Fernando VI y la España discreta

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El rey español y el siglo menos español

Al margen de estas escasas notas de color, típicas del escenario nacionalista-conservador de comienzos del XX, el reinado de la triste-feliz pareja no despertaba inquietudes en un ambiente intelectual dominado por el me duele España postnoventaiochista y por la pugna entre conservadores y progresistas enzarzados en dilucidar el origen de la decadencia de España. El XVIII fue el «siglo menos español», a decir de Ortega y Gasset o, para deleite de ultramontanos, el «miserable siglo» según la óptica particular de Marcelino Menéndez Pelayo. El profesor Caso pudo todavía constatar lo que significaba en el franquismo interesarse por este despreciable siglo.

Era lugar común que los españoles habían desertado del gobierno del país y de la verdadera religión, expuesta a los males del siglo, el libertinaje, la masonería y el ateísmo. Había excepciones, como los ministros «españoles» Ensenada y Carvajal —M. Mozas ya destacó que el ministro don José de Carvajal solo permitía que le hablaran en español—, y el propio rey Fernando VI, pacífico y bondadoso además de español de nacimiento, pero eran fugaces luces frente a las sombras que proyectaban personajes extranjerizantes como el volteriano duque de Huéscar, el antijesuita y anglófilo Dick Wall y, desde luego, la odiada madrastra parmesana Isabel de Farnesio.

El estereotipo estaba muy arraigado. El propio Danvila se explayaba en la descripción del «sentimiento de la primera mitad del siglo», para concluir que fue «historia poco interesante» de la que solo «la muerte de millares de soldados dio la única nota seria», y en la que estaba omnipresente la «nota acusadora de la conducta de Isabel de Farnesio» que por extensión llegaba a la perfidia de Luis XV y los franceses. Así, Fernando VI ocupaba el lugar que Alfonso Danvila quería: el del primer rey Borbón español, servido por ministros españoles y amado por un pueblo que odiaba a los franceses, lo que pudo prosperar al calor de los argumentos xenófobos del nacionalismo español más casposo y del menendezpelayismo.

Como para el polígrafo montañés el siglo iba creciendo en impiedad hasta coronar en un Carlos III protector de volterianos y perseguidor de jesuitas, el reinado anterior lo despachó con cierta desgana. «El germen mortífero del espíritu del siglo XVIII vivía o se inoculaba en España, aunque con más lentitud que en otras partes», decía don Marcelino en la Historia de los Heterodoxos españoles, publicada entre 1880 y 1882. El reinado de Fernando VI era de nuevo una antesala, aunque ahora servía para esperar fatídicamente ese «germen», el que, por el contrario, anhelaban los progresistas, todos filocarolinos. Por eso, para Menéndez Pelayo, que no pudo encontrar demasiada heterodoxia todavía, en el reinado de Fernando VI «todo fue mediano y nada pasó de lo ordinario». El mayor elogio que el historiador pudo tributarle al reinado fue «decir que no tiene historia», aceptando expresamente que «no hay parte de nuestra historia, desde el siglo XVI acá, más oscura que el reinado de Fernando VI».

El retrato menendezpelayano del rey no podía ser más que moral y caritativo: «aquel buen rey —decía— si no recibió de Dios grande entendimiento, tuvo, a lo menos, sanísimas intenciones e instinto de lo bueno y lo recto». El reinado era liquidado también con unas cuantas frases rotundas —«periodo de modesta prosperidad y reposada economía», «aquel reinado no fue grande pero fue dichoso», etc.— concluyendo nostálgicamente: «de Fernando VI y de Ensenada y el P. Rávago puede decirse con una sola frase que gobernaron honrada y cristianamente, no como quien gobierna un grande imperio, sino como el padre de familia que rige discretamente su casa».

