Vivir para Cristo Eucaristía

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Vivir para Cristo Eucaristía
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VIVIR PARA CRISTO EUCARISTÍA

© Del texto, Fundación José Rivera

© De la edición, Ediciones Trébedes, 2020. Av/Portugal s/n, Centro Comercial Buenavista, Local 45, 45005, Toledo.

Diseño de la portada: Ediciones Trébedes

Correctora: María Alcaide Escalonilla

Nihil obstat. Censor: Alfonso Fernández Benito

Imprimatur. X Francisco Cerro Cháves, Arzobispo de Toledo, Primado de España. Toledo, 15 de octubre de 2020.

www.edicionestrebedes.com

info@edicionestrebedes.com

ISBN: 978-84-120497-9-4

ISBN de la edición impresa: 978-84-120497-8-7

Edita: Ediciones Trébedes

Imprime: Publicep S.L.

Printed in Spain. Impreso en España.

Este escrito ha sido registrado como Propiedad Intelectual de su autor, que autoriza la libre reproducción total o parcial de los textos, según la ley, siempre que se cite la fuente y se respete el contexto en que han sido publicados.

José Rivera Ramírez

VIVIR PARA CRISTO EUCARISTÍA

Charlas sobre el Ordinario de la Misa

Ediciones Trébedes


Contenido

PRÓLOGO 9

INTRODUCCIÓN 15

I.- RITOS INICIALES 19

SALUDO 19

ACTO PENITENCIAL 24

GLORIA A DIOS 37

ORACIÓN COLECTA 41

II.- LITURGIA DE LA PALABRA 49

III.- LITURGIA EUCARÍSTICA 59

OFERTORIO 59

PLEGARIA EUCARÍSTICA 81

IV.- RITO DE LA COMUNIÓN 125

V.- RITO DE CONCLUSIÓN 147

APÉNDICE I 149

MEDITACIÓN SOBRE EL ORDINARIO DE LA MISA 149

APÉNDICE II 155

APÉNDICE III 159

APÉNDICE IV 165

EFECTOS DE LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA 165

DISPOSICIONES PARA LA COMUNIÓN 167

PRÓLOGO

El Venerable don José Rivera (1925-1991), sacerdote diocesano de Toledo, vivió toda su vida y ministerio sacerdotal especialmente marcado por el trato personal, por la búsqueda de la persona, por el encuentro personal. Además de las dotes personales para esta actitud, bebió y alimentó este sentido personal sobre todo en la liturgia, que él entendía siempre como encuentro personal con las personas divinas. Y salirse de eso es sacrilegio.

Por ello aprendió a elevarse por encima de las ataduras de instituciones y planes, porque se sabía fuertemente empujado por la llamada a la santidad personal que Dios ofrece a cada uno de nosotros y que, consecuentemente, hay que ofrecer también personalmente a los demás. Él decía: «El testimonio lo da la persona; lo demás son artefactos».

Nos ha dejado multitud de ejemplos en su empeño por la santidad de todos, incluida la suya. Uno de los ejemplos más fecundos y determinantes de toda su vida es su vivencia personalísima de la Eucaristía —en la adoración, en la celebración, en la devoción, en el estudio y meditación de la Misa— como centro y fuente de todo su vivir y obrar.

De hecho, es preciso dejar constancia de cómo don José Rivera, ya a los diecinueve o veinte años, a raíz de su conversión, pide muchas veces a don Anastasio Granados, su director espiritual entonces, celebrar —u ofrecer— misas con la intención de pedir para él la gracia del martirio por la Eucaristía.

No murió mártir de la Eucaristía, pero ciertamente nos ha dejado un ejemplo profundo y aleccionador de la vivencia de este misterio. Yo diría que don José vivió arrobado por la presencia eucarística que adoró tantas y tantas noches, que buscaba insaciablemente en la celebración y en el sagrario y que entendía como el misterio central al que mira todo. En algún momento comenta: «Toda mi tarea de dirección espiritual consiste en ayudar a los dirigidos a vivir bien la Misa».

Su largo deambular de retiro en retiro, de charla en charla, de encuentro en encuentro, de pueblo en pueblo, nos ha regalado una estela preciosa de su andar espiritual tras la gracia martirial de la Eucaristía. Y en ese andar va creciendo el aprecio y la vivencia de la Misa —hasta en detalles humanísimos— al compás de la experiencia de que Cristo se cuida de él y de su ministerio, especialmente desde la Eucaristía.

