Ignacio de Loyola, nunca solo

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El invierno avanza. Por fin se siente fuerte. Sus piernas le sostienen cuando pasa largas horas caminando por los alrededores. Sólo un pulcro vendaje es indicio de su lesión. Ha adelgazado mucho, pero se ve saludable. Ríe a menudo. Juega con sus sobrinos. Come poco, pese a la insistencia de Magdalena, que en estos meses ha sido para él madre y hermana, amiga y enfermera. Le conmueve la ternura de la buena mujer.

Una noche, sentados a la mesa, Íñigo anuncia a sus familiares que la partida es inminente. En unos días se irá. Nadie quiere preguntar: «¿Adónde?». Se hace un silencio expectante. Íñigo no tiene intención de compartir sus planes, pues teme que tratarán de disuadirle, lo que sólo puede conducir a interminables –e inútiles– discusiones. Su decisión está tomada. Le parece prudente hablar con una media verdad: «Será bueno que vaya a Navarrete, a encontrarme con el duque». Martín respira con alivio, aunque, sagaz como es, intuye que falta algo en el lacónico anuncio. La conversación languidece. Tras la cena Magdalena borda, Íñigo lee. Martín contempla el fuego, huraño. Nadie dice más esa noche.

A la mañana siguiente, Íñigo se sorprende al ver entrar temprano a su hermano en la habitación. «Acompáñame, Íñigo». La voz es autoritaria y cordial a la vez. El joven se deja conducir. Juntos recorren la casa torre. Habitación por habitación, el señor de Loyola va desgranando la historia de la familia. Repite relatos que ambos escucharon, cuando eran pequeños, de labios de su padre. En aquellos años de infancia Íñigo habría abierto unos ojos grandes y extasiados. Ahora se da cuenta, con una punzada de nostalgia, de que todo eso pertenece a un pasado que se ha ido. «Mira que esperamos mucho de ti», está diciendo Martín. Le señala que tiene por delante un futuro brillante, que su actuación en Pamplona le granjea la admiración de todos los hombres, y en especial del duque de Nájera, que todos en la familia confían en él. Íñigo calla. Ese futuro que hace unos meses le hubiese parecido extraordinario le deja ahora indiferente. Su cabeza está, hace semanas, recorriendo nuevas tierras. El hombre que ha salido de la enfermedad es muy distinto al que llegara a Loyola, diez meses atrás, casi agonizando.

Los primeros pasos

En febrero de 1522 abandona su casa –y su vida anterior–. La despedida es extraña. Flota en el aire un silencio forzado. Demasiadas explicaciones que unos no se atreven a pedir y otro no está dispuesto a dar. La apariencia de normalidad no engaña a nadie. El semblante de Martín cuando se despide es serio, uno no sabría decir si expresando más tristeza o reproche. Parece querer repetirle a Íñigo los mil consejos de estos últimos días, y al tiempo percibe la inutilidad de más palabras. «Íñigo...», murmura. Finalmente opta por el silencio. Doña Magdalena, cuñada, amiga y a veces madre para Íñigo durante los últimos meses, a duras penas contiene el llanto cuando le abraza. Por última vez ven alejarse al noble hidalgo, al joven gallardo que, con sus vestiduras elegantes parece partir de nuevo, como hiciera dieciséis años atrás, a conquistar el mundo. Con él va su hermano Pero, a visitar a otra hermana, también llamada Magdalena, que vive en Oñate. Dos criados les acompañan. De camino se detienen en el santuario de Aránzazu. Allí, ante la Virgen, Íñigo reza toda la noche. Sus propósitos, sinceros, le resultan también arriesgados. Es osado, pero no ingenuo. Duda de sus fuerzas, teme que su pasado le capture, sabe que dentro de sí permanecen agazapados el cortesano y el militar, el mujeriego y el guerrero. Pide a María que bendiga su camino. Promete ser casto. Se ata con voto a este compromiso. De alguna manera quiere ir jalonando con pasos concretos este camino que comienza.

En Oñate se queda Pero. Tampoco con este hermano, compañero de correrías años atrás, quiere Íñigo compartir sus proyectos. No ha de extrañarnos este silencio ante el que, siendo clérigo y canónigo de una iglesia azpeitiana, podría parecernos un confidente adecuado para sus inquietudes religiosas. Es un sacerdote que participa de las ambigüedades de su época. Es padre evidente de varios hijos ilegítimos, y su vocación religiosa es resultado de la elección de otros, no fruto de una opción personal. De ahí que Íñigo no vea en él a alguien especialmente capaz de comprenderle.

