Buch lesen: «Siete caras de la Transición»

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Siete caras de la Transición

Arias Navarro, Juan Carlos I, Adolfo Suárez, Manuel Fraga, Torcuato Fernández-Miranda, Santiago Carrillo, Carmen Díez de Rivera

Juan Antonio Tirado


© SAN PABLO 2021 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid) Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

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ISBN: 9788428564021

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A Alicia, mi niña, que quiere ser tan famosa

como Pepito Cuadros

A María, recordando otro libro

A mi padre, que se fue en primavera

A mi madre, convaleciente de melancolía

«He sido estúpidamente falangista.

Quien está permanentemente satisfecho de su pasado o es un farsante o un imbécil».

Pedro Laín Entralgo, 1976

Agradecimientos

Por poca cosa que sea un libro, es raro que nazca sin la colaboración de muchas personas, de las que uno termina abusando. Debo gratitud a Teófilo Ruiz, que siendo un prodigio de inteligencia y saberes es, más que nada, amigo. A Luis Eduardo Siles, a quien la suerte me puso en el camino hace treinta años y que me ha dado sugerencias e ideas que han mejorado este pequeño y para mí querido objeto. A Jesús Nieto Jurado, que llegó a Madrid siguiendo la pista de Umbral, y que me ha aportado soluciones para mejorar estos papeles, mientras ponía letras a la solapa. A Daniel Rivas Pacheco, becario de Informe Semanal, que me asombra con sus conocimientos varios, que incluyen la ortografía y la gramática. A Paul Ingendaay, prestigioso corresponsal alemán en España, que me sirvió de inspiración una noche en el Café Gijón, cuando yo no sabía muy bien aún por qué camino echarme a escribir. A Juan José Mardones, mi viejo amigo televisivo, que corrige con minucia y paciencia. A Joaquín Armada, que me leyó con atención y afecto. A Pilar Pineda, que me ha ayudado con su olfato de prosista intuitiva. A Juan Cívico Llamas, que siendo muy niño me hizo del Atlético de Madrid y ahora me ha puesto en las manos las impagables Memorias de Teodulfo Lagunero. A Víctor Márquez Reviriego, un grande de estas cosas de la escritura con quien conversé una tarde muy grata. A Raúl del Pozo, a quien leo sin hartazgo va para cuarenta años. A María y Alicia, que me han animado a escribir incluso en vacaciones. A María Ángeles López, que me ofreció este libro. Ella siempre me hace los mejores encargos. Y a muchos amigos que dejo fuera de estas páginas, no de mi corazón, para no alargar la cadena.

Prólogo: La leyenda de la Inmaculada Transición

Después de unas décadas celebrando el milagro de la Transición llegó el momento de desmontar el prodigio: ahora dicen que se construyó sobre olvidos y silencios. Juan Carlos Monedero, gramsciano intelectual orgánico del Asalto a los Cielos explica que la Transición fue una mentira de familia que ocultaba un pasado poco heroico. «El mito fue construido –escribe Monedero– en los pasillos de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid, donde profesores como Ramón Cotarelo o José Álvarez Junco forjaron la leyenda de la Inmaculada Transición». Ahora dicen que la Transición fue una mentira de familia, que Franco murió en la cama, que se fabricaron «resistentes» como en la Francia ocupada, pero muchos, como Juan Antonio Tirado, autor de este libro, no han olvidado los vergajazos, las pistolas en las esquinas, los asesinatos de demócratas, trabajadores y abogados. La Transición no fue un cuento, ni un milagro, sino el esfuerzo de millones de españoles, apoyando a unos políticos, para que desmontaran el aparato del terror, como se desactivan las bombas. Gracias a ellos pudimos votar en libertad, legalizar los partidos y firmar la paz entre las dos Españas: lo explica muy bien en este relato Juan Antonio Tirado. Se dijo que la historia es la relación de los hechos que se consideran verdaderos, así como la fábula es la relación de los hechos que se consideran como falsos. Juan Antonio Tirado está más cerca de la historia que de la fábula, del periodismo que de la ficción, en su libro Siete caras de la Transición. No abusa del vicio de opinar y hace bien porque la historia de las opiniones –como escribe Voltaire– no es más que la recopilación de los errores humanos. Confiesa el autor que «se acostó niño franquista y por la mañana se levantó adolescente demócrata y rebelde, sin llegar a airado». No cuenta sino hechos, recurre a los cronistas de aquel instante. Ni milagro, ni montaje, simplemente historia de España. «Da la impresión de que algunos consideran que en la Transición tenían que ganar la guerra los que la habían perdido en el 39, como si se disputara la segunda vuelta de la contienda civil». Enumera los poderes fácticos contrarios a la democracia, los momentos felices e inquietantes y defiende la Transición como el logro más importante de la España del siglo XX. El libro es un ensayo minucioso de aquella época a la que se llamó Santa y quizá por eso, recurre a los evangelistas o cronistas canónicos. Ahora que se reabren los debates sobre el tiempo del cambio, sobre el consenso de la Transición, Juan Antonio presenta un libro valiente y riguroso, sin apartarse, recurriendo a la crónica histórica y a sus propios recuerdos. «Los recuerdos de Tirado sobre la Transición –escribe un crítico– son los recuerdos de un niño de la Alta Andalucía, entre olivares y algún gobernador, aún en plenitud, que iría oscilando entre el búnker y el aperturismo». Agrupa el momento más apasionante de nuestro pasado mediante los perfiles de sus protagonistas: Suárez, el héroe trágico, Fraga, el hombre que vivía a borbotones, Tierno Galván, Carmen Díez de Rivera, la rubia misteriosa…

