La urgencia de ser santos

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2. Llamados a la santidad

Santidad y conversión - hacerse como niños

Teniendo en cuenta que, en último término, de lo que se trata [en el retiro es] de conocer más, ejercitando la fe, el amor que nos tiene Dios, para participarle, y que le conocemos en Cristo y por el testimonio que nos da interiormente el Espíritu Santo, lo primero que podríamos meditar es precisamente la llamada universal a la santidad.

Recordad que la santidad no es simplemente un modo de comportamiento, sino un modo de ser, una participación de la naturaleza divina. Ahora, en el evangelio de san Mateo, dejando aparte el evangelio de la infancia y partiendo de cuando aparece ya Jesús, la predicación comienza diciendo “convertíos”. Convertirse quiere decir no sólo cambiar de conducta, sino cambiar de principio de vida, quiere decir recibir al Espíritu Santo que, además, es el que nos perdona los pecados; no hay más que recordar que el mismo san Mateo comienza la cosa con el bautismo de Jesús; en el bautismo de Jesús se manifiesta precisamente el Espíritu Santo y es el que le lleva, le conduce por el desierto para las tentaciones y le conduce para la predicación y para la muerte y la resurrección.

La conversión, que significa precisamente ser discípulos de Cristo, seguir a Cristo, significa [también] recibir al Espíritu Santo. Ahora bien, esta conversión es un don del Padre. Enseguida en el sermón de la montaña aparece esto como discriminante, [hay] alusiones continuas en el sermón de la montaña; lo que cambia precisamente es que se establece una relación inmediata con el Padre: respecto de la oración, la forma de hacerla, el rezar el padrenuestro, la forma de ayunar, la limosna, en fin, todo depende del Padre. Sobre todo cuando Jesucristo les dice “si no os convertís y os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos”; esta es una de las frases que me sirven de señal de lo que digo tantas veces: no acabo de entender por qué “diablos” –¡y aquí son diablos, eh!– se toman en serio unas palabras del evangelio y otras no. ¿Por qué se toma en serio “el que creyere y se bautizare se salvará y el que no, no se salvará”, que dice san Marcos, y no se toma en serio otra palabra que es exactamente igual: “si no os convertís y os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos”? Tan necesario es hacerse como niños como bautizarse; no veo por qué haya de darse importancia a una cosa y pensar que el que no se bautiza –a todo tirar– se va al limbo y, en cambio, el que no se hace como niño no sé por qué se va al cielo. Porque Jesucristo dice claramente que “no entraréis al reino de los cielos”; la frase no puede ser más clara.

Un modo de ser distinto

Pero, sobre todo, la referencia al Padre está recalcada en la alusión continua al reino de los cielos; lo que se anuncia es “convertíos porque está cerca el reino de los cielos”; por consiguiente, la santificación nuestra es un modo de ser celestial ya; no suelo hablar de que “estamos en la tierra” sino de que estamos todavía “en condición, en modo terreno”, pero que ya vivimos en el cielo. No estamos en plenitud porque todavía no hemos llegado a la plenitud.

La llamada a la santidad, está claro que es llamada; todo es don de Dios y todo es anuncio de Jesucristo, anuncio de Jesucristo que nos va a cambiar. Incluye, ante todo, una lucha continua contra Satanás, que precisamente es el que da el reino de la tierra. Esto ya no es de san Mateo, es de san Juan, pero –vamos– san Juan está recalcando muchas veces: “yo soy del cielo, vosotros de la tierra; yo soy de arriba, vosotros de abajo”. Hay algo claro en san Mateo y es que precisamente esta conversión, este cambio, en resumidas cuentas, es recibir el reino de los cielos, es recibir la justicia; [el discípulo] tiene que ser distinto de todos los demás; entramos en una vida literalmente nueva: hay que ser distinto de los publicanos, distinto de los fariseos y distinto de los gentiles. “Si vuestra justicia no abunda más que la de los fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Y si saludáis nada más que a los que os saludan, ¿qué gracia tenéis? También lo hacen los paganos...” Es decir, empezamos una vida distinta, la santidad es un modo de ser distinto.

Esta santidad es una perfección. Los fariseos parecían el “non plus ultra” de la santidad judía; era la rama preocupada del cumplimiento de la ley. Jesucristo dice que si nuestra justicia no es de otra manera, que la supera, ni siquiera se puede entrar en el reino de los cielos, no sólo que no se llega a la perfección. Ahora, está bastante claro que todo nos llama no sólo a un modo de ser distinto, la santidad, sino que nos lleva a la perfección, puesto que nos dice que seamos perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto. Y luego, todo ello se presenta en una lucha contra Satanás. Jesucristo empieza con las tentaciones, en las que aparece directamente el diablo, y sigue expulsando demonios, y no sólo haciéndolo él, sino dando potestad a los apóstoles para que expulsen demonios también.

Llamados a ser santos ya

Nosotros estamos llamados a ser santos, pero estamos llamados a ser santos ya, de una manera inmediata. Porque estamos llamados como los apóstoles, pero, como los apóstoles después de la ascensión, estamos enviados ya, estamos en esa situación. El decir “sígueme” es situar la llamada a la santidad como apóstoles de Cristo. No vendría mal recordar la historia de esta llamada. Recordar la llamada a la santidad como ministros de Cristo, como sacerdotes, quiere decir, tener en cuenta, por ejemplo, lo de san Pablo: que nos ha elegido desde toda la eternidad, antes de la constitución del mundo; que estamos llamados de la manera más real en la generación del Verbo –y esto es antes de la constitución del mundo– y después de la constitución del mundo. En la generación del Verbo, en la concepción de Cristo, en el nacimiento de Cristo, en el bautismo de Cristo, en la muerte y resurrección de Cristo y luego en nuestra concepción, en nuestro bautismo, en nuestra confirmación y en el sacramento del orden.

No estaría mal que recordarais la historia de la llamada: meditar, contemplar un poco cómo llama a los apóstoles, no sólo en san Mateo, sino en los demás evangelistas, cómo los elige. Pensar en nuestra semejanza o identificación, por una parte, con los apóstoles en general, por otra parte, con la historia de san Pedro y ojalá acabemos así... (No como papas, pues tendría que haber una mortandad papal muy grande para que llegáramos todos a papas y un gasto muy grande con tantos cónclaves..., claro que así los periodistas dirían menos suciedades una temporada). También la historia de Judas. En la lista de los apóstoles aparece Judas diciendo “que fue el que lo traicionó”; pensad que podían haber puesto nuestro nombre porque en la historia de nuestra vida ha habido ya muchas traiciones y –vamos– al pie de la letra. ¿Que no hemos entregado a Cristo materialmente? Entre otras cosas, porque no hemos tenido ocasión, si no ya lo hubiéramos visto. Pero el pecado, en resumidas cuentas, más o menos es ese. Y si no hemos hecho nunca un pecado mortal será porque Dios no lo ha permitido.

La historia de mi llamada

Después id recordando la historia de la llamada. No para hacer una meditación de pecados, sino para hacer una historia del amor de Dios. Viendo la elección de Dios, desde toda la eternidad, en primer lugar, para que naciéramos, pues se mueren muchos fetos sin culpa de nadie, muchísimos niños que no llegan a colmo. Después, desde el uso de razón, ir viendo un poco la historia del amor de Jesucristo y pensar que el amor de Jesucristo os ha ido manteniendo y desarrollando precisamente porque os llamaba para ser apóstoles. Y aunque no lleguéis a ser obispos..., el simple hecho de ser presbítero es una participación eminente en esta misión, de modo que podemos aplicarnos tranquilamente la llamada de Jesucristo “ven y sígueme”. Y ver un poco lo que hay de respuesta nuestra –no lo que hay de no respuesta, eso vendría después– porque la respuesta nuestra es consecuencia absoluta a la llamada, es la gracia eficaz sin más explicaciones. La llamada de Jesucristo es de tal fuerza que nos ha ido desarrollando en su seguimiento. Con todos los defectos que sean, pero de hecho lo estamos siguiendo.

¿Y yo me doy mucha cuenta de esta elección? ¿Soy consciente siempre? ¿me siento siempre elegido? ¿Me siento llamado a ser santo siendo sacerdote? ¿siendo ministro de Jesucristo? Recoged las escenas en las que Cristo habla especialmente a los apóstoles (“a vosotros se os ha dado a conocer los misterios del reino”, pero se han dado a conocer para que los prediquéis...). Esta experiencia de consagrados, que no la tenemos más que nosotros; objetivamente no hay un momento de más intimidad con Jesucristo que cuando decimos “esto es mi cuerpo”. La eficacia de la consagración será convertir el pan y el vino en Cristo, pero eso se hace para algo, por consiguiente, la eficacia de la Eucaristía es también convertirnos a nosotros; no está fuera del sacramento; otra cosa es que eso pueda fallar porque nosotros no [tenemos las disposiciones necesarias]... sin que el sacramento deje sustancialmente de ser válido. Hace poco leía una carta pastoral de Martini a sus curas y les decía esto: cuando consagréis tened en cuenta que estamos consagrando también el cuerpo místico futuro; simplemente que todos los sacramentos son signos de tres realidades: de lo pasado, de lo presente y de lo futuro. Lo pasado es todo el sacrificio de Jesucristo, lo presente es el cuerpo de Cristo en cuanto que se sacrifica y está sacrificado y lo futuro es el cuerpo místico: toda la resurrección de la carne depende de la Misa.

Llamada a la intimidad con Cristo y a dar fruto

Démonos cuenta de la intimidad a la que nos llama Jesucristo. Muy principalmente que la llamada de Cristo es una llamada a su intimidad, a seguirle. Pero podemos hacer una cosa que Cristo mismo admite que puede pasar: habla de que el que conculque los mandamientos más pequeños será el más pequeño en el reino de los cielos; parece que entrará en el reino de los cielos también, pero será el menor. Será el menor también en fruto; es decir, que nuestra fructuosidad está en proporción a nuestra santificación personal y que en el sacramento del orden se nos confiere el Espíritu Santo no sólo para que produzca un carácter sacramental, que nos capacita para hacer ciertas cosas, sino la gracia, es decir, la certeza de la actividad santificante del Espíritu Santo en nosotros, en este nuevo modo de ser ministerial, para que podamos hacerlo bien, por tanto, para que podamos hacerlo fructuosamente.

 

Y aquí, además de la gratitud y la complacencia, pensad que nuestra santificación, la nuestra ya precisamente, se hace en la tierra en una intimidad con Jesucristo que ciertamente es mayor que la de los demás. Tenemos las experiencias más altas del amor de Jesucristo, porque donde se hace más presente, según el magisterio, Cristo sacerdote, con su actividad redentora, es en la actividad litúrgica y somos nosotros los que la tenemos que realizar, casi en su totalidad, y también los que hacemos que los demás la puedan hacer (nosotros somos los que consagramos, los que absolvemos), y en fin todos los sacramentos que administramos, menos el del orden –si es que no nos delega algún obispo...–. Esta intimidad es una cosa psicológica, personal, estamos llamados a tener esta intimidad interior; si no la tenemos, sencillamente no damos fruto. Darnos cuenta, pues, de nuestra responsabilidad, de esta necesidad de santidad.

Santidad y discernimiento

He estado releyendo la vida del beato Ezequiel Moreno, obispo de Pasto, agustino, en Colombia, lo canonizarán, pues resulta muy ejemplar. No voy a meterme con él, pero hay una cosa que se ve en la vida de los santos y son ciertas equivocaciones, cierto influjo –digamos– mundano, que no hay que achacar a culpa, sino que Dios no les iluminaría bastante; quiero decir que [Ezequiel Moreno] tiene una actitud tremendamente integrista en sentido político, porque esa fue la formación que le dieron y no veía más. [Quiero indicar con esto] la capacidad de discernimiento que hemos que tener –los apegos nos dice san Juan de la Cruz que oscurecen, oscurecen para discernir–; nosotros en cada caso no podemos hacer más que según lo que vemos. Entonces tenemos la impresión –y lo malo es que es verdad– de que obramos con buena voluntad, pero eso no quiere decir que obremos bien; eso quiere decir que no haremos daño positivo, el Espíritu Santo no permitirá que hagamos algo positivamente mal, pero el Espíritu Santo sí que permite que el santo no vea más allá. No le ilumina, sencillamente. Estamos en un misterio. Y entra el temor de que, como todavía no hemos llegado a la santidad –estamos todavía bastante bien de salud...–, tengamos que llegar a ella recibiendo mucho perdón de Dios de las oscuridades que tenemos ahora. Pero mientras tanto podemos hacer multitud de disparates; y son tanto más peligrosos cuanto que no caemos en la cuenta de que los hacemos. Hay tanto más riesgo de que caigamos en ese peligro cuanto el ambiente está con un confusionismo impresionante. No voy a poner ejemplos porque no hace falta. ¡La falta de discernimiento que hay¡ Personas que no parecen de especial mala voluntad ¿cómo pueden no ver en la Iglesia el signo de Jesucristo?

