La urgencia de ser santos

Text
Aus der Reihe: Espiritualidad
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

3. La continuidad de la llamada y el riesgo de no escuchar

La llamada a la santidad como conciencia de la actividad gratuita y constante de Cristo

La llamada a la santidad es una llamada. Por consiguiente [mantengamos] la conciencia de que la iniciativa siempre es de Dios. Esto no significa una continuidad de conciencia refleja de la llamada ni menos de la expresión estricta de que “estamos llamados a ser santos”, sino que significa la continuidad de la actividad gratuita santificante de Jesucristo y del Padre. Y de esto tenéis: “Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos” y estaré como el que os envía. “Cristo vive en mí” y “el que permanece en mí y yo en él ese da mucho fruto”. Es una permanencia de Cristo y Cristo actuando. Aunque yo estoy pensando en vosotros como ministros, esto se da en cualquier bautizado, con matices diversos. Esta continuidad, como recuerdo siempre, se refiere a cada momento, de manera que siempre la actividad gratuita de Cristo es preveniente; antes de que nosotros podamos hacer algo, Cristo nos mueve a que lo hagamos. Esto en todo.

Cristo llama continuamente

Y es continua en el sentido de que no se acaba nunca. El deseo de Cristo no se acaba nunca porque en el cielo prosigue, aunque allí ya no hay problema, ya no hay peligro de que no nos dejemos mover. Pero quiere decir también que, en la tierra, esté uno en la situación que esté, Cristo le sigue llamando; de manera que, [por ejemplo] nos llaman a dar la unción (ya la van a dar al mismo tiempo que el bautismo, porque el bautismo cada vez lo atrasan más y la unción la empiezan a dar antes, de manera que llegaremos a que a los quince años se dé todo junto y luego ya no hay nada que hacer...); por el momento, si nos llaman a dar la santa unción a un enfermo –porque a veces se da a los enfermos todavía– y está el hombre realmente apartado, objetivamente hablando, en peligro de irse inmediatamente a la gehenna, y además de prisa..., no tenemos que acudir [sólo] a ver si lo salvamos; tenemos que acudir para que Dios le perdone, para que Cristo, de alguna manera, le dé la plenitud de la santidad a la que le había llamado, porque Cristo sigue llamando. De modo que, la llamada de Cristo, mientras estamos en condición terrena, o en condición de purgatorio o en condición celestial, es continua, eterna; únicamente si la rechazamos hasta el último momento de nuestra existencia en condición terrena, y nos vamos al infierno, se interrumpe.

Contemplar el amor de Cristo en esta llamada

Aquí lo que me parece que hay que meditar un poco, en primer lugar, contemplarlo, porque creerlo ya lo creemos, es lo que significa el amor de Cristo, del Padre y del Espíritu Santo, que quieren mantenernos en esta intimidad, a nuestra manera, es decir, progresiva. La Virgen es llena de gracia, pero una plenitud de gracia que va progresando; en nosotros también va progresando; la diferencia, aparte de otros aspectos muy importantes, es que en la Virgen no tiene el carácter de perdón, porque en la Virgen era progresiva ya en esta condición terrena pero no era falible, mientras que nosotros somos progresivos y falibles y fallamos. Ciertamente, esta continuidad de la llamada de Cristo, progresiva, tiene el aspecto de que nos hace progresar perdonándonos las desatenciones anteriores. Pero tiene que ser de tal forma que estos fallos queden inmediatamente, o bastante por lo menos, enjugados por la acción gratuita del perdón de Jesucristo. Contemplar, pues, este amor de Cristo, ver si nos lo creemos, para nosotros y para los demás.

Realmente, poco a poco, cada vez más, la primera visión que [hemos de] tener de una persona, la expresemos o no la expresemos, la que tenemos enfrente, es que está llamada a la santidad, no la de que es de una manera o de la otra, sino simplemente que es una persona que Cristo la está amando tanto que la llama a ser santa. Y esto, por consiguiente, quiere decir, que si vive Cristo en nosotros, así nos lo hace ver; esto es lo primero. Lo otro11, una de dos: o es algo puramente terreno que no tiene importancia o es algo que puede ser, porque nosotros no podemos tener un juicio absoluto, precisamente una repulsa de esa actividad gratuita de Cristo; y esto es una invitación por parte de Cristo a nosotros para que, colaborando con él, perdonemos también y colaboremos a ayudarle [a esa persona], a fortalecerle y que no falle tanto por lo menos; no caiga en pecado mortal, por ejemplo, y vaya saliendo de los hábitos de pecado venial.

