Atchús, el semáforo resfriado

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Aus der Reihe: Labericuentos
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Atchús, el semáforo resfriado
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Colección Labericuentos

Serie Naranja

Atchús, el semáforo resfriado

Colección dirigida por: Ana Belén Valverde Elices

Diseño de la colección: Más!gráfica

Ilustraciones: Sandra Aguilar

Primera edición: abril 2007

© Del texto: José Vicente Rojo

© 2007 EDICIONES DEL LABERINTO, S.L.

www.edicioneslaberinto.es

laberinto@edicioneslaberinto.es

Comercializa y distribuye LDL S.A.

Teléfono: 902 195 928 - Fax: 902 195 551

ISBN: 978-84-1330-804-3

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y trasformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

FICHA PARA BIBLIOTECAS:

ROJO ARNAU, José Vicente (1959-)

Atchús , el semáforo resfriado / José Vicente Rojo Arnau ; ilustraciones de Sandra Aguilar. – 1.ª ed.– Madrid: Ediciones del Laberinto, 2007

Encuadernación : rústica ; 64 p. ; il. col. ; 20 cm. – (Labericuentos. Serie Naranja ; 6. A partir de 5 años)

ISBN 978-84-1330-804-3

1. Vida cotidiana. 2. Solidaridad. 3. Sentimientos. 4. Educación vial I. Aguilar, Sandra, il. II. Título. III. Serie

087.5: Literatura infantil y juvenil

821.134.2-3 Literatura española. Novela y cuento


A Marta, mi princesa.

I

Un día, en la calle Peineta, el Ayuntamiento de la ciudad decidió instalar un semáforo. A los vecinos les pareció muy buena idea porque en esa calle había un cruce muy peligroso, tan peligroso que la gente prefería caminar más metros y cruzar por otro lado.

Después de muchas semanas, que acabaron convirtiéndose en meses, el semáforo estuvo dispuesto. Fue casi al final del verano.

Cumplía, desde el principio, perfec­tamente con su trabajo, dando el tiempo necesario para que los peatones, tanto si eran niños alocados como viejecitos cansados, cruzaran tranquilamente la calle.

Había veces que sentía el aprecio de las personas cuando al cruzar les oía decir:

—¡Menos mal que ahora está este semáforo! ¿Te acuerdas cómo era antes?, no se podía pasar por aquí.

Y ese cariño hacía muy feliz al semáforo.

Lo que pretendía hacer era cuidar a la gente, se enfurecía cuando algún peatón no le respetaba y desobedecía sus señales corriendo un insensato peligro. Y eso no era nada comparado con la rabia que le invadía cuando algún coche o alguna moto ruidosa pasaba tan rápida, saltándose su señal, que cuando iba a fijarse en su matrícula ya ni la veía.


Y después de ese enfado se entristecía, y se deprimía, tanto que a veces comen­zaba a llorar un poco y si alguien había debajo, esperando para cruzar, sus lagrimitas le caían encima, haciéndoles decir: ¡caramba, llueve y brilla el sol, qué curioso!

Pero lo que más le deprimía era el agente Toni.

El agente Toni era el guardia de tráfico encargado de las cuatro calles que componían aquella zona de la ciudad, pero todavía más, y peor, era el encargado de vigilar el buen funcionamiento del semáforo.

Y, la verdad, al agente Toni el semáforo le caía fatal. Cuando sus jefes le comunicaron que iban a poner un semá­foro en el cruce más peligroso de la calle, se lo dijeron con alegría:

—El semáforo te quitará mucho trabajo—. Pero Toni, airado y ofendido, con­tes­tó:

—Yo no necesito ayuda de nadie.

—Hombre, Toni, no seas así; a todos nos viene bien que nos echen una mano —le dijeron para tranquilizarlo, porque sabían que se tomaba su trabajo muy en serio.

Pero Toni a lo suyo:

—Que no, que no…, que no me convencerán de la utilidad de ese trasto.

Y es que los «trastos» no eran el fuerte del ajetreado agente Toni. Se le rebelaba la cafetera por la mañana cuando iba muy deprisa a desayunar. La tostadora achicharraba los panecillos, y la lavadora sacaba su ropa más mojada que un chaparrón. Las máquinas y él no eran muy buenos amigos.


—Vamos a hacer una cosa —le dijeron los jefes—, esperaremos un año y tú en ese tiempo nos pasarás informes de cómo funciona el semáforo y así com­pro­baremos si es necesario o no.

—Bueno…, pero ya digo yo que no, ese chisme no es necesario. ¿Cuántos informes tengo que hacer?

—Dos: uno en verano, y otro en invierno.

Ahora se estaba terminando el verano y el agente Toni tenía que reconocer que el funcionamiento del semáforo era excelente, y que su trabajo era mucho más descansado que antes.

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