De sus escritos conservados son muy abundantes las reflexiones y meditaciones sobre el Ordinario de la Misa. En su Diario, vuelve una y otra vez sobre la vivencia de la Eucaristía en la celebración de los tiempos litúrgicos, en el estudio del Ordinario de la Misa desde distintas perspectivas: la santidad en el Ordinario de la Misa; la cristología en el Ordinario de la Misa; la presencia de la Virgen en la Misa…

Abunda en esos mismos escritos el estudio orante y minucioso de la liturgia, desde la constitución Sacrosanctum Concilium del Concilio Vaticano II, con abundantes lecturas de todo tipo de autores sobre la materia.

El texto que presentamos tiene su origen en unas charlas o meditaciones sobre el Ordinario de la Misa a un grupo de seminaristas en el Curso de Espiritualidad del año 1986-1987. Esto explica las múltiples alusiones a los seminaristas en las charlas. Pero sus enseñanzas y su valor sirven a todo creyente llamado a vivir de la Eucaristía, como centro de toda su vida.

Con la libertad que caracteriza siempre su predicar, don José va iluminando los textos y las rúbricas en su verdadero sentido y valor. Y siempre en clave muy personal: «Cristo me habla en estos textos a mí». Y en clave ministerial: pedir e interceder para alcanzar estos dones para muchos.

Así puede destacar que la realidad principal en la liturgia es la presencia activa y amorosa de las personas divinas, que obran en el cristiano la santificación y salvación:

«A lo largo de la Misa y, después, del día entero, las personas divinas quieren tener la iniciativa, movernos, y dar valor divino a nuestras acciones. De modo que, si no resistimos a sus impulsos, quedaremos levantados a este nivel» (Notas personales sobre el Ordinario de la Misa).

Todo brota de aquí, y por eso la principal actitud en la vivencia de la liturgia será siempre una fe viva y personal que nos haga suficientemente conscientes y hambrientos de esta obra de la Trinidad santa en nosotros, en toda la Iglesia y en toda la humanidad. Si algo aprieta y conviene es no achicar nunca el valor universal de la Misa por falta de fe o de esperanza.

Don José repetirá con frecuencia en su predicación que en la Eucaristía, en la comunión y en la liturgia en general, recibimos en la medida de esta fe viva y personal con la que entramos en las celebraciones litúrgicas.

Y es que, como ya hemos visto, las personas divinas quieren tener siempre la iniciativa en nuestras vidas y movernos en todo nuestro obrar, dando así valor divino a todas nuestras acciones, desde las más interiores hasta las obras más naturales. Y eso desde la Eucaristía, que viene a ser el centro de la vida del creyente y la fuente de esta divinización o santificación.

¿Cómo, si no, se santificará el cristiano en el trabajo o en el estudio? ¿De dónde sacará virtud el creyente para unirse a la cruz de Cristo en sus sufrimientos y cruces de la vida? ¿Cómo santificar el matrimonio y elevar ese amor humano tan necesitado de elevación?

Las personas divinas quieren obrar así y de manera permanente en nosotros. Y esas gracias permanentes son las que especialmente hay que buscar y recibir en la Eucaristía. ¡La obra principal del día, principio de todas las demás, para no trabajar en vano!

Los capítulos del libro quedan distribuidos, al hilo de la predicación de don José, según las partes fundamentales de la Misa que todos conocemos. Y, por supuesto, las otras divisiones y subrayados son nuestros, para mejor captar y recibir el rico pensamiento de don José.

A estos contenidos hemos añadido citas del Diario de don José, que pueden enriquecer el texto y darle más hondura y fuerza teológica; sobre todo, nos pueden ayudar a saber beber en la Eucaristía tanta riqueza como esconde. Y a eso responden también los apéndices finales, que han sido extraídos del mismo Diario y que explican la normalidad y frecuencia con que don José meditaba constantemente el Ordinario de la Misa para vivificar su vida y ministerio sacerdotal.

Lo hacía diariamente y buscando sacar toda su riqueza. Así meditaba sobre la cristología en el Ordinario, sobre la santidad de Dios y su respeto en el Ordinario, sobre la presencia de la Virgen en el mismo Ordinario, o sobre diversos temas:

 

«En torno a la Misa debo centrar mi conocimiento del Espíritu Santo, de la Virgen Madre, de los hombres, del sentido de los menesteres pastorales.