La atención a Cristo que se nos comunica

Nosotros podemos fallar –examinémonos– por falta de atención a Cristo. No es una atención continuamente refleja y angustiosa, porque esto no sería atender a Cristo; el que se angustia –dejando las angustias patológicas que no son culpables, claro– pensando en cómo sé lo que dice Cristo, es que no sabe todavía quién le está hablando; Cristo se expresa muy bien; nosotros mismos ya sabemos expresarnos, cuando queremos una cosa ya sabemos decirla. Por muy como niños que nos hagamos... Jorge tiene año y medio y no sabe hablar pero lo que quiere ya se lo expresa... Jesucristo se expresa perfectamente, por tanto, no hay que estar nervioso a ver qué dice. Hay que atender; en los salmos decimos, muchas veces, que estamos así como los ojos de los esclavos están fijos en el señor, pero estamos fijos en el Señor que precisamente me ama con esta intimidad.

Esta atención, naturalmente, sabe también –cada vez con más espontaneidad, con más certeza– cuáles son los signos por los que actúa Jesucristo: es la Palabra, la liturgia, que [nos] dice bastante, al cabo de cada día, a nosotros; es la obediencia; la liturgia, tomando la Palabra de Dios con toda la confianza, tomándola en serio; con la actitud de que no vamos, de golpe, a entenderlo todo, pero que no nos pase como a los apóstoles que lo oían y no lo entendían tantas veces; nosotros hemos recibido ya el Espíritu Santo; por lo menos unas equivocaciones tan gordas como las que tenían los apóstoles, que les habla de la levadura de los fariseos y se ponen a decir que no tienen pan... sandeces por el estilo, esas no debemos tenerlas nosotros ya que hemos recibido al Espíritu Santo, y ellos todavía no lo habían recibido. Pero incluso las faltas de entendimiento, démonos cuenta de que, generalmente hablando, en nuestro caso –el de nuestros feligreses o personas seglares puede no ser culpable–, algo de culpabilidad tiene que haber ya.

Me pregunta uno, al salir de clase:

–“Y un cura que dice “yo tengo derecho natural a casarme, es así que el Papa no me permite casarme, luego yo tengo derecho natural –que es anterior– a desobedecer al Papa; por tanto, como tampoco el gobierno español me deja casarme (porque no había matrimonio civil todavía en aquel momento) pues entonces me junto y ya está...”

–Le digo que hay dos cosas: una, que haya sido muy infiel a la gracia de Dios; para que Dios permita esa falta de inteligencia, hace falta haber rechazado mucho la gracia o, [dos], que esté como una “cabra”...

Cuando vemos que nos hemos equivocado de una manera ya tan gruesa o parecida, démonos cuenta de que estamos como unas cabras o que estamos en una actitud de infidelidad a la gracia de Dios.

Démonos cuenta de muchas incertidumbres que tenemos; si humildemente reconocemos: “aquí o estoy yo especialmente atontado o es que ciertamente no atiendo lo suficiente a la palabra de Dios”, esta humildad me está disponiendo a recibir lo que me falta sencillamente. Pero lo trágico es que nos vamos embotando en una no inteligencia de la Palabra de Dios; que nos vamos embotando no cabe duda, no hay más que oír a la gente hablar, y “la gente” estoy pensando, sobre todo en curas, y si queréis en obispos –y no pasa nada porque queráis–, pues están haciendo interpretaciones del evangelio que son verdaderamente de una falta de inteligencia tremenda. Es imposible que Cristo no les quiera iluminar.

Es evidente que una persona que está acostumbrada –vosotros en esta época no lo habéis conocido, pero yo sí– cuando, por ejemplo, se rezaba el breviario sin fallar ni un solo día... En una tanda de ejercicios un sacerdote se convierte –hay gente que se convierte–, se convierte porque vivía en pecado y el hombre, después de acusar una vida de sacrilegios a todas horas, entre otras muchas cosas dice que ha dejado de rezar el breviario tres veces en cinco años... ¡actualmente eso es para canonizarlo...! Todavía en aquella época era una tercera parte más largo que ahora... Pero, ¿cómo se rezaría? ¿Qué actitud ante la Palabra de Dios puede tener una persona que la reza todos los días y ningún día le da por convertirse? Quiere decir que lo está rezando con un embotamiento impresionante, que no se entera de nada de lo que le dice nuestro Señor. Esto es perfectamente posible.

Y sin llegar a eso de vivir en pecado mortal, puede vivir en gracia de Dios, pero en gracia de Dios [de tal manera] que uno piensa: éste está en gracia de Dios porque aquí hay un misterio y Dios sabrá, pero el que objetivamente está viviendo con tal situación de pecado de omisión... la frase de san Juan: “el que teniendo bienes de este mundo y ve a su hermano padecer necesidad y le cierra las entrañas, ¿cómo diremos que la caridad de Dios habita en él?” .... Y si la caridad de Dios no habita en él es que está en pecado mortal. Este es nuestro lenguaje. Desde luego, así hay un montón de gente y comulgan todos los días y los curas les dan la comunión; aquí hay un embotamiento por parte del que administra y por parte del administrado que ¡yo no sé¡ ¡Dios sabrá¡ Menos mal que no soy yo quien tiene que juzgarla, porque la situación, objetivamente hablando, no hay manera de entenderla. Pues ver cómo entendemos el evangelio. Ver si tenemos esta atención a la liturgia y a la Palabra de Dios.

 

Llamada, obediencia y oración

Después, la obediencia. Daros cuenta de que posturas, sumamente evangélicas en un aspecto, están en plena desobediencia. Uno dice ¿cómo se puede dar esto? El que atiende a la obediencia, atiende a Cristo en el superior y el que atiende a Cristo en la Palabra es que está haciendo oración. La oración, el examen, sea como sea, la atención a cómo actúa Cristo en mí, cómo respondo yo, los signos de los tiempos, interpretar los signos de los tiempos, darnos cuenta de qué significa cada cosa. Cuando se trata de cosas un poco complicadas yo no digo que tenga que saberlas al principio, pero digo que por lo menos se va creciendo. El irse haciendo cargo, por ejemplo, de qué significa en la gente de los pueblos tal o cual actitud... qué significa que no vayan a misa, qué significa un montón de cosas que objetivamente hablando son muy graves...

[Esto no hay que] solucionarlo con las normas, sino ver qué quiere decir esto en estas personas... Porque se ve cuál es el tiempo en el que estamos y se sabe interpretar; las tendencias políticas, artísticas... uno no puede saberlo todo, pero estoy hablando de una actitud de discernimiento... Y Dios ya me hablará por donde quiera; a cada santo por muchos lugares; lo que creo es que muchas veces no entendemos y entonces no nos dejamos mover. ¿Hay culpa? A última hora la culpa tendrá que juzgarla él. Pero que tengamos la humildad de reconocer que es muy probable que haya ciertos embotamientos por nuestra parte, cierta falta de atención que trae este no entender, estar todavía sin entendimiento, como dice Cristo a los apóstoles.

Meditación, estudio, lectura para entender

¿Qué distribución hacemos de nuestro tiempo, por ejemplo? Las dosis de actividad pastoral misma, las dosis de descanso, en qué descansamos, las dosis de estudio... ¿Cómo va a entender lo mismo el individuo que pone un interés serio por entender la palabra de Dios –meditarla, estudiar exégesis, preguntar, autores que le vayan aclarando, leer cómo lo han entendido los santos– que el individuo que decide que todo eso no tiene tiempo para hacerlo. Lo que os decía antes era una cosa que a mí me llenaba de extrañeza: ¿cómo podía un cura haber rezado durante cuarenta años los salmos todos los días sin saber qué querían decir?; esto es realmente intrigante, para mí por lo menos; puede ser una falta de curiosidad humana absoluta, pero, vamos, es que, muchas veces, sí que tenían curiosidad humana; no era eso, eran otras cosas: es que veías que no había estudiado una exégesis nunca, sencillamente; mientras que, vas cogiendo la vida de los santos y ves cómo, de una forma y otra, se interesaban; en la vida de san Juan de Ávila y las cartas que escribe a los curas está bastante claro... [Hay] pues que investigar a ver qué me dice Dios.

¿Tengo esta actitud de recibir la palabra de Dios con los medios normales que Dios me ilumina de tantas maneras? Porque todo esto no es que se me ocurra a mí, es que está requete recomendado en todos los documentos últimos de los papas: que estudiemos, que recemos, que meditemos, que nos examinemos... Naturalmente, cuando uno reza el breviario con atención le van viniendo luces, se va dando cuenta, va planteándose problemas, que el que no reza con atención no se plantea nunca. Es muy peligroso decir: “yo tengo buena voluntad”; ¿a qué llamamos buena voluntad? La bondad es algo positivo, no meramente negativo...

Ya os he contado... en los tiempos en que el seminario se iba deshaciendo... claro la culpa la tenía D. Demetrio que estaba allí... venían, me consultaban... al cabo de un mes volvían a aparecer... y ya me preguntan un día:

–“¿Pero qué pasa que tenemos buena voluntad y sin embargo...?”

–“Pues yo no sé a qué llamarás buena voluntad... si llamas buena voluntad a no poner bombas en los sagrarios, no seducir a las abadesas y no matar a los obispos... pues bueno, tenéis buena voluntad, pero si la buena voluntad es una cosa positiva, que es buscar a Dios, no la veo por ninguna parte; por lo menos, los consejos que yo os doy no hacéis maldito el caso, volvéis a los tres meses a preguntar lo mismo, claro que estáis un poco más embotados que la vez anterior, no pasa más que eso...”

Y al final ya, se marchaban porque tenían estas actitudes; pero que eran bastantes... por eso se quedó vacío el seminario.

La sensación de actuar nosotros mismos

Otro pecado, otro desconcierto, respecto a la llamada es la sensación que tenemos muchas veces de actuar nosotros. [Porque] una cosa es atender y otra la sensación. Evidentemente, la acción del Espíritu Santo nos va dando cada vez más consciencia de que es Él el que actúa; por lo cual se va ayudando esta actitud de discernimiento también, pues cuando estamos con una persona y ella es más diestra que nosotros en lo que sea, no nos es tan difícil un poquito de humildad y preguntarle. Es una oposición a esta llamada de Jesucristo, a esta actividad de iniciativa de Cristo en nosotros, el ver las cosas como si las tuviera que hacer yo por mi cuenta.

Tenemos, por un lado, la falta de confianza. Entraría también aquí esa especie de angustia: ... “no sé qué hacer...” Pues que te lo diga... te lo puede decir por cualquiera de estos modos que he recordado ahora mismo. Por otra parte, [está] la sensación de autosuficiencia, de actividad propia y de iniciativa propia –tanto en cuanto a lo que tengo que hacer como en cuanto a lo que he hecho ya–, de atribuirme las cosas que hago o que me guste simplemente que me atribuyan lo que hago. El que a uno le guste que reconozcan lo que hace, puede ser bueno o puede no serlo; hay santos que se han puesto tan contentos, porque está en el evangelio: “que brille vuestra luz ante los hombres”... Que la gente reconozca que hago una cosa buena es lo que Jesucristo quiere; ahora, que la gente me atribuya la cosa buena no, porque entonces no ven la luz de Dios, lo que ven es que yo hago tal o cual cosa, y esto es mentira sencillamente y, en la medida que voy teniendo más amor a Cristo, como Cristo es la verdad, me van molestando las mentiras. Tampoco es que me tenga que coger un infarto cada vez que me digan algo, pero me está molestando ver que la gente se empeña que yo tengo tales cualidades u otras porque hago eso.

Por una parte, saber que tenemos que hacer tal o cual cosa –estudiar, estar preparado, tener virtudes– y, por otra parte, darnos cuenta de que no podemos apoyarnos en ello sino usarlo; además, el usarlo es una gracia de Dios, aun en el sentido de un don natural. El que una persona tenga una capacidad intelectual, aun en el nivel natural es un don de Dios; el que la pueda usar espiritualmente es el mismo don pero elevado. El teólogo más experto hará mal en no darse cuenta que sabe teología, porque estaría negando lo que Dios le está dando, hará mal en no profundizar, en no usar ese don; pero haría muy mal si se apoyara en ello, porque es una cosa que le tenía que dar Dios. Por eso, [hay que] estar dispuesto a poner en cuestión –esto es el examen– las cosas que hacemos; por aquí es por donde tenemos que ir.

Si nos apoyamos en las cualidades naturales o sobrenaturales que tenemos se ve enseguida por una razón muy simple: porque es una especie de apego; una señal de los apegos siempre es que nos molestan cuando nos los contradicen. El que yo esté empleando cualquier cualidad que Dios me ha dado y la esté empleando porque Cristo me mueve a emplearla y reconozco incluso que aquello es una cualidad que Dios me da, esto se llama agradecimiento y reconocimiento de la verdad; puedo disfrutar incluso haciéndolo. Pero si, cuando me contradicen aquello o me lo niegan, me está molestando, quiere decir que, de alguna manera lo estaba considerando como mío porque, si no, no me molestaría, me dolería que no reconocieran a Jesucristo, que es completamente distinto. Por ejemplo, generalmente no he visto que a los curas nos dé ninguna vanidad decir misa. Nos puede doler que la gente no vaya a misa, pero no se nos ocurre que es un desprecio a nosotros; pues igual que pasa con la celebración de la misa pasa con cualquier otra cosa. Todo es un don de Dios. Cuando estamos registrándolo como algo nuestro, no estamos reconociendo que es una llamada de Cristo a la santidad, sino que estamos pensando que nuestra colaboración pasa por una autonomía que ya no es don de Dios –una llamada de Dios– sino que es un empeño mío.

La única llamada - Responsabilidad

Y la conciencia de que esta es la única llamada: “buscad el reino de Dios y su justicia y lo demás se os dará por añadidura”. O sea, que si las demás cosas, que las hay, claro, las necesitamos en el plan de Dios, forman parte de la llamada en resumidas cuentas; cosas de tipo natural: la salud, el estudio, que nos salga un viaje... o lo que sea. En esto de la última llamada, ¿qué cosas pueden suceder que busque yo que no sean precisamente el reino de Dios? Estas es evidente que no vienen del impulso de Jesucristo.

Hay otros dos aspectos de la llamada de Jesucristo, tal como aparece en el evangelio de san Mateo sobre todo. Uno es la responsabilidad: tenemos que responder por nosotros y por los demás. Pero esta responsabilidad [significa] que hay que responder y que nos coloca ante un dilema definitivo y absoluto. Recuerdo siempre –y esto también nos pasa a nosotros– la tendencia que sentimos muy frecuentemente a la mediocridad. De manera que, tanto en la tarea pastoral como respecto de nosotros mismos, lo que entendemos es que no hay que exagerar “por arriba”, que somos hombres, y que “por abajo” al infierno no vamos a ir, no vamos a condenarnos... Hace unos cuantos años había más gente que decía: “pues que se vaya al infierno” ... y se quedaban tan frescos; ahora no, ahora somos más compasivos; yo creo que somos más compasivos porque nos desahogamos más, porque, de hecho, cuando tenemos odio matamos a la gente y ya estamos desahogados... de manera que las conversaciones pueden ser mucho más suaves; hace unos cuantos años, como la gente no se atrevía a matarse, con esa facilidad, las matanzas eran verbales; ahora es al revés: generalmente hablando siempre hay que respetar a las personas porque uno ya se ha desahogado suficientemente cargándoselas cuando llega la ocasión, ¡quién no se ha cargado un niño ya a estas fechas!... si no por lo menos en la carretera, aunque sea sin querer... se va desahogando.

Actualmente tendemos a pensar que no se condena nadie, que Dios es muy bueno. El evangelio, que es la buena noticia, no habla así ni de lejos. Repasar un poco los primeros capítulos de san Mateo, que se hace bien fácil; daos cuenta de la cantidad [de veces] que habla Jesucristo del infierno ¡es algo tremendo! Se presenta como algo que tienes que elegir; por ejemplo: que tengáis cuidado porque si uno entra por la puerta ancha, por la puerta ancha se va a la perdición; y la perdición está claro lo que él entiende: la gehenna; y que tengáis cuidado, porque sois la sal de la tierra y si la sal se torna insípida, no sirve para nada más que para arrojarla y arrojarla es, igual que al invitado, arrojarlo a las tinieblas exteriores y allí será el llanto y el rechinar de dientes; y al que se queda con un solo talento y no negocia con él, se lo quitan y ¡ala! a arrojarle; y arrojarle es, sencillamente, arrojarle del cielo, es condenarse. Jesucristo está hablando con un tono enormemente tajante, más claro no puede ser... La fuerza de decisión que tienen las cosas –que lo dice dos veces hablando en distintos contextos–: que si tu mano o tu ojo te son ocasión de escándalo que te lo cortes y ya está: ¡más definitivo no puede ser!

Sería bueno que nos paráramos un poco, por una parte, preguntándonos: ¿me planteo yo las cosas así? ¿vivo con el temor –y vamos a ser sinceros: no somos tan altruistas ni tan desinteresados que no nos importe condenarnos– o ya hemos decidido que estamos situados bien y, por tanto, es imposible que nos condenemos? En el fondo, vivimos como si no existiese ese peligro; de manera que la frase “velad y orad para no caer en tentación”, que Jesucristo dice a los discípulos, no será para asustarles, vamos, es que él mismo va a morir por ellos en ese momento. Pues nosotros no nos la creemos; ¡por poco que recemos siempre será bastante para salvarnos...! Cristo no dice eso. ¿Esta posibilidad de condenarnos angustia? Yo pongo siempre el mismo ejemplo: cuando yo voy a Madrid no es tan difícil que me agarre un coche... simplemente tengo algo de cuidado, no soy tan insensato que me dedique a pasar por los semáforos cuando están en rojo, simplemente tengo cuidado, y lo hago instintivamente, de pasar por los semáforos cuando están en verde y además mirar; hasta ahora no parece que estoy mal del corazón...y a Madrid he ido millares de veces en mi vida. O sea, que se puede tener cuidado y no angustiarse en absoluto. Puedo vivir tan tranquilo pensando que, efectivamente, hay la posibilidad de condenarse.

 

En una noche oscura, espiritualmente hablando –y en temperamentos angustiados claro–, no parece que sea raro el que [uno se angustie por la posibilidad de la condenación]. Un san Alfonso María de Ligorio... He estado leyendo la vida de san Juan de Sahagún: pasó unas temporadas tremendas pensando si se iba a condenar..., luego tenía visiones todos los días; pero de vez en cuando le venían estas ideas. Yo no digo que tengamos que estar pensando que nos vamos a condenar, pero otra cosa es que hayamos decidido que nosotros no nos podemos condenar, y esto no está en el evangelio, es evidente. Buena noticia quiere decir que Dios se me ofrece, no que se haya dado ya mientras estoy en la condición terrena. Pero es que, hablando de los demás, ¿qué estoy planteando a los demás? La tarea, la de que el Espíritu Santo me invada, es lenta, porque el progreso del hombre es lento.

Leyendo unas conversaciones con Sartre, él dice que ser ateo es muy difícil –y dice igual que nosotros pero al revés–; dice que ser ateo, idealistamente, es muy fácil, negar a Dios es muy fácil, pero vivir como si no hubiera Dios es dificilísimo. Estamos tan empapados de la idea de la divinidad que estamos actuando siempre en la suposición de que hay una divinidad. Aquí en nosotros digo lo mismo: el ser cristiano, idealmente, es muy fácil, pero llevarlo a la totalidad es difícil porque el hombre tiende a la mediocridad, a la superficialidad; en la superficialidad, es difícil de creer que vive Cristo, pero que hay algo divino es muy fácil; y entonces hacemos ahí unas mezclas...

Pues bien, veamos si tenemos esta tendencia de sentirnos responsables. La respuesta es: o que recibimos la vida que se nos ofrece en plenitud –y podemos recibirla en plenitud– o, al revés, que no recibimos la vida. Y esto, al mismo tiempo, es para todos los demás. ¿Cómo vamos a responder de la cantidad enorme de gente que se nos confía si no vamos viviendo más como sal de la tierra?

La alegría de la llamada

Y finalmente, otro aspecto de la llamada que aparece en san Mateo es el de la alegría. Porque lo primero que hace Jesucristo, apenas empieza a predicar, son las bienaventuranzas. A lo que nos llama Jesucristo es a la plenitud del ser dichoso. A todo el mundo. Lo que pasa es que hace falta bastante fe para darse cuenta que la dicha que Cristo nos ofrece, lo mismo que dice de la paz, no la da Él como la da el mundo. Y por otro lado El, que dice: “he venido a traer la paz”, en otra parte dice que no ha venido a traer la paz; darnos cuenta que no hay contradicción, que sencillamente son las mismas palabras que están expresando matices muy distintos y materias muy distintas; la bienaventuranza, lo que la gente entiende por alegría –no digo que todo el mundo– ... la mayor parte de la gente entiende por alegría las cosas sensibles, la alegría sensible; no es casualidad que a eso se le suele llamar divertirse, es decir distraerse, salir de sí mismo...no es estar uno metido en la alegría, es al revés, salirse uno de sí mismo para buscar la alegría; mientras que una persona intelectual la alegría la entiende de otra manera... ¡lo que yo disfruto leyendo solo!... leyendo y pensando. Jesucristo está hablando de la alegría nuestra y entonces las formas de ser alegre también son distintas.

[Es necesario] creernos, por ejemplo, que la alegría es tan mandato como el no fornicar o como el santificar las fiestas; es tan mandato porque está mandado; los mandatos de san Pablo son tan mandatos como los que están en el AT pero más: “estad siempre alegres, os lo repito, alegraos en el Señor”. Alegraos. Uno puede sentir tristeza, sentir angustia por causas biológicas, pero tienen que ser biológicas... porque las demás tienen que acabar desapareciendo todas, porque la tristeza que se pueda pasar por cosas que realmente son tristes tendrá que ir siempre ya como un ingrediente precisamente de la alegría, de la alegría que en ese momento será espiritual, no será sensible, pero una alegría de verdad.

Cuando vosotros veis a la gente ¿os dan verdaderamente ganas de hacerla feliz? ¿o no sentís un poco decir “vamos a no complicarle la vida que, después de todo, bastante tranquilo está y si lo metemos en estos líos... luego empieza y se va uno enredando y ya no hay por donde salir...”?. Uno de los aspectos de nuestro apostolado es que ¿nos da pena ver que la gente sufre?, aunque sufra la gente que está contenta; podemos encontrar perfectamente unas personas que la temporada que las encontramos están tan a gusto, dentro de ciertas molestias que tiene este mundo, pero están felices... y de momento nosotros las inquietamos y les organizamos un lío psicológico, de momento, claro, porque estaban tan a gusto allí. ¿Tenemos la conciencia de que estamos simplemente volviendo a la vida a una persona que está en coma? ¿volviendo a la sensibilidad a una persona que había perdido la sensibilidad, que estaba embotada, pero para hacerla feliz precisamente? Por supuesto que saberlo lo sabemos todos, pero examinaros un poco, porque esto es un aspecto del apostolado, es simplemente expandir el gozo de Jesucristo. Es predicar la buena nueva. Predicar una buena noticia: que está cerca el reino de Dios.

La gente se quedaba atónita, realmente revuelta, cuando hablaba Cristo, precisamente por esto, porque la palabra de Dios es como una espada de dos filos, que va cortando en lo profundo, por tanto se siente el corte y ¿estamos atónitos? ¿sentimos la autoridad de Cristo? Ya meditaremos que, en cuanto somos pastores, nosotros tenemos esa autoridad y en cuanto somos cristianos sin más. Vamos a dejarle a Jesucristo que nos santifique durante estos días.

La alegría de asemejarse a Cristo

San Ignacio en los ejercicios coge a la gente y supone que la primera semana hay que limpiarla un poco; en fin, yo supongo que ya estáis limpios por la palabra que el Señor os habla... y, por consiguiente, empiezo ya por lo menos por la segunda semana. Pero está muy bien que expresamente hagamos esta respuesta también: la respuesta a que san Ignacio invita es a ponerse a disposición para que yo me santifique y a lo que invita es a que se hagan oblaciones de mayor momento; si somos sacerdotes, la santidad eximia necesariamente tiene que expresarse por eso de pedirle que, en la igualdad de gloria suya, prefiramos parecernos más a él (aparte que lo de la “igualdad de la gloria” no me lo creo mucho; siempre habrá alguna diferencia si usamos más los medios que tiene); pero que por nuestra parte prefiramos más oprobio que quedar bien, más enfermedad que salud, más pobreza que riqueza, etc., etc. Y dándonos cuenta de una cosa: que cuando le pedimos a Dios las cosas no en balde ha dicho “pedid y se os dará si pedís en mi nombre”.

Yo me he encontrado algunas veces, después de unos cuantos años, con personas, generalmente mujeres, pero no sólo, que proceden de otras épocas, de la mía, de cuando yo era joven, y en aquella época habían hecho su voto de víctima... y luego te vienen [diciendo] que lo pasan muy mal... ¿Pues no hiciste voto de víctima?, pues aguanta... o qué te crees; tú no sabías lo que hacías, pero Dios sí, por eso vas aguantando, después de todo; pero cuando uno se le ofrece a Dios es que está movido por él, si se le ofrece en las condiciones debidas; está movido por él, realmente le mueve a que le pida que le haga de una manera especial sentir esta tarea de expiación, que podemos llamar “víctima”, porque se lo piensa dar... Pero luego que no gruña.