El tesoro de Sohail

Text
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
El tesoro de Sohail
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

EL TESORO DE SOHAIL


EL TESOR DE SOHAIL

© José Luis Borrero González

© de las imágenes de portada, Olaf Tausch - Wikimedia Commons- CC BY 3.0

Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric

Iª edición

© ExLibric, 2015.

Editado por: ExLibric

C.I.F.: B-92.041.839

c/ Cueva de Viera, 2, Local 3

Centro Negocios CADI

29200 ANTEQUERA, Málaga

Teléfono: 952 70 60 04

Fax: 952 84 55 03

Correo electrónico: exlibric@exlibric.com

Internet: www.exlibric.com

Reservados todos los derechos de publicación en cualquier idioma.

Según el Código Penal vigente ninguna parte de este o cualquier otro libro puede ser reproducida, grabada en alguno de los sistemas de almacenamiento existentes o transmitida por cualquier procedimiento, ya sea electrónico, mecánico, reprográfico, magnético o cualquier otro, sin autorización previa y por escrito de EXLIBRIC;

su contenido está protegido por la Ley vigente que establece penas de prisión y/o multas a quienes intencionadamente reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica.

ISBN: 978-84-16110-31-5

Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.

JOSÉ LUIS BORRERO GONZÁLEZ

EL TESORO DE SOHAIL

EXLIBRIC

ANTEQUERA 2015

Índice

Portada

Título

Copyright

Índice

Dedicatoria

Una Profesión

El descubrimiento

Los orígenes

El examen y la academia

La Sorpresa

La baja

Las caravanas

El ataque

La independencia

El amor y la riqueza

La retirada

La lotería

La suerte

A la ciudad de Fuengirola, por aportar a mi vida las maravillosas vibraciones y sensaciones que me han conducido a escribir este esbozo de novela.

Una Profesión

Tifón nunca pretendió ser Guardia Civil ya que por aquel entonces casi nadie conocía este Cuerpo; todo fue una jugada del destino, ese que con mano invisible conduce nuestras vidas sin preguntarnos y con el que casualmente se encontró un día a consecuencia del servicio militar. Su ingreso se produjo en 1868, año que quedó grabado en su memoria por muchas razones, entre otras, por ser el ocho su número talismán, ese cuya grafía conjura, sin más, toda suerte de bienaventuranzas.

Su llegada a este mundo también fue una coincidencia a recordar, pues ocurrió el mismo año en el que su pueblo, Fuengirola, una preciosa localidad mecida por las olas del mar, arrullada por las recias voces de los pescadores y ungida con el sudor de los campesinos, se emancipó del municipio de Mijas.

Fue bautizado con el nombre de Cecilio una desabrida tarde del mes del enero, en la parroquia de su barrio. Don Braulio, el capellán, llegó tarde a la ceremonia y su familia hubo de esperar protegiéndose, atemorizados y sin mediar palabra, a las puertas del templo mientras soplaba un viento húmedo y frío proveniente del mar que, más pareciera del norte que de aquella cálida localidad sureña. El bautizo se celebró, por fin, bien entrado el ocaso mientras sus padres lo sostenían sobre la pila bautismal, con la ropa nueva mojada y tiritando de frío. Así, desde muy pequeño y en honor a aquel día imborrable de sus memorias, cada vez que el niño correteaba inquieto por la casa, haciendo mil travesuras y arrollando todo lo que encontraba a su paso, su madre le increpaba que parecía un tifón: “Sí, hijo, como aquél que bien se lució, el día en que te bautizamos”. Y fue así como lo conocían desde entonces: “Tifón el de la Chata” pues así apodaban a su madre en el vecindario.

En 1864 no pudo librarse del reemplazo para cumplir con el servicio militar, extremo recordado con tristeza por cuanto le costó asumirlo, imbuido como estaba en una realidad tan diferente. Tampoco podía sustraerse de aquello que más quebraderos de cabeza le trajo en esa época: aprender a leer y escribir, condición inexcusable para el ingreso en el nuevo Cuerpo y que le mantuvo ocupado durante un largo y dificultoso año. Aún ahora, a pesar del tiempo trascurrido, podía rememorar todo aquel período de su vida, sin omitir detalle alguno. Cada acontecimiento, de los muchos que le ocurrieron, estaba presente en sus recuerdos, formando parte de su existencia, imprimiéndole ese sello de veteranía con el que se había moldeado al paso de los años.

