Buch lesen: «Gramática pura»
Por siempre tirar del carro,
este libro está dedicado a mi querida hermana,Paula Hincapié
El condicional es una suerte de futuro del pasado
Hola, bienvenidos a mi manual de gramática.
Mi nombre es Emilia, vivo en Bogotá y estoy cerca de cumplir 30 años. A partir del número 30 es válido escribir los números con números, pues hacerlo en letras equivaldría a tres palabras (y, ¿quién tiene el tiempo?); del veintinueve hacia abajo por favor mantenga las letras y la única palabra con la que se escriben, salvo que se trate de una fecha.
Puede que yo no sepa cómo funciona nada, pero sé cómo funciona nuestro idioma español.
Hoy es sábado y estoy en casa. Los sábados se han convertido en días difíciles para mí.
¡Ay, no! Acabo de darme cuenta de que usar «bienvenido» como saludo es un calco horroroso del inglés welcome, un ejemplo de cómo nuestro idioma se convierte en un adefesio anglizado y a nadie le importa. Pero no lo voy a borrar. Hoy no borro nada.
Lo correcto sería:
Hola, buenos días (o buenas tardes o buenas noches: cualquier momento es oportuno para la gramática), reciban la bienvenida al manual de gramática de Emilia Restrepo.
En esta oración la palabra bienvenida cumple como sustantivo, y es bajo esta categoría gramatical que siempre ha existido en español. El saludo y el adjetivo son yanquis.
Volvamos al manual: no es una entrada como para echar cohetes, pero tampoco está mal. Es seria e intencionada, como yo. Les prometo que después nos iremos soltando.
En la introducción podría poner lo siguiente:
Este manual, el manual de gramática de Emilia Restrepo Williamson, una orgullosa instructora colombiana de ascendencia irlandesa (aquí iría una fotografía sonriente de su segura servidora, un testimonio de lo bien que me fue en el mestizaje), cuenta con el patrocinio de la señora Genoveva Williamson, mi mamá, y se enfocará en revisar aspectos puntuales de los tiempos verbales. El primer capítulo está dedicado al futuro (al condicional, en realidad, que hace parte del futuro), el segundo al pretérito anterior, el tercero al presente. El último está reservado para uno de los modos de nuestro idioma: el subjuntivo, que se encuentra en el presente, el pasado y el futuro, el futuro subjuntivo que ya nadie usa, tracamandada de ignorantes.
(Sobre el idioma inglés volveremos a reflexionar en el apartado gramatical del tercer capítulo de este manual, que lleva por título «El presente no debería de representar ningún problema».)
Como ya he dicho, hoy es un día difícil para mí, pero trataré de ejecutar con donaire y elegancia. Puesto que siempre es mejor apoyarse en ejemplos, tomaré como base mi vida en los últimos diez años: una vida como cualquier otra, una vida decente, una vida entregada al conocimiento, una vida colombiana. Hay gente que sostiene que una vida colombiana no puede ser decente ni puede estar entregada al conocimiento. Les demostraré a estos bausanes que están equivocados.
¿Y por qué comenzar por el condicional?
Porque en realidad no importa por donde uno comience, siempre les digo a mis alumnos.
No. Un momento.
En realidad, no importa por donde una comience.
En Bogotá es todo un tema esto del uno vs. una. Hace unos años, lo recuerdo con claridad, permanecí atenta a cazar un «una» saliendo de la boca de alguna de mis conciudadanas. Llegué al extremo de considerar la opción de un estímulo económico, cien mil pesos o una cifra similar. No conozco ninguna bogotana que rehúse cien mil pesos, sea cual fuere su procedencia. Habría sido todo un acontecimiento: abordar a la ganadora, congratularla por su correctísimo español y hacerle entrega de su premio. Pero no sucedió, desde luego que no sucedió: rígidas cual si se hubieran tragado un poste, todas se apoyan en «uno», incluso cuando es una referencia exclusivamente femenina. Algo como esto: «Uno no debe confiar en los hombres». Ergo, si algo sé en esta vida es que de la boca de una bogotana jamás saldrá un «una»; y este es un asunto que trasciende la corrección lingüística. ¿Quién dijo que a las colombianas les importa la corrección lingüística?
