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Aus der Reihe: Adentro #7
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Índice

Portada

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Créditos

Introducción

La vocación de la búsqueda

Búsqueda y necesidad

La búsqueda de sentido

La búsqueda del conocimiento

En busca de pan

La búsqueda de trascendencia

Tras el amado

La búsqueda de Jesús

Buscar y encontrar

El gran desafío

Biografía del autor

Notas


Colección dirigida por Luis López González

© SAN PABLO 2019 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)

Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

E-mail: secretaria.edit@sanpablo.es - www.sanpablo.es

© Josep Otón Catalán 2019

Distribución: SAN PABLO. División Comercial

Resina, 1. 28021 Madrid

Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050

E-mail: ventas@sanpablo.es

ISBN: 9788428561112

Depósito legal: M. 8.874-2019

Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid)

Printed in Spain. Impreso en España

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio sin permiso previo y por escrito del editor, salvo excepción prevista por la ley. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Ley de propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos – www.conlicencia.com).

INTRODUCCIÓN

En mi juventud leí con avidez el libro de Carlo Carret o He buscado y he encontrado. Era la respuesta a otro libro del periodista y escritor italiano Augusto Guerriero titulado Quaesivi et non inveni, que se podría traducir como «he buscado y no he encontrado». Carreto, impactado por esta lectura, quiso aportar su experiencia porque le parecía absurdo que la afirmación de Jesús, «buscad y hallaréis» (Lc 10, 9), no se cumpliera en la vida de tantas personas. ¿Qué Dios es ese que no se deja encontrar? ¿Acaso juega al escondite? ¿Intenta despistar justamente a quien le busca honradamente? ¿Da esquinazo a la primera de cambio? Un Dios así se contradeciría con su propia esencia: ser Vida, Luz, Amor.

Hoy, el número de los que han buscado y no han encontrado seguramente crece en Occidente. Jean-Paul Sartre, en su novela La náusea, retrata el vacío existencial que produce una búsqueda infructuosa de sentido: «Todo lo que existe nace sin razón, se prolonga por debilidad y muere por casualidad». A pesar de ello, los ciudadanos posmodernos no han renunciado a la búsqueda. Como nunca antes disponen de cuanto necesitan y, en cambio, su inquietud interior no se apaga. Buscan constantemente. No se conforman con lo que saben, poseen o viven. Algo los empuja a buscar nuevos horizontes, nuevas experiencias, nuevos retos.

En este contexto, surgen diferentes preguntas: ¿por qué buscamos?, ¿qué buscamos? y, tal vez la más difícil de responder, ¿toda búsqueda humana es, en definitiva, una búsqueda de Dios? Si bien no podemos dar por zanjado el debate con una respuesta definitiva, tampoco podemos olvidar las palabras de san Bernardo: «Dios es el único a quien nunca buscamos en vano, incluso si no se le llegara a encontrar». Mi propósito con el presente libro es animar a emprender el camino de la búsqueda y compartir algunas consideraciones que pueden llegar a ser buenas compañeras de viaje.

El capítulo introductorio, «La vocación de la búsqueda», pretende situarnos en el tema. Luego, guiados por las intuiciones de Simone Weil, repasaremos la relación entre «Búsqueda y necesidad». Impactados por la experiencia de Viktor E. Frankl en Auschwitz, analizaremos la fuerza de «La búsqueda de sentido». Ambientados en la biblioteca de Babel de Jorge Luis Borges nos adentraremos en «La búsqueda del conocimiento». Luego veremos cómo el Evangelio nos proporciona un ejemplo de la ambivalencia de la búsqueda: «En busca del pan». Seguidamente, ahondaremos en la búsqueda interior, la antesala de «La búsqueda de trascendencia». En el capítulo «Tras el amado» trataremos, a partir de los textos de el Cantar de los cantares, cómo, a veces, buscar y encontrar no van de la mano. El caso de Zaqueo nos permitirá entender en qué consiste «La búsqueda de Jesús». A través de algunos ejemplos de la historia y del relato de la Resurrección, en «Buscar y encontrar» nos daremos cuenta de que no siempre encontramos lo que buscamos y, sin embargo, encontramos lo que no buscamos. El libro concluye con «El gran desafío», la búsqueda de la autenticidad.

