Fernando VI y la España discreta

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En efecto, se iba a producir la euforia del verano de 1746 en torno a un rey que, como el propio mariscal decía, «tenía muchas ganas de agradar» y al que los pasquines pedían que hiciera «salir de España todo gabacho al momento». Los que serían los «hombres nuevos» del futuro rey estaban unidos, en buena parte, por el resentimiento contra la presión francesa sobre el rey anterior, lo que sabían era compartido por Fernando.

Los que iban a caer al comienzo del reinado iniciaron precisamente su descrédito al aferrarse a la vieja política farnesiana, sentenciada por su dependencia de Versalles. Es el caso del ministro de estado Villarías y del embajador en París Campoflorido (1678-1757), que no aceptó verse suplantado por Huéscar. No sabían que el futuro ministro Carvajal era un hombre en ascenso, querido por Bárbara y por Ensenada, y que además era desde antiguo amigo de los Alba, en particular de la duquesa, la madre del joven duque de Huéscar que luego heredaría el título de Alba. Lo mismo le pasó al marqués de Tabuérniga, el conspirador fernandinista encarcelado en 1731, exiliado desde 1738 en Lisboa y luego en Londres, que fue suplantado por Wall, y a muchos altos cargos de la corte que no resistirían verse relegados por los «hombres nuevos».

Los que habían esperado al lado del cuarto del príncipe dejarían ver de nuevo su incapacidad para abrirse paso, demostrando así que la conspiración fernandina no fue más que un amasijo de resentimientos dispares sin posibilidad de articu-lación política. La verdad desnuda, un pasquín que salió en septiembre de 1746, volvía a denunciar la tiranía y la corrupción de los ministros para prevenir a Fernando contra el régimen ministerial que había asentado su padre; de nuevo, apelaba a la legitimidad de Fernando —«veinte años ha estado su real cabeza desposeída de la corona»— y le aconsejaba «arrojar lejos de Vuestra Majestad oficinas, tribunales, ministros habituados a dictar injusticias y violencias». Desde el primer momento el rey les sorprendería precisamente por tomar la dirección contraria.

Pero, por el momento, las tensiones se desviaron hacia la persona más odiada: Isabel de Farnesio. Ahí es dónde se quería ver la reacción de Fernando y Bárbara, que se esperara fuera un verdadero ajuste de cuentas. Todos confiaban en que Fernando VI a «Isabel, en la farsa de mandar, no le volverá a dar el más ínfimo papel». Un pasquín decía de la madrastra: «Se deshizo aquel Babel / de soberbia en un momento / y, arrumbada cual jumento / sarnoso en el muladar, / solo podrá gobernar / sus naguas y su aposento». En efecto, los reyes cobrarían su primer tributo de popularidad despidiendo a la Farnesio. Era solo un primer gesto.

3

Fernando VI, rey de España

El fin del Babel farnesiano

Al fin, un rey popular

El 9 de julio de 1746 muere Felipe V y el 23 de julio del año siguiente Isabel de Farnesio recibe la orden de retirarse a San Ildefonso. Ha mediado entre ambos acontecimientos solo un año, pero es el año triunfal de los reyes Fernando y Bárbara. Para unos príncipes que tenían al llegar al trono escaso conocimiento de los asuntos públicos, la cascada de decisiones regias no puede ser más sorprendente. Se suele decir que fue cosa de Carvajal y de Ensenada, pero hay tal apoyo de los reyes a los cambios promovidos por los ministros que es imposible minusvalorar el papel que tuvieron en ellos: más modestamente Fernando, de manera francamente decidida Bárbara de Braganza. Por más que Dolores Gómez Molleda dijera que la reina «tuvo un dominio indudable sobre el hombre y otro muy limitado sobre el rey», cuantas decisiones hubo de tomar el monarca necesitaron el placet de Bárbara.