Fue llamado a filas cuatro años antes del ingreso, en el que sería su trabajo de vocación, debiendo dejarlo todo sin entender cómo ni por qué; nadie tuvo en cuenta que él era prácticamente el único sustento de la familia y, sin embargo, se incorporó sin protestar demasiado –se sonrió al recordarlo–. ¿Ante quién podría haberlo hecho en aquella época? Se vio, a sí mismo, acudiendo a una llamada que le llevaba lejos de los suyos. “De perdidos al río, Tifón, así que relájate y disfruta” –debió de pensar– tratando de buscar un lado positivo a tal despropósito y para no desmoralizarse por el nuevo camino, que se abría ante sus ojos. A la postre, se propuso no darse por vencido antes de empezar, porque de alguna manera, en lo más profundo de su ser, se sentía atraído por la idea de ver mundo, pues, en aquellos momentos difíciles, era la única forma de salir de su pueblo, de conocer otros lugares, otras gentes, otras formas de vivir.

Destinado al Regimiento de Caballería de Málaga, pasó gran parte del tiempo recogiendo bostas y limpiando cuadras, ya que su anterior vida de campesino no le permitía aspirar a más; y lo cierto es que realmente poseía gran experiencia en estas tareas ligadas a la agricultura y la ganadería. En su pueblo, para qué negarlo, no había conocido otro menester que trabajar el campo con la yunta de mulas, que poseía su familia. A pesar de que él no se sintiese muy orgullo, todo el que lo conocía afirmaba con gran convicción que arañaba el surco como nadie; era célebre su forma de mimar la tierra, de peinarla, acariciándola sin descanso para sacarle el mejor partido.

Aquellas tierras de su madre estaban regadas por las aguas del río Fuengirola, mostrándose por ello fértiles y ricas. Así sucedía que su labor era mucho más fácil, puesto que el agua, dadora de vida, horadaba con orgullo aquellas riberas suaves y dóciles de manera que pan y frutos acontecían como un regalo, mientras él sentía con orgullo, que todo el esfuerzo de un largo año merecía, finalmente, la pena.

Durante el tiempo que duró el servicio militar nunca llegó a encontrarse totalmente cómodo en su puesto; tenía la sempiterna impresión de sentirse como un animal de carga, que sólo servía para quitar la suciedad que por doquier se reproducía sin cesar, en aquellas frías cuadras de tan escasa ventilación. Se sentía menos valioso que la escoba, que solía utilizar a modo de herramienta como inocua arma defensiva; nunca en su corta vida había tenido una sensación tan desalentadora, tanto que, a veces y a su pesar, le robaba el sueño.

Pasaba muchas noches en blanco y los días, iguales, se transformaban en un calvario interminable; al ocaso, sólo esperaba que acabasen de una vez sus agotadoras tareas, para poder deslizarse en la cama y, rendido por el cansancio acumulado, dormir sin sueños, sin tener que escuchar a su mente elaborando aquellos pensamientos y añoranzas que le robaban el descanso, noche tras noche. Así fue como tras un largo tiempo padeciendo un inusual insomnio, la naturaleza decidió, después de un día especialmente difícil, darle silencio a sus cuitas permitiéndole, por fin, reposar en paz.

Cuando se incorporó a filas, le fueron entregadas casaca, chupa, calzones, gorra, camisas, corbatines, medias, zapatos –nuevos– y gorro de cuartel, elementos todos de la que sería su vestimenta durante la milicia. Recordaba haber quedado, entonces, muy sorprendido de disponer de tanta ropa, en tanto en cuanto su ajuar apenas se componía de unos haraposos pantalones sujetos por un cinturón gastado, que otrora pertenecieran a su ausente padre, y unas abarcas desgastadas por los años. Fue sólo cuestión de tiempo entender la ironía que se escondía detrás de aquella abundancia y su propósito.