Raúl del Pozo

Preludio sentimental

Aquella noche me acosté niño franquista y por la mañana me levanté adolescente demócrata y rebelde, sin llegar a airado. Efectivamente, el dinosaurio todavía estaba allí, pero por poco tiempo. Se fue por la Barranquilla o al Valle de los Caídos, le pusieron encima una piedra de mil quinientos kilos de granito y hasta hoy. Ni siquiera resucitó al tercer año como deseaban Vizcaíno Casas y los cien mil franquistas que perpetuaron la memoria del venerado dictador. Con emoción y lágrimas en los ojos o, sencillamente, por no perderse la cita con la historia, enormes colas de españoles desfilaron durante horas delante del Caudillo de cuerpo presente. Una España lloró a Franco, otra España brindó con champán por la muerte del caimán y la tercera España soñó con vivir en un país decente, con libertad sin ira, mientras quizá acariciaba el deseo de no tener que ir a Londres a abortar ni a Perpiñán a ver el culo de Marlon Brando y a Maria Schneider sin bragas. Yo era de la tercera España, pero yo en realidad no tenía ni idea de lo que era ni de lo que se me venía encima. A mis 14 años, con una infancia rural andaluza iluminada con un candil, bajo cuya luz titubeante aprendí a leer, creía que Franco era un hombre bueno, el mejor y más ejemplar de los españoles. En casa no se hablaba de política. Yo había tenido dos abuelos: uno falangista a carta cabal y el otro republicano sin aspavientos, esto lo supe después. Mis padres poco sabían de política, pero sufrieron desde niños la ofensiva de la peor España, la del señoritismo, esa fiesta perpetua tan andaluza. No es por hacer pornografía sentimental pero mi padre aprendió la a y la e y la i mientras guardaba los cerdos y un maestro de los de entonces, de los de la mucha hambre, le iba introduciendo en los secretos del alfabeto. Tenía cinco años y se levantaba a las seis de la mañana. A los cinco años, mi madre también hacía faenas varias, en un tiempo en que tenía un solo vestido. Un día se lo comió una cabra, en fin, menuda historia. Esa es una España, no sé si de las dos o de las veintidós, de los años de aquel Franco al que en el 1975 unos lloraban con sinceridad mientras otros, más listos y también más necesarios, se reprimían para no quedarse en el andén del futuro.

Yo tenía catorce años y un completo desconocimiento de las cosas de la vida pública, era un ejemplo acabado de aquello que con tanto afán cultivó el régimen: el apoliticismo, coronado con la genial frase cínica del propio Franco: «Haga usted como yo, no se meta en política». En septiembre había ingresado en el instituto de bachillerato Luis Barahona de Soto de Archidona, mi pueblo, como integrante de la promoción que estrenó el BUP. Cuando apenas dos meses después la radio y la televisión transmitían el lento apagarse de la vida de Franco, y en las casas y las calles se hablaba de la cuestión con más inquietud que esperanza, empezaba a hacerme cargo de que aquello iba a cambiar, quién sabía de qué manera. Me extrañaba que los compañeros del instituto, sobre todo los de cursos superiores, asistieran al desenlace de aquella obra con espíritu festivo, expresando la aversión hacia un personaje que en mi incultura, ya digo, creía modélico. Tardé muy poco en ponerme al tanto en la materia, de manera que al cabo de unas semanas era ya un sincero antifranquista. Eso sí, el día del entierro, en la solemnidad del hecho histórico, seguido a través de Radio Nacional, lloré sinceramente, lo que mi padre me ha recordado de vez en cuando como señalándome un pecadillo. En realidad, más que al pesar por el hombre muerto, que también, mi llanto, sereno, tenía más que ver con la pasión por el gran acontecimiento, que es un tic que no he perdido.

Era domingo y a las tres, Iñaki Gabilondo, entonces joven director de Radio Sevilla de la SER, leyó un folio o improvisó un comentario en el que aludía al importante momento histórico que se inauguraba en España. Y José María García, en Carrusel deportivo, expresó un pesar que en el recuerdo se me antoja sincero.

En los meses siguientes la vida fue transcurriendo con la cadencia con que pasan las cosas en la adolescencia. En la memoria se me quedaron grabadas estampas deportivas y sentimentales antes que el discurrir a galope histórico de la noble causa política. El Atlético de Madrid ganó la última copa del Generalísimo, ya presidida por el Rey, al derrotar al Zaragoza por uno a cero, gol de mi ídolo de la infancia, José Eulogio Gárate. Francisco Umbral, que estaba a punto de convertirse en mi ídolo de la adolescencia y la primera juventud, ganó el premio Nadal con su novela Las ninfas. Un payaso genial, conocido en el siglo y en su oficio como Fofó, nos dejó y su mutis me conmovió más que la escapada por el telón de la historia del general gallego. Desde la televisión nos invitaban a ahorrar energía, porque «aunque usted pueda pagarlo, España no puede». A sus catorce años la gimnasta rumana Nadia Comanecci asombró al mundo en los Juegos Olímpicos de Montreal al conseguir nueve medallas, cinco de ellas de oro. Y en España, la noche en que se conoció el nombramiento de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno era sábado y se estrenó en TVE el programa Palmarés. Los telespectadores se asombraron con las piernas infinitas y el ritmo descaradamente sensual de Bárbara Rey.

El destape fue el Dorado de la Transición, una fiebre de varias primaveras vivida intensa y gozosamente, se supone que con mayor gusto por los hombres, porque ellos, nosotros, fuimos los principales destinatarios de un diluvio de imágenes calientes que venían a corregir una sequía de cuarenta años de forzada abstinencia. Para un adolescente como yo, aquello fue un paraíso de traseros memorables, pechos de oro y almendra y bragas fantasiosas. La revista Interviú desnudaba a las mujeres más deseadas y en el cine las actrices más deslumbrantes comentaban que ellas solo se desnudaban si lo exigía el guion. Ah, pero el guion era muy exigente y sus reclamos siempre eran de cama. En aquellas películas, tan alejadas de la nouvelle vague, vimos a Nadiuska, Eva Lyberten, María Luisa San José, Victoria Vera o Ágata Lys. No era exactamente un paisaje feo para un adolescente. A propósito de estas quimeras de lujuria y erótica del poder escribió Umbral:

Vuelve el mini-short, el pantalón caliente, aquella prenda escueta y grácil que se pusieron ellas en verano. Hasta Carmen Díez de Rivera dicen que se va a poner el hot-pant. De modo que todos estamos cachondos y ha empezado el besuqueo preelectoral. Las elecciones van a ser un juego de prendas y el personal político ya ha empezado a quitarse la ropa.