LA VOCACIÓN
DE LA BÚSQUEDA

Nos guste o no, nuestra vida está marcada por la búsqueda. Renunciar a ella implica ignorar una de las características que definen nuestra esencia. Una fuerza interior nos impele a no conformarnos jamás con lo que tenemos y, de la mano de la fantasía o de la acción, a explorar inusitados horizontes existenciales. Pronto caemos en la cuenta de que todo cuanto está al alcance de nuestros apetitos no logra saciar el afán por rebasar las fronteras de nuestro entorno. El deseo vuela alto, planea sobre territorios inaccesibles para nuestra cotidianeidad, se lanza sin prejuicios a recorrer las rutas situadas más allá de nuestra rudimentaria cartografía. Incluso cuando nos aposentamos en nuestras comodidades, no renunciamos a esta tarea; todo lo contrario, en el fondo buscamos seguridad.

Andamos de acá para allá con nuestro cuerpo o con nuestra mente. Incapaces de encontrar la meta de nuestro itinerario, deambulamos sin dar tregua a nuestra inquietud. El cazador busca su presa; el emprendedor, beneficios; el artista, inspiración; el escritor, palabras; el pensador, ideas; el amante, cariño...

«Necesitamos abrirnos».

Jamás llegamos a bastarnos a nosotros mismos. Si nos encerramos en nuestra limitación, desfallecemos. Nuestra individualidad no es un buen refugio donde guarecernos. Necesitamos abrirnos. Conscientes de ello, o no, nos escandaliza nuestra indigencia. Es el motor que nos lanza a la aventura, a salir en busca de lo que carecemos. Pero, paradójicamente, la contingencia que nos exilia de nosotros mismos, a su vez, nos hace vulnerables frente a lo exterior. Somos seres instalados en la precariedad e indefensos en un mundo inhóspito.

Entonces la gran trampa es buscar lo que realmente no somos. El poder, la reputación, la soberbia o la avaricia nos hacen olvidar por unos instantes cuán débil es nuestra naturaleza. Una imagen falseada de nosotros mismos, un instinto ególatra, maquilla nuestras deficiencias y nos hace vivir bajo el engaño de una ilusoria autoconfianza.

El amor propio se convierte en el centro de gravedad de nuestra existencia. Todo cuanto ocurre pasa a estar en función de nuestros intereses particulares. La búsqueda deja de ser un «salir de» para rebajarse a un simple deseo de apropiación. Este es el efecto más perverso de esta dinámica. Nos distrae del sentido genuino de la búsqueda. Desvía nuestra atención. En vez de partir de lo real, de los problemas que acarrea nuestra condición limitada, el punto de referencia es una percepción distorsionada de nosotros mismos. Sin vivir en verdad, toda búsqueda es en balde. Sin alcanzar el conocimiento de quiénes somos, jamás encontraremos el alivio a nuestras penurias.

El enaltecimiento ególatra nos hace despreciar la potencialidad de una realidad imperfecta. El espejismo de lo impecable desfigura la grandeza de lo cotidiano. Cautivos de una mentira, desdeñamos lo auténtico cuyo valor, a pesar de sus deficiencias, supera el de cualquier quimera.

Hay que aprender a buscar. Por más natural que sea esta inclinación humana, precisa ser purificada. Cuanto menor sea el lastre, tanto más lejos llegaremos en nuestra marcha. El caminante debe renunciar a fardos inútiles para avanzar en su recorrido. Asimismo, el desprendimiento aligera nuestra mente y nuestro corazón. Sin cargas, resulta más fácil acoger; sin ruidos, escuchar; sin prejuicios, valorar; sin ideas preconcebidas, entender... La búsqueda es una preparación. Puede ser una práctica que nos centre en nosotros mismos alimentando el afán de dominación, o bien nos puede descentrar y abrirnos a lo que aún no conocemos.

 

Una búsqueda purificada nos orienta casi sin darnos cuenta hacia una esperanza. Conforme nuestros intereses mezquinos dejan paso a las aspiraciones más profundas, se abre la posibilidad del encuentro. El hallazgo no es el final de la búsqueda, sino su fruto.