 

No pudo hacer su primera y, por cierto, única guardia de seguridad en el acuartelamiento, tal como establecían las ordenanzas, hasta no aprender de memoria todas las obligaciones del centinela: cómo llevar bien el arma, cómo marchar con soltura, cómo hacer fuego con presteza, etc. Pasaría algún tiempo hasta haberse familiarizado con los nombres de cada una de las piezas del fusil, el modo de armar y desarmar la llave, poner la piedra y todos esos actos que, con el tiempo, se convertirían en movimientos que llegaría a realizar sin pestañear siquiera, de forma automática y certera.

El aprendizaje de todos esos menesteres resultó especialmente duro y mucho le costó alcanzar el nivel deseado, consiguiéndolo a fuerza de repetir y repetir hasta la saciedad aquellas minuciosas tareas. Cuando no, era ayudado, por los continuos fustigazos de advertencia que propinaba su sargento, a modo de lección. En ese querer y en ese esfuerzo fue capaz de memorizar al completo la normativa, incluso llegó a ser, para su sorpresa, uno de los primeros en alcanzar el objetivo deseado.

En la víspera del examen logró repetir, sin errores, todo aquel galimatías de nombres sin vacilar. Apenas un pequeño temblor en los labios delataba su indecisión; padecía con nerviosismo la escasa confianza, depositada en sí mismo, mientras el corazón palpitaba en las sienes cuando supo, por fin, que su camino se allanaba al ser considerado apto para el nuevo puesto. En ese momento se percató de que una emergente sensación de poder era la que le insuflaba la fuerza necesaria para comenzar una nueva andadura, sin sentir menoscabo alguno por todo lo que iba a dejar atrás.

Dentro del reemplazo, y en su sección, había un nutrido número de soldados a quienes costaba aprender todas esas enseñanzas; eran duros y recios para el trabajo físico, para soportar las penurias y la escasez en la dura vida del campo, pero con un intelecto tan llano como la tierra que otrora cavaran sin descanso. Y sin descanso también lo repetía el sargento al mando de aquella peculiar tropilla día tras día. Tan dura tenían la sesera que sólo tras las tundas diarias de varazos pudo conseguir el propósito de poner algo de luz en sus nubladas mentes.

A menudo se compadecía de sus compañeros, cuando no de si mismo, sobre todo porque, en la mayor parte de las ocasiones, no poseían los conocimientos necesarios que exigía el trabajo, ni sabían defenderse de los avatares de la vida cuartelaria. De esa cortedad –cuasi genética– se aprovechaban esos que se llamaban a sí mismos militares, expertos en explotar su cargo y, de paso, también a aquellos benditos en su ignorancia.

Experimentó un miedo casi supersticioso en su primera y única guardia cuartelaria. La vivió mudo y estático en una garita situada en una zona oscura y poco transitada, rodeada de una inquietante y espesa maleza, mecida por las alargadas sombras del crepúsculo. Sólo algunos críos despistados jugueteaban por allí durante el día; a excepción de ellos no transitaba más que el aire, que se volvía cada vez más frío al aproximarse la umbría que traía consigo la caída del sol.

Si alguien se acercaba, tal y como le enseñaron, debía gritar:

– ¿Quién vive?

La respuesta esperada y correcta debía ser:

–“¡España!”

Él a su vez preguntaría de nuevo:

–¿Qué gente?

Aquella noche, después de preguntar dos veces sin que nadie le respondiera, supo que debía seguir al pie de la letra las directrices; bien aprendido tenía el procedimiento en caso de producirse tal situación. La respuesta debía ser inmediata: primero dar aviso al Cuerpo de Guardia y seguidamente disparar. Sintió cómo los nervios le atenazaban la boca del estómago en aquel instante, cuando la respuesta esperada no llegó, así que hizo lo que tenía que hacer y apuntó hacia el lugar de dónde creyó que provenía el ruido. Un segundo después descerrajaba con furia su arma reglamentaria. A continuación se hizo el silencio.

