El ciclista

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www.novacasaeditorial.com

info@novacasaeditorial.com

© 2013, Juan Francisco Andrade Bellido

© 2014, De esta edición: Nova Casa Editorial

Editor

Joan Adell i Lavé

Cubierta:

Pablo Basagoiti

Composición de portada

Francisco Rivas

http://www.franciscorivas.com/

Maquetación

Alpha e Omega

www.alphaeomegaeditora.pt

Fotografia solapa:

Pablo Basagoiti

Impresión

QP Print

Primera edición en Nova Casa Editorial: Noviembre del 2014

Depósito Legal: DL B 1395-2015

ISBN: 978-84-16281-17-6

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70/93 272 04 47).

Juan Francisco Andrade Bellido

El Ciclista

Nova Casa Editorial

Querido lector:

Desde siempre el hombre ha sentido la necesidad de contar historias y de escuchar o leer las que otros cuentan. Pero hay quien convierte esa necesidad en vocación literaria, por eso los autores convierten la literatura, en este caso la narrativa, en el vehículo que les permite sacar fuera todo un mundo que bulle en su interior y que es fruto de la imaginación, la observación, el análisis y la documentación.

Y ahora te encuentras en el momento mágico en el que el trabajo del escritor cobra sentido, ya que vas a empezar a leer la novela. Así que es mejor no entretenerse mucho en preámbulos, solo se trata de presentar la historia que Juan Francisco Andrade ha creado para ti y que ha revisado para esta nueva edición, me consta que con ilusión y minuciosidad.

“El Ciclista” es la segunda novela de una trilogía de género policíaco, aunque esto no impide que se pueda leer de manera independiente; se inicia con “Señales de Humo”, en la que ya aparecen dos de los personajes principales, Ramón Castillo y Luis Bernal, y que culminará con otra titulada ”Sobre el Abismo” que se publicará próximamente.

Los hechos transcurren en Málaga, ciudad natal del autor, esto hace que los personajes de ficción se desenvuelvan por lugares reales de esta ciudad que son descritos con detalle, casi con visión cinematográfica y que puedes reconocer perfectamente si paseas por ellos.

El personaje que da nombre a la novela representa la encarnación del Mal, es un asesino metódico, calculador, sin ninguna capacidad de empatizar y siempre vigilante, omnipresente.

La lectura de la novela hará que se produzca, como en la tragedia griega, un efecto de catarsis, de purificación, al comprobar hasta qué grado puede llegar la maldad en el ser humano y cómo algunas personas, en este caso El Ciclista, para dar rienda suelta a sus instintos más perversos, son capaces de justificar lo injustificable.

A descubrir quién es la persona que se esconde detrás de ese apodo y que ha sido capaz de cometer crímenes atroces se van a dedicar Fernando Muriel, subinspector de policía, Luis Bernal, agente de Europol y Lorenzo Clotet, guardia civil retirado. Pero lo más sorprendente es que entre a formar parte de la investigación, aunque él se resista a implicarse, Ramón Castillo, médico de profesión y dotado de una extraordinaria y preclara intuición que poco a poco va convirtiéndose, casi sin querer, en protagonista y que va a ser determinante en el desenlace de la historia.

Aunque la trama gira en torno a la muerte de Natalia y de otras chicas que pueden estar relacionadas, Carolina, la mujer de Muriel, junto con Castillo van a participar de una acción que transcurre de forma paralela: averiguar qué ha pasado con la desaparición de algunos adolescentes. Si al principio parece no haber conexión, al final todo converge y encaja perfectamente como las piezas de un puzle.

Ahora te toca a ti, lector, conocer los hechos y participar de la investigación junto con Castillo, Muriel, Bernal, Clotet y Carolina para llegar poco a poco a descubrir la verdad. Así se cerrará el círculo de la creación literaria, el escritor sentirá que su esfuerzo ha merecido la pena cuando alguien como tú haya entendido e interpretado su mensaje.

María Dolores Rossi

La felicidad debería siempre estar condicionada por

el conocimiento de la desgracia.

Graham Greene

A Jovita, por el cielo que ha tejido sobre mí,

y por hacerme soñar despierto.

A Juan Francisco, Mario y Diego, que

saben cuánto me importan e influyen.

—Mirella…

La prostituta franqueó la primera entrada de la casa, que tenía una doble puerta con un recibidor pequeño, entremedias. Un perro ladró. No lo tenía a la vista. Mirella tenía mucho miedo a los perros. Auténtico pánico. Se detuvo un instante.

—¿No me dijiste que eras rubia?

—¿Tu perro muerde?... Me dan miedo los perros.

—No muerde.

—Enciérralo si quieres que me quede.

El hombre de aspecto insignificante y mirada vacía se acarició la barba postiza, mientras meditaba qué hacer. La puta estaba dándole órdenes y ni siquiera había entrado en la casa… ni siquiera se había dignado a contestarle por qué lo había engañado con respecto al color de su pelo. Tendría que idear algo sobre la marcha. Sí, improvisaría.

—Pasa. Está en el patio de atrás. No puede entrar en la casa.

La prostituta dejó entreabiertos de pura alerta sus gruesos labios modelados con silicona, mientras sus ojos miraban rápidamente en una dirección y la contraria. No se fiaba. Todavía podía sentir el dolor que los colmillos de aquel foxterrier le habían causado en la pantorrilla.

—¿Seguro?

La puta olía a tabaco. No se le ocurriría encender un cigarrillo. Allí, no.

—Sí, joder. No eres rubia —insistió el hombre insignificante. Era difícil calcular su edad, y no porque llevase barba postiza precisamente. No era ni muy joven ni muy viejo, pero ningún rasgo de su cara proporcionaba pistas. Era una cara insulsa, de las que se ven a cientos entre las multitudes que se aglomeran en los estadios deportivos. Un rostro en el que nadie se fijaría.

La prostituta se adentró en la casa. Había un pasillo detrás de la segunda puerta de entrada. El hombre le indicó a la derecha. Pasaron a un salón de regular tamaño cuyo mobiliario tenía una curiosa disposición: no había nada en el centro, ni una pequeña mesa, ni una silla; nada. Las tres sillas de la habitación, de estilo inglés, estaban pegadas a la pared, intercaladas con otros muebles.

—Dame los sesenta euros —la prostituta que se hacía llamar Mirella alargó la mano.

El hombre se hurgó en el bolsillo del pantalón, sacó tres billetes de veinte euros y se los puso sobre la palma extendida. Ella los estrujó en el acto. El perro ladró otra vez con fuerza. La prostituta, de unos treinta años, los introdujo en su barato bolso de mano, alargado y brillante.

—¡Bruno, cállate!—ordenó con voz impersonal el sujeto. Los ladridos cesaron inmediatamente—... Dije que tenías que ser rubia.

—Soy rubia —la prostituta se quitó la chaqueta y se dejó caer en el sofá—. ¿Cómo te llamas?

—Me estás cabreando.

—Si quieres tirarte la hora hablando, allá tú —dijo con descaro la prostituta—. Me he dado mechas, pero soy rubia natural, tío.

—Voy a soltar el perro —dijo el hombre, muy serio. La prostituta dio un respingo. Se incorporó de un salto y cogió la chaqueta.

—No me jodas, ¿eh?... Deja de joderme ya o me voy ahora mismo.

El hombre de aspecto insignificante sonrió al reconocer el miedo. Era miedo de verdad, sin artificios.

—Todavía no te he jodido...

La prostituta se recogió el pelo hecha un manojo de nervios. Parecía a punto de salir corriendo.

—¿Es que no me oyes?... ¡Los perros me dan miedo, joder!

—Sí, estás completamente cagada. Siéntate…

—ordenó el hombre de la barba postiza—. Ya te he dado el dinero y ahora harás lo que te diga.

—No me vuelvas con lo del perro. —Mirella elevó su dedo índice y lo balanceó como advertencia.

—No te habrás afeitado el coño, ¿verdad?

—Mi coño es rubio —dijo ella más tranquila, y volvió a sentarse—. Como lo digas otra vez, me voy.

—Espera.

El hombre salió de la habitación. Al instante volvió con una peluca rubia oro, suavemente rizada, y otra rubia trigo más voluminosa, sólo ondulada.

—Pruébatelas —le ordenó, mientras sacaba de su bolsillo un espejo de mano y se lo alargaba.

Mirella estaba hasta el mismísimo coño rubio natural de degenerados.

—Tú no estás bien del coco. ¿Qué quieres, que me llene de piojos?

—No tienen piojos —dijo el hombre, con calma—. Están sin usar. La culpa es tuya por haberme engañado. Pruébate primero ésta—. Y le indicó la rizada.

