negros como la noche, irradiaban rayos de luz emanando de ellos ríos y fuentes. Tenía la edad ideal, plena de sensibilidad y deseo sexual. «¿Quién será esa mujer que sobresale en belleza a todas las demás? —pensó, mirando fijamente al paisaje que dibujaba aquel mercado con la figura de la hermosa mujer—. ¿Será alguna diosa que ha venido desde los confines del cielo a visitarnos? ¿Será una princesa mortal o simplemente una mujer?». Su mirada se quedó detenida por unos instantes en la figura que le había intrigado. Ordenó detener su litera y dirigiéndose a su más fiel servidor le preguntó.
—Dime, Tepexcolco, ¿quién es esa mujer? —Mixcóatl alargó su fuerte brazo para indicar a la hermosa mujer que estaba comprando frutas en el mercado. Su mirada recorrió la distancia que había entre su litera y el mercado. Siempre tenía la convicción de que Tepexcolco conocía a todos los habitantes.
—No la conozco, mi señor. Pero puedo averiguar de quién se trata —respondió sorprendido Tepexcolco. Nunca había visto en su rey aquel deseo tan agobiante por una mujer.
—No, harás algo mejor. Le dirás que acuda esta noche a palacio. Le dirás que su rey le manda una invitación, no una orden. ¿Has entendido? Si la rechaza, deberás de aceptarlo y dejarla tranquilamente. Ha de venir por voluntad propia y no por una orden —sus últimas palabras sonaron con una fuerte convicción. No buscaba el amor basado en la fuerza de su cargo, lo hacía por el deseo de atracción que dos seres debían de sentir.
—Sí, mi señor. Así se hará. —Tepexcolco, realizando otra una reverencia, inclinó su cabeza y se alejó de su señor.
Caminó hasta el puesto en donde se encontraba la joven. Algunas veces tenía que realizar trabajos que no le gustaban, pero ser el hombre de confianza del rey conllevaba realizar aquellas misiones que en su interior odiaba.
Se acercó lentamente a la joven y rápidamente comprendió por qué su señor se había fijado en esa belleza. Se trataba de la mujer más hermosa que jamás había visto. Estaba seguro de que su señor tenía buen gusto para elegir a las mujeres. Se encontró a una joven de melena oscura y de piel aterciopelada que le miraba descaradamente.
—Dime, mujer, ¿quién eres? ¿Cómo te llamas? —le preguntó mirándola a los ojos, que asemejaban a dos lagos del bosque.
—Soy Xochiquétzal, señor. Soy una princesa tlahuica y vivo con mis abuelos, ya que mis padres murieron en un ataque de nuestros enemigos. ¿Por qué me lo preguntáis? —La chica sonrió al término de su pregunta. Ella era una diosa y ya había estado casada con Tlaloc. Se había transformado en una simple mujer con la idea de conocer a aquel rey tan valiente y hermoso. Su rostro dibujó un rictus de dulzura que hizo dudar a su interlocutor.
—Nuestro rey y dios, mi señor, desea conoceros. Por ello os ruega que acudáis esta noche a palacio. Si os place os quedaréis a vivir en él, pues desde hoy sois su invitada de honor —Tepexcolco terminó su frase con una ligera reverencia de cabeza, algo que a la joven le sorprendió.
—Si mi rey lo desea, allí estaré, señor.
Su rápida respuesta desconcertó al consejero real que esperaba alguna resistencia o duda sobre la invitación. Estaba claro que aquella mujer era un ser excepcional.
Xochiquétzal salió corriendo del mercado, la emoción embargaba su corazón. Llegó jadeando hasta la casa de sus abuelos, que vivían en una casa sencilla, lejos del lujo de los palacios con los que Xochiquétzal soñaba. Dejó el cestillo donde llevaba las frutas que había comprado encima de una mesa y empezó a danzar de alegría. Sus abuelos, que al verla llegar se asustaron, la miraban extrañados. ¿Le habrá entrado algún mal? ¿Será algún dios que la ha poseído? Los ojos de la muchacha entonaban una canción alegre y feliz y su rostro se iluminaba con los sueños que a su mente acudían en tropel. Algo misterioso intuía que iba a ocurrir esa noche. Estaba soñando de día, que eran los sueños verdaderos, pues los de la noche eran falsos y traidores. Había llegado a Oaxaca para conocer a aquel dios-rey que todos pregonaban como el hombre más valiente y fuerte de aquellos reinos y por fin le iba a conocer. Su vida anterior quedaba en el olvido. Ahora sería una mujer llena de vida, llena de voluptuosidad y deseo para enamorar a ese hombre que deseaba tenerlo a sus pies. Soñaba con el momento de yacer en su cama y poder concebir un hijo para el rey.
—¿Te ocurre algo, Xochiquétzal? —cuestionó su abuelo asustado al verla tan excitada.
—No me ocurre nada malo, abuelo. Pero algo importante acaba de ocurrir. Un enviado del rey me ha pedido que acuda esta noche a palacio. El rey desea conocerme y quiere que sea su invitada. ¿No os parece extraordinario? —El rostro de Xochiquétzal irradiaba alegría. Sus ojos, hermosos como dos esmeraldas, brillaron en la oscuridad del hogar.
Marchó hacia su habitación y buscó entre sus enseres el vestido más bonito que llevaría en su visita para conocer a su rey-dios, Mixcóatl. No poseía un vestuario muy amplio, pues sus abuelos no tenían muchos recursos, pero estaba segura de que elegiría uno que realzaría su belleza.
Sus abuelos la miraron con tristeza. Para ella, representaba un momento mágico la invitación del rey a su palacio, pero para ellos significaba la ocasión de la pérdida de su nieta, pues imaginaban que existía la posibilidad de que nunca más volvería a aquella humilde casa. El destino la había llevado a esa casa y el destino se la arrebataba. Tendría que ser la voluntad de los dioses, pensaron los ancianos.
Xochiquétzal preparó un baño y después de gozar del agua untó su cuerpo con los aceites que guardaba para alguna fiesta especial. Luciría un vestido de algodón blanco con unas orlas de coloridas flores. Se arregló la melena y buscó una bonita flor para prenderla en ella.
Recordaba las noches de primavera en las que había bailado delante de sus padres y de cómo ellos la miraban embelesados ante sus agiles movimientos, ahora bailaría para el rey si él se lo pedía. Aquella cita misteriosa le daba vértigo. Sus sueños de princesa nunca le habían llevado hasta el palacio de un rey como aquel. Un rey mortal de carne y hueso. Sin embargo, esta noche misteriosa acudiría y todo el embrujo de la vida se abriría ante ella al ver a su rey y sentir a su corazón agitarse con fuerza ante su presencia. La extraordinaria cita le parecía algo mágico y presentía que algo extraordinario iba a ocurrir.
La noche, que llegó después de marcharse a dormir el dios del sol, había envuelto con su velo negro las estancias del palacio, pero unas antorchas, alimentadas de aceite de ahuacatl, iluminaban los espacios por los que Xochiquétzal transitaba al encuentro de su señor. El encanto del palacio y el perfume que emanaba de los jardines la transportaba a las estancias de los dioses en los que ella había vivido desde niña. Miraba expectante todo aquello que encontraba a su paso, pues no en vano esperaba hallar allí a los dioses del firmamento. Cada rincón le producía una emoción al comprobar la belleza del lugar.