A la mañana siguiente el rondín encontró muerto, junto a los matorrales, a un pequeño perro vagabundo. Se comprobó que la causa de la muerte fue un certero disparo en la cabeza, tanto que el pobre animal no emitió ningún alarido de dolor en su agonía.

El hecho corrió, como reguero de pólvora, entre la tropa rompiendo la monotonía cuartelaría y Tifón durante buen tiempo fue objeto de la mofa y los chistes malintencionados de sus compañeros, de tal manera que la situación acabó perturbándole demasiado el ánimo. Sólo consiguió recuperar una cierta tranquilidad cuando lo trasladaron a las cuadras y se vio de nuevo, por fin ocupándose de los caballos. Cuidando de sus pelajes, sus monturas, su alimentación, por no hablar de la limpieza del recinto, se mantenía ocupado la mayor parte de su tiempo, aliviando así sus tensiones.

La soldada, que percibían cada mes por servir a la Patria, no daba para mucho; cuarenta reales de vellón que, con los descuentos de inválidos, se quedaban en treinta y nueve y dos maravedíes. El capitán les retenía siete reales y diez maravedíes para la “masita”, de donde se proveía al soldado de sus medias, zapatos, camisetas y demás prendas precisas para el desempeño de su trabajo. Entonces comprendió Tifón de dónde provenía la abundancia del vestuario, que le entregaron a su ingreso; es más, por primera vez en su vida aprendió a cuidar la ropa consciente ya de su valor real.

Acudía al sastre muy de tarde en tarde y cuando no quedaba más remedio, pues hacer un remiendo de grandes dimensiones le creaba serias dificultades. Por ello el artesano con tácito acuerdo ponía el hilo y él, como todos los soldados, proporcionaba el paño, los botones o el forro, es decir, lo más costoso. No por ello menospreciaba el trabajo que realizaba aquel abnegado hombre, que, de común, apenas levantaba la cabeza de entre las costuras y los hilvanes de la vestimenta de la tropa, abundante y ruidosa por demás.

De un tiempo atrás se rumoreaba por los mentideros políticos que se avecinaban cambios, se comentaba que pronto iban a sustituir la moneda oficial por otra nueva, que se llamaría peseta. Era opinión generalizada que aquello sería un gran lío, que la gente común no se iba aclarar con el nuevo cuño. Sin embargo, y a pesar de la expectación creada, una vez en curso, no supuso grandes variaciones en sus vidas, exceptuando los primeros meses de adaptación y los engaños de los comerciantes al efectuar los cambios. En el fondo, a él le daba igual; con tal de recibir su paga no haría ascos a reales, maravedíes o pesetas. La cuestión era que no faltase aquel estipendio que, de momento, era su único medio de vida.

En cuanto a su trabajo, opinaba que la milicia estaba hecha para los oficiales, porque los soldados debían de preocuparse por procurarles la mayor comodidad posible. De hecho, era la primera enseñanza que recibían y se llevaba a efecto de forma muy especial, muy sutil. Se les mostraba abiertamente quiénes eran los que ejercían el poder, en función del castigo que imponían. Y no es que hicieran nada de particular para acreditar tales dones. Por lo general la sola amenaza bastaba, la mayor parte de las veces, para que se resolvieran todo tipo de situaciones, en las que ellos, a la postre, solían salir victoriosos.

Los oficiales de aquel acuartelamiento no destacaban precisamente por su buen hacer o por su hacer en sí; en realidad, solían doblar poco el espinazo y aún menos las rodillas. En cuanto a la responsabilidad de sus actos se les llenaba la boca al hablar, pero siempre había algún escalón inferior que parase el golpe y de camino cargar con sus consecuencias, ya fuera el sargento de turno o los cabos de servicio. Eran quienes más cobraban y a los que más pleitesía había que rendir. ¡No había más que verlos pavonearse de sus cargos al ritmo de sus orondas figuras…! A lo sumo la única energía que gastaban era para abrocharse las botas de paño y la botonadura de sus casacas, en las fiestas de guardar; y esto era mucho decir, ya que todos disponían de un asistente para tales menesteres. Cada vez que Tifón se cruzaba en el patio con alguno de ellos, se le revolvían las tripas, no podía evitarlo; verlos pasar con ese aire altanero de generales venidos a menos era un trago difícil de digerir, hasta para un campesino analfabeto como él.

El descubrimiento

Cierto día, mientras se afanaba en retirar material de desecho, escuchó un comentario entre dos oficiales llegados de Madrid. Hablaban del importante despliegue de personal que la Guardia Civil estaba efectuando en la provincia de Málaga y, al oír nombrar su ciudad, se prestó a no perderse ninguna de las palabras que se pronunciaban casi en susurros, a la vez que se sumía en ensoñaciones. Imaginó una nueva vida para cuando pudiera licenciarse, una muy distinta de la que llevaba en el Cuartel y de aquellos años pasados labrando la tierra de sol a sol. Así fueron abriéndose en su mente otras expectativas y éstas eran más halagüeñas que el hecho de mirar al cielo esperando que la lluvia llegara o, peor aún, lo hiciera a destiempo y al temor ancestral de que la sequía se hiciese presa de sus esfuerzos. Sería muy reconfortante no tener que depender de la climatología para subsistir... Por ello, y de inmediato, se dijo a sí mismo que, a partir de ese momento, procuraría estar al corriente de las noticias que se fueran sucediendo, era muy importante estar bien informado fuese cual fuese el camino que decidiera seguir.

Debió andar pensando en voz alta porque el sargento Merino lo miró extrañado:

–¿Pero, muchacho, qué pretendes a hacer tú en la Guardia Civil?

– Mi Sargento, podría hacer lo mismo que hago aquí o tal vez algo diferente, algo mejor. Por lo que he oído, al ser un Cuerpo prácticamente nuevo quizás me pueda deparar interesantes expectativas para el futuro. Ya sabe usted, hay que sobrevivir, procurar avanzar si no, con el tiempo, desapareces y eso no es precisamente lo que pretendo. Según se dice, se está ganando la más alta de las consideraciones de las autoridades y de la gente en general y, además, pagan muy bien. ¿Qué más puedo pedir? Aunque me consta que el nivel de exigencia es muy alto y la disciplina, férrea.

– Sí, hijo, algo así he oído también, pero tendrás una gran dificultad para poder conseguir el ingreso pues exigen saber leer y escribir y, que yo sepa, tú estás igual que yo ¡vaya, que no sabemos! Eso cuesta mucho tiempo y dinero, amén de que consigas alguien que quiera darte las lecciones necesarias. Así que, muchacho, si quieres un consejo ¡quédate donde estás! que para hacer lo que estás haciendo no necesitas estudiar. Te queda poco para licenciarte y podrás volver a casa con los tuyos, a la tierra, la que te curtió e hizo de ti lo que eres hoy. Mira, Cecilio, aunque ahora no lo entiendas es lo más sensato, sabes que tu familia te necesita, acuérdate de todo lo que te supuso el que no te pudieras librar del reemplazo ¿y ahora te quieres meter ahí? ¡En fin, tú verás! Y a saber dónde te puedan destinar.

–¡Pero, mi Sargento, quiero probar o al menos intentarlo! Mire, a excepción de saber leer y escribir, los demás requisitos los cumplo: tengo más de veinticuatro años, menos de cuarenta y cinco, mido más de cinco pies y una pulgada, ¿no cree que mis Jefes referirán buena y honorífica licencia? Por el certificado de buena salud y robustez no habrá problema, ya que gozo de una salud excelente, la heredé de la tierra tal y como usted dice.

–Tienes razón, poco hay que certificar al respecto, no hay más que verte, rezumas bienestar pero ¡los papeles son los papeles! Por eso te digo que no te fíes, los de arriba saben cómo jugártela sin que te des cuenta.

–Yo, la verdad, no conozco muy bien ese Cuerpo, pero me siento muy atraído por el uniforme que llevan, aunque entiendo que eso le parecerá a usted una tontería.

–Eso espero, porque el de soldado más que gustarte parece te diera urticaria; pero, dime: ¿por qué te llama tanto la atención ese dichoso uniforme?

–No sabría decírselo con exactitud, tal vez sea por ser nuevo, menos visto que el de los militares. Lo he podido observar en los oficiales de Madrid que andan hoy por aquí. ¿Se imagina verme vestido así? Levita de paño azul turquí de una sola carrera de botones, cuello abierto, bocamangas de grana encarnada, pantalones gris oscuro con ribete del color de la bocamanga en las costuras exteriores, polainas de paño negro altas hasta la rodilla. ¡Espectacular! ¿No cree? ¡Me gusta! Sueño con verme embutido en él mientras camino por esas calles con todas las miradas puestas en mí. Seguro que causaré sensación, porque en cuestión de gustos…

 

–Sí, ja ja, seguro que serás la envidia del populacho cuando pasees por la calle los domingos, pero ¡déjate de sueños y mira cómo está la situación política del país! Si consiguieras entrar, te verías envuelto en multitud de problemas motivados por todos esos cambios que, según parece, se avecinan; ya sabes, unos que son moderados, otros liberales y, en medio, como siempre, los cuerpos policiales. En definitiva, ya sabemos que todos persiguen lo mismo, uno se dedica a trabajar y ellos a lo suyo, a llenarse bien las alforjas.

Tifón calló mientras Merino seguía con su perorata.

–Mira yo no entiendo mucho de estas cosas pero sí sé que a los militares no nos permiten ni siquiera opinar del tema. Así que imagínate todo lo que hay detrás de tanta monserga política; al final el pato siempre lo pagamos los demás; cualquier desestabilización en la vida política produce, inmediatamente, situaciones de crisis que obligan a movilizarnos, a estar siempre disponibles, allá dónde se nos diga y sin rechistar.

Cecilio no alcanzaba entender cómo su estimado sargento no le apoyara más abiertamente en su apuesta de futuro, siendo persona con tanta experiencia en la vida. Sólo había que conocerlo un poco para darse cuenta y comprobar que, aun siendo hombre de carácter seco y austero, fue siempre respetado por la mayoría, sobre todo, por los de abajo, los de más baja condición; él, por supuesto, siempre lo consideró como un padre.

Esos razonamientos escuchados de boca de Merino lo derrumbaron, sus alas arrancadas de cuajo, sus sueños e ilusiones enfrentadas con la más cruda realidad y, en medio de la desazón, se oyó a sí mismo decir: “¡soy un analfabeto!” Y no era consuelo argumentar que, por entonces, casi todo el mundo también lo era. Se retiró pensando en esas palabras que pesaban tanto sobre su ánimo.

En el transcurso de la tarde, mientras cepillaba, con ardor, la grupa de un caballo, algo en su interior le decía que, pese a toda contrariedad, debía seguir adelante con aquel proyecto, era su futuro y su futuro le concernía a él y sólo a él. A pesar de los obstáculos podía lograrlo, pues una de sus cualidades, aunque su madre siempre le dijera que era un defecto, consistía en ejercer la cabezonería. Y en buena parte tenía razón porque tamaño no le faltaba, Utilizaba la talla cincuenta y ocho, la mayor del gorro de la milicia.

Seguramente todo aquello implicaría dar un importante giro a su vida; al menos tenía una cosa bien clara; no volvería a su pueblo con las manos vacías, con la sensación del tiempo perdido, Debía intentarlo para regresar de otra manera. Tampoco quería seguir por más tiempo siendo un ignorante. Aprender a leer, escribir y las cuatro reglas era un verdadero desafío; intuía la enorme dificultad que entrañaba; aun así le apasionaba la idea y se prometió que acabaría consiguiéndolo.

Comprobó, con el paso del tiempo, que era un verdadero problema encontrar a alguien que pudiera enseñarle y eso que otrora, allá en su pueblo, habría sido misión fácil, contando con la inestimable ayuda de los maestros don Luis Firmet y doña Peregrina, su esposa, de todos conocidos, quienes enseñaban con mil amores a todo aquel que se lo propusiese. ