Buch lesen: «El mundo moderno y la comprensión de la historia»
El mundo moderno y la comprensión de la historia
El mundo moderno y la comprensión de la historia
Resumen
Con una descripción de los procesos históricos que forjaron el mundo moderno, este libro destaca algunas de las ideas que, durante los últimos siglos, varios filósofos fueron creando sobre el devenir, el sentido y la finalidad de la historia; así mismo, subraya las discusiones que se generaron en torno a esos procesos y a esas ideas y resalta la vigencia y utilidad que algunas de ellas tienen y nos proporcionan para comprender la historia en términos distintos a los que solemos asimilarla, esto es, no como una sucesión de hechos y acontecimientos acaecidos en el pasado, sino como aquello que, siendo obra y resultado de la acción humana, afecta e influencia nuestro ser y nuestro estar en el mundo y, por lo mismo, como aquello ante lo cual estamos llamados a asumir una actitud responsable en cuanto artífices y protagonistas.
Palabras clave: filosofía de la historia, modernidad, historia moderna, responsabilidad, progreso, crisis.
The Modern World and the Understanding of History
Abstract
Based on a description of historical processes that shaped the modern world, this book analyzes some of the ideas created, during the last centuries, by various philosophers about the development, meaning, and purpose of history. Similarly, it examines the discussions generated around those processes and ideas, and highlights the validity and usefulness of some that provide us with tools to understand history differently from how we usually assimilate it, that is, not as a succession of facts and events that occurred in the past, but rather as the work and result of human actions that affect and influence our self and our being in the world and, therefore, as something towards which we must assume a responsible attitude as architects and protagonists.
Keywords: philosophy of history, modernity, modern history, responsibility, progress, crisis.
Citación sugerida / Suggested citation
Chaparro Rodríguez, Juan Carlos. El mundo moderno y la comprensión de la historia. Bogotá, D. C.: Editorial Universidad del Rosario, 2021. https://doi.org/10.12804/urosario9789587846362
El mundo moderno y la comprensión de la historia
[Serie ensayo]
Juan Carlos Chaparro Rodríguez
Chaparro Rodríguez, Juan Carlos
El mundo moderno y la comprensión de la historia / Juan Carlos Chaparro Rodríguez. – Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, 2021.
Incluye referencias bibliográficas.
1. Modernidad. 2. Filosofía de la historia. 3. Historia moderna. 4. Civilización moderna. 5. Historia universal. I. Chaparro Rodríguez, Juan Carlos. II. Universidad del Rosario. III. Título.
909 SCDD 20
Catalogación en la fuente – Universidad del Rosario. CRAI
DJGR | Enero 28 de 2021 |
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© Juan Carlos Chaparro Rodríguez
Editorial Universidad del Rosario
Carrera 7 No. 12B-41, of. 501
Tel: 2970200 Ext. 3112
Primera edición: Bogotá, 2021
ISBN: 978-958-784-635-5 (impreso)
ISBN: 978-958-784-636-2 (ePub)
ISBN: 978-958-784-637-9 (pdf)
https://doi.org/10.12804/urosario9789587846362
Coordinación editorial:
Editorial Universidad del Rosario
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Diseño de cubierta: Luz Arango y César Yepes
Diagramación: Precolombi EU-David Reyes
Conversión ePub: Lápiz Blanco S.A.S.
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Autor
Juan Carlos Chaparro Rodríguez
Doctor y magíster en Historia; magíster y especialista en Filosofía; politólogo y licenciado en Ciencias Sociales, títulos otorgados por la Universidad Nacional de Colombia, la Pontificia Universidad Javeriana, la Universidad de San Buenaventura y la Universidad Pedagógica Nacional. Autor de los libros El ocaso de la guerra, La confrontación armada y los procesos de paz en Colombia, y ¡Desmilitarizar las repúblicas! publicados por la Editorial Universidad del Rosario. Autor de varios artículos sobre historia política de Colombia divulgados en revistas académicas nacionales. Actualmente realiza su profesión docente en las universidades Nacional y Javeriana.
Contenido
Introducción
Capítulo 1. El advenimiento del mundo moderno y la vindicación del hombre en la historia
1.1. Breves trazos de la sociedad medieval
1.2. Un mundo en transición
1.3. Vindicación del hombre como centro de la historia
Capítulo 2. El Siglo de las Luces y la problematización filosófica de la historia
2.1. Aprehender el devenir histórico
2.2. Vislumbrar el sentido y la finalidad de la historia
2.3. Consumar la historia
Capítulo 3. La era de la Revolución y la concepción idealista de la historia
3.1. Un convulso tiempo de transformaciones políticas
3.2. La historia como adquisición de la conciencia de la libertad
3.3. Asir la historia a partir de la acción humana
Capítulo 4. La sociedad industrial y la concepción materialista de la historia
4.1. La industrialización y el afianzamiento del paradigma progreso
4.2. Los efectos sociales de la industrialización
4.3. La historia como lucha por la emancipación del hombre
Capítulo 5. La era de las catástrofes y la crisis de los paradigmas modernos de la historia
5.1. Entre el esplendoroso sueño y la cruenta realidad
5.2. El interludio de la catástrofe y la continuación de las matanzas
5.3. El desgarramiento del mundo moderno
Capítulo 6. El abandono de los metarrelatos sobre la historia
6.1. Buscar y explicar las causas de la catástrofe
6.2. Enjuiciar a las filosofías de la historia
6.3. Abandonar los metarrelatos sobre la historia
Capítulo 7. La crisis civilizatoria y la vindicación de nuestra responsabilidad frente a la historia
7.1. Un mundo en (des y) recomposición
7.2. Escrutar el paradigma progreso
7.3. Vindicar nuestra responsabilidad frente a la historia
Conclusiones
Bibliografía
Introducción
Tanto el largo proceso de reconfiguración social, cultural, intelectual y espiritual que empezaron a experimentar —eso sí, de manera diferenciada— las sociedades europeas desde y durante los siglos XII a XVI luego de haber estado bajo el dominio y la autoridad de la Iglesia durante casi un milenio, como la simultánea formación de la burguesía y la estructuración, desarrollo y expansión del capitalismo, la ciencia y la técnica modernas no solo inauguraron una nueva y determinante época en la historia del mundo occidental, sino que, a mediano y largo plazo, y especialmente desde el llamado Siglo de las Luces, generaron eso que el filósofo Ernst Cassirer (1874-1945) denominó la conquista del mundo histórico, es decir, la aprehensión, problematización y comprensión de la historia asumiéndola no como la sola narrativa de los hechos acaecidos, sino como el racional devenir del progreso y del perfeccionamiento social, político, moral, material y técnico hacia el cual se dirigía, o habría de dirigirse, la humanidad.1
Amplia fue la resonancia que esta idea empezó a adquirir desde esas épocas, y mayor fue la que alcanzó durante el largo período en que se configuraron las revoluciones burguesas y en que el capitalismo se consolidó como sistema económico dominante (finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XX), pero profundo fue el descrédito que esa concepción de la historia experimentó a propósito de las traumáticas experiencias humanitarias que muchos pueblos del mundo, y especialmente los europeos, padecieron durante el siglo XX. Tanto las profundas injusticias y desigualdades sociales que ese mentado sistema fue generando desde el siglo XIX, como los millones de muertos, lisiados, desaparecidos, torturados y traumados mentales que produjeron las guerras en las que se enfrentaron las modernas e industrializadas naciones occidentales, y a las cuales fueron vinculados otros tantos pueblos del orbe, lo mismo que la incubación, despliegue e institucionalización de las aviesas prácticas nacionalistas, racistas y xenófobas que pulularon en el viejo continente, hicieron que la moderna concepción de la historia, signada y afincada en las nociones de razón, civilización y progreso, fuera puesta en categórico cuestionamiento.
En efecto, aunque ese cuestionamiento ya había sido expresado por algunos escritores y pensadores a lo largo del siglo XIX, las catástrofes humanitarias que se vivieron durante el siglo XX hicieron que la reflexión sobre esa concepción de la historia se tornara política, intelectual y moralmente ineludible para filósofos, historiadores y demás científicos sociales. Así, y más allá de las disímiles razones que los gobernantes y jefes militares europeos y norteamericanos enarbolaron para llevar a cabo las guerras y para hacer desmedido uso de los sofisticados y aterradoramente destructivos artefactos de combate que sus modernas industrias desarrollaron, muchos pensadores de la época no solo se pronunciaron sobre el desastre moral y humanitario que aquella situación aparejó, sino que, destacando la responsabilidad que nos asiste a los seres humanos en tanto que artífices y protagonistas de lo que ocurre en el mundo, centraron su atención en el análisis de los presupuestos a partir de los cuales se creó y difundió el paradigma del progreso y en la manera como, a partir de este, se creó una sofisticada serie de interpretaciones sobre la historia, que, a juicio de algunos de ellos, sirvieron de argumento y excusa para desatar la ominosa situación que se generó en muchos lugares del mundo, y especialmente en Europa.
Pero ¿cuáles fueron los procesos y presupuestos en virtud de los cuales se creó y difundió la idea de que la historia estaba regida por el progreso y orientada hacia él? ¿Cuáles fueron las ideas que los filósofos de la modernidad elaboraron y expresaron con respecto al devenir, sentido y finalidad de la historia? ¿Cuáles fueron las razones y argumentos que esgrimieron los escrutadores de esas ideas para afirmar que las catástrofes que se generaron durante el siglo XX estuvieron alentadas por las concepciones que algunos filósofos habían elaborado sobre la historia? ¿Bajo qué presupuestos algunos filósofos contemporáneos escrutaron la noción de progreso y nos exigieron actuar con responsabilidad frente a la historia?, y al analizar este tipo de cuestiones ¿qué clase de lecciones teóricas y prácticas podemos extraer de ellas?
Pues bien, describiendo cada uno de los contextos y procesos históricos en los que se produjeron esas concepciones sobre la historia, las cuales, como dice Agnes Heller (1929-2019), no solo “expresan la conciencia histórica de una época en la que los seres humanos se han hecho autoconscientes sobre la historicidad de su existencia como individuos y como especie”, sino que se configuran a partir de la transformación que los filósofos y pensadores hacen del sentido de la experiencia humana con el ánimo de dotarla de sentido de existencia histórica,2 hemos querido analizar y responder los interrogantes enunciados, persuadidos de que con este ejercicio no solo podremos destacar —eso sí, de manera bastante general— las ideas que algunos pensadores de la modernidad y la contemporaneidad elaboraron y expusieron sobre el devenir, el sentido y la finalidad de la historia, sino que podremos ponderar y vindicar la vigencia y utilidad que esas ideas pueden ofrecernos para comprender la historia en términos distintos a los que solemos asimilarla, esto es, no como una sucesión de hechos acaecidos en el pasado, sino como aquello que, siendo obra y resultado de la acción humana, afecta e influencia nuestro ser y nuestro estar en el mundo, y, por lo mismo, como aquello ante lo cual debemos asumir una actitud responsable en tanto que sus artífices y protagonistas.
En tal sentido, y advirtiendo que con la elaboración de este modesto y expositivo ensayo no pretendimos ni pretendemos agotar la diversa producción y reflexión filosófica que se ha generado sobre la historia, sino que solamente buscamos proporcionar algunos elementos de análisis que puedan ser de utilidad para cualquier lector interesado en saber cuáles fueron los procesos que forjaron el mundo moderno; en conocer cuáles fueron las concepciones que se generaron sobre la historia; en auscultar los problemas teóricos y prácticos que de allí se derivaron —y se derivan—; y en comprender por qué, ante el estado de cosas en que nos hallamos, se nos impele a pensar la historia en términos más reflexivos y a asumir una postura ética y concordante con las necesidades, urgencias y desafíos de nuestro tiempo, hemos estructurado el texto en siete breves capítulos cuyo contenido es el siguiente:
En el primer capítulo describimos y analizamos cómo, a efecto de las históricas transformaciones culturales que fueron generándose desde finales de la Edad Media, y especialmente de las que se suscitaron durante las épocas del Renacimiento, los pensadores de la época fueron desbrozando el camino intelectual que habría de conducir a la construcción de unos nuevos imaginarios sobre el hombre y la historia. En correlación con esos temas y problemas, en el segundo capítulo describimos y analizamos cómo, durante el Siglo de las Luces, la historia empezó a ser aprehendida y problematizada filosóficamente. A tal efecto, ejemplificamos dicho asunto con una breve presentación de las ideas que Johann Gottfried Herder (1744-1803) e Immanuel Kant (1724-1804) produjeron en ese contexto, y destacamos cómo esa deliberación aparejó una reflexión sobre el papel que los seres humanos ocupamos y desempeñamos en la historia en tanto que sus artífices y protagonistas.