Se dirige hacia Navarrete con la compañía de los dos muchachos que le escoltan desde Loyola. Va soltando cabos, despidiéndose de su vida vieja, saldando deudas para echarse a andar libre en las manos de Dios. Por eso se dirige al tesorero del duque para reclamar unos ducados que se le adeudan. El duque, que ya no es virrey, no goza de una situación boyante, pero insiste en que se le pague a Íñigo cuando comprueba que este no está interesado en aceptar un puesto fijo en su casa. Íñigo dispone que parte de ese dinero se emplee en restaurar una imagen de la Virgen, y manda repartir el resto entre gente con la que se siente en deuda. Despide a los dos criados. Parte de Navarrete. Ahora sí, solo.

El camino hacia Montserrat nos permite comprender lo lejos que está Íñigo de haber dado un giro radical. De algún modo ha cambiado su objetivo, pero no ha soltado las riendas. En su mente todo sigue dependiendo de sí mismo. Antes buscaba brillar en las cortes humanas, y ahora se ha propuesto refulgir en la corte celestial. Pero sigue siendo un hombre que se fía de sí, que quiere vencer. Si va a ser santo, será el más notable, el mejor santo del mundo –parece pensar–. Su lógica no admite medianías. Lejos de casa Íñigo ya no mira mucho a su interior. Cree estar convertido cuando en realidad está en el comienzo de un largo recorrido. Tiene en estos momentos algo de insensato, un poco de irreflexivo y bastante de adolescente. Piensa en hacer penitencias enormes, terribles, dolorosas... para imitar a los santos. Para superarlos. Para agradar a Dios. Es la suya una extraña competición. Un nuevo reto, para demostrar su grandeza, su valía, su talla. Ahora quiere triunfar ante Dios. Es un caballero cristiano. Si Cervantes hubiese visto, décadas después, al joven hidalgo marchando de Navarrete hacia Montserrat, tal vez hubiese reconocido en él algunos de los rasgos de su Quijote, tan loco y tan cuerdo, tan absurdo y tan lógico a un tiempo.

Todavía le queda mucho recorrido a este Íñigo peregrino para comprender el evangelio, para descubrir en Jesús un Señor y en su Reino un proyecto. Lejos está aún de asimilar la mansedumbre del Cristo pobre y humilde. Las jornadas de marcha transcurren entre devociones y penitencias. Íñigo comparte días de viaje con diversos compañeros. Oculta su nombre. Calla su historia. Está decidido a construir una nueva vida. Le gusta conversar de cosas espirituales cuando coincide con algún caminante bien dispuesto.

Un día tiene lugar un episodio extraño, que ya anciano Ignacio seguirá recordando. Íñigo va en mula. Escucha pasos tras él y mira atrás. A lo lejos se acerca otra cabalgadura. Aminora la marcha, espera hasta que están a la par. El hombre que le alcanza no es cristiano, sino un moro. Al joven Íñigo le gusta conversar y le encanta la oportunidad de discutir con un pagano. Después de todo, ¿no va él a tierra de infieles, ansioso por predicar el evangelio? Tal vez sea esta una prueba de su capacidad. Se enzarzan en una discusión sobre asuntos de fe. Sin embargo Íñigo sale escaldado. Cuando llegan a la cuestión de la Virgen su interlocutor se muestra intratable al hablar de la virginidad de María. «Pase que hubiera una concepción virginal –llega a decir– pero eso no podría haberse mantenido en el parto». Íñigo razona, insiste, pero sus argumentos no parecen convencer al moro, que poco menos que se burla de él. El joven caballero queda en silencio, humillado y frustrado. La conversación acaba abruptamente. El moro continúa a buen paso, dejando atrás a un Íñigo entristecido. Al poco rato la congoja da paso a la ira. Íñigo se enfada. La rabia le puede. En ese momento no razona. Una violencia sorda le domina. Siente deseos de perseguir al moro y coserlo a puñaladas. El caballero, el hombre de honor que vive en él ha despertado. Hay que vengar una ofensa, infligida nada menos que a la Virgen Santísima. Hay que lavar esa osadía en sangre. ¿Brama también el orgullo herido del joven bruscamente enfrentado con su incapacidad para vencer en la batalla dialéctica? Es posible. Un año antes Íñigo se hubiese lanzado sin dilación en persecución del moro, y es bastante probable que lo hubiese matado. Sin embargo ahora la duda le detiene. ¿Es esa violencia algo propio de los santos? ¿Puede Dios querer esto? En ningún momento se ha imaginado como un peregrino vengador y violento. ¿Qué hacer? Ignacio llegará en el futuro a ser un maestro espiritual, pero el joven Íñigo aún está muy verde en las cuestiones del espíritu. Se debate, sin saber a cuál de sus impulsos hacer caso. ¿Venganza o silencio? ¿Persigue al moro o lo deja ir? ¿Le corta el cuello o lo ignora? Está tan indeciso que toma una decisión salomónica. Que resuelva la mula. Delante hay un cruce. Por el camino más ancho se llega a la villa en la que está el moro. Si el animal toma esa dirección Íñigo matará al ofensor. Por el camino real, más estrecho, se sigue hacia Montserrat sin pasar por la villa. Si es esta la elección del asno será señal de que Dios no bendice esa venganza. Finalmente la mula, o Dios, o la Providencia o la suerte, o de todo un poco, deciden por él. La elección, afortunadamente, es el camino real. Es curioso, y a la vez da vértigo comprender cómo se escribe la historia. No podemos saber qué hubiese pasado si la elección hubiese sido la otra. Con el pasado de poco sirve hacer hipótesis alternativas. En todo caso, podemos afirmar, con humor, casi quinientos años después: «Gracias a Dios que la mula tiró por el camino estrecho»

Montserrat se va acercando. Poco antes de llegar, Íñigo se detiene en una población grande. Desde que dejó Navarrete ha ido pensando en Montserrat como el punto de partida verdadero de su aventura. La puerta a su nueva vida de peregrino. Lo que hasta este momento han sido proyectos se convertirá al fin en ejecución. Habiendo dejado atrás familia y amigos, dinero y posición, quiere ahora completar su transformación abandonando su ropa de caballero, convirtiéndose en un peregrino anónimo. Utiliza parte del dinero que le queda para hacerse con tela de saco, basta y áspera en comparación con los delicados tejidos a que está acostumbrado. Encarga a una mujer que convierta el paño en una túnica que cubra todo su cuerpo. Compra también un largo bastón que ha de ayudarle en su cojera, y una pequeña calabaza que le servirá para beber. Para completar el atuendo se hace con un par de alpargatas, aunque por el momento sólo calza con una la pierna sana. Carga la montura con sus adquisiciones. Ya está preparado para dar los últimos pasos. Respira despacio. Abandona el poblado. Es consciente de la trascendencia de estos días en su vida. Está convencido, decidido. No hay marcha atrás. El joven Íñigo va a desaparecer para siempre. Está naciendo el peregrino.

 

Considera imprescindible darle relevancia al mo-mento. El joven educado en un ambiente cortesano, en el que cada gesto se mide y se carga de significado, necesita expresar la hondura de la encrucijada vital que atraviesa. ¿Cómo hacerlo? En este momento le ayudan las imágenes caballerescas. Después de todo, ¿no se está convirtiendo en un caballero distinto, al servicio de Dios? ¿No es Su causa la que quiere defender y servir? Pues bien, ¿por qué no velar estas nuevas armas, el bastón y la calabaza? Al imaginar la escena no puede evitar sonreír, emocionado y lleno de entusiasmo. Llega, al fin, a Montserrat.

Aparece el peregrino. Montserrat

Es el 21 de marzo de 1522. El día en que comienza la primavera. El día en que Íñigo cruza las puertas del monasterio de Montserrat. Este ha de ser el escenario de su transformación, piensa. No deja de ser ingenuo al creer que le han de bastar unos días para salir de aquí trasmutado en el gran santo que sueña. Supone que esta etapa es el final de la metamorfosis que comenzara, meses atrás, con sus lecturas de enfermo. Lejos está de intuir que su gran cambio no ha hecho más que comenzar. Pero, por el momento, Dios le deja hacer. Tiempo habrá para un encuentro distinto.

Su estancia en Montserrat tiene dos objetivos. El primero tiene que ver con su vida pasada: Íñigo ve llegado el momento de confesarse por todo el mal que descubre en su existencia anterior. El segundo mira al futuro: ha llegado la hora de convertirse en peregrino.

El monasterio es un lugar de incesante actividad. La devoción por la Virgen morena está extendida por toda la geografía hispana. Sin cesar acuden a este santuario siervos y señores, hombres y mujeres que buscan consuelo, cumplen promesas, agradecen favores o imploran la protección maternal de la Virgen... Íñigo busca un confesor. Se acerca a un monje que pareciera estar esperándole en una de las capillas laterales de la Basílica, se arrodilla y habla. Lleva tanto tiempo callando sus planes, ocultando sus verdaderos propósitos y expresándose con medias verdades que cuando comienza a hablar las palabras brotan a borbotones, sin control. Llora, se exalta. Describe con dolor las miserias de su vida pasada. Expone con ilusión sus proyectos. Juan Chanón, un monje benedictino que a diario escucha tantas voces distintas y comparte tantas historias ajenas comprende que no es esta una confesión habitual. Intuye el vendaval que agita al joven noble que se arrodilla ante él. Le deja desahogarse durante largo rato. Después le propone caminar un poco. Íñigo está sorprendido por el estallido de sus emociones. Está tan acostumbrado a tener el control de las situaciones que experimenta cierta liberación al poder dejarse guiar, al confiarse a otra persona, al compartir sus zozobras y sus deseos, al pedir ayuda, al llorar sin vergüenza por todo lo que no domina.

Chanón le propone que se tome un tiempo tranquilo. «¿Por qué no escribes y pones en orden todo esto que me has dicho? No hay prisa. Toma unos días. Haz una confesión general. Ponte en las manos de Dios». El sensato consejo suena acertado en los oídos de Íñigo. Después de todo no tiene prisa. Tiene todo el tiempo del mundo.

Durante tres días alterna la oración, la escritura y las conversaciones con Chanón. Ese encuentro es mucho más que una confesión. Hablar de sus proyectos, de sus planes, de su futuro con otra persona le aquieta, le calma, le ilumina. No se parece a ninguna conversación que haya tenido antes. No es el tipo de confidencia compartida con los amigos en los lejanos días de Arévalo, ni la despreocupada conversación de compañeros de camino. Su interlocutor tiene, a sus ojos, algo de maestro, de testigo, de autoridad y de hermano. Comprende, en ese contacto inesperado, que necesita la ayuda de alguien que le guíe. Que está confuso. Aún no se da cuenta de hasta qué punto está embrollado en su corazón lo afectivo, lo religioso, lo que le suscita Dios y lo que él mismo decide insensatamente, pero tiene la lucidez suficiente para reconocer que necesita consejo. Con Chanón empieza a intuir que la vida interior que apenas barrunta es como un campo de batalla en el que también hace falta aprender estrategias y formas. Que a veces se confunde con respuesta a Dios lo que es soberbia, y otras veces uno deja escapar intuiciones que sólo Dios puede poner en su corazón. El monje le corrige, le propone, se convierte en un espejo humano en el que Íñigo se ve reflejado con la ayuda de otros ojos. Siente la certeza de ser como un niño, necesitado de ayuda y guía. Ingenuamente, Íñigo cree que estos consejos son todo lo que necesita. Lejos está de imaginar que muy pronto será su interior el escenario de una lucha encarnizada que le va a llevar al borde de un abismo. Por ahora escucha con una mezcla de respeto, admiración y curiosidad.

Desde este momento siempre buscará Íñigo el consejo de otros. Intuye, al conversar con Chanón, que la vida interior también crece, también se cuida. Que es importante discernir lo que pasa dentro, poner nombre a lo que te sucede, reconocer la voluntad de Dios y las tentaciones del mundo en las emociones y los disgustos. El futuro maestro espiritual es, por el momento, alumno que está descubriendo lo mucho que ignora.

Íñigo habla de Jerusalén, de sus propósitos, de su vida. Chanón le alienta y le matiza, le calma y le asesora. El monje está sorprendido con la pasión de este penitente, distinto de la mayoría de quienes pasan por Montserrat. En esos tres días Íñigo hace planes, con ayuda del benedictino, para dar el último paso. En el monasterio quedará la mula. En la verja del altar las armas, como muda ofrenda a la Virgen. También ha de dejar aquí sus viejas ropas nobles. De Montserrat ha de salir un peregrino anónimo, sin nombre, sin historia. Acuerdan que se detenga en algún punto del camino, no tardando, para pasar unos días tranquilos de reflexión y oración, tratando de poner un poco de orden y serenidad en su espíritu. La tarde del 24 de marzo el monje absuelve a Íñigo por los pecados de su vida pasada mientras este llora en silencio. Al anochecer se despiden. Íñigo recoge de la mula las prendas nuevas y su bastón, y avanza, solitario, hacia la Iglesia donde piensa pasar la noche en oración velando sus nuevas armas. Antes de entrar entrega sus ropas a un mendigo y viste, por primera vez, el hábito de peregrino. En la Iglesia entra el caballero sin corte, el soldado herido, el pequeño Loyola. Al amanecer sale del templo el peregrino. Su destino, Jerusalén.