La estela de Menéndez Pelayo fue seguida por numerosos discípulos, entregados con afán a la tarea de extraer lecciones cristianas, patrióticas y frecuentemente xenófobas de nuestra historia. Inservibles a tal fin los reyes mediocres, los conservadores españoles del siglo XX utilizarían a sus ministros, especialmente a don Zenón de Somodevilla y Bengoechea, el marqués de la Ensenada. El profundo espíritu cristiano de Carvajal y su testaruda rectitud quedaba contrarrestado por su presunta anglofilia, por lo que quedó relegado como Ricardo Wall, el «ministro olvidado» que al fin tiene ya una biografía, la de Diego Téllez, que dedicó al «Dragón» su tesis doctoral, defendida en la Universidad de La Rioja y publicada y premiada en 2012. El ministro de familia irlandesa, jacobita, pero nacido en Francia —en Nantes— poco podía ayudar a la empresa nacional y católica: además de furibundo antijesuita, se alzó con la jefatura de la conjura contra Ensenada, en colaboración con el duque de Huéscar, el filovolteriano acusado después de mantener una «ridícula correspondencia con Rousseau». Solo quedaron en el lado conservador Ensenada y el padre Rávago.

Carvajal versus Ensenada

Don Zenón brillará en solitario casi hasta nuestros días. Fueron numerosísimos los artículos publicados a fines del XIX y en el primer tercio del xx con el solo fin de sumarse a la corriente de homenajear al marqués modelo de estadistas, pero no aportaban nada nuevo. Eran simplemente una ocasión para lanzar severas críticas contra «la corte de Versalles que mudaba nuestros ministros a su antojo», como expresamente consideraba el jurista A. González de Amezua en 1917 que, de paso, hacía pública su deuda con el «gran Menéndez Pelayo, el gran cantor y creyente de nuestra raza». El historiador ocasional pretendía demostrar el carácter «patriótico y nacional» de Ensenada y, contra su pretendido afrancesamiento, hacerle modelo de un «heroico pueblo a quien no logran afrancesar cien años de constante y tenaz influencia galoclásica y que conserva sus virtudes, sus rasgos nacionales, su horror al extranjero».

Don José de Carvajal fue menos utilizado en las polémicas políticas. El jefe de la diplomacia no podía brillar en un periodo de neutralidad que «no rayó en lo heroico», como diría Menéndez Pelayo. Todavía en 1955, María Dolores Gómez Molleda tenía que reivindicar la memoria de Carvajal, «sencillo y patriota, tan injustamente tildado de mediocre» en un artículo sobre Ensenada, consciente de que se había elevado a uno a costa de rebajar al otro.

La oposición personal y política de los dos ministros era ya argumento a favor del tópico país difícil de gobernar que desaprovecha sus oportunidades a causa de las rivalidades personales, una idea recurrente. Todavía J. Lynch, en su Siglo XVIII publicado en 1989 escribe: «El faccionamiento estéril y la elevación del clientelismo por encima de la política impidieron al gobierno aprovechar plenamente la coyuntura favorable que ofrecía la nueva monarquía». De manera parecida, aunque con más ponderación, D. Ozanam decía en La diplomacia de Fernando VI, en 1975: «Las divergencias de los dos ministros se van a manifestar sobre numerosos puntos que hubieran exigido una acción común o un arbitraje que Fernando VI era muy incapaz de imponer». María Dolores Gómez Molleda reaccionó ya en la década de los cincuenta intentando demostrar que los enfrentamientos personales no obstaculizaron la labor de gobierno.

Una nueva pieza venía bien para evitar el tópico del enfrentamiento: el confesionario regio. Con el padre Rávago ejerciendo, el confesionario se reveló como un eficaz bálsamo para el monarca, pero también como poderoso instrumento para suavizar las relaciones entre el rey y sus ministros. La labor política del padre Rávago ya fue puesta de manifiesto por E. Leguina en su El P. Rávago, confesor de Fernando VI, publicada en Madrid en 1876, dos años antes de que Rodríguez Villa la hubiera elevado a fundamento del gobierno. Conocido de Carvajal, que lo había tratado en Valladolid, el padre Rávago pronto entraría en la órbita ensenadista y se convertiría en el activo intermediario que lograba de los reyes el placet para los proyectos elaborados por los ministros. La publicación de una parte de su amplísima correspondencia por C. Pereira y C. Pérez Bustamante revelaría la importancia política del jesuita, estudiada en profundidad por J. F. Alcaraz Gómez en Jesuitas y reformismo. El padre Francisco de Rávago (1747-1755), publicado en Valencia a fines de 1995; más recientemente, en 2007, Leandro Martínez Peñas ha vuelto a tratar la figura de Rávago, el último confesor jesuita, en una gran obra sobre los confesores regios desde los Reyes Católicos hasta Carlos IV.

Los nuevos viejos enfoques

La imagen de los reyes, del reinado y de los ministros no sufriría grandes alteraciones hasta los pioneros de la reciente recuperación historiográfica española de los años cincuenta. Hay que citar aportaciones importantes anteriores, pero han sido mucho menos divulgadas. Así, la obra de Sir Richard Lodge, The private correspondence of Sir Benjamin Keene, publicada en Cambridge en 1933, ha sido más citada que leída y utilizada. Otro tanto ocurre con el libro de R. Bouvier y C. Soldevilla, Ensenada et son temps, publicado en París en 1941. Ambos textos aportan documentos de capital importancia, pero, en especial el de R. Bouvier, cuyo subtítulo Le redressement de l’Espagne au XVIIIe siècle es significativo, no obtuvieron, evidentemente, el aprecio de los historiadores de la España del Franquismo.

Menos sospechas debió suscitar la interesante aportación documental de J. A. Pinto Ferreira en su Correspondencia de D. Joao V e Dª Bárbara de Bragança Rainha de Espanha, 1746-1747, que permitía al fin un acercamiento a la reina a través de sus propios escritos. El libro, publicado en Coimbra en 1945, incorporaba 56 cartas de Bárbara a su padre en las que afloran la sensibilidad, la saudade, un cariño extraordinario entre Bárbara y Fernando; pero, sobre todo, una desconocida hiperactividad política de la reina contra el opresor aparato filipino dirigido por Isabel de Farnesio y secundado por Villarías. La desprestigiada reina fea y obesa, que ya había encontrado en Ángela García Rives una primera reivindicadora, veía mejorar su imagen política en este libro que desgraciadamente solo contemplaba el primer año de su reinado. Con todo, la aportación de Pinto suscitaría pronto, de la mano de María Dolores Gómez Molleda, el interés de la historiografía española por la fuentes portuguesas a pesar de que, desgraciadamente, sufrieron una merma irreparable al desaparecer el archivo del palacio de Riveira durante el terremoto de 1755.

 

A la pérdida de la documentación sobre los primeros años de la infanta portuguesa hay que unir las calamitosas relaciones entre vecinos que tanto han obstaculizado la mutua colaboración entre España y Portugal, no solo historiográfica. «En Portugal se ignora casi la existencia de la hija del rey Juan V», decía en 1924 Antonio Sardinha, quien ya reparaba en que Bárbara «pudo dejar tras sí, en inteligencia, corazón y virtud, un surco bien difícil de apagar». Tanto María Dolores Gómez Molleda como María Teresa Barrenechea intentarían seguirlo. (Obsérvese que, recíprocamente, nada sabemos en España de María Victoria, Marianina, la hermanastra de Fernando VI que llegó a reinar en Portugal). Con todo, en los últimos años se ha producido un acercamiento entre historiadores portugueses y españoles en torno al Instituto sobre Estudios de la Corte (IULCE) dirigido desde la Universidad Autónoma de Madrid por José Martínez Millán, que en lo que aquí respecta ha dado a la luz, en 2009, un amplio elenco de estudios, en tres tomos, sobre las casas de las reinas en las monarquías hispana y portuguesa, entre el siglo XV y el XIX.

Solo a partir de la década de los cincuenta —aceptando la excepción de la publicación en 1945 de La Única Contribución y el Catastro del marqués... de A. Matilla Tascón, aportación pionera sobre la vertiente económica del periodo— se comenzó a reparar en la importancia de la época fernandina y se trazaron perfiles más cuidados del rey y la reina. Se impondría finalmente «el rey sin gusto de mandar» —este era el título del artículo en el que María Dolores Gómez Molleda retrataba a Fernando VI en 1958—, pero los reyes dejaban de ser unos abúlicos totales y se apreciaba, al menos, su buena intención, el acierto de elegir buenos ministros y su sensibilidad artística y urbanística, origen de las primeras fórmulas de patrocinio regio de la Ilustración.

Bárbara al fin «entraba en política», de la mano de Gómez Molleda, ocupando un notable espacio en las operaciones de desmoche del entorno cortesano del finado Felipe V que Isabel de Farnesio quería mantener junto al nuevo rey. El papel político de Bárbara en 1746-1747, cuando se producen los grandes cambios y sobreviene el sentimiento «españolista», es notable, según la historiadora, que proclama los comienzos del reinado de Fernando VI como «proceso de españolización sin tregua». La caída de Villarías, el cambio de confesor del rey —ahora el jesuita Rávago, el primer español en el confesionario regio—, el destierro de la Farnesio a San Ildefonso, las expresiones del rey a favor de la paz con todos y las tribulaciones de la reina, apoyada en la influencia que ganaba el embajador portugués Vilanova, son las piezas con que Gómez Molleda reconstruye el ambiente de un Viejo y nuevo estilo en la corte de Fernando VI, el título de su artículo en Eidos en 1957, que completa los que había dedicado a Ensenada y a Carvajal desde 1953 y el de T. Barrenechea sobre la reina publicado en Eidos en 1956.

Tras estos trabajos y algunos artículos esporádicos o de ocasión citados en su mayor parte en mi libro El proyecto reformista de Ensenada (Lleida, 1996), el reinado fernandino fue de nuevo desatendido. Sin embargo, el siglo XVIII español, paradójicamente, cobraba cada vez más importancia entre los historiadores, conscientes de su evidente deformación. La recuperación del «dieciochismo», en pleno auge en los setenta, debe mucho a la nueva generación de hispanistas, bien diferentes a la de los primeros «observadores de indígenas», y también a la recepción de los métodos de la económico-social. Pero, sea porque la mayoría de los estudiosos, extranjeros y españoles, se dedicaron de nuevo a la manida «segunda mitad», sea porque en los estudios de historia social y económica se impuso la necesidad de conocer la crisis del Antiguo Régimen, cuyo comienzo exigía arrancar en los motines del 66, lo cierto es que el periodo anterior a Carlos III quedó en barbecho.

En la actualidad, ha ganado mucho terreno el conocimiento de los aspectos culturales, de lo que es fruto la aceptación de la importancia de los novatores y de los logros científicos de mediados de siglo según las sólidas propuestas de R. Olaechea, A. Mestre o T. Egido; también hay excelentes estudios de D. Ozanam sobre política exterior; pero no hay en paralelo avances en dos aspectos fundamentales: la historia política y la historia comparada en relación con los aspectos internacionales y con la difusión de las otras ideas, las que no atañen en exclusiva a una Ilustración estética o parisina. Quizás los recientes estudios de F. Sánchez-Blanco Parody son la mejor esperanza de un esperable cambio de óptica, que está ya muy presente en los estudios dirigidos por José Martínez Millán sobre las relaciones políticas en las cortes, junto a los de María Victoria López Cordón, Gloria Franco, o el grupo siempre en primera línea de los modernistas alicantinos, con nuestro amigo y maestro Enrique Giménez a la cabeza.

Solo con la comparación de reyes y monarquías, ideas y realidades, en la Europa de los déspotas, saldremos del pasto del tópico —el granjero Jorge III, el ceremonioso Juan V, el frívolo Luis XV, el filósofo Federico II—, el loco Fernando VI—, de sus ministros —el incapaz Saint Contest, el asiático Pombal, el virtuoso Carvajal, el radical Macanaz, el magnificente Kaunitz—, y entraremos en el estudio de un siglo europeo con lo que es muy posible que la España del XVIII pueda tener al fin otras varas de medir que las que le proporcionaron quienes hicieron del siglo cosmopolita una antesala de los fundamentos nacionalistas, eligiendo reyes inspirados o torpes, ministros modelo o ilustrados con y sin carné. Quizás se pretendió embellecer los orígenes del régimen liberal español, que heredó más despotismo que ilustración; quizás fue más rentable enzarzarse en el pasado que acudir al reto de la realidad. En cualquier caso, Fernando VI y Bárbara de Braganza esperan una biografía a la altura de los logros historiográficos actuales. En todo caso, ha llegado ya el tiempo de hacer una historia política del XVIII desde la política.

2

Fernando, un heredero rodeado de infantes

El infante Fernando y la madrastra Isabel de Farnesio

La numerosa prole Borbón

Once hijos tuvo Felipe V en sus dos matrimonios, a los efectos dinásticos ocho, a causa de los tres que murieron en la infancia —dos de María Luisa Gabriela de Saboya, fallecida en 1714 al poco de dar a luz a Fernando el 23 de septiembre de 1713, y uno de Isabel de Farnesio (1692-1766), la segunda esposa—. Ocho «piezas» para colocar en el tablero de las monarquías y principados europeos —demasiadas— y, ante todo, para asegurar la sucesión dinástica en España. Sorprendentemente, todos ciñeron corona y varios la transmitieron a sus descendientes. La excepción fue el infante don Luis, a quien su madre, Isabel de Farnesio, la gran artífice del futuro de la dinastía, consiguió nada menos que el capelo y el arzobispado de Toledo cuando el infante tenía 7 años de edad: mitra y riquezas, ya que no tendría un trono.