La verdad es que no sé cómo será este asunto en otros países.
Perdón, sé que estoy dando muchas vueltas, pero es que estoy nerviosa. Comenzar algo siempre me pone así.
Haciendo de lado lo urgente, pasamos a lo importante.
Estamos en 2006, es sábado, estoy en casa, me acabo de despertar y hay una imagen que no me puedo sacar de la cabeza.
Tal vez soñé con ello, aunque no estoy segura. Es una de esas cosas que comienza como un sueño y en últimas no se sabe a qué lado pertenece. Pero es real, es muy real, tan real como Faustino Carreño.
Sé que sería más fácil evitar el tema, hacerlo de lado, ignorarlo, pero se van juntando los años y la imagen cobra una nitidez que bien podría hermanarse con la desesperanza, casi con la exasperación.
Faustino ingresa al coliseo abarrotado de graduandos, da dos cabezadas, me ubica cual si me pudiera oler —a lo mejor podía—, serpentea hacia mi posición.
Aquello sucedió en otro país, casi en otra galaxia, en el año de 1996.
Faustino ingresó al coliseo abarrotado de graduandos, dio dos cabezadas, me ubicó cual si me pudiera oler, serpenteó hacia mi posición.
Soy de reprender a mis alumnos por alternar presente y pretérito en los primeros momentos de un escrito. Ni modo: yo lo divisé cuando se hallaba a pocos metros. Con toda seguridad, él me había avistado, o me hubo avistado, mejor, desde su feliz irrupción en el recinto, veinticinco dólares en el bolsillo (o en la mano, ya que puedo afinar el recuerdo), la sonrisa que se le salía de la cara, las encías en display (al no encontrar una mejor palabra en castellano —exhibición no me convence, despliegue suena a acción militar o, peor, futbolera—, me quedo con display en cursiva, que es como se deben anotar las palabras en otro idioma si bien todo el mundo sabe esto y casi ni vale la pena anotarlo); la curiosa, por otorgarle un epíteto, pelusa crespa que coronaba sus dos, máximo tres dedos de grasosa frente.
¿Qué habrá sido de Faustino, inmigrante ilegal, alienígena?
Supongo que todavía está en la ciudad de Oklahoma. Esa gente es poco lo que se mueve después de haber hecho su gran viaje. Esa gente. En el caso de Faustino —nunca me habló al respecto, o a lo mejor quiso pero yo no se lo permití—, hizo el camino, vaya a saber cómo, desde el estado de Coahuila, seguramente desde un pueblo minúsculo y miserable, para arribar a la capital del estado de Oklahoma, igualmente minúscula y miserable, si me lo preguntan. Bueno, de pronto no tan minúscula, o minúscula en las ínfulas de sus habitantes. Nada que ver con una metrópoli como Santafé de Bogotá, en todo caso. Escribo Santafé pese a que algún tarado le cercenó el nombre a mi ciudad con el cambio de siglo. Un conocido debía de tener, de otro modo sería difícil concebir su llegada a ese sitio específico. Un primo, me figuro, un amigo de infancia con quien compartió desdicha por un tiempo, a esto me refiero aunque nunca me llevó a su casa ni yo mostré la menor iniciativa o curiosidad por conocer más de su vida, mucho menos el lugar donde pasaba la noche.