La prostituta obedeció de mala gana.

—Está bien —dijo el hombre, cuando ella terminó de colocársela—. Te quedas con esa. Desnúdate y tiéndete en el suelo.

—¿Ahí? Está frío; no me harías entrar en calor ni aunque te corrieras tres veces.

—Desnúdate y tiéndete —repitió impasible él.

—Dame otros cincuenta.

Eso era algo que había previsto.

—Claro, pero harás lo que yo te diga —Y sacó la cartera, extrayendo a continuación un billete de cincuenta. Mirella se lo guardó en el bolso y comenzó a desnudarse.

 

—Por lo menos pon una manta, cariño —suplicó sin mucha fe la prostituta, en ropa interior.

El hombre fue a buscar una estera de gomaespuma, que empleaba para hacer abdominales. Al regresar, Mirella se había quitado las bragas. Sí, su coño era rubio, sin rasurar.

Se tendió sobre la estera en cuanto se quitó el sujetador rojo. Abrió las piernas y le ofreció un preservativo que guardaba en su mano derecha.

El hombre lo rechazó.

—No voy a follarte.

—¿Qué te gusta?

—Quédate quieta. Cierra los ojos.

La prostituta no obedeció al principio. Insistió en saber lo que quería de ella.

—Cierra los ojos —repitió él.

—¡No te creas que vas a hacerme daño!—. La prostituta se incorporó alterada, apoyándose en los codos.

—¡Ciérralos de una puta vez y quédate quieta, coño!—bramó el hombre.

Mirella deseaba salir de allí cuanto antes, así que su única salida era seguirle la corriente. ¿Qué daño podía hacerle aquel degenerado? No era peor que otros; sólo que tenía la mirada helada y no olía a alcohol como la mayoría. Además…, no se atrevería… Jesús conocía la dirección del «servicio».

La prostituta contrajo los párpados y se quedó completamente quieta, con las piernas abiertas. El hombre se quitó los pantalones y los calzoncillos. Luego se puso a horcajadas sobre el cuerpo de ella.

—Hazte la muerta —ordenó él, y se arrodilló. Tenía el tronco de la puta entre sus piernas. Aposentó las nalgas en el vientre de ella, aunque sin dejar caer el peso del cuerpo.

—¿Qué vas a hacerme, cariño?—Mirella intentó parecer sumisa. Pero estaba un poco asustada.

—Estás muerta —dijo él—. No respires—Y dejó caer su peso.

—¿Qué haces? No me… dejas… respirar, tío —jadeó, entrecortadamente Mirella, intentando apartarlo con los brazos. La peluca se le movió.

—¡Calla! ¡Vuelve a cerrar los ojos!—aflojó un poco el hombre, sosteniendo la mitad de su peso con las rodillas— Estate quieta, y te daré otros cincuenta.

Ella obedeció. No podía ver lo que hacía, pero sabía que estaba masturbándose. Intentó mantenerse todo lo quieta que pudo. El peso no era tan grande ahora en su estómago. Ladeó la cabeza, y en ese momento sintió la mano del tío en su cuello. Aunque los dedos no hacían presión, un escalofrío la sacudió de pies a cabeza. Unos segundos después, el ruido de fricción de la otra mano sobre el pene se aceleró, y empezó a recibir la descarga viscosa en pechos, barbilla y cara. «¡No se te ocurra abrir los ojos! ¡Tu carne empieza a corromperse, puta! ¡Estás muerta, muerta, muerta!», volvió a escuchar, ahora como si le susurrase. Un corto silencio vino a continuación. El tío había retirado la mano de su cuello, pero Mirella no se atrevía a abrir aún los ojos... Luego hubo un ruido como de carraspear. La prostituta percibió el contacto de… ¿podía ser verdad? El cerdo le había escupido en toda la cara. Le entraron ganas de vomitar. Quiso quitárselo de encima y mandarlo a la mierda al muy cabrón, pero no le dio tiempo porque él se levantó antes, liberándola. Ella entreabrió entonces los ojos y comenzó a limpiarse instintivamente, con el dorso de ambos antebrazos, la mezcla de semen y saliva. El tío todavía tenía restos en la barba. Mirella tuvo un arrebato de rabia al verlo reír, al comprobar, asqueada y humillada, que sonreía con desprecio, pero se contuvo cuando descubrió que había otro billete de cincuenta euros sobre su vientre. Cogió la toallita que él había arrojado cerca de su hombro derecho, se limpió y se vistió deprisa, sin decir nada. Él hizo lo mismo. No pronunció una sola palabra. Era repugnante, pero disponía de otros cien euros extra, de los que Jesús no sabía nada. Abrió el bolso, comprobó que estuviese el dinero y sacó un cigarrillo.