Entonces atisbamos una Realidad mayor que la mayor de nuestras expectativas; una Realidad sólida que sostiene y dota de significado nuestra existencia. Desde esta suave certeza entendemos nuestra indigencia, no como un defecto, sino como una oportunidad. Intuimos que nuestra limitación solo cobra sentido insertada donde no hay límite. Por ello, la finitud nos espolea hacia lo Infinito, la contingencia ansía el Absoluto y tenemos fundamentadas razones para sospechar que el riachuelo de la condición mortal acaba desembocando en el océano de lo Eterno.

Y esta Realidad sin límite, infinita, absoluta, eterna... no solo se deja buscar, sino que nos busca. Este es el mensaje que tantos exploradores de la existencia han captado en los textos bíblicos y en la persona de Jesús de Nazaret. Buscamos al que nos busca. Nuestra búsqueda es una respuesta a la intuición de sentirnos buscados.

BÚSQUEDA Y NECESIDAD

Un ser necesitado

Como hemos visto, buscar es una actividad característica del ser humano. Es connatural a nuestra condición. Vivir, en el fondo, es buscar. No nos conformamos con lo que tenemos a nuestra disposición. Siempre vamos más allá, anhelando lo que se nos escapa, comprometidos a no resignarnos con nuestra situación.

Sin embargo, los otros seres vivos también buscan. Las plantas crecen en la superficie guiadas por la luz solar y, en lo profundo, las raíces se adentran en la tierra para hallar el agua que las vivifica. Los animales buscan comida, seguridad y parejas con las que dar cumplimiento a la función reproductora.

Todo sujeto busca alimento, calor, reposo, aire puro, protección contra la violencia, alojamiento, vestido, higiene, cuidados en caso de enfermedad... Se trata de necesidades vitales, de requisitos que nuestra dimensión biológica reclama. Tal vez algunas de ellas sean más sofisticadas que las de los animales, porque a estos la propia naturaleza les deja cubiertas algunas necesidades a través de su cuerpo: la piel, el caparazón, el colmillo o las garras. En cambio, el ser humano tiene que recurrir a su ingenio para satisfacer un mínimo de requisitos que le permitan sobrevivir en un entorno determinado.

Ahora bien, a diferencia de los animales, cuanto menos en términos generales, la condición humana se caracteriza por otras necesidades que no atañen a su fisiología, sino que se desprenden de su mundo interior. Es lo que Simone Weil definió como las necesidades del alma1. Conciernen a la vida moral. Son tan terrenas como las necesidades físicas, porque, inscritas en la inmanencia, no es posible prescindir de ellas. Esto quiere decir que si no se satisfacen, el individuo queda prostrado en un estado de atonía que lo aboca a la muerte.

Así, analizar las necesidades del alma nos puede ayudar a entender cuáles son los objetivos de nuestra búsqueda. Buscamos lo que necesitamos. Explicitar nuestras necesidades es una manera de precisar la meta de nuestros anhelos y, en consecuencia, de calibrar nuestros esfuerzos y de replantear nuestras estrategias para alcanzar tales fines.

«Analizar las necesidades del alma».

Simone Weil, al final de su vida, reflexionó sobre esta cuestión para especificar las obligaciones del ser humano. En un momento en que se planteaba elaborar la declaración de los derechos humanos, advertía de la inutilidad de proclamar unos derechos sin aceptar previamente unas obligaciones que, a su vez, se desprenden de las necesidades humanas. El derecho a no pasar hambre, por ejemplo, tiene que ir parejo a la obligación de satisfacer una necesidad vital: dar de comer al hambriento.

La autora, para enmarcar la relación entre derecho, obligación y necesidad, insiste en diferenciar este último concepto de otro que se asemeja: el deseo. No es lo mismo una necesidad que un deseo, un capricho o un vicio. La necesidad es real; el deseo se gesta en la fantasía. Por ello la necesidad responde a unos límites y el deseo, en cambio, puede ser desmedido. Las necesidades están asociadas a cierta mesura. No ocurre lo mismo con los deseos.