Se me ahonda, como inmediatamente aplicable a todo, la conciencia de que es Cristo mismo quien comunica el Espíritu y, por tanto, la Sabiduría; que la obediencia, las humillaciones, la oración —sobre todo la litúrgica— son más ilustrativas que todos los estudios. Y ello es particularmente oportuno en esta época mía en la cual, ignoro por qué, se me despierta voracidad intelectual respecto de libros, estudios, temas…» (Diario, 1439).

No es fácil subrayar en don José acento alguno, porque todo lo señala desde la suma importancia; todo parece, situado en el misterio, tener la misma importancia.

Pero puestos a distinguir señalemos, además de la fe viva en la presencia operante de las personas divinas que aludíamos antes, estos dos acentos.

En primer lugar, la conciencia de indignidad frente al misterio del don inestimable de la Eucaristía. Nos hace falta siempre mucha humildad, profunda humildad. Y así subraya en todos sus repasos del Ordinario las muchas veces que nos invita, es decir, que Dios quiere darnos la actitud de indignidad, la conciencia del amor inmerecido de Dios:

«Una actitud necesaria para vivir cristianamente es la humildad. El reconocimiento doloroso de que somos pecadores y de que, de hecho, pecamos. Pero tal reconocimiento es ya una gracia de Dios, que nos ilumina nuestra condición, ciertamente triste, para levantarnos por el perdón, más cierto y poderoso todavía» (Notas personales sobre el Ordinario de la Misa).

Y, en segundo lugar, confianza absoluta en el amor de Cristo. Es necesario partir en la celebración de la certeza de que Cristo desea la intimidad plena conmigo. Intimidad perfecta y transformadora.

Pues en la Eucaristía se encuentra el bien mayor de la Iglesia y del mundo. Y también nuestro. Insiste:

«Partir de la conciencia de que mi bien mayor posible es la unión con Cristo, en el cual, con el cual, por el cual y desde el cual, quedo unido al Espíritu Santo y, consiguientemente, al Padre y a cada uno de todos los hombres, en la medida en que ellos se dejen o se hayan dejado unir a Cristo» (Notas personales sobre el Ordinario de la Misa).

Por eso todo alejamiento de la Eucaristía es literalmente desvivirse.

José Luis Pérez de la Roza

INTRODUCCIÓN

El objeto de estas charlas1 es que saquéis el mayor provecho posible de la Misa de cada día —no por lo que voy a decir aquí, que por supuesto se dice para que aproveche—, y ayudaros un poco para que estos días, o inmediatamente después de Pentecostés, meditéis sobre el Ordinario mismo y podáis pensar o contemplar en un sentido más alto, accesible a cada uno, el misterio de la celebración eucarística, que repite todos los días —o en que se repite todos los días— la obra entera de la redención. De manera que todo lo que estamos viviendo durante estos ciclos litúrgicos, de Adviento a Epifanía, de Miércoles de Ceniza a Pentecostés, y luego las fiestas que van saliendo durante el tiempo ordinario, está presente cada día, en cada celebración y, por consiguiente, en cada momento para nosotros, porque en cada celebración estamos ofreciéndonos con Cristo y recibiendo la acción de Cristo, que se ofrece con todo su cuerpo místico2.

Un modo de reflexión, partiendo del Misal, puede ser ir viendo cómo en esta acción litúrgica principal se manifiestan actuando el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo y el católico —como miembro de la Iglesia— y, por tanto, la Iglesia entera. No es más que ir viendo cómo se manifiesta esto en los mismos textos. Incluso en la cantidad de signos que hacemos. Por ejemplo, el simple hecho de una serie de inclinaciones o genuflexiones tienen su significado, no son solo palabras, sino signos, que son también signos de actos nuestros.

Otro modo sería recoger lo que es la sustancia del sacrificio sacramental partiendo de la Revelación y de la teología y ver cómo se expresa en el Ordinario de la Misa.

Pero lo que voy a hacer es más modesto. Es, simplemente, seguir los textos y hacer unas cuantas observaciones parándome y extendiéndome en alguna frase para profundizar más. Porque si entendemos lo que la Iglesia quiere decir en los textos, cuando los escuchemos en la celebración los viviremos personalmente, y nuestra participación será fructuosa. Precisamente esta es la intención de la Iglesia hoy —a partir del Concilio— poniéndolos en los idiomas accesibles al público, para que los asistentes puedan participar también conscientemente no solo en la sustancia del misterio, sino en lo que están diciendo y en lo que se está haciendo. La prueba está en que han quedado menos oraciones en silencio y que, cuando interviene el pueblo de una manera expresa y externa, lo hace para manifestar que está en conformidad, que está incorporado a lo que está haciendo el sacerdote y lo está haciendo con él, a su nivel. Pero es necesario que se dé cuenta. Recuerdo siempre que en la constitución sobre la liturgia (Sacrosanctum Concilium), de cuatro veces que se califica la actitud del que participa, tres se dice la palabra «consciente». Démonos cuenta de lo que decimos.

Tengamos en cuenta además una práctica muy recomendada en la historia de la espiritualidad. Se trata de las jaculatorias, es decir, de las oraciones vocales breves, pero reiteradas a lo largo del día. Porque si uno coge la bendita costumbre de tomar alguna de las frases del Ordinario y usarla como jaculatoria, entonces obtendrá dos beneficios por lo menos.

Primero, al iluminar esas jaculatorias algún momento de su vida, las habrá hecho vida en él, y así, cuando llegue a la celebración, simplemente al enunciarlo, le estará haciendo revivir actitudes vitales de momentos importantes de su vida, porque haya evitado una tentación o porque haya estado más fervoroso.

Y, en segundo lugar, al revés: cuando llegue cualquier momento, si realmente dice esas palabras como algo suyo —pero algo que es muy suyo, porque es de la Iglesia—, precisamente está haciéndose consciente más fácilmente de que en ese momento él mismo está participando realmente de la Eucaristía que se está celebrando donde sea, probablemente en muchos sitios a la vez. Supuesto esto, vamos con los textos3.

1 Charlas dadas por el Venerable José Rivera, en el Curso de Espiritualidad 1986-1987, en Toledo.

2 Don José vivió con muy especial estima la Misa a lo largo de toda su vida. Escribe: «Particularmente estimar la Misa y la bendición: mis dos encuentros diarios con Cristo» (Diario, 3, año 1961).

3 Don José meditaba con frecuencia el Ordinario de la Misa como alimento de su vivir diario. Y lo hacía como veremos en algunos ejemplos, desde diversas perspectivas según el tiempo litúrgico o el punto de meditación del momento. Eso mismo aconsejaba a los dirigidos, como también aparece en sus cartas. Por eso, a lo largo del texto de estas charlas, vamos a añadir otros textos de su Diario que iluminan admirablemente este tema, como el siguiente:

«Como no estoy en disposición de contemplaciones hondas, he aprovechado para repasar el Ordinario de la Misa fijándome en las alusiones a la santidad, a la elevación al nivel sobrenatural. Anoto las más explícitas, con formulaciones diversas.

En el nombre del Padre […]. Es ya una indicación de destino. Vamos hacia las personas divinas, inaccesibles en el nivel natural humano, impulsados por ellas mismas.

La gracia de nuestro Señor Jesucristo. Equivalente al venga a nosotros tu Reino.

Dios todopoderoso […] nos lleve a la vida eterna. Todas las invocaciones en que llamamos al Padre santo o celestial.

Y lo mismo a Cristo en el Gloria: tú solo santo.

Credo: la Iglesia santa; creemos la resurrección de la carne y la vida eterna. Pan de vida; bebida de salvación. […] eius efficiamur divinitatis consortes (haz que compartamos la divinidad). Santa Iglesia (respuesta al Orad hermanos). Venga a nosotros tu Reino. Mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo. Haec commixtio et consecratio […] fiat accipientibus nobis in vitam aeternam (esta mezcla y consagración […] nos aproveche para la vida eterna). Corpus, Sanguis […] in vitam aeternam (el Cuerpo, la Sangre […] para la vida eterna). Remedium sempiternum (Para la vida eterna).

Del “Canon III”: das vida y santificas todo. Santifica estos dones. Sacrificio santo. Gozar de tu heredad. Tu Iglesia, peregrina en la tierra […].

Así cada Misa, según los textos que la Iglesia nos ofrece, está cuajada de alusiones a ese otro nivel y, consiguientemente, debe levantarnos a él; ¿cómo, entonces, celebrando cotidianamente, puedo yo proseguir caminando tan bajo?» (Diario, 269).

I.- RITOS INICIALES

SALUDO

La Misa comienza diciendo: En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén4.

En el nombre del Padre significa que estamos movidos por el Padre. Fijaos que Jesucristo dice en el Evangelio de San Juan: «Cuanto pidierais en mi nombre». Después de una serie de estudios, de exégesis, de apurar aspectos y demás, al menos se llega a afirmar que nos está moviendo Jesucristo: «Todo lo que pidáis movidos por mí». Como veis, responde a la concepción más general «Cristo vive en mí». Quiere decir que es Cristo el que me mueve; me mueve por el Espíritu Santo.

Cuando decimos En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, quiere decir que lo que vamos a empezar a hacer juntos está movido por el Padre y por el Hijo y por el Espíritu Santo. No voy a reiterar los comentarios, pero fijaos en que, por ejemplo, cuando luego se dice que el Espíritu Santo es el gran desconocido, hace falta ser muy despistado para desconocerle, puesto que estamos viéndonos todos los días5. ¿Es tan difícil tener experiencia de una persona que me da un empujón? Yo creo que no es tan complicado. El que me empujó ayer es el mismo que me ha empujado esta mañana para decir Misa. No es tan complicado. Por otra parte, aquí veis cómo aparecen las tres personas divinas como un solo Dios, es decir, como idénticos en el nombre de los tres.

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo es el mismo nombre, es la misma divinidad, es la misma naturaleza. Lo mismo veremos después en la bendición: son los tres quienes nos bendicen. Luego, en otra serie de aspectos se va a hacer más clara la distinción de personas y sus funciones.

Fijaos en que las palabras de la Misa, las acciones de la Misa, son para cada uno (supuesto el bautismo, desde luego), como dice el Concilio varias veces, el principio y la cumbre de nuestras actividades. Entonces, las actitudes que tenemos en la Misa son las que tienen que estar vigentes durante todo el día. De modo que un crecimiento en santidad, en vida espiritual, bien expresado, podríamos decir que consiste en vivir más la Misa. Esto no es ninguna expresión de devoción más o menos pía, en el mal sentido de la palabra.

Significa que todo lo que hacemos, si es cristiano, claro está, tiene que empezar En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Lo curioso es que empezamos así muchas cosas, pero ¡vamos!, que maldita la cuenta que nos damos. Si cuando un individuo se santigua, antes de empezar algo, En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, se diera cuenta de verdad de que lo que va a hacer está movido por el Padre y por el Hijo y por el Espíritu Santo, no le sería muy difícil después estar con este clima de confianza —con toda la serie de aspectos que saldrán de esta conciencia, y al mismo tiempo con la conciencia de la disonancia—: «Esto que estoy haciendo no procede de las personas divinas, esto procede de mí», y entonces sentiría la repugnancia entre la actitud suya y la actitud a la que le están moviendo estas personas divinas.

Al decir En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo nos santiguamos. Fijaos en que esta costumbre de santiguarse es porque precisamente todo lo que hacemos siempre pasa por la obra redentora de Cristo, en la cual siempre está como algo central, esencial e ineludible, la cruz. Todo lo tenemos por la cruz de Jesucristo, no podremos estar movidos por el Padre, por el Hijo y por el Espíritu Santo, sino en la medida en que queremos dejarnos influir por el Hijo hecho hombre crucificado, resucitado —por supuesto—; si no, no nos podría mover.

 

Después viene la fórmula —que se puede elegir entre varias—: La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros. Aquí me voy a parar. Lo primero: estas fórmulas con las que se dirige el presbítero a los asistentes, a los que participan en la Misa, no son meros deseos piadosos de un hombre benévolo que desea un buen día a los demás, sino que, o es una intercesión de alguien que está puesto para interceder en nombre de Jesucristo, y, por tanto, está actuando aquí como ministro de Jesucristo y de la Iglesia, o es una delegación de Dios que actúa en el sacerdote. Esto último sucede, por ejemplo, en la bendición.

Tengamos en cuenta que todas estas fórmulas son eficaces, que no son precisamente expresiones de afecto, como cuando nos saludamos por ahí con nuestras convenciones de buena educación. Y lo mismo sucede con estas otras fórmulas: El Señor esté con vosotros —que es un deseo—, o por ejemplo, Daos fraternalmente la paz —que es un imperativo—; son fórmulas eficaces, y esto es muy importante. No es lo mismo un señor que te dice que está contigo la gracia de nuestro Señor Jesucristo que un sacerdote que te lo dice en la mismísima celebración eucarística y entonces lo recibimos.

No me voy a parar nada más que en la primera fórmula, porque es la que más me gusta6. El amor del Padre es la fuente de todo, porque el Padre nos ama; también Jesucristo y el Espíritu Santo. Pero, sobre todo, es porque el Padre ama a Jesucristo por lo que nos da la gracia por medio de Jesucristo. Jesucristo nos da su gracia y la gracia que nos da es precisamente la comunicación del Espíritu Santo. Con lo cual, fijaos en que, ya desde el principio, nos debemos actualizar en que formamos una sola unidad, porque tenemos un solo Padre, porque tenemos un solo Señor, que es la Cabeza de nuestro cuerpo místico, y porque tenemos un solo Espíritu que nos mueve. Y en la medida en que realmente estamos movidos por el Espíritu Santo —que es lo que hemos dicho al empezar— formamos una sola comunidad que celebra la Eucaristía.

También está claro desde el comienzo que la Eucaristía no es un sacramento de nuestra fe porque nosotros manifestemos la fe que tenemos, sino porque estamos recibiendo de Jesucristo la misma fe, que es toda la vida espiritual, y entonces, ciertamente, nosotros podemos manifestarla. Aunque también se puede tomar en ese sentido esa frase: la Eucaristía manifiesta la fe que tenemos, pero manifiesta la fe que el Señor nos infunde y manifiesta el amor de Jesucristo que nos infunde la fe.

Y vosotros respondéis: Y con tu espíritu. Tampoco las frases de los participantes —aunque no sean sacerdotes o algunas veces las digan los sacerdotes que están concelebrando— son frases de buena educación natural. También tienen su eficacia, porque precisamente también están dichas en nombre de la Iglesia. Por tanto, en último término son actos de Cristo en su cuerpo místico.

ACTO PENITENCIAL

Inmediatamente pasamos al «Acto penitencial». A lo largo de la Misa va a reiterarse muchas veces, de una forma u otra, la conciencia de que el cristiano que actúa —que es cristiano porque está movido por Cristo, por el Padre, por el Espíritu Santo—, sin embargo, tiene pecados, está inclinado al pecado. Pero ya desde el comienzo, y sin que sea obstáculo para que podamos estar movidos también por el Espíritu Santo, empezamos a decir que somos pecadores, que tenemos tendencia al pecado, que de hecho hemos pecado.

Hermanos. Tampoco voy a dar una meditación, pero daos cuenta de que cuando se dice Hermanos, se dice «hermanos»; y vuelvo a repetir: es la expresión de una realidad, pero sobre todo es una expresión creadora de realidad. El presbítero se dirige a los individuos, pues está obrando en nombre de Cristo sacerdote y en nombre de la Iglesia; se dirige a los hombres que están allí, personas humanas que están allí, porque realmente son hermanos. Son hermanos en sentido estricto si están en gracia de Dios; si no están en gracia de Dios por lo menos tendrán que estar bautizados, con lo cual tienen ya un dinamismo de fraternidad. Si hay algún señor que no está bautizado siquiera, está allí un poco de huésped, porque ese señor y yo no somos hermanos estrictamente hablando. Aunque estuviera en gracia de Dios, no le corresponde estar en la Eucaristía. Esto es evidente, no puede comulgar. Hace falta estar bautizado para poder comulgar. Para estar plenamente en la Eucaristía y que la palabra «hermano» tenga un sentido pleno, hace falta que esté bautizado y que esté en gracia. Pero bueno, si no es así, de todas maneras, tendría un sentido amplio, pero todavía real, porque es a lo que está destinado. Y vuelvo a repetir lo mismo: es una palabra expresiva de una realidad y al mismo tiempo creadora de esa realidad. Por consiguiente, al ser creadora de realidad en el individuo que tiene ya un grado de fraternidad, esta crece. Y crece, claro está, en todos los sentidos: en el sentido ontológico —el que tiene más gracia es más hermano—, y en el sentido psicológico. Cuando el presbítero llama Hermanos a los demás, los demás crecen —si se dejan, si reciben—. Crecen en este «ser» de hermanos —realidad ontológica—, entre sí y con el sacerdote.

Antes de celebrar los sagrados misterios. La palabra celebración, estrictamente, significaría frecuentación. Pero aquí, la palabra celebración tiene siempre un sentido de gozo, de solemnidad, de grandeza. Y vamos a celebrar los sagrados misterios. El que los misterios son sagrados quiere decir que entramos inmediatamente en una acción santa.

Normalmente hemos entrado previamente en un lugar santo. Daos cuenta de toda esta tendencia a la desacralización. Hay dos tendencias en este mundo, aparte de otras. Una, la de los que quieren rebajar todo. Me refiero —extremando un poco las cosas— a los que les gusta decir la Misa en la cocina para demostrar que todo es igual y todo es de Dios y, por consiguiente, da lo mismo un lugar que otro. Y otra, la de los que les gusta celebrar la Misa en la Iglesia que normalmente está previamente consagrada, precisamente para impregnarnos nosotros, para ser elevados nosotros y ser introducidos en un nivel santo, que es el nivel inmediatamente divino, y poder santificar desde allí la cocina misma. Es decir, no es porque la Eucaristía se rebaje al nivel de cualquier comida —que es lo que prácticamente queda de muchas celebraciones—, sino al revés: es porque dejándonos introducir en la Eucaristía —que es una acción de Cristo en sentido estrictísimo de la palabra—, somos capaces de bendecir los alimentos después. Y digo alimentos como ejemplo, pero valdría para cualquier cosa.

La supresión enorme de bendiciones que ha habido en esta época —aquí ya no se bendice nada— no quiere decir más que hemos perdido la conciencia de que Dios puede bendecir las cosas, es decir, levantarlas, hacer que entren en un nivel santo, y que estén, por decirlo así, aunque la frase no sea exacta, como impregnadas de gracia. Que Dios se compromete a actuar en aquellos sitios.

Porque a Dios le da igual un sitio que otro, pero a mí no. Yo tengo que vivir en algún lugar, tengo que estar en algún sitio. Todo esto es consecuencia de la Encarnación de Jesucristo. Pero nosotros tendemos a hacer al revés: suponer que todo es lo mismo y entonce nada queda elevado, lo rebajamos todo, en resumidas cuentas. Así nosotros, dentro de nuestro nivel ya de consagrados y por lo tanto de santos, actualizamos todo esto y lo ponemos en acto y conscientemente. De modo que, aunque nosotros seamos santos —que estamos en gracia— actuamos muchísimas veces como si no lo fuéramos. Hay santos que no están en pecado, pero no están en activo. Lo mismo exactamente que uno es un hombre, pero no hace siempre actos humanos, sino que hace actos de hombre, al no ser conscientes ni personales y ni siquiera haber entrado en el registro de nuestra voluntad para asumirlos de alguna manera. Pues lo mismo pasa en la vida espiritual. Precisamente somos introducidos por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en los misterios sagrados, para que nos actualicemos en estos misterios y al actualizarnos —como un ejercicio, una colaboración nuestra— salgamos nosotros más sagrados.

Reconozcamos nuestros pecados. Reconocer significa no solo darse cuenta de que existen, sino tomar una actitud también voluntaria respecto de ese conocimiento.

Sabemos que tenemos pecados, sabemos que hemos pecado —decimos en la primera fórmula—, y al saber que hemos pecado, lo reconocemos. Fijaos que esto es lo que se llama una confesión. La palabra «confesión» tiene dos sentidos que, en resumidas cuentas, se unifican y se identifican. Uno es el de alabanza: confesar a Dios es alabar a Dios. Otro es reconocer una verdad o un hecho: confesar la fe, es decir, lo que creemos. Ahora, la palabra confesión se ha quedado para mucha gente en una enunciación de pecados. Pero tenemos que darnos cuenta de que cuando confesamos nuestros pecados en cristiano estamos alabando a Dios porque sabemos que nos perdona. Esta es la sustancia del asunto: confieso la grandeza de Dios, alabo a Dios que tanto me ama, que me perdona todas mis culpas y, por tanto, le alabo como aquel que nos ama perdonando.