—Aquí no fumes —dijo él, en tono imperativo.

Mirella se guardó el cigarrillo, mascullando entre dientes un inaudible: «cerdo, hijo de puta». Le dio la espalda y fue hacia la salida.

No volvería allí ni aunque le ofreciese trescientos.

El hombre de aspecto insignificante vio cómo doblaba la esquina a paso ligero. Iba escupiendo, a media voz, una catarata de palabras soeces. No las oía bien, pero podía imaginárselas. Pensaba en lo sucia que la había dejado, en lo sucia que se sentiría. Se daba asco a sí misma.

¿No era eso lo que merecía la puta?

Primera Parte

1

16 de septiembre de 2003

—¿Cómo es tu clase?

María giró la cabeza sobre su hombro izquierdo mientras exhalaba el humo del cigarrillo rubio. Se había apoyado con su hombro derecho sobre el marco de la puerta de dirección. Llevaba allí más de veinte minutos y empezaba a estar cansada. La directora se encontraba despachando con dos de sus compañeras de primaria que, a juzgar por alguna que otra palabra altisonante, debían de tener sus diferencias sobre las respectivas adjudicaciones de alumnos. Era su segundo cigarro.

—Hola —saludó alegre al recién llegado, besándole en ambas mejillas—. ¿Qué te ha pasado?

María se refería a que había faltado durante la primera quincena de septiembre, en la que se organizaba el curso. El hombre, cuya edad era difícil de estimar si uno se atenía en exclusiva a sus rasgos faciales, había sido compañero de claustro durante el curso anterior. Le explicó los detalles del percance que le había obligado a llevar la pierna izquierda enyesada durante veintidós días. Ella parecía estar contenta de verlo de nuevo, tras aquellos meses de alejamiento.

—¿Te ha tratado bien el sorteo?—insistió el hombre. Sus pequeños ojos marrones, con pestañas cortas pero tupidas, brillaron desde una lejana atalaya, desde el observatorio de un viejo y avezado cazador solitario.

—No parecen malos —ella le sonrió—. Pero prefiero no hacerme ilusiones; ya sabes lo que pasa luego… ¿Y los tuyos?

El hombre carraspeó para disimular su nerviosismo. Trataba por todos los medios de mantener las formas e impedir que le delatase el vendaval de emociones que se había desatado en su interior al verla. Los últimos quince días habían sido angustiosos. El accidente lo había apartado de estar a su lado. Si se le hubiese ocurrido una excusa para ir a la presentación, sin duda habría estado allí con las muletas. Pero el médico, con toda seguridad, le habría negado el alta. Habría sido absurdo. Así que esperó y, mientras, se mordió las uñas de impaciencia. Maldecía el haber subido a aquella escalera de mierda. Tendría que haberla tirado a la basura mucho antes, seguir su instinto. Sabía que algún día sufriría un percance por su culpa. Era tan perezoso para algunas cosas… Pero ahora se centraría en el presente. En que había vuelto a oír su voz cálida. El presente era poder respirar donde ella respirase, percibir la oleada fresca de su perfume en los pasillos, rastrear con miradas furtivas el estallido blanco de su risa en los corros de profesores. Su optimismo vital regresó de golpe. El sol de media mañana inundaba la entrada del pasillo. Hacía un día espléndido.

—Tengo un listillo —dijo mirando hacia la puerta del patio.

—¿No será Kevin?

—El mismo.

María chasqueó los dedos como diciendo: «lo que te espera».

Se abrió en ese instante la puerta del despacho y salieron las dos maestras. La de más edad llevaba un guardapolvo a rayas. La otra, vestida de calle, era tan delgada que parecía anoréxica. Su malhumor era evidente y no se esforzaba en disimularlo.

El hombre las ignoró. Tenía las manos metidas en los bolsillos. María le había visto algo raro al principio y entonces se fijó en que había adelgazado varios kilos. Tenía mejor aspecto.

—¿Qué tal el verano?—preguntó el compañero.

Ella volvió a sonreír. Tenía la sonrisa más cautivadora que había visto nunca. Y ahora, con el tostado de la playa, le pareció que estaba en verdad resplandeciente.

