La señorita Pym dispone

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Aus der Reihe: Hoja de Lata #13
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La señorita Pym dispone
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LA SEÑORITA PYM DISPONE










JOSEPHINE TEY



LA SEÑORITA PYM

DISPONE



TRADUCCIÓN DE PABLO GONZÁLEZ-NUEVO









SENSIBLES A LAS LETRAS, 13



Título original:

Miss Pym Disposes



Primera edición en Hoja de Lata: abril de 2015



Tercera reimpresión: enero de 2022



© The National Trust for Places of Historic Interest and Natural Beauty, 1946



© de la traducción: Pablo González-Nuevo, 2015



Imagen de cubierta: detalle de

Wiltshire Landscape,

 Eric Ravilious, 1937



© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2015



Hoja de Lata Editorial S. L.



Avda. Galicia, 21, 4.° E, 33212 Xixón, Asturies



info@hojadelata.net

 /

www.hojadelata.net



Edición: Hoja de Lata Editorial S. L.



Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu



Corrección de pruebas: Tania Galán Álvarez



ISBN: 978-84-18918-33-9

Producción del ePub: booqlab



Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.



La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.




ÍNDICE





Capítulo 1







Capítulo 2







Capítulo 3







Capítulo 4







Capítulo 5







Capítulo 6







Capítulo 7







Capítulo 8







Capítulo 9







Capítulo 10







Capítulo 11







Capítulo 12







Capítulo 13







Capítulo 14







Capítulo 15







Capítulo 16







Capítulo 17







Capítulo 18







Capítulo 19







Capítulo 20







Capítulo 21







Capítulo 22







1



El timbre comenzó a sonar. Metálico, insistente, enloquecedor.



El estruendo se abría paso a través de los pasillos, arruinando la hermosa paz de la mañana. Desde cada uno de los amplios ventanales, el ruido brotaba como un caudal de agua imparable hacia la quietud de los jardines levemente iluminados por el sol, en los que la hierba aún estaba cubierta de rocío.



La menuda señorita Pym se revolvió entre las sábanas, abrió tímidamente uno de sus ojos grises y se estiró para buscar a ciegas su reloj de pulsera. No estaba por ningún lado. Abrió el otro ojo. Tampoco encontraba la mesilla de noche. No, claro que no, ahora se acordaba. No había mesilla de noche en su habitación, como había podido comprobar la noche anterior. Había tenido que colocar el reloj bajo la almohada. Siguió buscando a tientas. ¡Por amor de Dios, menudo escándalo está montando ese timbre! ¡Algo obsceno! El reloj no estaba bajo la almohada. ¡Pero tiene que estar ahí! Levantó la almohada dejando al descubierto un pequeño pañuelo de lino adornado con un pícaro bordado en tonos azul y blanco. La volvió a poner en su sitio y miró en el hueco entre la cama y la pared. Sí, ahí había algo parecido a un reloj. Colocándose boca abajo y estirando el brazo consiguió alcanzarlo. Con cuidado lo recogió con la punta de los dedos pulgar e índice. Si se le cayera ahora tendría que salir de la cama para poder cogerlo. De nuevo se tumbó de espaldas aliviada mientras sostenía, triunfante, el reloj entre sus manos.



Las cinco y media, según el reloj.



¡Las cinco y media!



La señorita Pym contuvo la respiración y contempló la esfera con incrédula fascinación. No es posible. ¿Qué clase de colegio, por riguroso que sea, comienza su actividad a las cinco y media de la mañana? Sin embargo, cualquier cosa era posible en una comunidad que prescindía de lámparas y mesillas de noche. ¡Pero, las cinco y media! Acercó el reloj a su rosada y pequeña oreja para asegurarse de que no se había parado. Su tictac era constante. Echó un vistazo hacia el jardín que se podía ver por la ventana, detrás de su cama. Sí, sin duda era temprano. El mundo aún conservaba ese aire inmóvil y fantasmal propio de la madrugada. ¡Bien, bien!



La noche anterior, ante el umbral de su puerta, Henrietta le había dicho, alta y majestuosa: «Que duermas bien. Las estudiantes han disfrutado mucho de tu lectura, querida. Te veré por la mañana». Pero al parecer no había creído necesario mencionar el timbre de las cinco y media.