Esta distinción resulta de gran relevancia cuando abordamos la cuestión de la búsqueda. Así, un avaro nunca tiene dinero suficiente. La gula nos lleva a comer desaforadamente, mientras el hambre propiamente dicha llega un momento en que queda saciada. Si la necesidad nos impele a buscar, el deseo nos condena a buscar compulsivamente, sin acabar nunca de encontrar lo que nos sacia. Ese es el gran espejismo de la búsqueda.

Para sortear dicho peligro, conviene entender que las necesidades se ordenan por parejas de contrarios y deben combinarse en equilibrio. Por ejemplo, todo individuo necesita alimentarse, pero también un intervalo de ayuno para digerir la comida. Lo mismo podríamos decir del calor y del frescor, del reposo y del ejercicio... Eso que nos sucede con las necesidades físicas nos tendría que ayudar a entender cómo afrontar lo que Weil denomina las necesidades del alma. A su vez, analizar este paralelismo puede contribuir a orientarnos en nuestra búsqueda. Es decir, la enumeración de dichas necesidades nos permite identificar lo que estamos buscando.

Orden

Como seres racionales, necesitamos percibir un orden. El caos y la incoherencia nos desconciertan. Para sentirnos seguros, buscamos una lógica que ordene la realidad. Nos inquietan la desorganización y el desbarajuste. Nos desestabiliza no entender el sentido de los acontecimientos. El desorden nos produce desasosiego. No saber a qué atenernos nos abruma. Lo aleatorio nos desorienta y genera intranquilidad. Un accidente es lo contrario al orden.

«Lo aleatorio nos desorienta».

Nos sentimos más cómodos cuando todo está bajo nuestro control, cuando sabemos el porqué de las cosas e intuimos el orden que subyace tras la apariencia caótica de la sucesión de incidentes. Necesitamos conocer el guion que articula las diferentes escenas de la historia.

Por eso contemplamos con fascinación el universo. En palabras de Weil, una infinidad de acciones mecánicas independientes convergen para constituir un orden que permanece fijo a través de la variación. Amamos la belleza del mundo pues tras ella sentimos la presencia de algo análogo a la sabiduría que desearíamos poseer para saciar nuestro deseo de orden.

Descubrimos la equilibrada combinación de innumerables fuerzas ciegas que concurren en una unidad en virtud de algo que anhelamos sin comprender y a lo que denominamos «belleza». Si nos dejamos llevar por esta idea, seremos como aquel individuo que camina de noche sin guía, pero sin dejar de pensar en la dirección que desea seguir. Buscamos lo bello, porque nos evoca el orden.

Ahora bien, la búsqueda impulsiva del orden nos puede conducir a un perfeccionismo enfermizo. Obcecados por la norma, podemos acabar comportándonos de manera anormal y la escrupulosidad nos puede ofuscar de tal modo que perdemos la sensibilidad para gozar de la hermosura.

Además, el orden también nos puede constreñir. Cuando todo está regulado y encaja en un plan previo, no hay espacio para la improvisación ni para la creatividad. Buscamos el orden, pero tiene que combinarse con cierta dosis de descontrol. Si todo queda encasillado en estructuras rígidas, nos sentimos asfixiados. Necesitamos abrir caminos, proponernos explorar rutas nuevas, salir de las aguas tranquilas del orden para surcar mares desconocidos y escuchar lo inaudito, saborear lo insólito, gustar de lo inédito, acoger lo imprevisto.

Buscamos tanto la seguridad del orden como la seducción de la aventura. Descubrimos la belleza en la regularidad del canon y en el destello de lo excepcional. Satisfacemos nuestro anhelo de orden al captar la grandeza de lo ordinario, pero también la importancia de lo extraordinario.

Igualdad

Para Weil, la igualdad consiste en conceder el mismo grado de atención, dignidad y consideración a todo ser humano. Por inevitables que sean las diferencias entre los individuos jamás deben implicar un grado de respeto distinto.

Buscamos ser como los demás o, como mínimo, ser tratados como los otros. Incluso cuando hacemos gala de cierta originalidad, en realidad estamos haciendo méritos para despertar el interés en el resto. Nadie quiere ser excluido, marginado o aislado. Necesitamos ser aceptados y reconocidos.

Sin embargo, un énfasis excesivo en esta igualdad conduce al uniformismo. Entonces caemos en la monotonía del colectivo. Los matices se difuminan y todo acaba impregnado de un tono grisáceo que oscurece la vida. Nadie puede destacar, ni tomar la iniciativa ni tampoco discrepar de la opinión mayoritaria.

La igualdad que ansiamos se refiere al respeto y la igualdad que ignora las diferencias es una copia triste de la primera. Por eso, del mismo modo que buscamos la igualdad, necesitamos descubrir la singularidad de cada cual, aquello que le es propio. Cada individuo goza de unas peculiaridades que, a su vez, enriquecen al grupo.

Nuestra búsqueda se orienta hacia estos dos polos. Buscamos ser aceptados, pero sin renunciar a nuestra idiosincrasia. Si nos centramos en la primera dimensión, podemos acabar esclavizados por el conformismo, diluirnos en un colectivo que pierde humanidad para asumir un comportamiento mecánico, formal, protocolario, sin corazón. En cambio, el énfasis en el segundo polo –la diferencia– sin tener en cuenta el primero –la igualdad–, nos conduce irremediablemente a la extravagancia –esto es, a vagar fuera de los caminos– y, en consecuencia, a una soledad infecunda. El gregarismo puede condenarnos a desparecer en la masa; el personalismo exacerbado, a aislarnos de nuestros semejantes. La búsqueda debe conjugar estas dos dimensiones.

Libertad

Uno de los principales objetivos de la búsqueda de cualquier ser humano es la libertad. Para Weil consiste, en sentido estricto, en la posibilidad de elección. Ahora bien, en una vida en sociedad resulta inevitable que las reglas impuestas para el bien común limiten esta capacidad. También está constreñida por el margen de acción que dejan las fuerzas de la naturaleza. Además, solo es aplicable a los actos inocentes; en nombre de la libertad no se puede considerar lícito ningún atisbo de criminalidad. La naturaleza no nos exime de nuestra responsabilidad.

El ser humano sin libertad pierde uno de sus rasgos característicos. La naturaleza o la comunidad delimitan su espacio de maniobra, incluso pueden tender a anularla. Pero en el interior humano subsiste la voluntad de gobernar el propio destino, por adverso que resulte.

El poeta inglés William Ernest Henley (18491903) padeció a los doce años una enfermedad que le afectó a los huesos y, años más tarde, los médicos se vieron obligados a amputarle una pierna. Su amigo, el escritor Robert Louis Stevenson, se inspiró en él para crear el personaje del capitán Long John Silver en La isla del tesoro. Henley escribió el poema Invictus mientras debía permanecer postrado en la cama de un hospital. Es un canto a la libertad interior a pesar del acecho de las contrariedades.

Más allá de la noche que me cubre,

negra como el abismo insondable,

doy gracias al Dios que fuere

por mi alma inconquistable.

En las azarosas garras de las circunstancias

nunca he llorado ni pestañeado.

Sometido a los golpes del destino

mi cabeza está ensangrentada, pero sigue erguida.

Más allá de este lugar de cólera y lágrimas

donde yacen los horrores de la sombra,

sin embargo, la amenaza de los años

me encuentra, pero me encontrará sin miedo.

No importa cuán estrecho sea el camino,

cuán cargada de castigos la sentencia,

yo soy el amo de mi destino:

Soy el capitán de mi alma.

Un siglo más tarde, este poema acompañó a Nelson Mandela mientras permanecía recluido en una cárcel de Sudáfrica por su compromiso en la lucha contra el apartheid. Las palabras de Henley le ayudaron a sobrellevar la vida en prisión, confinado en una pequeña celda. Luego, le sirvieron de inspiración para conducir a la población negra de su país hacia una libertad política que requería previamente haber asumido la libertad interior.

 

Solo desde esta decisiva experiencia es posible vivir libremente. Pretender superar cualquier limitación externa es un deseo vano que nos puede conducir a la frustración cuando no, al desastre. Es la lección del mito de Ícaro, el hijo del arquitecto Dédalo, el constructor del laberinto. Pertrechado con unas alas de plumas sujetas con cera, pensó que no había techo para su vuelo. No atendió los consejos de su padre, se acercó demasiado al Sol, la cera se derritió y acabó desplomándose.

La búsqueda de la libertad tiene que ir unida a la búsqueda de la responsabilidad, la aceptación de un marco de reglas a las cuales nos debemos adecuar. Ahora bien, tal adecuación no implica sumisión ni servilismo. Es un acto que conlleva la reconciliación con la realidad. Implica el consentimiento, la conformidad, el reconocimiento de los límites de la propia libertad. Pero de ningún modo debe suponer la connivencia con la injusticia que subyace en estructuras y en costumbres.

La responsabilidad comporta la renuncia a la quimera de la libertad para construir un marco de convivencia justa. Mandela es uno de los grandes referentes en la defensa de los derechos humanos, pero primero tuvo que aprender a ser dueño de sí mismo para poder conducir a otros por las sendas del libre albedrío. Luchaba por mantener su libertad interior en un entorno opresivo. El fruto fue un alto grado de responsabilidad que le permitió guiar a todo un pueblo hacia una forma de organización respetuosa con la libertad de cada individuo.

Por otro lado, la responsabilidad, cuando nace de nuestra fantasía, nos puede abrumar. Entonces podemos sacrificar nuestra libertad en aras de una misión imaginaria que nos resta fuerzas y nos devora. Libertad y responsabilidad deben ir coordinadas. Buscar una sin la otra nos aboca a la bancarrota moral.

Verdad

Weil vivía preocupada por el efecto de la propaganda política de su época, en particular por los estragos realizados en las conciencias por parte del nazismo. Por eso, para defender la necesidad de la verdad, exigía la protección contra el error, la mentira, la falsedad y la sugestión, auténticos venenos de la salud pública en el dominio del pensamiento.

Seguramente Weil no conocía los términos «posverdad» o «fakenews», pero sí su significado. Su reflexión se centraba en las ideologías, algo comprensible en plena eclosión de los totalitarismos. Aun así, su pensamiento puede contribuir a que seamos más certeros en nuestra búsqueda personal.

Necesitamos la verdad, la buscamos, pero puede ser un espejismo de efectos engañosos. Solemos confundirla con una idea verosímil, que se adecúa a nuestros parámetros, que es acorde con nuestras expectativas. Y cuanto más precisa, o más exacta sea, más veraz nos parece. Nos esforzamos por encontrar pensamientos plausibles, merecedores de la aprobación de los demás, aunque no siempre sean fidedignos.

Muchas veces teñimos de veracidad cualquier idea para ganar apoyos. La revestimos de coherencia, la apuntalamos con argumentos contundentes, pero no deja de ser una ficción adornada de verosimilitud. En el fondo, nos deja hambrientos. No colma nuestra necesidad.

La verdad es indisociable de la sinceridad. Nos pone en contacto con lo real y no con el mundo imaginario que nos hemos construido para ocultarnos. Nos introduce en el ámbito de lo auténtico desde donde es posible construir nuestra identidad y un mundo más justo y habitable. La verdad es fecunda. Mentir al médico nos puede conducir a la muerte. Engañar a los demás y a nosotros mismos, a la gélida soledad.

Pero podemos aspirar a la verdad movidos por un propósito poco recomendable. Nos podemos obsesionar desde una actitud inquisitorial, donde las ideas son más importantes que las personas. Se da por hecho el falso testimonio del interrogado, pero también la legitimidad de nuestras indagaciones. Entonces actuamos como animales de rapiña ansiosos por arrancar la verdad a unas víctimas desamparadas.

O podemos banalizar la verdad hasta convertirla en materia prima de nuestros chismes y chascarrillos. Confundimos la búsqueda de la verdad con la curiosidad malsana de las habladurías y las murmuraciones. La obstinación en buscarla nos puede alejar del lugar donde realmente se encuentra: en el individuo concreto. Creamos una imagen falsa que, por más creíble que resulte, convierte a las personas en ídolos o en fantoches.

«Humildad para aceptar lo real».

Y del mismo modo que buscamos la verdad, necesitamos el secreto, el pudor, la discreción. Para preservar la verdad, debemos protegerla con la reserva pertinente. No siempre estamos en disposición de conocerla, hace falta un proceso interior previo para acogerla y asimilarla convenientemente. Solo la encontraremos si accedemos a ella desde el respeto. De lo contrario, la distorsionaremos con nuestros prejuicios y expectativas. Las grandes verdades reclaman una preparación previa, un ayuno de ideas y de deseos, la humildad para aceptar lo real, la renuncia al control. Entonces la verdad crece en nosotros como una planta que ha encontrado tierra fecunda.

Soledad

Al referirse a esta necesidad, Simone Weil es muy parca: «El alma humana necesita, por un lado, soledad e intimidad, por otro, vida social». Ella se encontraba en una situación muy particular: exiliada en Londres lejos de su familia y de su amada Francia. Vivía, o sufría, la soledad de una manera especial. En sus escritos confiesa la añoranza que sentía por su país y por sus seres queridos. Estaba totalmente dedicada a escribir sobre el futuro de una Francia liberada de los nazis, un trabajo en solitario que acabó con su frágil salud.

A pesar de lo conciso de su pensamiento, encierra una enorme sabiduría. El ser humano necesita espacios de soledad donde cultivar su mundo interior, donde poder escucharse, donde aprender a conocerse, donde asimilar cuanto ha vivido y preparar lo que espera vivir. Es un espacio de intimidad, reservado a la propia privacidad, pero que, de ningún modo, pretende desentenderse de los demás. La soledad, la relación con uno mismo, el silencio interior y exterior contribuyen a crear la atmósfera para sintonizar con lo más profundo de la persona y, desde allí, salir al encuentro del otro, acogerlo, entenderlo, amarlo.

El peligro es convertir la soledad bien en un castigo, bien en una expresión de egoísmo. Buscamos momentos de soledad para crecer, pero, en ocasiones, la soledad impuesta –o autoimpuesta– es un suplicio. La soledad no buscada puede ser una maldición. O, por el contrario, la oportunidad de salir de nosotros mismos, de dejarnos de buscar e ir al encuentro del otro, aunque esté lejos. Eso es lo que hizo Weil con sus innumerables cartas y con sus propuestas. Desde la nostalgia valoraba más a los otros; echaba de menos personas y vivencias y, en consecuencia, crecía su ansia por el encuentro. La lejanía, en vez de apagar el afecto, lo acrecentaba.

Pero la soledad puede convertirse en una manifestación de egoísmo, una expresión de cierto narcisismo que rechaza la relación con los otros. Determinadas compañías nos pueden resultar incómodas. Entonces nos aislamos, nos refugiamos en nuestra soledad convirtiéndonos en seres huraños y ariscos. Los demás nos molestan y renunciamos a su cercanía.

«La soledad y la vida social».

La soledad no tiene que nacer de la misantropía, sino de la simpatía, del querer estar cerca de los demás, aunque para ello, en ocasiones, haya que alejarse. La soledad nos prepara para la vida social. Buscamos la amistad, el amor, la compañía, las relaciones, conocer a otras personas. Esta es la vocación del ser humano. Solo relacionándonos con los demás llegamos a ser nosotros mismos. Mi identidad viene configurada en función de mis lazos con otras personas. Soy padre, hermano, primo, abuelo, hijo, maestro, paciente, vecino, amigo, amante, admirador, seguidor, alumno, médico, compañero... Soy en relación a otro.

Ahora bien, si únicamente soy mis relaciones, no soy nada. Necesito ser alguien, buscar quién soy. No me puedo resignar al papel que me ha sido asignado por la vida o por la sociedad. Soy mucho más. Debo seguir la instrucción del oráculo de Delfos: «Conócete a ti mismo». Y para conocerme, como diría Weil, debo combinar la soledad y la vida social. La primera sin la segunda sería condenarme al aislamiento, a la incomunicación, y traicionaría mi vocación como persona. La segunda sin la primera significaría participar en una especie de obra de teatro en la que se me ha asignado un personaje. Buscando la soledad, nos encontramos con los demás. Relacionándonos con los otros, descubrimos quiénes somos.

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