El santo, el dedo, la luna y Dios

¿Nos puede parecer extraño? ¿Tal vez nos resulta chocante esta conversión de un Íñigo que se decide a imitar a los grandes santos de la historia? En realidad no es algo tan trasnochado. Todas las épocas tienen sus figuras, sus referencias. Desde los mitológicos héroes griegos a los ídolos de masas actuales, cada sociedad y cada época ha tenido sus referentes.

Quizás hoy hay modelos mucho más variados, y muchos desaparecen rápido. Tanto que ni siquiera da tiempo a memorizar sus nombres antes de que las estrellas más rutilantes de los firmamentos mediáticos se apaguen. Pero están ahí. Jóvenes y adultos los admiran y los aplauden. Se conocen sus historias y sus acciones, sus gustos y sus vicios, sus amores y sus flaquezas...

Ese mirar –y admirar– a otros es humano. Es cierto que no todo es lo mismo. Quizás la grandeza de una época reside –también– en saber admirar a quien merezca la pena. Y es esa humanidad ávida de sentido la que vemos plasmada en Íñigo de Loyola. Cuando se ve capturado por los relatos de la vida de los santos, cuando decide imitarlos, no está haciendo algo sorprendente ni extravagante. Es un hombre de su época. Y en esa época la piedad ensalza a los santos de una forma tan central que hoy nos resulta difícil de imaginar. En retablos y trípticos, en las iglesias y en los libros...

Pero todavía tiene que aprender una lección este Íñigo que se echa al camino queriendo imitar a santo Domingo o a san Francisco. Cuando en la Iglesia hablamos de santos, entonces y ahora, no decimos, sin más, que fueron buena gente, o que sus historias fueron dignas, admirables o modélicas. Sobre todo afirmamos que sus vidas son una ventana hacia algo más. Mirándolos a ellos, a lo que hicieron, dijeron y vivieron, a cómo amaron y curaron, a cómo el evangelio ardió en sus vidas, podemos intuir al único que es realmente santo, a Dios. La verdadera santidad no es una virtud de cumplimiento. No es la perfección personal. No es una rareza imposible. Es la capacidad de, en la fragilidad e imperfección propias, ser reflejo del Dios que sí es perfecto. Es ser capaz de enamorarse de tal modo del Dios de Jesús que ese amor se convierte en pasión que arrebata la propia vida.

Esa es la diferencia entre el icono y el ídolo. El icono refleja algo que está más allá. Al ídolo lo admiramos en sí mismo. Se agota en sí. Tiene algo de vacío. El santo es, para nosotros, un icono, una ventana abierta a la divinidad. El Íñigo de Loyola que sale al camino deseando emular a los santos aún tiene que comprender esa lección. Obnubilado con lo que ha descubierto en san Francisco de Asís o en santo Domingo, quiere ser como ellos. Aún le queda comprender que la gran hondura de estos personajes no es lo que dicen de sí mismos, sino lo que demuestran de Dios. Dice un aforismo que cuando el dedo señala a la luna el necio mira al dedo. De alguna manera eso es una buena descripción de lo que ocurre aquí. Puede uno quedar preso del dedo, del fruto, del santo, sin atreverse a mirar a la luna, la raíz, al Dios al que sus vidas apuntan.

Y, de paso, así seguimos hoy en día. Vamos descubriendo personas a quienes admiramos. Pero, ¿de dónde sacan las fuerzas, la inspiración, el coraje o la compasión para vivir como lo hacen? ¿Queremos «imitar» a Teresa de Calcuta o a Alberto Hurtado? ¿Aplaudimos la entereza y la pasión de Óscar Romero o de Pedro Arrupe? Quizás debamos preguntarles a sus vidas, a sus palabras y a sus obras qué Dios late detrás.