Bueno, al menos no tocaban por su funeral. Hubo una época en que también su vida había estado presidida por el sonido de los timbres. Pero eso fue hace mucho tiempo. Casi veinte años. Si actualmente sonaba alguno en la vida de la señorita Pym era únicamente cuando las yemas de sus dedos, de uñas delicadamente lacadas, tocaban la campanilla de la recepción de algún hotel. Al fin el estruendo se fue acallando hasta convertirse en un leve quejido, e instantes después en un hermoso silencio, y ella se dio la vuelta mirando a la pared y se acurrucó felizmente en su almohada. Desde luego no era su funeral. El rocío sobre la hierba y todo lo demás eran algo propio de la juventud, la radiante y deslumbrante juventud. Pues bien, toda suya. Ella aún podía disfrutar de otras dos horas de sueño.



Su cara sonrosada y redonda le daba un aire infantil. Su nariz era delicada y pequeña y sus cabellos castaños estaban enroscados, mechón a mechón, en un sinfín de rulos distribuidos por toda su cabeza. ¡Menuda guerra le habían dado aquellos rulos la noche anterior! Después del largo trayecto en tren, el reencuentro con Henrietta y la lectura con las alumnas de la escuela, había acabado extremadamente cansada. Su parte débil había tratado de convencerla de que al día siguiente, después de comer, emprendería el viaje de regreso; de que su permanente al fin y al cabo tenía solo dos meses de antigüedad y bien podía aguantar al menos una noche sin todos esos rulos. Pero, ya fuera por despecho hacia ese lado suyo más frágil —con el que a diario libraba una constante y encarnizada batalla— o por no decepcionar a su amiga Henrietta, se aseguró antes de acostarse de que todos y cada uno de los catorce rulos cumplieran su cometido aquella noche. Recordaba ahora la determinación de hacía tan solo unas horas (lo cual ayudaba a acallar cualquier remordimiento ante la modorra de la mañana que comenzaba) y aun así se maravillaba con la intensidad de su deseo de no defraudar a su amiga Henrietta. En la escuela, siendo alumna de tercero,

1

 había admirado a Henrietta, dos años mayor, de un modo algo exagerado. Henrietta había nacido para ser delegada y su mayor talento consistía básicamente en saber apreciar cómo el resto de la gente utilizaba el suyo. Y ese era precisamente el motivo por el que, habiendo abandonado la escuela para estudiar secretariado, en la actualidad ocupaba el puesto de directora en una escuela de educación física, una especialidad de la que no sabía nada en absoluto. Con los años había olvidado por completo a Lucy del mismo modo que Lucy la había olvidado a ella, hasta que la señorita Pym había escrito el Libro.



Así era como Lucy se refería a él: «el Libro».



Ella misma estaba aún sorprendida por todo el asunto del Libro. Su misión en la vida se había limitado hasta entonces a enseñar francés a colegiales. Pero tras cuatro años de docencia, el último de sus padres falleció dejándole una herencia de doscientas cincuenta libras al año, y Lucy se secó las lágrimas con una mano mientras con la otra entregó su carta de renuncia. La directora le había respondido, con envidia y una absoluta falta de compasión, que el valor del dinero sube y baja de forma imprevisible y que doscientas cincuentas libras no le dejarían mucho margen para permitirse llevar la vida culta y civilizada a la que la gente como Lucy estaba acostumbrada. Pero Lucy se mantuvo firme y alquiló un piso de lo más civilizado, lo suficientemente alejado de Camden Town como para estar muy cerca de Regent’s Park. Siguió dando clases de francés de forma esporádica para equilibrar el balance entre sus gastos e ingresos —o cuando se acercaba la hora de pagar la factura del gas— y dedicaba su tiempo libre a leer libros de psicología.