En adelante dejaría de observarla con disimulo en el gran espejo rectangular que había en la sala de juntas. Ya no sería necesario. Aunque imaginaba que acabaría por echarlo de menos. Realmente era ella, sin ninguna clase de subterfugios... María no sabría nunca que se había enamorado espiando todos sus gestos.

La primera de las cosas que había aprendido durante el acecho era que sólo cuando las mujeres no tienen conciencia de estar siendo observadas se muestran tal como son en realidad ¡Cuántas veces se había quedado allí un par de minutos, haciendo como que hojeaba unos informes! Viéndola hablar y sonreír como si no hubiese hecho otra cosa a lo largo de su existencia. ¡Qué difícil le resultaba mostrarse indiferente!... Pero, al conseguirlo, había podido ejecutar su plan.

Y ahora tocaba pensar en el futuro de ambos. Tenía ante sí la oportunidad de su vida y no iba a desperdiciarla. No lo permitiría.

Para ser sinceros, jamás había sido capaz de imaginar que alguien como María pudiese compartir su modo de pensar y ver la vida. Imaginaba sus propios deseos y los de María como entes indiferenciables, reflejos devueltos por el espejo que era cada uno del otro. Por lo pronto, existía. Por primera vez, era él y no un mero espectro sin rostro ni nombre. ¡Estaba tan sorprendido! Todas lo habían ignorado hasta la fecha. Ni siquiera eran capaces de recordar cómo se llamaba. Todas menos ella.

El hombre que pasaba desapercibido a las mujeres sintió como un hormiguero recorriéndole el cuerpo. Aquello debía de ser lo que todo el mundo llamaba FELICIDAD, lo que antes creía una patraña estúpida de los cuentos para niños.

Tal vez estuviese equivocado, puede que eso que llamaban felicidad no fuera sólo un invento de literatos y religiosos.

—Luego hablamos, ¿vale? —dijo María, y se adentró en el despacho de dirección.

El hombre asintió con la cabeza. Después se encaminó de muy buen humor hacia su aula, que estaba al otro lado del patio.

El sol le cegó un instante al salir al exterior. Pero ni siquiera lo advirtió. Iba como sonámbulo, con una especie de pantalla en la mente, en la que sólo aparecía la imagen que le hubiera gustado tener siempre en la cabeza, la de la cara tostada y sonriente de María.

Se le había hecho tan largo el verano.

Las dos horas de clase que le restaban transcurrieron en un suspiro. Hasta era posible que los niños le hubiesen notado ausente. No podía dejar de pensar en ella un solo instante. Sobre todo pensaba en la tarde, cuando acabase el claustro. Tenía decidido afrontar la situación sin esperar ni un día más. Cuanto antes pasase el trance, mucho mejor. Pero no podía evitar sentirse como un flan.

El calor era tan pegajoso cuando abandonó el Centro, que se notaba la piel como si hubiese sido rociada por algún tipo de adhesivo. Odiaba el calor de septiembre; era igual de odioso que el desdén con el que le trataban. Igual de odioso que ellos.

Pero María iba a cambiarlo todo.

El claustro estaba convocado para las cinco y media. Era demasiado tiempo para andar dando tumbos por la barriada, así que en vez de almorzar en El Jerezano, el bar que había en la misma parada del autobús, y aguardar empapado en sudor a que llegase el momento, tomó la decisión de volver a casa. Planeó entonces pararse en el Carrefour de Carretera de Cádiz y comer en Los Patios, en un restaurante del que había oído hablar poco tiempo atrás, con precios razonables y en el que servían muy rápido. Luego iría a darse una ducha y a cambiarse de ropa, antes de volver.

La buena reputación del sitio era merecida. El primero consistió en un gazpacho como no había probado en mucho tiempo y, de segundo, le sirvieron una fritura de pescado de calidad equiparable a la que ofrecía cualquier chiringuito del Bajondillo. No llegó a doce euros, incluyendo la cerveza y el café.

Todo el tiempo que duró la comida estuvo pensando en cómo cambiarían las cosas en adelante. Muchos aspectos de su vida iban a sufrir una transformación radical. El hecho en sí mismo de haberse parado allí, de decidir sobre la marcha dónde comería. De hacer, en suma, lo que le apeteciese en cada momento. No había sido consciente hasta la fecha de su libertad. Estaba tan acostumbrado a tomar esa clase de decisiones que ni se daba cuenta de que hacía veinticinco años que no dependía de nadie. Y de pronto entendió que nada podría seguir siendo ya del mismo modo…

Tendría que adaptarse. Puede que a veces no fuese sencillo; María tenía bastante temperamento, aunque confiaba en que aprendiese rápido cuál era su nuevo espacio en el mundo. Lo encontraría atractivo a poco que se interesase por descubrirlo. Era una mujer inteligente. Compartirían todas las decisiones, claro está, pero él estaría siempre allí, alerta, para guiarla.

 

Quizá no era todavía el momento de decírselo, quizá lo mejor sería esperar a llevar un tiempo juntos… Sí, esperaría un poco, lo que hiciese falta. Luego le haría ver que no podría seguir fumando, que su estúpida fijación por el cigarrillo debía acabar para siempre. Esa adicción la degradaba, y él no podía consentir que un hábito tan vulgar y carente de sentido la despojase del aura de divinidad que irradiaba cada vez que sonreía.

Salió de casa a las cinco y cinco y puso el aire acondicionado a tope. El tráfico era escaso. Extendió la mano y palpó el parabrisas. Habría podido freír un huevo en él.

Durante el regreso al colegio no dejó de pensar en todos los planes que había hecho en los tres últimos meses. Estaba ansioso por tener un rato a solas con ella y contárselos con detalle. Ahora veía que había sido mejor no precipitarse. Meses atrás no se sentía tan seguro de sí mismo. Había tenido que irrumpir en su vida una mujer para que adquiriese conciencia de lo abandonado de su aspecto.

Era probable que ella no se hubiese dado cuenta aún, pero se había pasado el verano en un gimnasio, poniéndose en forma. Se había inscrito en uno que abría incluso los domingos y festivos. Cuatro horas diarias; siete días a la semana; dos meses enteros. A cambio de su amor y admiración, no había sacrificio que le pareciese imposible hacer por María.

También había tenido cuidado de renovar completamente su vestuario; se había comprado unos cuantos polos de colores vivos. «A los hombres, a cierta edad, no les van bien esos tonos apagados», le había dejado caer ella.

Ahora se daba cuenta de lo larga que había sido su búsqueda, ahora que, al fin, encontraba su lugar en el mundo, en el epicentro de un mundo sin cadenas ni mazmorras ni sombras.

Una punzada de aprensión y angustia recorrió un instante su pecho. Ese amor suyo significaba cambiarlo todo. Sí: cambiar, eso era… La transformación de toda una vida que parecía únicamente poder transitar por los raíles de la destrucción, de una vida dominada por unas «necesidades específicas» que le habían situado fuera de la órbita humana. Pero él cambiaría. María era la luz que le rescataría de aquel bosque tenebroso en el que llevaba recluido treinta años…, y, entonces, el instinto se vería sofocado por el manantial de una nueva razón pacífica y elevada, el instinto acabaría por apagarse del todo hasta convertirse en una inofensiva mancha de ceniza.

La Providencia le había enviado un ángel en carne y hueso para darle la oportunidad de ser otro.

La transformación había comenzado, de hecho… No se reconocía al mirarse ahora al espejo con su nueva vestimenta… Por primera vez veía sus pectorales dibujándose bajo el tejido. Había otro hombre dentro, otro hombre dispuesto a borrar el pasado… y si no podía borrarlo, lo enterraría… Sí, sepultaría cualquier rastro de su vida anterior; tan profundamente oculto lo dejaría que nadie sería capaz de hallarlo hasta que se convirtiese en un mero registro nominal apilado en un archivador, diez generaciones después.

Tenía que ponerse manos a la obra inmediatamente; era preciso deshacerse de tantos recuerdos… No se sentía orgulloso de muchas de las cosas que había hecho, pero, como cualquier hombre, tenía derecho a repudiar sus actos. Siempre había sido de la idea de que los actos de cada uno son una simple extensión de la voluntad. Sus actos le pertenecían; ninguna otra persona podía juzgarle.

También había trabajado duro acondicionando la casa. Se había gastado un dineral en reformas, casi la mitad de sus ahorros. Estaba tan ilusionado con enseñársela… Claro que a María a lo mejor le parecía inapropiada. Contaba con eso. En tal caso, estaba dispuesto a ponerla en venta. Si ella tenía las ideas claras al respecto, haría todo lo posible y lo imposible por complacerla. Buscarían juntos otra casita o un piso, tal vez en la misma costa. Sí, eso haría: María necesitaba estar cerca del mar; lo necesitaba tanto como el aire y como el amor que él había reunido con todos los sacrificios inimaginables, para entregárselo puro y brillante como una piedra preciosa.