Como sea, en la actualidad imagino a Faustino con al menos cuatro hijos de sendas y obesas mujeres chicanas. Sin duda, convivirá con alguna de ellas, se me ocurre que la última que le ofreció su lecho superpoblado de osos de peluche. Con toda seguridad, para no alejarnos del cliché, la gorda haraganeará por el hogar comiendo pollo frito o frijoles refritos o un supertarro de helado napolitano de los que se consiguen por menos de cinco dólares. Frijoles, dicen los mexicanos, palabra grave o llana, no fríjoles esdrújulos que son los que comemos en Colombia. Beans, en todo caso, en inglés. Desde este punto pretérito, desde Faustino, faltaría una década para que un gringo futbolista del estado de Nuevo México le dijera «beaner» a Esteban. Esteban, que terminó dentro de una patrulla policial, no le entendía al principio pese a haber estudiado el idioma más de la mitad de su vida, como toda la clase media bogotana... Me estoy adelantando: Ay, Esteban. Por lo demás, también es válido encerrar entre comillas hispánicas las palabras que pertenecen a otro idioma. Lo importante es destacarlas. Esteban es mi novio, por si no lo he dicho. El que se fue. Pero sigamos con Faustino.
Faustino no podía medir más de un metro con sesenta centímetros. Nunca me habría fijado en él de no ser porque tocó mi hombro derecho la tercera semana de clases del semestre de otoño de ese año escolar. Entonces yo me iba a acostumbrando a lo que era mi segunda experiencia en territorio estadounidense, esta vez como estudiante de intercambio en el estado de Oklahoma. En la primera, en el verano del año 92, mi familia y yo habíamos recorrido Disneylandia de arriba abajo y de abajo arriba mientras mis padres se ocupaban de perseguir a mi hermanito y yo montaba en las montañas rusas con mi tío Nacho. Tres años después el mexicano llegado de Coahuila tocaba mi hombro en una escuela pública de Oklahoma. Debido a que era la tercera semana, yo ya sabía quién pertenecía a la clase y quién no. Era la primera vez que lo veía, eso seguro. Me preguntó si hablaba español.
Mientras la pregunta viajaba los centímetros que nos separaban, noté su horrible olor a gripa y constaté su acento.
Era la primera clase del día, American History, que debe traducirse como Historia Estadounidense, no como Historia Americana. Es posible que la apropiación del adjetivo americano marcara el comienzo de todos los abusos de aquel país… Pero bueno, ya se lo robaron, ya qué hacemos: en esta clase, un profesor de color, de un profundo color negro, no tenía muy buena idea de lo que hacía, pero lo que no hacía lo hacía con tal confianza que en los años como docente nadie se había quejado de sus disparates, como es improbable que alguien se queje de un profesor simpático que aprueba a todo el mundo. Es algo que sucede con los docentes, ahora lo sé. Si no proyectan seguridad están perdidos, y míster Jackson proyectaba una seguridad que se sustentaba en su más de un metro noventa de altura y en sus proverbiales carcajadas que retumbaban en las paredes del recinto y eran ecadas todas las veces por los alumnos, no sólo por los afroestadounidenses.
Yo nunca me reí, y no sólo porque no entendiera.
(Dos consideraciones lingüísticas: 1. el verbo ecar no existe, pero debería. 2. Mucha gente rústica escribiría esta oración de la siguiente manera: «El verbo ecar no existe, pero debiera». Típica situación de condicional contra pretérito imperfecto de subjuntivo. En este caso debe optarse por el condicional, pues es lo correcto. Y si la Academia lo considerara, tendría que aceptar el verbo ecar. Es de esta manera que se arma la oración condicional: un pasado en la cláusula subordinada, considerara, y un condicional en la matriz, tendría, que es en realidad una forma de futuro. Lo explicaremos luego, no hay afán.)
Fastidiada, sin voltearme pero sabiendo que era el chiquitín mexicano quien me interpelaba debido a que el profesor se había permitido una broma con mi nacionalidad; y Faustino, sin siquiera hacer un esfuerzo por disimularlo, punzante como el Chavo del Ocho halló su camino desde la parte de atrás del salón hasta el escritorio vacío que estaba justo detrás de mí. Repuse sin quitar la vista del frente:
—Sí.