 



El primero lo leyó por curiosidad, pues le parecía un tema interesante. Los demás, para comprobar si el resto eran igual de estúpidos. Después de leer unos treinta y siete libros ya había llegado a desarrollar sus propias ideas sobre el tema, por supuesto muy diferentes a las expuestas en esos treinta y siete volúmenes. De hecho todos aquellos ensayos le habían parecido completamente absurdos y la habían enfurecido de tal modo que había comenzado a tomar notas donde refutaba sobre la marcha todas aquellas teorías. Ya que es prácticamente imposible hablar sobre psicología sin utilizar la jerga especializada —y careciendo además de terminología inglesa para ello— sus argumentos alcanzaban altas cotas de sutileza. No tanto, en todo caso, como para llamar la atención de ningún editor, de no haberse dado la circunstancia de que la señorita Pym hubiese escrito un día la siguiente nota en el dorso de un folio de uno de sus textos desechados (nunca había sido muy buena en mecanografía):





Estimado señor Stallard:







Le agradecería que dejara usted de escuchar la radio después de las once de la noche. Me resulta muy molesto.







Le saluda atentamente,







Lucy Pym





El señor Stallard, al que no conocía más que por su nombre —escrito en una cuartilla pegada a la puerta de su apartamento, en el piso inferior—, se personó ante su puerta esa misma noche. En su mano sostenía la carta abierta y no tenía un aire muy alegre, o eso le pareció a la señorita Pym, que tragó saliva varias veces antes de poder articular palabra. Pero el señor Stallard no estaba en absoluto enfadado. Al parecer, trabajaba como lector para varias editoriales y se mostró sumamente interesado en el texto que le había mandado, seguramente por error, en el dorso de la carta.



En otra época, cualquier editor habría mirado hacia otro lado ante la mera propuesta de publicar un libro sobre psicología. Sin embargo, el año anterior el público británico había hecho tambalearse al mundo editorial al hacer evidente su cansancio ante tanta obra de ficción y mostrando un repentino interés por temas más sesudos como la distancia entre la Tierra y Sirio o el significado intrínseco de las danzas primitivas de Bechuanalandia.

2

 Los editores se vieron de pronto obligados a tratar de satisfacer esta extraña sed de conocimiento por parte de los lectores y como resultado recibieron a la señorita Pym con los brazos abiertos. Es decir, fue invitada a un almuerzo con el editor jefe de un importante sello que culminó con la firma de su contrato. Eso había sido ya un golpe de suerte, pero la providencia también dispuso que no solo el público británico se hubiera hartado de tanta novela sino que también los intelectuales comenzaran a estar hartos de Freud y de toda su

troupe.

 Anhelaban algo nuevo y resultó que ese

algo

 fue Lucy. De manera que la señorita Pym se despertó una mañana siendo famosa y también convertida en la autora de un superventas. Tal fue su conmoción que ese día salió de su apartamento, se tomó tres tazas de café solo y se pasó el resto de la mañana sentada en un banco de Regent’s Park con la mirada perdida en el horizonte.



Durante meses su libro fue un

best seller

 y llegó a acostumbrarse a dar conferencias sobre su

tema

 ante los miembros de la sociedad más erudita, hasta que recibió la carta de Henrietta. En ella le recordaba los días de colegio que habían pasado juntas y la invitaba a pasar unos días en su escuela y a dar una charla a sus alumnas. Lucy ya estaba algo cansada de tanta conferencia, y la imagen de Henrietta se había diluido en su mente con el paso de los años. Estaba a punto de rechazar la invitación cuando recordó el día en que sus compañeras de tercer curso habían descubierto que su verdadero nombre era Laetitia, un oprobio que Lucy había mantenido en secreto durante toda su vida. Sus amigas se habían empleado a fondo divirtiéndose a su costa y ella había llegado a preguntarse si a su madre le habría importado mucho que se suicidara entonces, pensando que, a fin de cuentas, ella misma se lo había buscado al bautizar a su hija con un nombre tan pretencioso. Y entonces Henrietta había hecho su aparición abriéndose camino, literal y metafóricamente, entre aquella manada de salvajes humoristas. Sus comentarios fueron tan mordaces que cortaron de raíz cualquier amago de burla posterior, de manera que la palabra

Laetitia

 no volvió a pronunciarse y Lucy pudo regresar a casa y disfrutar de un buen trozo de pastel en lugar de arrojarse al río. Lucy, sentada en su civilizado y exquisito apartamento, sintió nuevamente cómo la antigua gratitud por Henrietta batía sobre ella en cálidas oleadas. Se puso a escribir y le comunicó que estaría encantada de pasar una noche con Henrietta (su innata cautela no había sido del todo abolida por aquel renovado sentimiento de gratitud) y que sería un placer hablarles de psicología a sus alumnas.