Concatenando el contenido y el propósito de esas ideas con los procesos políticos y sociales que fueron tejiéndose durante los últimos años del siglo XVIII y los primeros del siglo XIX, en el tercer capítulo describimos y analizamos cómo, en el contexto de la ola revolucionaria que se produjo en Francia y que extendió sus efectos hacia toda Europa, uno de los más distinguidos pensadores de la época, Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831), elaboró una de las más persuasivas inter-pretaciones sobre el devenir y la finalidad de la historia, la cual sigue siendo tan iluminadora como polémica. El cuarto capítulo centra la atención en la descripción y el análisis de uno de los procesos más determinantes de toda la historia humana, esto es, la revolución técnico-industrial —considerada por sus contemporáneos como la auténtica expresión del progreso que guiaba la historia—, y destaca las ideas más relevantes que autores como Karl Marx (1818-1883) produjeron sobre la historia a propósito de los efectos sociales y políticos que ese mentado proceso aparejó.
El quinto capítulo narra la desgarradora situación humanitaria en la que se halló el mundo occidental, y particularmente Europa, durante la primera mitad del siglo XX, y analiza cómo y por qué los hechos acaecidos durante esa sombría época pusieron en evidencia, por sí mismos, la insondable crisis de los celebrados paradigmas que la modernidad había construido sobre la historia, y destaca el carácter de los dolorosos testimonios que algunos sobrevivientes realizaron sobre esa traumática experiencia y las aleccionadoras reflexiones que filosofas como Hannah Arendt (1909-1975) desarrollaron sobre ese mismo asunto. En correlación con dicha situación, en el sexto capítulo comentamos y analizamos en qué términos algunos filósofos de la época buscaron explicar lo sucedido y por qué algunos de ellos, entre los cuales destacamos a Max Horkheimer (1895-1973), Theodor Adorno (1903-1969), Karl Popper (1902-1994) e Isaiah Berlin (1909-1994), sometieron a juicio a las tradicionales interpretaciones que se habían realizado sobre la historia y por qué se manifestaron a favor de superar los, a su decir, “mistificados y teleológicos metarrelatos” que los pensadores de la modernidad elaboraron sobre aquella.
Describiendo el raudo proceso de tecnificación, militarización, mercantilización y explotación global de los recursos y de los pueblos de todo el mundo que se impulsó en muchos lugares del orbe tras el desenlace de la “era de las catástrofes”, en el séptimo capítulo destacamos las críticas que Walter Benjamin (1892-1940) y Agnes Heller plantearon en sus respectivos momentos contra la noción de progreso y resaltamos los argumentos que expusieron sobre la necesidad de resignificar y reorientar esa mentada idea, y sobre la necesidad de vindicar la responsabilidad que nos urge asumir frente a la historia, más aún cuando nos enfrentamos, como especie y civilización, a esa vasta y globalizada serie de problemas que amenazan nuestra propia existencia.
Como corolario de lo planteado, finalmente exponemos algunas conclusiones en las que vindicamos que reflexionar sobre la historia no es una pretensiosa o banal actividad intelectual, sino que es una necesidad práctica y ética, pues a efecto de dicho ejercicio no solo podemos inquirir el sentido de nuestra propia existencia y el lugar y el papel que ocupamos y desempeñamos en tanto que agentes de la historia, sino que podremos persuadirnos sobre la responsabilidad que nos asiste por el hecho de que nuestras actuaciones no solo afectan a esos Otros con los que compartimos el mundo, sino que tienen repercusiones sobre esos Otros que nos advendrán en existencia.