Ahora me resulta difícil de explicar, pues el inglés de Faustino era prácticamente inexistente; no sé cómo entendió la alusión, que en realidad fue un flojo chiste sobre qué había en mi maleta, dado mi pasaporte colombiano. Míster Jackson era amigo de ese tipo de comentarios. A partir de este punto y pese a mi respuesta cortante —o tal vez debido a ella— Faustino siempre se sentó cerca de mí en esta primera clase del día, la única en la que coincidíamos.
En esa tercera semana de clases yo ya me sentaba al lado de Kirsten Gaston, mi amiga white trash con quien tantos momentos compartí. Desde que se enteró de mi antecedente suramericano en la primera clase, Kirsten dio todos los pasos para convertirse en mi inseparable. Yo hacía lo posible por que no se me notara, pero me sentía desprotegida por la cercanía de tan variopinta gama de adolescentes afros y chicanos, y ciertamente aprecié su compañía y pertreché su amistad lo mejor que pude. Hay más para decir sobre mi amiga Kirsten, cuyos muslos, en el momento en que redacto esta oración, deben de pesar al menos cien kilos.
Antes de que lo olvide, en relación con dos oraciones que recién escribí (… hasta el escritorio vacío que estaba justo detrás de mí.», y «… Faustino siempre se sentó cerca de mí»), muchos de mis compatriotas las escribirían con el posesivo mío, hasta el escritorio vacío justo detrás mío, y Faustino siempre se sentó cerca mío. Error, desde luego, generalizado no sé a razón de qué. Puede que así suceda con los errores: van de boca inculta en boca inculta y ya nada los detiene. Mío, en su calidad de pronombre posesivo, sólo puede ser usado en oraciones posesivas, del tipo el libro es mío, o para ponernos más prosaicos y para nunca olvidarlo, como dice la popular canción mexicana: «¡Mío… ese hombre es mío!».
Esta es otra de las cápsulas informativas que nunca faltan en mis clases.
Volviendo a Kirsten y al primer día de clases: después de la presentación, míster Jackson nos hizo leer del libro de texto y cuando me llegó el turno pasé el tractor de mi inglés de colegio bilingüe bogotano por la hoja, a lo que la gringa me miró con sus ojos verdes, que escondían todo lo que escondían. Cuando el profesor dio la señal para que el alumno de atrás prosiguiera, Kirsten no se pudo contener.
—Where are you from?
—I’m from the beautiful country of Colombia —sigo sin saber por qué respondí como una reina de belleza. Le tendí la mano, que fue recibida con maliciosa sonrisa.
Al finalizar la clase, Kirsten me arrastró hasta el extremo opuesto del colegio. Bajamos escaleras, subimos escaleras, atravesamos patios. Finalmente estreché la mano de su otro amigo suramericano, Agustín, quien departía con unos compañeros.
En una nota que habla bien de la educación estadounidense, vilipendiada desde todos los rincones del orbe, Kirsten sabía que Colombia y Argentina quedaban en Suramérica. Esta conexión me llevó a conocer a Agustín.
Nunca olvidaré lo primero que le dije (era guapísimo):
—¿Eres argentino?
¿Qué podía responder a tal estupidez?
—Desde que nací.
A partir de entonces, todas las mañanas lo encontrábamos al salir de Historia Estadounidense. El argentino siempre estaba sonriendo en la mitad de un grupo de gente con su cara pálida y su pelo despeinado y su incipiente barba. Provenía de la ciudad de Rosario; su padre había sido trasladado a principios de los noventa a los Estados Unidos, y viajó con toda la familia, un cambio que pretendía mejorar la vida de sus hijos, al menos desde un punto de vista futbolístico. Debido a la presencia mayoritaria de hispanos en nuestro céntrico colegio en la ciudad de Oklahoma, cuyo nombre prefiero omitir, el fútbol había dejado de estar en el sótano de preferencias en lo relativo a deportes practicados. Aparte de sus otros talentos, o tal vez su único talento, Agustín era el corazón del equipo de fútbol, una suerte de jock rioplatense trasplantado al Medio Oeste gringo, algo de lo que vine a enterarme conforme pasaba el tiempo. El equipo estaba compuesto en su mayoría por chicanos, pero había también un negro, dos blancos y varios estudiantes de intercambio. Era de todo lo que hablaban, los pobres.