Era imposible imaginar este rotundo éxito Borbón-Parma cuando la Farnesio llegó a España en 1714; sus retoños, cuando los hubiera, tenían por delante nada menos que a tres hijos de la Saboyana y además el rey no prometía alargarse en el trono a causa de su enfermedad. En efecto, Luis, el primogénito, llegó a reinar en 1724 y, aunque brevemente —del 10 de enero al 31 de agosto—, su temprana muerte convertía a nuestro Fernando en príncipe de Asturias.

El infante Fernando, huérfano de madre y con solo dos hermanos que le duraron poco —a uno lo vería morir cuando él tenía seis años y al otro cuando contaba once— empezó desde el primer día a sentir la inmensa soledad que arrastró de por vida. La madrastra, Isabel de Farnesio, la parmesana, demostró desde el primer momento que era una mujer enérgica, resuelta, con clara decisión de mandar y con una ambición política que no desmerecía a la que demostró como madre afanosa por colocar a sus hijos. Los historiadores han coincidido en señalar las diferencias que la madre estableció de inmediato entre hijos e hijastros, especialmente en lo que toca a Fernando, un niño introvertido y triste que creció en el entorno de las celebraciones de los bautizos de sus muchos hermanastros y de los funerales de sus jovencísimos hermanos. Pero, como veremos, se abusó ya entonces de los efectos políticos de los lazos afectivos naturales.

Isabel de Farnesio empezó a traer hijos al mundo, a uno por año, con una regularidad que denota la ya tópica constancia matrimonial de Felipe V y un cumplimiento de los plazos naturales asombroso por parte de la reina. El primer Borbón Farnesio fue Carlos, el que sería VII de Napoles y III de España; nació el 20 de enero de 1716; al año siguiente, también en enero, nacía Francisco, el único que moriría de niño; al siguiente —asimismo en enero, el 31—, María Ana Victoria, Marianina; al siguiente —en febrero, el 10, un leve retraso de unos días—, Felipe, «Pippo», el que sería príncipe de Parma.

Los siguientes se dilataron un poco más: María Teresa (junio de 1726), don Luis (julio de 1727) y María Antonia Fernanda (noviembre de 1729). Esta última nació ya en Sevilla, cuando Felipe V atravesaba una de sus crisis y la corte había decidido instalarse en Andalucía tras la breve estancia en Badajoz con motivo de los festejos nupciales de los infantes Fernando con Bárbara y Marianina con el príncipe del Brasil, las bodas portuguesas. Tres hijos habían muerto ya. Fernando había perdido a su querido Luis, el hermano mayor. Pronto vendrían las despedidas de sus hermanastros que partían a la guerra de Italia y las extravagantes melancolías de su padre, algunas, graves afecciones que hicieron presagiar su muerte próxima.

El infante huérfano y la madrastra dominante

La madrastra fue acumulando antipatías desde el principio. Al despachar con lo puesto a la princesa de los Ursinos el día de Navidad de 1714, nada más verla en Jadraque, Isabel de Farnesio se había granjeado la hostilidad francesa, lo que pronto trascendió a todas las cortes europeas. La propia princesa, que había desempeñado el papel de aya de los infantes del primer matrimonio, se empleó a fondo en construir y airear desde Versalles la primera imagen negativa de Isabel que contenía ya el primer estigma de madrastra que nunca abandonó a la reina segundona.

Era natural que la llegada de los hijos Borbón-Farnesio despertara comentarios en la propia corte sobre la situación de los de la esposa anterior, los hijastros a los que Isabel de Farnesio no mostraba cariño y a los que siempre vio como obstáculos a sus planes. Luego, el «partido español», el sector de la opinión que encontró su legitimación en la posible ilegalidad de la vuelta al trono de Felipe V tras el breve reinado de Luis I, incrementó la corriente de difamación contra la reina a la que ya la impopularidad la seguiría de por vida.

Las tintas se cargaron sobre su imagen de madrastra e incluso, en círculos restringidos, se acusó al médico par-mesano Cervi de haber envenenado al joven rey Luis I. Como era innegable que Felipe V mostró mucho cariño a su hijo Luis, se decía que Isabel tenía celos y hacía todo lo que podía desde San Ildefonso para perjudicarle. Cuando murió Luis I, Fernando, un niño de once años, aparecería como el lastimoso niño enfermizo, tímido y falto de cariño, que acababa de perder al único hermano. Según M. Danvila, que cita a Louville, Luis le habría dicho a Fernando «nosotros nos entenderemos siempre bien, hermano mío, y será preciso que estemos unidos contra Carlos y doce más que vayan viniendo». El historiador Pedro Voltes atribuye la frase a su autor, Saint Agnan, mientras los interlocutores son Felipe y Luis, que contaban con nueve y cinco años, una edad como para sospechar de la falsedad de estas informaciones aventuradas. Por contra, los hijos de Isabel, Carlos —Carlet— y Felipe —Pippo— son presentados habitualmente como niños felices, siempre jugando juntos, pero entre ellos.

 

M. Danvila, que llamó «exceso de amor» a las reacciones de Isabel y que juzgó como injusto el trato histórico de su comportamiento con los huérfanos, contribuyó, sin embargo, a que la natural propensión de madre apareciera, por encima de cualquier consideración, como artera maldad de madrastra; y, remedando a la mayoría de los contemporáneos, caracterizó de inmoral la trayectoria política de la reina Isabel de Farnesio. Pero, la propia documentación que manejó sobre las costumbres de la corte pudo ayudarle a suavizar sus juicios. Los infantes eran cuidados en sus primeros años por varias nodrizas y un nutrido personal femenino sin mucha intervención de la reina y menos del rey; luego, se les encargaba a un ayo, cada uno el suyo normalmente, y en el octavo año, se les formaba cuarto —«se le quitó del poder de las mujeres», dice Danvila de Fernando— y se les ampliaba el personal que les tutelaba.

Todos los niños seguían las lecciones morales del cardenal Giudice y luego, tras su exoneración, las del duque de Populi, que les caía muy antipático; todos compartían los juegos y los ejercicios caballerescos, especialmente el aprendizaje de la caza y de la pesca, para lo que tenían sirvientes, guardias, maestro armero, ballesteros y ojeadores a su servicio, pero también practicaban la equitación, la esgrima o algunos pasos de danza y principios de música. No comían con los reyes ni compartían sus habitaciones. Desde niños se acostumbraban, también ellos, a ver a los soberanos inaccesibles, cercanos a la divinidad.

Isabel ya fue aconsejada por Alberoni sobre el riesgo que corría su popularidad a causa de los rumores sobre el trato que deparaba a los huérfanos, pero, las cortes no eran, precisamente, casitas de parejita feliz y dos niños. Si Isabel de Farnesio pudo llegar a producir en su entorno la sensación de que adoraba a sus hijos, mucho a Carlet pero más a Pippo, es ya cuando los embajadores se refieren a hombres inteligentes, sensibles, guapos, de afable conversación, no a bebés. En efecto, son sus hijos, pero entre un Felipe de Parma, el más alegre y divertido, frívolo y sensible, inclinado al arte —recuérdese su obra ilustrada en Parma— y la imagen de un Fernando apocado, taciturno, fingido y entregado a su mujer, además de fea y obesa, políticamente poco fiable por las veleidades políticas portuguesas, no es anormal que una mujer mandona, activa, gozadora y de mundo como fue la Farnesio mirara a sus verdaderos hijos con pasión y lamentara la distinta suerte que les esperaba. Ella misma podía recordar su oscura juventud en Parma y pensar que unas viruelas le habían devuelto el trono. De estas cosas —del «ver mudar la rueda de la fortuna»— se hablaba a diario en las cortes europeas y, frecuentemente, con la melancolía que producía la imprevisibilidad de la vida, la salud y la muerte.

Isabel contra la veleidad de la fortuna

En verano de 1728, tras una de las grandes crisis de Felipe V y nuevos intentos de abdicar, Isabel confesó abiertamente a Fernando sus temores: si Felipe se consumía en San Ildefonso, ella y sus hijos querían vivir bajo el amparo del nuevo rey, un niño de quince años. No podían hacer otra cosa que aceptar lo inevitable: la propia reina tenía que solicitar humildemente el placet de quien, por más bulos que se lanzaran, era evidente que sería el jefe de la Casa y que podía decidir sobre ella absolutamente (como en su día hará), pero incluso sobre sus hijos, sobre cuyo futuro nadie hubiera apostado en esos momentos. El pueblo rumoreaba que la reina estaba encerrando oro en una torre en San Ildefonso y se pregonaba una hiriente sentencia de Alberoni, en parte cumplida, que pronosticaba una Isabel retirada y marginada con un pobre título de marquesa de San Ildefonso como consolación.

Pero si la reina pensó obsesivamente en colocar a sus hijos, no empleó otros métodos que los comunes en la época y los que eran obligados en una madre de una gran casa real. Con sus hijastros, Isabel no llegó a los extremos de un Federico Guillermo de Prusia, el padre del adorado Federico, que le maltrataba bárbaramente y estuvo a punto de ahorcarlo. Luis I murió de causa natural y Fernando no tuvo hijos, y no porque no los deseara, tanto él como Bárbara (como todos sus cortesanos). No es creíble, desde luego, que Isabel eligiera a Bárbara de Braganza teniendo en cuenta «la mala salud de la familia de Portugal, los individuos locos y extraviados que había producido» y que pensara, además, «que el matrimonio no diese el resultado que se deseaba». Estos conocidos textos proceden nada menos que de los hermanos Goncourt, quienes aún añadían: «Se temía que la princesa no tuviese hijos o que los tuviera muy tarde o que tales hijos muriesen; en una palabra, que esta alianza introdujera en la Casa de Francia los vicios de la sangre de la Casa de Portugal». Por si hiciera falta más morbo, el propio duque de Alba, odiado por la reina, difundió luego que Alberoni era el verdadero padre de Carlos III.

Contra los adivinos a posteriori, W. Coxe, mucho más atento a la realidad política, vio en las bodas del Caya una estrategia «cuyo objeto era evidentemente el de separar de las potencias marítimas a un aliado tan importante como Portugal». José de Carvajal (1698-1754) incluso soñó con una nueva unión dinástica. En efecto, el matrimonio fue una pieza de gran interés político, tanto que cuando faltó Bárbara en 1758, Portugal firmó la alianza con los ingleses y, tras la muerte de Fernando VI, el país fue invadido por el ejército de Carlos III al mando del joven conde de Aranda.

Por otra parte, la notoria influencia farnesiana en la política de Felipe V fue impopular como lo ha sido siempre en España la presencia femenina cerca de los tronos; pero hay que reconocer que Isabel llevó el gobierno de la familia y del reino en momentos de grave dejación de funciones del rey, que fueron muchos, y en otros de caos en la corte y constantes riesgos internacionales. El duque de Noailles (1678-1766), el ministro francés que mejor conoció la España de Fernando VI, decía durante el desempeño de su embajada extraordinaria en Madrid en 1746, «me parece que han exagerado el retrato que de ella han hecho». Uno de los más hirientes era divulgado por Luis Guy Guérapin de Vauréal (1688-1760) el célebre obispo de Rennes, embajador en Madrid entre 1741 y 1749, que llegó a insultarla sin freno: era una mujer «sin espíritu, sin juicio, vana sin dignidad, avara, derrochadora sin liberalidad, falsa sin finura, mentirosa más que discreta, violenta sin ánimo, débil sin bondad, cobarde sin prudencia, sin ningún talento, sin gracia». Recientemente, la biografía que ha dedicado a la reina María Ángeles Pérez Samper pone un punto de objetividad sobre su figura.

Pero, la historia ha hecho más caso de las versiones maniqueas y ha difuminado las dotes políticas de Isabel de Farnesio para estereotiparla como una buena casamentera y una mala madrastra. Ha presentado la vuelta al trono de Felipe V y los enredos matrimoniales de los años veinte como un intento personal de cerrarle el camino del trono a Fernando, mientras los rotundos éxitos nupciales de su hijos se atribuyen sin más a una estrategia calculada; sin embargo, el infante Fernando tenía once años cuando murió Luis I y solo hacía otros tantos que se había cerrado una guerra de Sucesión con una paz considerada inadmisible a causa de la cual la inestabilidad en Europa era extrema.