2

Cuando llegó a la sala de juntas, una habitación de grandes dimensiones que parecía haber sido diseñada como gimnasio y en donde las voces retumbaban por culpa de la desnudez de sus paredes, se percató de que estaba un poco acelerado: el corazón le retumbaba rítmicamente en las sienes y tenía reseca la boca. Pero había sido el primero en llegar y eso era justo lo que necesitaba para recuperar el dominio de sí mismo.

No podía aparecer ante María en ese estado. Su madre se lo había recordado muchas veces: nada más digno de desprecio para una mujer que un hombre inseguro de sí mismo. No merece mayor consideración que una hormiga. Y a veces puede ser tan irritante como esos perros que ladran sin descanso en la noche.

Así que trató de calmarse haciendo unas cuantas respiraciones profundas y pausadas, como le había enseñado su monitor deportivo. Ángeles, la directora, entró a continuación con su cartera de mano, le dio la bienvenida y le preguntó cómo iba lo del accidente. Los demás fueron llegando mientras conversaban. En un par de minutos, la sala se llenó de gente.

Tenía un plan elaborado al detalle. María se sentaría a su lado y él aprovecharía cualquier receso para invitarla a tomar algo. Pero las cosas no rodaron bien: al entrar, María iba hablando con uno de los nuevos y ni siquiera le miró.

«Sólo es un imprevisto», rumió, enojado, el hombre, mientras buscaba acomodo en la rígida silla de madera.

La directora tomó la palabra para explicarles que debían discutir El Plan del Centro, además de diseñar las actividades complementarias que se ofrecerían al alumnado. Antes, hizo las presentaciones: José Luis, Raquel, Inma, Diego…, fue nombrándolos uno a uno, incluido a Andrés, el que se había sentado junto a María.

La deferencia de Ángeles le habría halagado de ser otras las circunstancias. Sin embargo, el admirador secreto de María permanecía abstraído del todo desde que la vio cruzar el umbral de la sala; se mezclaban en su cabeza las frases que había ensayado para abordarla, con el «incidente». Odiaba cambiar de planes, pero ahora tendría que conformarse sólo con mirarla.

Así hizo en los minutos siguientes. Las palabras le llegaban ensordecidas por su ansioso deseo de poseerla. Le parecían absurdas, tediosas, insoportables.

Después, la directora les aclaró que la reunión se había pospuesto hasta que estuviesen todos, y en ese instante le pasó unos folios de los que los demás al parecer ya disponían.

—Repásalos luego —le dijo con amabilidad—. Y si ya tenías algo en mente, puedes aportarlo ahora.

Él les echó un vistazo. Pero inmediatamente se le escapó la mirada hacia María. Todo aquello le parecía superfluo y hasta desesperante. ¡Si pudiera hacerlos desaparecer a todos! Un mundo vacío de seres estúpidos y egoístas, sería el mejor regalo que podía hacerles Dios a ambos.

Hizo como si leyese, mientras se imaginaba estar por fin a solas con ella. Ansiaba leer en sus ojos el catálogo completo de sus intenciones y deseos, descifrar la clase de amor que había germinado durante el verano... ¿Sumiso?… ¿Apasionado?... Lo sabría con mirarla un instante, pero deberían estar solos, centrados el uno en el otro.

Él era el único ser en la Tierra capaz de vaciar de todo significado a una mirada, el único que podía hacer que pareciese una pared blanca e infinita. Una cualidad excepcional, que los que se jactaban de conocerle jamás hubiesen sospechado. El DOLOR había rendido ese utilísimo fruto. Además de desollarle el corazón, las humillaciones modelaron un hombre nuevo. Ahora era una suma de reflejos condicionados que interaccionaban entre sí. Era un sustituto de sí mismo, como un holograma perfecto e indiferenciable. Podía ser otro en cualquier instante.

María, en cambio, no podía hacerlo. Ella carecía de ese don; era tan transparente como el resto de la gente normal.

—He pensado en formar un equipo de baloncesto —le dijo a la directora, intentando abarcar con el rabillo del ojo a su amada.