Y de veras había sido un gran placer, pensó mientras estiraba las sábanas para esconderse de la luz del día que entraba por la ventana. Sin duda, aquellas chicas conformaban la mejor audiencia de cuantas había tenido. Las filas de radiantes cabezas hacían que el austero salón pareciera un jardín recién florecido. Y, por si fuera poco, al finalizar le habían brindado un caluroso aplauso. Tras meses de corteses palmoteos por parte de la sociedad cultivada, resultaba agradable escuchar aquella sonora percusión. Sus preguntas también habían sido inteligentes. Aunque la psicología formaba parte del programa académico, como había podido comprobar en la sala común de las estudiantes, no había previsto tal curiosidad intelectual por parte de un grupo de jovencitas que supuestamente se pasaban los días trabajando su musculatura. Por supuesto, solo unas pocas le habían hecho preguntas, de modo que aún cabía la posibilidad de que las demás fueran bobas.



¡Qué maravilla! Esa misma noche volvería a dormir en su encantadora cama y todo esto parecería un sueño. Henrietta había insistido en que se quedase algunos días más y, durante un instante, Lucy incluso había valorado esa posibilidad. Pero la cena había sido como una bofetada. Alubias y arroz con leche no le parecía un menú muy inspirado para una noche de verano. Muy sustancioso y nutritivo y todo eso, no lo ponía en duda, pero no era el tipo de comida que deseaba repetir. Los miembros del claustro, le había dicho Henrietta, siempre comen lo mismo que las estudiantes. Y Lucy deseó que aquel comentario no fuera fruto de su modo de mirar la comida. Había intentado parecer entusiasmada ante la aparición de las alubias, aunque quizá después de todo no lo había conseguido.



—¡Tommy! ¡Tooo-mmy! Tommy, cariño, despierta. ¡Estoy desesperada!



La señorita Pym se vio definitivamente arrastrada a la vigilia. Aquellos gritos agobiados parecían resonar en su misma habitación. Después se dio cuenta de que la segunda ventana de su cuarto daba directamente al patio, de que el patio era pequeño y de que las conversaciones de ventana a ventana eran el método generalizado de comunicación. Permaneció tumbada, tratando de que el ritmo de su corazón volviera a la normalidad, atisbando por encima de los pliegues de las sábanas, más allá del bulto que formaban sus pies, hacia la ventana, que enmarcaba parte del edificio de enfrente. Su cama estaba colocada en una esquina de la habitación, con una ventana a su derecha, en la pared posterior, y otra que miraba al patio a su izquierda, a los pies de la cama. Y lo único que podía ver desde su posición, apoyada en la almohada y con la luz aún escasa que se colaba en el cuarto, era un ventanal medio abierto al otro lado del patio.



—¡Tommy! ¡Tooo-mmy!



Una cabeza de cabellos oscuros apareció en ese preciso instante en la ventana que la señorita Pym podía ver.



—¡Por el amor de Dios! —exclamó la cabeza—. Que alguien le lance algo a Thomas para que Dakers deje de armar semejante escándalo.



—¡Greengage, cariño, eres una bestia sin sentimientos! Se me ha roto un tirante y no sé qué hacer. Tommy me pidió ayer mi último imperdible para comer bígaros en la fiestecita de Tuppence. ¿Qué trabajo le habría costado devolvérmelo después? ¡Tommy! ¡Aaay, Tommy!



—¿Quieres callarte? —dijo otra voz, en tono más contenido.



Después hubo una pausa. Una pausa, imaginó Lucy, repleta de lenguaje no verbal.



—¿A qué vienen todos esos aspavientos? —preguntó la cabeza de cabellos oscuros.



—¡Silencio, te digo! ¡Ella está ahí! —Estas últimas palabras fueron declamadas en un desesperado

sotto voce.



—¿Quién está ahí?



—Esa mujer, la Pym.



—¡Qué tontería, querida! —De nuevo era la voz de Dakers, en tono agudo y rebelde; la voz alegre y confiada de una chiquilla consentida—. Está durmiendo en la parte delantera de la casa, con los privilegiados. ¿Crees que tendrá un imperdible de más si se lo pido?



—A mí me parece que ella es más de cremalleras —exclamó una nueva voz.



—¡Queréis callaros! ¡Os digo que está en l

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