Hacia mediados de semestre mi rutina ya estaba consolidada: Wayne (mi «padre anfitrión») me llevaba en la mañana al colegio, yo entraba a Historia Estadounidense, me sentaba al lado de Kirsten, evitaba a Faustino —que siempre llamaba mi atención con alguna pregunta tonta—, y salíamos juntas a buscar a Agustín, quien siempre estaba en la mitad de la acción. El argentino siempre encontraba el modo de notar mi presencia, en un sentimiento de posible hermandad suramericana.
Una mañana hablábamos de cualquier cosa cuando de la nada emergió Faustino.
—¡El Tino Asprilla! —exclamó Agustín. Era una alusión, desde luego, al futbolista colombiano que yo conocía de oídas. Tardé veinticinco minutos en explicárselo a Kirsten cuando me preguntó por ello instantes después.
—Argento —devolvió Faustino con la tranquilidad con que se saluda a un igual. Pasó por el medio de las dos señoritas que allí nos hallábamos y le dio la mano al estilo mexicano, es decir, no le dio la mano sino más bien se la chocó para después volver a chocar el puño cerrado con la misma mano. Años después, Esteban tendría problemas para acostumbrarse a esta forma de saludo.
Kirsten y yo nos miramos confundidas. Agustín nos lo presentó.
—Les presento a Faustino, chicas —apuntó en inglés.
Kirsten se apresuró a estrecharle la mano. Yo lo hice después, incómoda pues ya sabía quién era y porque era feísimo, y a veces estas cosas resultan molestas. No sostuve su mirada; me excusé y me retiré a la siguiente clase. Kirsten se quedó con los muchachos. Me gusta pensar que los tres acompañaron mi desplazamiento con su mirada, si bien sólo estoy segura fehacientemente de que fue el mexicano quien lo hizo.
Nos volvimos a ver a la hora del almuerzo. Kirsten, como tenía clase en el aula del lado, pasaba por mí y juntas hacíamos la fila del almuerzo subvencionado por el gobierno: una hamburguesa que sabía a caucho, papas grasientas y leche achocolatada. Si hay que decir algo positivo de la gringa es que me tenía paciencia desde un punto de vista lingüístico; era putona, como más tarde quedó requetecomprobado, pero era paciente conmigo y se lo agradezco.
Hicimos la fila y caminamos con nuestras bandejas hasta encontrar un puesto libre. En esa ocasión hallamos sitio en donde almorzaban Agustín y un grupo de chicanos. Comimos en silencio hasta que se me dirigió la palabra.
—¿Qué decís, colombiana?
Todos los chicanos de la mesa voltearon a mirarme. Y yo les di lo que querían, maravillosas oraciones en impecable español bogotano, algún modismo, algún giro, hasta alguna palabrilla en inglés.
Esto, más, claro, mi agraciada y casi caucásica apariencia desencadenó la avalancha de cartas y notas que a lo largo de ese año me encontraba en mi locker. «Eres muy linda.» «Te quiero.» «Dame una chanza.» Estas y otras expresiones todavía se pueden leer allí; hasta dibujos me dejaron. Muy simpáticos, los chicanos. Algo scary, también, pero principalmente simpáticos.