Con la Transición llegó la prensa libre, todo ello en medio de una impresionante crisis económica, incontables huelgas, la compañía inseparable del terrorismo, de extrema izquierda y de extrema derecha… Al volver la esquina, en Madrid esperaba una primavera municipal en la que brotaría la Movida, epifenómeno urbano juvenil, expresión alegre a contrapié del gris estanco del franquismo.

La Transición no estaba escrita

El proceso que en la segunda mitad de los setenta condujo a España a la democracia no fue obra de un único autor, ni un solitario jugado desde el poder para que todo siguiera igual al lampedusiano modo. Nada fue lo mismo desde 1976, las cosas cambiaron muy lentamente o muy rápidamente, según las expectativas. Los ciudadanos, gobernados con mano férrea, se acostumbraron a que su voz tuviera eco y a que las bocas y las rotativas respiraran con regularidad y sin sustos. No fue el milagro español, como alardearon los más febril e infantilmente satisfechos, pero tampoco una chapuza ni una traición a los vencidos de la Guerra Civil como ahora proclaman quienes hablan del régimen del 78 para referirse al edificio levantado durante unos años de emociones políticas y miedo escénico.

Los críticos a la totalidad de la Transición olvidan que Franco murió en la cama de un hospital y no víctima de una emboscada revolucionaria. No fue derrocado por sus opositores, sino por la naturaleza. Y en la España que él dejó, como se demostró, no todo estaba atado y bien atado, pero tampoco estaba manga por hombro, en descuidada anarquía, para facilitar que algún avispado revolucionario o reformista sin mácula se pusiera a los mandos de la nave y nos condujera por los transparentes mares de una democracia sin pecado original.

La acusación más sostenida por los refutadores de la Transición es la que alude a que se hizo un pacto de amnesia para olvidar los crímenes de los franquistas durante tres años de guerra y treinta y seis de posguerra, en tanto los vencidos cargaban con la humillación de una segunda derrota. Pero los gritos de «amnistía, amnistía» conformaron la banda sonora de aquellos años y no como una reivindicación de las derechas, sino como una exigencia innegociable de la izquierda. Como han apuntado historiadores conservadores, pero también otros progresistas, da la impresión de que algunos consideraran que en la Transición tenían que ganar la guerra los que la habían perdido en 1939, como si se disputara la segunda vuelta de la contienda civil. Pero aquella guerra ya estaba jugada y ganada, o perdida, y para poco valían las ensoñaciones como no fuese para poner obstáculos en el entendimiento de las dos Españas, que en realidad eran más de dos. Quienes creen que se debieron juzgar en 1976 los crímenes de los treinta y nueve años anteriores tendrían que explicar qué sistema pensaban usar, de qué mecanismos se hubieran valido para realizar ese proceso. El verdadero poder fáctico era en aquellos años el ejército, en silencio y aparente estado ausente mientras tocara, pero preparado para intervenir tan pronto como fuera preciso. De los noventa y cinco generales de brigada que formaban las Fuerzas Armadas, setenta y ocho habían hecho la guerra; todos los generales de división eran radicales de derechas y los cuatro tenientes generales votaron en contra de la ley para la Reforma Política. El ejército, franquista hasta la médula, era la institución que menos había evolucionado en el transcurso de los años. ¿Es imaginable que algún gobernante hubiera podido poner en funcionamiento el aparato judicial para perseguir a los culpables entre los vencedores estando muchos de ellos, con seguridad, en el propio ejército o en su área de influencia? Entonces no se pedía siquiera que se abrieran las fosas en que estaban enterrados los asesinados por el franquismo. Pero han pasado los años y seguimos ante una asignatura pendiente, por falta de voluntad política y de fondos económicos. Si tanto tiempo después no se ha logrado un objetivo tan humano, tan justo y tan irrenunciable, es que no sería tan fácil. Pretender que se hubiera realizado con el Partido Comunista de España tocando a las puertas de la legalidad y los militares haciendo planes para asaltar el Congreso es más una tontería que una ingenuidad. Teodulfo Lagunero, fiel compañero y amigo de Santiago Carrillo en el exilio, ha reflexionado en sus Memorias[1] sobre el cambio producido tras la Transición:

Este cambio radical de España en todos los órdenes –y evidentemente para mejor– es la realidad de lo que se ha conseguido con la Transición. ¿Se hizo bien? ¿Pudo hacerse mejor? Se hizo como se pudo, y no hay más cera que la que arde. Los nostálgicos de la ruptura saben que esta, como ellos la entienden, no fue posible porque el pueblo español no estaba por la labor. Esas masas que se movilizaban contra el régimen, no eran las mismas que estuvieron dispuestas a enfrentarse al fascismo en 1936. No hay que darle más vueltas.

El de la Transición es un cuento, a veces feliz, a veces inquietante que adquiere sentido a partir de la presencia callada y obsesiva de la Guerra Civil, lobo feroz que inteligentemente mantiene vivo durante décadas el franquismo. La Transición, Caperucita de la democracia, nace y vive en un periodo histórico marcado por la incertidumbre, por el miedo y también por el deseo de conseguir que España se incorporase a la normalidad de sus vecinos europeos. Durante muchos años nuestro país había quedado apartado del inventario político occidental hasta el punto de ser relegado a la categoría de extrañeza pintoresca y anomalía autocrática. El relato de la Transición se fue escribiendo al tiempo que se desarrollaban las obras de desmontaje del régimen franquista y fue una historia seguida en vilo por la sociedad española, tan afanosa por conquistar tierras democráticas como desconocedora de los materiales con que construir el nuevo sistema. No había día sin emoción, sin estremecimiento, sin el temor de que el edificio político se viniera abajo.

La Transición se vivió como una gesta y así fue exportada a algunos países latinoamericanos. Los europeos, que suponían que volveríamos por los fueros guerracivilistas, nos observaron con curiosidad y luego con admiración. Todo ello llevó a la autocomplacencia a los protagonistas de aquel proceso. No faltaron ya en ese momento los relatos críticos, aunque ha sido en los últimos años cuando se han hecho más frecuentes los discursos de quienes argumentan que la Transición fue una traición a los perdedores de la Guerra Civil. Para estos críticos, todo quedó en un pacto de las élites del régimen anterior con una oposición vendida o medrosa ante el lobo franquista.

En este libro defiendo la tesis de que la Transición es el logro más importante, atendiendo a su desarrollo y a lo perdurable del sistema engendrado a partir de él, de la España del siglo XX. Un siglo convulso, con más sombras que luces, con dos dictaduras, con una guerra que sembró el país de muertos y odio para décadas y una república que fue la gran apuesta en busca de una España mejor y más justa, pero que quedó frustrada por la fiereza y resentimiento de las derechas y también por los errores y ceguera de la izquierda. A partido jugado, a fuego extinguido, las opiniones no están condicionadas por el fragor del momento, por lo que son a la vez más libres y más cómodas. Distintos partidos, intelectuales, asociaciones de la sociedad civil y politólogos se han propuesto demoler el edificio de la Transición democrática. Así, Juan Carlos Monedero, uno de los fundadores de Podemos, decía en 2015, en el programa de televisión La tuerka:

El simpático arribista y obsequioso con el poder Adolfo Suárez le lavó la cara a un país que necesitaba que le dijeran que hizo más de lo que hizo, donde las impotencias cruzadas de los franquistas y los demócratas se zanjaron en una reforma pactada que sobre todo en el campo de la izquierda necesitaba alguna mentira para ser digerida. Esa mentira la brindó Suárez. Este país que se acostó franquista y se levantó demócrata le regaló a los franquistas el honor de apuntarse el tanto de la democracia, pero no es verdad, la democracia no la trajo ni Suárez, ni el Rey, ni Felipe González, ellos solo lucharon por su puesto de trabajo.

Con un argumentario similar al esgrimido por Monedero, pero desde la derecha, Enrique de Diego, en su libro La monarquía inútil[2], dibuja las que, a su juicio, son las líneas que conforman la Transición. Sobre De Diego ha dicho humorísticamente el Gran Wyoming que «es un periodista tan de derechas que hasta lo echaron de Intereconomía». Estas son sus palabras:

Lo que se denomina como el pacto de la Transición, que da lugar al llamado consenso de la Constitución de 1978, es el acuerdo de todos los partidos políticos en no cuestionar la monarquía, en asegurar el puesto de trabajo (vitalicio y hereditario) de Juan Carlos y la familia Borbón. El denominado pacto constitucional puede resumirse en la evitación del referéndum monarquía o república. […] Toda la Transición, en origen, se plantea como un abrumador neocaciquismo monárquico. A fuerza de derroche y de generar una gigantesca estructura burocrática y partidaria se consigue el objetivo de que el monarca quede fuera del debate, porque en todo se podía ceder menos en ese punto.

Estudiar la historia como una cuadrícula de líneas imaginarias, procurando que no quede por encajar ninguna pieza en el puzle es una tarea inútil. Pretender formatear el sentido de las cosas que ocurrieron hace cuarenta años en un país que todavía no era este país para llegar a proposiciones políticas que permitan sustentar un proyecto ideológico en el presente es jugar con trampa. La España de 1976 no era un territorio enaltecido por la pasión política, sino más bien un país que tendía a la asepsia y que desconfiaba de los partidos y sus líderes. ¿Cómo iba a ser de otro modo después de casi cuarenta años de pedagogía franquista? El ciudadano medio de aquel tiempo, suponiendo que tal cosa exista, y existe, se movía entre dos polos: el recuerdo vivo de la guerra y la primera posguerra y el descrédito de la política como oficio. No era fácil ser inmune a las prédicas del poder día tras día, tras mes, tras año, tras década. Claro está que existían muchos luchadores contra la dictadura, valientes y concienciados ciudadanos para los que la política era un arma para cambiar las cosas, pero no era esa la España mayoritaria que hubiera podido protagonizar la ruptura. El informe FOESSA (Fundación para el Fomento de Estudios Sociales y Sociología Aplicada) de 1975 señalaba que un 80% de los ciudadanos creía que lo más importante era mantener el orden y la paz. El sociólogo Víctor Pérez Díaz, que ha impartido clases sobre la Transición en prestigiosas universidades internacionales, además de escribir un libro sobre la cuestión, España puesta a prueba[3], ha señalado que el análisis de la cultura ciudadana de los españoles antes de la muerte de Franco mostraba un amplio desinterés por la política, con la presencia incluso en el discurso de fuertes factores de carácter autoritario, y eso pese al proceso real de modernización que se había producido en el país desde los años sesenta. Al fantasma del desorden público recurrió el régimen y luego el búnker y sus aledaños en los años posteriores al fallecimiento del dictador. Quien tenga memoria de aquel tiempo recordará que desde los órganos conservadores y ultraconservadores manaba una suerte de consigna que caló en importantes capas de la sociedad. La idea prevalente era que con Franco vivíamos en paz y orden y que con la democracia había llegado el desarreglo, cuando no la anarquía. El miedo a salir de noche se convirtió en una expresión de uso común, incluso fue el título de una película, y quizá se creó entonces esa penosa expresión referida a los delincuentes según la cual por una puerta entran y por otra salen. La llamada España real, si por esta se entiende la sociológicamente mayoritaria, andaba por esos derroteros en los años del tardofranquismo. La memoria es frágil, pero las hemerotecas, reveladoras. Este es un fragmento del editorial que publicaba el diario El País el 20 de noviembre de 1976, un año después de desaparecido el general Franco. En él se hace un acercamiento al personaje histórico, contextualizando su papel como generador de orden, ese orden que está en el imaginario ciudadano como el gran logro del autoproclamado Caudillo:

El dictador se limitó en principio a hacer aquello para lo que había sido llamado: poner orden en un país caótico y temerariamente abandonado al vértigo de la historia. Lo hizo a su modo, expeditivo y elemental. […] La tranquilidad en las calles era obvia, fue obvia por lo menos hasta la aparición del terrorismo. Eso permitió un sosiego en el trabajo y un adormecimiento de las clases dirigentes. La tranquilidad y el orden tuvieron además la contrapartida de las cárceles, el exilio y las persecuciones. […] La tranquilidad permitió además la reconstrucción material primero y el enriquecimiento económico después de un país destrozado por la Guerra Civil. Franco tuvo la suerte de incorporarse aun desde fuera al boom del desarrollo europeo de los sesenta. […] Bajo Franco se reconstruyó la infraestructura nacional y se multiplicó la renta individual de los españoles. No gracias a él o a pesar de él, sino bajo su mandato, y cualquier análisis no parcial que pretenda hacerse de la era franquista ha de reseñar ese hecho.

Javier Pradera, intelectual ya fallecido, ligado a la actividad clandestina durante la dictadura, desde su detención y encarcelamiento en los conocidos como sucesos de 1956, y miembro destacado del diario El País desde su fundación, entre otras muchas actividades, como la codirección junto a Fernando Savater de la revista Claves de razón práctica, ha dedicado agudas reflexiones a la Transición en un libro reeditado tras su muerte[4], en el que interpreta el tardofranquismo como una obra en marcha y no como un plan preestablecido:

A la muerte de Franco, el repertorio de posibilidades históricas y políticas no era ilimitado, pero sí muy amplio. La situación geoestratégica de España y la herencia del pasado marcaban las fronteras, interiores y exteriores, de cualquier proyecto –de transformación o involución– imaginable en aquellos momentos. Sin embargo, las variantes concebibles dentro de ese marco eran muy numerosas, desde una república rupturista hasta una monarquía continuista. Al principio de la partida inaugurada con el fallecimiento de Franco, el juego no estaba hecho, ni las cartas marcadas. […] La Transición es una etapa histórica animada por la interacción de múltiples centros autónomos de poder, cuyos actores fueron numerosísimos y donde la participación popular y las movilizaciones de masas alcanzaron una importancia decisiva. Mención aparte merece la labor realizada por los medios de comunicación en defensa de los valores democráticos y la crítica del continuismo franquista durante las fases iniciales de la Transición, con medios como El País o Cambio 16 que ayudaron a romper el oligopolio de la prensa conservadora colaboracionista.

En un sentido similar se expresa el historiador Santos Juliá, conocido por sus trabajos sobre la España del siglo XX y experto internacional en la figura de Manuel Azaña, para quien una de las claves positivas de la Transición fue que «del Rey abajo a nadie se le preguntó por su pasado con tal de que estuviera dispuesto a colaborar en el presente»:

La potencia del mito de la reconciliación resultó un relato que daba sentido al futuro y eso hizo que todo el mundo viniera a abrevar en sus aguas. Los políticos, desde los azules a los rojos de antaño, descubrieron el placer de encontrarse y presumieron de un alto grado de integración institucional. […] La Transición fue menos excitante que una revolución o que una fiesta, pero fue mucho más eficaz y duradera en su capacidad de integración y en la solidez de sus resultados. En este nuevo clima político y moral resultó relativamente fácil inaugurar una original política de integración y solidez de sus resultados.

Que la puesta en marcha de los mecanismos de reforma del sistema franquista estuvo protagonizada por personalidades del régimen anterior es obvio. Los actores iniciales del cambio, empezando por el monarca, son franquistas. Son franquistas, más o menos moderados, los que copan los puestos relevantes de la Administración; los antifranquistas están en el exilio, exterior o interior, lejos, en todo caso, de los mecanismos donde se deciden las cosas. Son los Fernández Miranda, los Suárez, los Osorio, los Areilza, los Martín Villa quienes desde dentro empiezan a transformar las estructuras de la dictadura. Pero esos cambios no hubieran sido posibles sin la presión constante de la oposición, organizada sindicalmente a través de CCOO y articulada desde fuera por el PCE de Santiago Carrillo. La calle, que ya desde mediados de los sesenta había sido escenario de numerosas manifestaciones y revueltas, se tornó vendaval que removía los cimientos fosilizados del franquismo. Esa urgencia de la calle impulsó y profundizó la Transición, acortando las fases. En ese contexto, la legalización del PCE fue un hecho fundamental. Al reparto de la reforma, además de los iniciales e inexcusables actores franquistas, fueron incorporándose Santiago Carrillo, Marcelino Camacho, Ramón Tamames, Felipe González o Enrique Tierno Galván. De ellos y de millones de españoles es el éxito de aquella aventura colectiva.

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185 S. 9 Illustrationen
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