Toda Europa dio en pensar que el rey era un pelele de la reina y que esta obraba a instancias de su padre Juan V de Portugal por medio de su embajador el vizconde de Vilanova da Cerveira (también llamado de Ponte de Lima, 1683-1760); pero Fernando VI, que conoció los rumores, no se dejó humillar. Era lo que en el fondo se buscaba al exagerar la influencia de Portugal, la pequeña potencia vecina sempiterna depositaria de orgullos y humillaciones mutuas. El embajador inglés B. Keene, que venía de Lisboa, insistió en la predominancia portuguesa en Madrid, lo mismo que el obispo de Rennes, que, en un nuevo intento de menoscabar a Fernando VI había dicho el 11 de julio de 1746, aún sin enterrar el rey difunto, que era «más bien Bárbara quien sucedía a Isabel, que Fernando a Felipe».

Para los franceses, solo Ensenada podía contrarrestar el influjo de Vilanova sobre la reina, del que temían con razón que intentara desplazar al ministro; por el contrario, en Inglaterra se esperaba del tozudo Carvajal que aprovechara su privilegiada relación con Bárbara —confiada en la «sangre portuguesa del ministro»— para sacar definitivamente a Fernando VI de la sumisión a la familia francesa. Al final, el vertiginoso aluvión de presiones, la torpeza y la precipitación, tuvieron el efecto contrario al deseado y, al poco, el rey, confiado en sus ministros, podía hacer sus primeras manifestaciones de sorprendente independencia. «Ya que no quería ser gobernado por Francia, no lo sería tampoco por Portugal». Se le atribuyó esta frase como tantas otras —«paz con Inglaterra y guerra con nadie»— y se consiguió en este primer año decisivo que el rey fuera respetado.

Fernando VI llegaba al trono rodeado de una enorme popularidad y afecto de los españoles, pero era presentado en las embajadas y en las cortes europeas como un hombre sin carácter, incapaz de tomar decisiones políticas. Se pensaba que dejaría el gobierno al albur de los más intrigantes de la Corte una vez que Bárbara demostrara su incapacidad natural e incluso que, mediando los «vapores» heredados de su padre que todo el mundo pensaba que aparecerían más pronto que tarde, acabara abdicando, como llegó a presumir Vilanova.

Sin embargo, los reyes, empezaron a sorprender cuando decidieron despachar juntos y volver a la vieja costumbre de la consulta de los viernes con el Consejo de Castilla, con cuyo presidente el rey departía después de la sesión a solas. Bárbara no pasó por alto cuando describía el acto a su padre que «esto hacía veinticuatro años que no se hacía». También restablecieron las audiencias públicas nada más comenzar el reinado, en agosto, y modificaron el protocolo de audiencias de ministros y embajadores, especialmente en lo relativo a la costumbre de Felipe V de departir con el embajador francés a cualquier hora. En octubre de 1746, el obispo comprobaba irritado que sus privilegios habían terminado mientras Ensenada escribía orgulloso sobre la «estocada» que había recibido su mayor enemigo: «Se ha quitado enteramente al obispo de Rennes la costumbre de las conversaciones con el Amo».

Pero además de estas señales, hay todavía más en el proyecto regio: una firme decisión de elegir personas de su confianza y rechazar a las que provenían del reinado anterior, aquellas de las que Fernando y Bárbara temían la influencia de la reina viuda y sus hechuras. En un año, los nuevos reyes cambiarán del todo el gobierno: el confesor, varios embajadores, el inquisidor general, el gobernador del Consejo de Castilla, buena parte del personal cortesano de la casa del rey —aprovechando que Isabel quiere mantener con ella a sus leales—, y algunos altos mandos del ejército.

Fernando VI declaró que mantendría en sus puestos a todos los cortesanos que heredó de su padre y así lo hizo durante unos meses, pero del viejo aparato de Felipe e Isabel quedó muy poco tras el verano de 1747. La excepción la protagonizaron los que supieron cambiar con inteligencia, es decir, los que se separaron del palacio de los Afligidos, la primera casa que se puso a la reina viuda en Madrid.

El panorama a un año de morir Felipe V no puede ser más distinto de lo que se auguraba. La evidente alegría del rey y la reina y sus apariciones públicas, su presencia animada en las fiestas y la normalidad de los actos públicos y privados sorprendían a toda la Corte. El rey tímido, melancólico y huidizo, se mostraba tan alegre que cansaba a la propia reina en los bailes, hablaba con todo el mundo y podía decirle al popular embajador Keene cuando este le dirigió un cumplido por su lozanía en un baile que «el ganado está cansado», en referencia a las señoras.