Un polaco, a quien acaban de dar el premio nobel, no tiene mala voluntad contra la religión, pero no cree en nada ya y además lo que dice es que la Iglesia se va deteriorando y que se acabará dentro de poco y que por eso tiene tanta fuerza el comunismo; pero es que además –dice– que los comunistas piensan que el comunismo es una nueva fe y les gusta hacer paralelos con los primeros tiempos del cristianismo; y ahí está lo malo, que los segundos tiempos del cristianismo en que vivimos no se parecen a los primeros; se parecen más los comunistas; él va explicando por qué muchos intelectuales se pueden hacer comunistas y una de las cosas que dice es esta: que la religión ya no tiene fuerza, no tiene atractivo; es una cosa que es necesaria para el ser humano, pero no tiene fuerza. ¡Eso lo dice un polaco, uno de los sitios donde la Iglesia parece que funciona! pero funciona de tal forma que ya no atrae al que no tiene mucha fe; sólo atrae al Papa que tiene mucha, por supuesto. Pero esto es tremendo, porque la Iglesia somos nosotros y somos nosotros de una manera muy fontal, de una manera muy especialmente expresiva.

El beato Ezequiel convierte a mucha gente, pero el proceso de descristianización sigue en Colombia. Y vas viendo cómo hay una serie de aspectos que uno dice “pero es que esto no estaba bien”. El tiene mucho amor a los pobres, pero tiene una actitud con los ricos –y le repatean bastante– que, en fin, no se atreve a... porque el ambiente era aquel. Podemos ir con un deseo sincero de santificación pero no suficientemente intenso respecto a la gracia de Dios. Y entonces, sin darnos cuenta, con esta peligrosidad de que si hacemos examen de conciencia no lo vemos siquiera, porque teníamos que ver antes unos presupuestos que son los que nos oscurecen, no vemos nada malo. Estamos cediendo a una serie de aspectos que son literalmente del reino de Satanás, porque son del reino de este mundo, son mundanos, pero es la mundanidad que está dentro de la Iglesia. Y podemos caer por dos capítulos: por un capítulo de reacción en contra o por otro capítulo de dejarnos influir.

En este momento en España es todavía facilísimo encontrar en política a individuos que dicen: “Bah si es que los de alianza popular9 son igual...”, y les da igual que la gente sea del psoe, y otros individuos al revés: como les parece muy mal el psoe, entonces ponen que el reino de Dios consiste en que estos no gobiernen de ninguna manera; esto prácticamente significa [admitir] una serie de cosas políticas que son totalmente antievangélicas, porque tampoco se dedican a discernir. Esto mismo le puede pasar a la derecha polaca; por eso muchos intelectuales, que no eran circunstancialmente anticatólicos, tienen un respeto a la religión, pero una cosa es tener respeto, otra cosa es tener parte, otra cosa es ser católico y otra ser santo. Daos cuenta que nosotros podemos caer en ello también: podemos vivir de tal forma que no tenemos ni suficiente discernimiento ni suficiente fortaleza para ofrecer el evangelio de forma que no escandalicemos ni demos ocasión a que [se] caiga en el mal; esto se está viendo todos los días. Necesitamos muchísima luz del Espíritu Santo.

Santidad eximia y santidad heroica

Por eso, son necesarias [dos etapas] en la santidad del sacerdote: decía Pío XII que hay una santidad eximia, que no es todavía la santidad heroica a la que hay que llegar, la última perfección; ahora bien, una santidad eximia no es simplemente ser muy bueno, no es ni siquiera ser un hombre espiritual, [sino] ser un hombre muy espiritual; esta es la doctrina del magisterio. Pío XII habla de cualquier sacerdote. El sacerdote, cuando lleve veinte años10, tiene que tener esta santidad ya; cuando lo ordenan automáticamente tiene que salir ya, con lo cual debe salir dispuesto. Estado de fervor. Un estímulo para este fervor y para esta santidad eximia es precisamente que tenemos que estar continuamente pidiéndole al Espíritu Santo que no nos permita recibir el influjo del mundo, que nos haga vivir continuamente el reino de Dios.