Dicho esto, deseamos expresar nuestro profundo agradecimiento a la Editorial de la Universidad del Rosario, y especialmente a su director, Juan Felipe Córdoba, y a todo su diligente equipo de trabajo por la oportunidad y la confianza que nos han brindado al momento de apoyar la publicación y divulgación de este modesto trabajo, y mismo agradecimiento queremos manifestarles a los pares académicos y al profesor William Salazar Gallego, amigo y colega, por la lectura del texto y por los acertados conceptos y sugerencias que hicieron, destacando, claro está, que la responsabilidad por las equivocaciones en que hayamos podido incurrir es exclusivamente nuestra.
Notas
1 Ernst Cassirer, Filosofía de la Ilustración (México: Fondo de Cultura Económica, 2008), 222-260.
2 Agnes Heller, Teoría de la historia (Barcelona: Editorial Fontamara, 1985), 188.
Capítulo 1
El advenimiento del mundo moderno y la vindicación del hombre en la historia
Los históricos procesos de transformación económica, social, cultural, intelectual y espiritual que empezaron a forjarse en la Europa Occidental durante la llamada Baja Edad Media, y especialmente durante el Renacimiento, sentaron las bases de lo que conocemos como el mundo moderno y desembocaron en la formación de la propia identidad cultural europea. Asimismo, y como corolario de esos históricos procesos, los pensadores de la época forjaron una nueva noción sobre el hombre, vindicándolo como centro y agente de la historia. Describir cómo se fraguaron esos procesos y destacar los efectos que de allí se derivaron para la comprensión de la historia es el objeto de estudio del presente capítulo.
1.1. Breves trazos de la sociedad medieval
Pastoril, bucólica, ascética, mística, reverente, devota, agorera, supersticiosa. Así fue y así transcurrió la vivencia individual y colectiva de los hombres y mujeres que habitaron la Europa Occidental durante buena parte de la Edad Media, lo cual se debió, tal y como lo ha señalado un gran sector de la historiografía que se ha ocupado del tema, a la ruralización que experimentaron las comunidades tras la disolución del Imperio romano y a las singulares formas de pensamiento y conducta que la Iglesia católica impuso a propósito de la función evangelizadora y doctrinaria que comenzó a desarrollar en el marco de su propio y paulatino proceso de constitución y consolidación institucional.
En tal sentido, y a más de dedicar su vida a labrar los campos, a confeccionar sus propias vestimentas, a elaborar sus herramientas de trabajo, a criar animales domésticos y a servirles como labradores y guerreros a los señores que formaban la nobleza, los hombres, mujeres, niños y niñas, incluyendo a los que conformaban los estamentos nobiliarios, llevaron una vida contemplativa tanto por la fe que abrazaron por cuenta de la obra de adoctrinamiento que sobre ellos realizaron las órdenes religiosas (benedictinos, franciscanos, dominicos, cartujos, carmelitas, etc.), como por las imposiciones que la Iglesia católica fue generando y estableciendo en virtud del jerárquico y poderoso lugar y papel que esta fue adquiriendo y desempeñando en la vida de todas las personas que integraban esa jerarquizada sociedad. Gracias a los recursos económicos que fue atesorando a expensas de las oblaciones de los fieles, de las limosnas de los peregrinos y de los beneficios que obtenía por tal o cual actividad, incluyendo las indulgencias, la Iglesia se constituyó en un poderoso emporio económico a partir del cual financió sus propias y diversas empresas, el cual, paralelamente, fue fortaleciendo a efecto del monopolio que ejerció sobre la producción, divulgación y censura del conocimiento y de los diversos mecanismos de disciplinamiento y control social que fue creando.1
En efecto, valiéndose del monopolio de la palabra y de la escritura, y blandiendo siempre en su mano las Sagradas Escrituras como muestra y herramienta de su poder, la Iglesia no solo adoctrinó a millones de personas según sus convenciones, convicciones y conveniencias, sino que hizo de la superstición un arma efectiva para atemorizar a la gente y para ejercer su poder contra aquellos que ella misma sindicaba, acusaba y castigaba por herejía, hechicería, apostasía o cualquier otra práctica considerada contraria a los ‘mandatos divinos’ o, mejor decir, a sus ‘divinos mandatos’. El placer corporal, el deseo sexual, la creatividad artística, la curiosidad y el ingenio intelectual, y hasta la contemplación y vindicación de la naturaleza como manifestación genuina de la belleza, fueron asuntos que la redomada Iglesia desterró —o intentó desterrar— de la vida de los hombres para imponer, en su lugar, la idea y la imagen del pecado, del castigo, del sufrimiento, de la muerte terrible y de la condenación eterna por desobedecer sus preceptos y disposiciones.
La prohibición de todo aquello que pudiera significar el goce y el disfrute de la vida terrenal y pasional se convirtió en ‘norma sagrada’, y el consecuente castigo que debía recaer tanto en el cuerpo como en el alma de los desobedientes se convirtió en ley de incuestionable cumplimiento. Así, mientras que la ‘Santa Inquisición’ (creada hacia mediados del período medieval) se dedicaba a juzgar y a perpetrar el castigo sobre los cuerpos de los herejes, los sacerdotes se encargaban de difundir todo tipo de creencias e imaginerías relacionadas con el tormento que los demonios descargarían sobre esas almas perdidas que irían a parar al purgatorio y luego al infierno, a menos que los familiares pagaran para que ella intercediera por aquellas. Al efecto, y de acuerdo con la descripción que realizó el poeta Dante Alighieri en su Divina comedia, clásica obra escrita en los albores del siglo XIV, el discurso y el espectáculo que la Iglesia creó con el fin de que todas las personas comprendieran y asimilaran sus mandatos fueron tan imaginativos como escalofriantes y perturbadores.2
Con sus dictámenes hizo saber que, tratándose de expiar y castigar el pecado, para ella y sus tribunales no había distinción de personas. Cualquiera que atentara contra los dogmas impuestos por ella debía ser sometido al santo tribunal, y castigado de manera ejemplar por la comisión de los delitos que se le imputaran. Mediante la horca, la quema o la aplicación de cualquier otra forma de ‘expiación’, la Iglesia hizo todo lo que estuvo a su alcance para ‘curar’ las culpas y los pecados de here-jía, brujería y apostasía ‘cometidos’ por esos miles de hombres y mujeres a quienes acusó de tales delitos y a quienes llevó ante los tribunales de su ‘Santa’ Inquisición.
Asimismo, y en tanto que siempre procuró mantener el monopolio y el control sobre todos los aspectos de la vida individual y colectiva de las personas, la Iglesia no escatimó esfuerzos ni recursos al momento de decapitar todo lo que pudiera significarle competencia y obstáculo para sus fines. Ya fuera que echara mano de esos pobres y desvalidos a quienes solía sindicar como herejes y hechiceros para luego quemarlos o colgarlos públicamente de modo que ese brutal espectáculo sirviera de didáctico y ejemplificante escarmiento para toda la sociedad, o bien que atenazara a esos humanistas, científicos y hasta teólogos que se atrevieron a pensar por sí mismos y a expresar sus ideas yendo a contracorriente de la doctrina oficial impuesta por ella, la Iglesia siempre se mostró dispuesta y complacida al momento de exhibir y de hacer sentir su poder sin mayores miramientos.
Al efecto, no solo apartó de su camino a ‘brujos y hechiceros’, sino que hizo todo cuanto le fue posible para apartar a los hombres ‘del árbol del saber’, de modo que ninguno de estos pudiera tomar y probar los ‘perjudiciales y nocivos’ frutos que ese árbol podía proveer. Por tal razón, y aunque ella misma se encargó de acopiar y resguardar algunos de los iluminadores tratados de filosofía, poesía, literatura y ciencia que los pensadores de la antigüedad grecorromana elaboraron, lo mismo que muchos otros que fueron traídos de Bizancio y del mundo árabe luego de que se realizaran las cruzadas que el papa Urbano II alentó y que sus sucesores continuaron fomentando durante los siglos XII a XIV con el fin de conquistar y tomar la ciudad sagrada de Jerusalén, ella también se encargó de que esos tratados no fueran conocidos, en muchas ocasiones, ni siquiera por sus propios integrantes.
De esto, lo mismo que de la producción, reproducción, uso y censura de los maravillosos textos que sus monjes y copistas elaboraron durante esa época, la Iglesia se valió para afirmar su portentoso poder. Resguardados con manifiesto celo por sus guardianes y centinelas, esos extraordinarios textos permanecieron encerrados durante siglos en los monasterios y en las abadías, mientras que afuera, privados de tan especiales y fantásticas creaciones, el resto de los hombres permanecían en perpetuo estado de ignorancia y control. De esta manera, y al tiempo que erigía sus más pomposas, deslumbrantes y hermosas catedrales de estilo gótico, como las de Saint-Denis, Colonia y Canterbury, con el fin de ‘acercar a los hombres al cielo’, la Iglesia continuó fortaleciendo y expandiendo su poder mediante la obra que sus obispos y sacerdotes realizaron haciendo un uso estratégico y monopolizado de la Biblia e infundiendo el temor entre los fieles a través de las atávicas imágenes y discursos que crearon y difundieron sobre la muerte, el purgatorio, el infierno y la condenación del alma.
Así pues, y sin desconocer que en muchos lugares hubo personas que crearon y desarrollaron ‘prácticas mundanas’ como el juego, la prostitución o la lujuria, tal y como lo describe Jacques Le Goff en distintas obras, la mayoría de las personas que vivieron durante la época medieval siempre estuvieron bajo la férula del adoctrinamiento religioso y del dominio eclesiástico; entregadas y sometidas al cultivo de la vida espiritual y dominadas por la supersticiosa imaginería que paulatinamente fue creándose a lo largo de esa histórica época durante la cual la Iglesia católica fue convirtiéndose en reina y señora de las instituciones medievales tanto por ser la ‘representante y vocera de Dios en la Tierra’ como por el ingenio que tuvo para crear los medios materiales e intelectuales que requirió para sobreponerse a los demás grupos e instituciones sociales y para alcanzar sus objetivos. Con sus sinuosas prácticas y con sus sofisticadas herramientas de control, la Iglesia fue notoriamente efectiva al momento de imponer y mantener su hegemónico poder.
Ante ese estado de cosas, resultaba imposible o muy difícil pensar que esa sociedad pudiera experimentar algún cambio significativo que reorientara su curso y su destino. Empero, y aunque no ocurrió de manera fortuita, sino que se configuró en el marco de un largo y abigarrado proceso de transformaciones económicas, sociales y culturales, esos cambios poco a poco fueron generándose desde y durante los tiempos de la Baja Edad Media, cambios que, a largo plazo, habrían de determinar el curso y la identidad de las sociedades occidentales.
1.2. Un mundo en transición
El asunto, según señalan varios historiadores, empezó a incubarse desde el siglo XI y a desplegarse durante los dos siglos siguientes, tiempo en que el comercio comenzó a reactivarse en muchas zonas de Europa y en que esa actividad, desarrollada por mercaderes, banqueros y otros tantos hombres que se vincularon a ella, aparejó el resurgimiento de algunas viejas ciudades (o remedo de ciudades) y la formación de otras tantas que proliferaron en las costas o en lugares cercanos al Mediterráneo y al mar del Norte, lo mismo que en Provenza, España y en el interior del continente, como en Flandes, Normandía, la Champaña o la vasta zona del Mosa y el Bajo Rin, siendo estas últimas las que formaron y conformaron la llamada Liga Hanseática, en donde empezó a erigirse una floreciente industria manufacturera que, por lo menos durante esa época y no obstante su esplendor, no llegó a alcanzar la calidad de las mercancías que se fabricaban en Bizancio, Bagdad, Damasco o Córdoba.3