El palacio de los Afligidos

La primera decisión familiar fue espectacular: Isabel de Farnesio salía del palacio del Buen Retiro el 2 de agosto de 1746 en compañía de sus hijos el infante cardenal Luis y María Antonia. Iba con ellos una larga comitiva de cortesanos, encabezada por el marqués de Scotti y el conde de Montijo, que había repartido dinero a algunos agitadores para que dieran vivas a la reina a su paso por Madrid. No sirvió de nada, pues la jornada estuvo rodeada de una enorme tristeza para los «afligidos» en contraste con la alegría popular que desató la primera decisión de los nuevos reyes.

Isabel y sus hijos iban a vivir a la casa de los marqueses de Osuna, situada en la plazuela de los Afligidos, de donde vendría el significativo mote de sus seguidores. Era un casón noble, pero bien diferente a los escenarios regios que la reina viuda había no solo habitado, sino creado. La Granja era obra suya, así como las reformas de todos los palacios en los que pasó más de treinta años de su vida. No es extraño que el obispo de Rennes, que la insultó hasta el extremo, viera en la «burguesa de Madrid», cuando presenció la despedida de su palacio, «un ser vivo que asistía a su propio entierro». La reina recorrió las habitaciones enlutadas, triste y nostálgica, en medio del silencio de los cortesanos. Su único consuelo, los vivas pagados que luego recibió en las calles, fue recibido por el obispo como «extraña prueba de la miseria y la vanidad humana en una persona que había hecho temblar al mundo durante treinta años».

 

En los Afligidos se daban cita todos los que se creían perjudicados por los nuevos reyes, entre ellos el obispo de Rennes que esperaba obtener el capelo cardenalicio si conseguía casar de nuevo al delfín con una infanta española, pues María Teresa había muerto pocos días después que Felipe V. Su indiscreción al enviar a Versalles noticia de los rumores de que la reina y Farinelli se entendían —probablemente salidos de los Afligidos— era indignante, pero se le creyó solo un instrumento de la verdadera fuente de los dicterios contra los nuevos reyes y no se le tocó mientras duró la guerra en Italia.

Privaba también en los Afligidos el confesor francés, el padre Fèvre (1689-1768), el Arlequín. Podía mantenerse por ser oficialmente confesor de la reina viuda, pero confesaba también a Fernando VI, lo que, a pesar de que el padre aparentemente no se metía en política, era un riesgo que el gobierno no estaba dispuesto a correr. A Fernando le costó hacer mudanza en cosas de religión, además estaba muy unido a este cura piadoso y poco intrigante, muy amigo también de Ensenada, por lo que aceptó a regañadientes separarse de él. El 17 de abril de 1747 firmaba la orden de exoneración y el envío a Francia de Fèvre, entre la expectación de los más íntimos que, como la reina, esperaban la reacción del rey al conocer a su nuevo confesor. «Dios quiera que lo halle bien al gusto y que le consuele», decía Bárbara.

El obispo había mediado para impedir el cambio, «pero con locura, y ha hecho hacer falsísimos pasos a la reina viuda», decía Carvajal unos días después. El padre Fèvre era sustituido por el también jesuita padre Rávago (1685-1763), amigo de Carvajal y de Ensenada, que pronto logró vencer los escrúpulos de Fernando VI. «Si vieras al rey no le conocerías —le decía Carvajal a Huéscar el 13 de mayo—. Desde que tiene este confesor es tal su alegría, su dilatación de ánimo y su total mudanza, que no cabe explicarlo. Es obra de Dios el habernos librado del que nos libró y habernos dado el que nos dio».

La idea de Ensenada de nombrar confesor de la reina al también jesuita padre Isla se encontró con la vehemente negativa del jocoso cura leonés que siempre despreció «las prisiones cortesanas, donde al más astuto nacen canas». Con su habitual gracejo le escribía a Ensenada, a quien veneraba como «el mayor ministro que haya tenido la monarquía», «yo no soy ni para confesor de Vuecencia». En su correspondencia se puede observar que Isla no solo rechazaba el cargo por su natural aversión a la política cortesana sino también porque Rávago le parecía vano y hasta peligroso. Avisado de la situación política, Isla no desconocía que también entre los jesuitas había división de pareceres: «están por él cuantos no estuvieron por su antecesor».

En cualquier caso, Rávago gozaba de gran predicamento y, algo insólito, parece que su nombramiento no desató las habituales guerras de frailes y que se hizo respetar por todos. Sin duda alguna, consiguió una superioridad sorprendente sobre la conciencia del rey, hasta el punto que en algunos momentos se llegó a temer que su severidad en el confesionario aumentara los escrúpulos de Fernando VI. La propia reina tenía cuidado de evitar estos extremos, conocedora de la miedosa religiosidad de su devoto marido y del dominio del jesuita. De la acción de Rávago durante los primeros años podría decirse lo que Blanco White escribiría cincuenta años después: «quien tiene la conciencia del hombre en su poder, tiene al hombre entero en su poder».

La espectacular caída de los afligidos farnesianos

El conde de Montijo (1692-1763) era otro «afligido». Lo había sido todo con Isabel. Era su mayordomo mayor desde 1745 y había sido embajador en Londres (1732-1735) y presidente del Consejo de Indias (1737-1747). Aspiraba a ser gobernador del Consejo de Castilla, incluso a algo más con el nuevo rey, pero era desde hacía años enemigo de Carvajal y pronto vio tronchadas sus aspiraciones. Los apresurados nombramientos regios del 22 al 28 de julio se lo demostraron. El obispo de Oviedo, Gaspar Vázquez Tablada, era gobernador del Consejo de Castilla, el conde de Maceda (1689-1754) gobernador de Madrid y el obispo Francisco Pérez de Prado (1677-1755) inquisidor general. El duque de Huéscar, ligado a Carvajal, que ya empezaba a «hacer figura», recibía el nombramiento de embajador en París y el duque de Sotomayor (1684-1768) el de embajador en Lisboa, mientras Mina era el nuevo general de los ejércitos de Italia. En seis días, Montijo vio que su hora había pasado. Acompañó a la reina viuda a los Afligidos, luego a San Ildefonso y en diciembre de 1747 presentó la dimisión de sus cargos y se retiró, dejando a Scotti de factotum de Isabel.

El marqués de Villarías, Sebastián de la Cuadra (1687-1766), que venía desempeñando la secretaría de Estado desde la muerte de Patiño en 1736, fue la víctima más reveladora del alcance de los cambios. Su caída en diciembre de 1746 puso de manifiesto que Carvajal era el hombre fuerte del momento y que Ensenada triunfaba sobre el que era su rival desde hacía años y ganaba el placet de los nuevos soberanos. Villarías era la cabeza visible del grupo de los vizcaínos, gente oriunda de las Provincias Vascongadas y del Reino de Navarra con la que había cubierto muchos puestos de la administración y de la Corte. Adicto completamente a Isabel, Villarías era visto por Bárbara como un peligro permanente acechando a Fernando a través de otro vizcaíno, Arizaga, el ayo del rey, «el cual nunca se unió conmigo —decía la reina a su padre Juan V— porque lo que quiere es tener él toda la confianza y procura por todos los medios quitarle al rey que la tenga conmigo».

Bárbara había obrado por amor a su marido —«será lo que yo más sienta, que me lo aparten del cariño que me tiene», decía a su padre—, pero también había sido orientada por el embajador Vilanova sobre los hombres menos adictos a Portugal y, en definitiva, se guiaba por su propio criterio, formado en el largo tiempo de espera como princesa de Asturias. La reina confesaba confiar en Carvajal por su «sangre portuguesa» y sabía que, por el contrario, Villarías y Arizaga y su «partido» eran contrarios a los intereses de Portugal, como buenos peones de Isabel.

La exhibición de los nuevos poderes

En esa confusa situación, el astuto marqués de la Ensenada, Zenón de Somodevilla y Bengoechea (1702-1781), ministro desde 1743, se había ladeado hacia donde su instinto le previno que se hallaba el poder: el entorno del futuro ministro Carvajal, ya apoyado por la reina y por la familia Alba, con la que siempre mantuvo una especial relación. No es extraño que Huéscar (al fin y al cabo un Alba) pensara que Ensenada había mediado en la promoción de su amigo Carvajal, a quien en efecto había protegido en Indias contra Montijo hacía unos años, pero se trataba de una más de las astucias del marqués. Ensenada, en efecto, hizo todo lo que pudo para exhibirse como el gran protector de Carvajal en su camino a la Secretaría de Estado, a la que llegó al fin el 4 de diciembre como ministro, pues no aceptó el título de secretario; pero este, tiempo después, en carta de 21 de setiembre de 1747, dejaría claro a Huéscar el asunto: «Te aseguro que en los principios B (Ensenada) me debió enteramente la vida civil y después muchas veces la conservación de ella». En efecto, Carvajal llegó a ser tan incontestable que salvó a Ensenada de todos los ataques desde el principio.

Contaron también en el haber del marqués las profundas desavenencias con Villarías y el embajador Campoflorido, que detestaban a Huéscar. Pero, Ensenada estuvo muy silencioso durante estos meses; sabía que corría peligro. El propio Vilanova quería su destitución. El hidalguillo medrado Ensenada tuvo que nadar en aguas turbulentas y no se entregó a los ganadores hasta que pudo pertrecharse de garantías personales suficientes. Trabajó lo indecible para que las fiestas de proclamación del rey fueran espectaculares y buscó halagar directamente a los reyes utilizando su encanto personal y el apoyo de Rávago —antes también el de su amigo Fèvre— y de Farinelli, que amplificaban sus méritos; pero solo cuando se supo bienquisto con la reina pudo empezar a airear su poder.

Al servir para mostrar el poder de Carvajal, la caída de Villarías contribuyó también a desmontar las pocas expectativas que podían albergar los grandes. El conde de Maceda, su cabeza visible, fue el primero en caer. Había seguido el dictamen de Villarías que quería privar a Bárbara de su presencia en el despacho del rey con los ministros y hasta había ido más allá proponiendo un consejo en el que habría algunos amigos suyos. Pero sus aspiraciones fueron frenadas drásticamente por Carvajal. En febrero de 1747 Maceda no le dirigía la palabra al ya ministro de Estado, que declaraba a Huéscar «varias intentonas han hecho las gentes, pero creo que conocen que es en vano». Haría falta que el conde se viera sin apoyos para que la ofensiva se desatara, lo que esperaba astutamente Carvajal. En mayo, ya presumía Huéscar que Mojarrilla —así le llamaban a Maceda— «hará disparates», a la vez que destapaba al que Carvajal le apuntaba como segundo en el grupo de oposición, el marqués de San Juan de Piedras Albas (1697-1771), sumiller de corps de Fernando VI.

Tras el duro golpe de la salida de Isabel a su destierro en La Granja en julio y el decreto definitivo de exoneración de Villarías del cargo de consolación en Gracia y Justicia (8 de octubre de 1747) que le había dejado Carvajal, Maceda se vio obligado a presentar la dimisión (15 de octubre) mientras San Juan pedía permiso para retirarse de la Corte el mismo día. Para no excitar más los resentimientos, Carvajal dilató la solución del caso del último, que dejaría todos sus empleos en marzo de 1748, y suprimió el cargo de gobernador que había disfrutado Maceda volviendo al antiguo de corregidor.

Por si faltara algo, durante el gran año cayó también el marqués de Argenson (1694-1757), el ministro francés de Asuntos Exteriores, tan inteligente y culto como aborrecido en los nuevos círculos políticos españoles. Se había opuesto al Segundo Pacto de Familia, que al final se firmó, según decía, «con el designio de no cumplirlo», y era el inspirador del abandono de los intereses españoles en Italia cuando en 1745 pactó en secreto en Turín valiéndose de aquel intrigante Champeaux que envió a Fernando los pasquines en 1738. Los desprecios de Argenson hacia España pueden verse escritos en sus Memorias. El rey Fernando le pareció simplemente un «tonto» (fort sot), pero, cuando ya le quedaba poco en el ministerio, acertó en el retrato que hizo de la nueva situación, el 17 de julio de 1746: «El gobierno de España ha sido francés en tiempo de Luis XV, italiano durante el resto del reinado de Felipe V; ahora será castellano y nacional».

El 12 de enero de 1747 se decretaba el cese del ministro Argenson, que venía desempeñando el cargo desde noviembre de 1744. Ensenada, que intentó con él incluso el soborno a través de Huéscar, había dicho al principio de su ministerio: «sus influjos nunca serán favorables a España». Puisieulx, el sucesor, era muy diferente.

El restaurador de la monarquía de origen histórico

Para completar la operación de renovación solo faltaba el símbolo: que el rey creyera en su papel de restaurador de la monarquía hispánica, empresa acometida por el plebeyo Ensenada con mucha más habilidad —y más necesidad— que su colega Carvajal, en el fondo un grande apegado a las tradicionales relaciones entre nobleza y monarquía. El hosco Carvajal soñaba con una monarquía restaurada antes que con un rey restaurador de España, una monarquía más austera, menos mundana, más paternalista y pacifista —una vuelta al humanismo cristiano— y menos despótica, es decir: más tradicional en el interior y más discreta en las relaciones internacionales, o lo que es lo mismo, menos francesa.

Carvajal no solo deseaba un rey español «fabricado» por las circunstancias, sino que, con absoluta imprudencia, efecto de su vena antifrancesa, quería hacer de Fernando VI el nexo de unión con la estirpe austríaca. Todavía en 1753, en Mis pensamientos, se preguntaba «el rey ¿lo es nuestro por Borbón?» A lo que se respondía: «Ya se ve que no», concluyendo sorprendentemente: «el rey es rey nuestro porque es de Austria y nadie puede dudarlo».

Por el contrario, Ensenada quería una monarquía poderosa, militarmente respetada y rica. Daba igual la forma política empleada en conseguirlo, aún si fuera con sus «machiaveladas», las que desesperaban al genio profundamente cristiano de Carvajal. Por eso, Ensenada creó la imagen de rey restaurador de la grandeza española, un nuevo rey al que proponía como ejemplos dinásticos a Fernando el Católico y Felipe II y, como modelo de práctica política, al gran Luis XIV. Por raro que parezca, Fernando VI llegó a creérselo en los buenos tiempos.

 

Tras contemplar este sorprendente panorama, es hora ya de preguntarse ¿quiénes eran los hombres nuevos del rey?

Son, en esencia, los que constituirán el llamado «primer gobierno de Fernando VI», el que representa los impulsos políticos más reformistas y permite la década cosmopolita de España: el dirigido por Carvajal en Estado; Ensenada en Hacienda, Guerra, Marina e Indias, secundado por el padre Rávago, mucho más que un confesor regio; Alfonso Muñiz, marqués del Campo de Villar (1693-1765), un ensenadista en Gracia y Justicia; Farinelli —sin duda, más que un cantor—; y el general Mina, convencido seguidor de la política de Ensenada, su principal apoyo en las reformas internas en el ejército y su brazo luego en la capitanía general de Cataluña. Habría que añadir los «técnicos» y los intelectuales, Jorge Juan, Antonio de Ulloa, al padre Isla, todos amigos de Ensenada, y a un nutrido grupo de embajadores con Ricardo Wall (1694-1777) y dos hermanos, Jaime Masones de Lima (1696-1778) y el duque de Sotomayor, a la cabeza.

Son hombres nuevos, profundamente convencidos de que ha llegado la hora de reponer el prestigio de España y de salir de la decadencia y de la tutela política de Francia. Quizás llegaron a soñar con la gran España Imperial como hizo el padre Martín Sarmiento (1695-1771) en su plan de pinturas para el palacio Real de Madrid —un rosario de los más descollantes personajes y hechos españoles de la historia—. Pero, en realidad, concibieron una España más discreta, una España articulada en el concierto de las naciones europeas, viable objeto de reforma e instrumento de progreso. Convencieron de todo ello al rey, lo que fue su primer éxito.