La oración de intercesión por los pastores

Es más, somos los encargados de pedir perdón por el pueblo: el pueblo –pienso que por eso muchas cosas en la Iglesia no han avanzado más– no se merece que Dios nos ilumine a nosotros; en un momento determinado yo me santifico igual predicando una cosa que otra, pero la gente necesita una, no necesita la otra, el que Dios me ilumine, muchas veces no va a ser el fruto de mi buena voluntad, de mi apertura, va a ser el fruto de la petición de los demás. Durante el concilio –teniendo asegurada la asistencia del Espíritu Santo– tanto Juan XXIII como Pablo VI, estaban recordándonos continuamente que pidiéramos luces al Espíritu Santo ¿Por qué? Porque una cosa es no equivocarse y otra cosa es decir las cosas más prudentes, una cosa es no cometer una imprudencia y otra hablar de la manera más prudentemente posible. Podemos no predicar una cosa mala, pero podemos omitir miles de cosas necesarias para que haya el minimun de evangelización y omitir las predicaciones que eran necesarias para que la gente se convirtiera. Esto nos lleva a estar continuamente abiertos al Espíritu Santo. Lo mismo que tenemos que tener siempre conciencia de que somos personas humanas –ya la tenemos– y obramos como personas más o menos, tenemos que tener la conciencia continua de que estamos movidos por el Espíritu Santo y obraremos más o menos espiritualmente. Por eso, siempre que vemos que una actitud o una orientación nos lleva a estar más abiertos al Espíritu Santo, esta orientación es acertada, [pero] siempre que veamos que nos lleva a sustituirle es que no está acertada.

Resumiendo, estamos llamados a la santidad, la santidad es el modo de ser divino, estamos llamados a estar divinizados, pero estamos llamados a llegar a la perfección. La cumbre de la perfección para todos es la caridad y nosotros tenemos nuestra llamada, personal de cada uno. Nuestra llamada personal es de ministros de Cristo; esto supone una intimidad ya con Jesucristo, una intimidad realmente especial que tiene que ser también una intimidad subjetivamente especial. Cristo nos la quiere dar. De esta intimidad especial, distinta del común, depende nuestra labor pastoral, depende nuestra fructuosidad. Y esta llamada nos lleva a una santidad eximia ya y a un estado de fervor, de dependencia consciente del Espíritu Santo, siempre con el temor de que, como estamos luchando no contra la carne y contra la sangre sino contra el príncipe de este mundo, es decir, contra el demonio, que es todavía más listo que yo –“que yo” quiere decir que cada uno de nosotros–, tenemos que estar en una alerta continua, “para no caer en la tentación”.

Santidad, discernimiento y Espíritu Santo

Aun a los santos les ha podido pasar o que no han llegado a la santidad que tenían que llegar o que no les ha iluminado Dios como les quería iluminar porque la gente no se lo ha merecido. Entonces tenemos que poner un plus de santidad para alcanzar que la gente nos entienda. [Tomemos también] conciencia de que podemos llegar a santos pero habiendo pasado por épocas de no fervor en que hayamos “hecho polvo” a mucha gente, escandalizado a mucha gente, no porque hayamos hecho cosas que le chocan, sino precisamente porque le hemos apoyado las tendencias mundanas. Por ejemplo: ¿cómo tenemos el discernimiento para convencer a la gente de que no tiene que irse a las piscinas ni a las playas? Pues no lo sé; no sé si hay que hablar primero a los obispos, o primero a ellos; este discernimiento tiene que darlo el Espíritu Santo. Es muy complicado en cada momento, porque una palabra demasiado exigente puede hundir a una persona y una palabra poco alta puede no darle ganas de elevarse. En fin, que estamos manejando la sangre de Jesucristo, sencillamente, y esto nos tiene que llevar a este hambre y sed del Espíritu Santo, que es una de las formas –lo recuerdo siempre– que excita a la santidad. La santidad es el desarrollo pleno de nuestra personalidad que, al irse desarrollando, está abierta al Espíritu Santo, que es el que la desarrolla. Es estar movido por el Espíritu Santo y este vivir como hijo de Dios, pero participando de su acción paternal.

9 Antiguo partido político, integrado ahora en el Partido popular; era un partido de “derechas”, en ciertas cosas más afín a los planteamientos de la Iglesia; el psoe (partido socialista obrero español) es un partido de “izquierdas”, más opuesto, en cuestiones de moral familiar, defensa de la vida, educación, a los planteamientos morales de la Iglesia.

10 Parece referirse al seminarista de veinte años, que ya debería tener un nivel de santidad bastante alto.