Consultando de afán el diccionario, las traducciones de locker son las siguientes: cajón, gaveta, alacena, ropero, armario, cerrador. Ninguna de ellas, empero, denota lo que la palabra locker, es decir el espacio, la suerte de desván que a todos los estudiantes toca en suerte en instituciones educativas estadounidenses. En mi colegio, por ejemplo, como en muchos otros, dicha área llegaba desde el piso hasta más arriba de mi cabeza; con toda seguridad le sacaba unos buenos veinte centímetros al bueno de Faustino, no así a mi vecino de locker, a quien yo le llegaba hasta el ombligo y quien supo comandar nuestra escuadra de baloncesto, esa temporada, hasta la final del campeonato estatal. No recuerdo su nombre (¿Jamal, Lebron, Rashad?), pero recuerdo con nitidez cómo el primer día, cuando en la oficina me entregaron el candado oficial, después de vueltas y más vueltas alrededor de los infinitos pasillos del colegio, primero, y por todo el diámetro del candado, después, en impotente porfía por desentrañar la clave de la cerradura —estaba a punto de llorar—, una gran mano lo tomó, lo abrió delante de mis ojos y rápidamente me capacitó. Tres vueltas a la derecha hasta el primer número, dos a la izquierda hasta el segundo, y finalmente un giro a la derecha hasta la cifra final. Eso fue lo que dijo en inglés, acompañándolo todo con mayúscula sonrisa.
«Esta es bobita», debió de pensar.
—Senks —dije yo. O: senk iu.
Y es por todo el anterior párrafo que no he escrito la palabra locker en cursiva.
Todas las mañanas nos veíamos y él exclamaba:
—Watcha doin’ girl?!
A lo que yo devolvía, ya con más terreno ganado entre nosotros: Hey! Hello! What’s up? Muchas veces fue el mejor momento del día.
Con la llegada del invierno, incluso, cada vez que jugamos como locales asistí a observar a mi amigo afroestadounidense. Faustino, que para entonces ya era mi inseparable, me acompañaba. Me atrevería a afirmar, basada en la mera observación del coahuilense, que este deporte no se les da muy bien a los mexicanos. En cuanto a mi amigo basquetbolista, supongo que debió de asistir a alguna universidad con beca completa. Y quién sabe por dónde andará ahora. A lo mejor hace parte de la liga profesional. Como sea, va un afectuoso saludo acompañado de mis mejores deseos.
Dejemos de lado el locker y el baloncesto y retornemos al comedor, donde yo embelesaba a la chicanada con mi español mientras daba cuenta de mi almuerzo. Casi llegaba al final de uno de mis párrafos, los mexicoestadounidenses en éxtasis contemplativo, no así Agustín ni Kirsten que se habían trenzado en su propio intercambio. Agustín le tomó la cara, Kirsten fue a por su mano (favor leer con acento español, ya que, debo reconocer, yo hacía lo propio ante mis interlocutores), Agustín la esquivó, sonrieron. Todo esto lo observé con la esquina de mi ojo derecho. Mientras hablaba alguien me interrumpió.
—¿Me puedo sentar?
Faustino.
—¡Tino! —exclamaron todos al unísono, hasta la gringa.
Se sentó en el único espacio libre, a mi izquierda.
Antes de seguir, considero necesaria una breve nota sobre el ir por versus el ir a por. Copio directamente del diccionario pero meto la cucharada: «La expresión ir a por, usada con frecuencia [en España, principalmente, si bien los intelectuales arribistas de mi sufrida patria echan mano de ella de vez en cuando] pero no admitida por la Academia, suele emplearse como sinónimo de ir por [sin la preposición a], con un doble significado: ‘buscar o traer aquello que se indica’ y ‘perseguir a alguien, no dejarlo tranquilo [como Faustino con una servidora]’: ‘Ahora mismo voy a por la bicicleta’, ‘Es evidente que van a por él’. Sin embargo, ir por tiene un sentido del que ir a por carece, ‘estar algo dirigido a alguien’: ‘Atiende, jovencito, que esto va por ti [más o menos como yo me sentía enrostrándoles mi perfecto español a los chicanos ese día]».
Ya había terminado de comer cuando por primera vez sentí el codo derecho de Faustino en mi costado. Dejé mi oración sin terminar, lo miré, proseguí. Faustino era esa clase de persona: torpe de movimientos, sobreexcitada, inhábil. Agustín había dejado el toqueteo con Kirsten y pontificaba sobre el fútbol colombiano, un tema que no era ni es ni habrá de ser de mi dominio pero que siempre zumba a mi alrededor.
Por supuesto, se esforzaba por ser amable conmigo, con la colombiana, después de haber toqueteado a la gringa. Expuso sobre Carlos Valderrama, sobre Freddy Rincón, sobre «el Tren» Valencia, sobre Faustino Asprilla (todos miraron a Faustino con la sola mención del nombre).
Años después de esto, por una famosísima fotografía del citado futbolista tulueño, pude constatar que lo único que los hermanaba era el nombre y posiblemente el idioma. No me refiero a nada más: Faustino Asprilla es negro como la noche y talentoso para la práctica de este deporte, según he podido recabar; un genio, desde la óptica de Esteban, de mi tío Nacho y de Juan Sebastián, mi hermanito. Además, es políglota, millonario y tiene un gusto por la decadencia que lo aleja de Faustino Carreño, mexicano, norteño, inmigrante ilegal en Estados Unidos durante la década de los noventa (espero que ya haya arreglado su situación migratoria), bajito, trabajador, honrado y buen amigo.
Sin acabar de morder el pedazo de hamburguesa que tenía en la boca, Faustino interrumpió:
—Yo pensaba que en Colombia todos eran negros —dijo y palmeó mi hombro, me miró a los ojos y rio modosamente. Los demás soltaron la carcajada. En los dientes tenía restos de comida: seguro un pedazo de carne en los premolares y una yerba que no quise identificar en los incisivos.
—Pues ya ve que no.
Acto seguido, pergeñé en mi mente un par de comentarios que lo ofenderían, mas todo había vuelto a la normalidad: el toqueteo de Kirsten y Agustín, Faustino y su hamburguesa, los chicanos que comenzaron a retirarse no sin antes despedirse de mí y de los demás. En la mesa, muy a mi pesar, sólo permanecimos las dos parejas.
—Deberíamos hacer algo un día de estos —propuso el argentino.
Todos estuvieron de acuerdo. Yo no dije nada.
Es el momento para hablar un poco sobre Agustín el rosarino, de quien ya hice una somera descripción: cara blanca aunque no gringa, pelo despeinado, barba incipiente. También afirmé que no se le notaba incómodo en la ciudad de Oklahoma. Para esta aserción bastaba topárselo cualquier día: daba siempre la impresión de estar liderando un asunto de suma importancia, dirimiendo el curso de una disputa, satisfaciendo alguna necesidad —rasgos que de manera injusta, o no, yo habría de adjudicar con los años al carácter argentino.
No es el momento, pero por supuesto nos ocuparemos de la conjugación del verbo satisfacer, verbo irregular que causa tantos percances entre tantos hablantes de español.
Con Agustín, aunque es posible que mi recuerdo se difumine, todo sucedió en un día, que bien podría ser considerado, y creo que así se lo contaba a mis amigas Laura y Alejandra cuando volví a Bogotá, «El día de Agustín», «El día del argentino» o «El día del churro». Mis amigas celebraban el acontecimiento y me hacían contarlo una y otra vez en los primeros semestres de universidad, en los cuales feliz o torpemente coincidimos.
En esa época, y creo que todavía un poco, los argentinos estaban sobrevalorados entre la juventud colombiana.
—Cuéntanos lo del argentino, Emilia.
O exhibiéndome ante otras amigas:
—Emilia tuvo un novio argentino churrísimo.
A lo que yo, sólo por complacer, comenzaba a monologar.
No me desvío más pues ya les llegará su momento a Laura, a Alejandra, a todo lo que aconteció cuando regresé a Suramérica.
Esa tarde, la tarde de «El día del argentino», salí sola de la última clase, Apreciación del Arte. El otoño se convertía apaciblemente en invierno. Kirsten cursaba conmigo esta materia, pero como que ese día estaba enferma o borracha o algo. Yo, como siempre, caminaba desde ese bloque hasta el parqueadero, donde esperaba a que Sharon, mi «madre anfitriona», me recogiera. Sin embargo, algo sucedió ese día y quien me iba a recoger era Wayne. Se estaba tardando un poco.
—Che, Emilia —me interceptó Agustín camino a su entrenamiento de fútbol. Un cruce que le vamos a adjudicar al azar.
—Agustín.
—¿Qué hacés?
—Nada.
Conservo una fotografía de ese día. Muy a mi pesar, vestía una prenda conocida como body, cuya traducción me voy a permitir dejar como encargo, pero digamos que era una blusa ceñida al cuerpo que se vestía y se viste, si es que todavía no han prohibido su uso, igual que una camiseta. La diferencia estaba en que debía abotonarse allá abajo, si saben a lo que me refiero. También llevaba unos pantalones tejanos (jeans, desde luego, o blue jeans azules, como dijo Faustino una vez para apantallarme, siendo que en México siempre han dicho pantalones de mezclilla) que me llegaban hasta donde llegaban en esa época: muy arriba. En la imagen salgo sin chaqueta, pero sé que vestía una morada y grandota que me regalaron con ocasión del frío, que por la época comenzaba a ponerse de manifiesto en esa parte del mundo.
La fotografía fue tomada por la madre de Agustín, en casa de Agustín, después de ser asediada, quien esto narra, por Agustín.
Zapatos y eso la verdad es que no recuerdo.
Después de que nos saludamos, Agustín, seguramente con pereza de uniformarse y calzarse sus zapatillas y correr por el frío como un tonto, se quedó esperando conmigo. Para cuando Wayne llegó, el argentino ya había comenzado con el jueguito. Yo lo rebatía admirablemente pero sólo en mi mente, digamos que ante su «Mirá qué bonita que sos, colombiana», mi mente elucubraba de inmediato un «¿Así como Kirsten o menos, gran pendejo?». No obstante, sólo atinaba a decir:
—Ah, ¿sí?
Y él:
—Y… claro.
Como sea o como haya sido… creo que hasta se adueñó de uno de mis cuadernos con alguna excusa y se negaba a devolvérmelo si yo no accedía a ir a comer algo y dar una vuelta, tal y como si tuviéramos doce años en vez de diecisiete. Al principio me negué pretextando exceso de tarea. Fui cediendo hasta llegar al único obstáculo: Wayne.
Wayne, quien conocía a los padres de Agustín de algún lado, lo saludó con efusividad. A mí, como siempre, me hizo algún comentario amable.
—¿Van a comer?
Agustín asintió y Wayne se fue, después de pedirle que me condujera a casa una vez concluyera la cita. Todavía con mi cuaderno en la mano, Agustín caminó en dirección a su carro. Lo hacía con la seguridad de las personas acostumbradas a imponer su voluntad. No lo podía ver, pero estaba segura de que sonreía. No tuve otra opción que seguirlo.
Para que me pudiera subir, Agustín pasó todo lo que había en la silla (parafernalia futbolística, hojas sueltas, vasos desechables, algún que otro objeto inidentificable) al piso de la parte de atrás. Abordé el vehículo respirando pesadamente. Agustín inició el motor, puso a todo volumen «One of Us» de Joan Osborne, me palmeó la pierna, dijo «Vamos, nena» y pisó el acelerador. A medida que la canción y el carro avanzaban, el argentino y yo cantamos con toda la fuerza de nuestras voces, aunque yo cantaba «Dad» donde decía «God». Esta bien puede ser la mejor imagen que albergo de nuestro tiempo juntos.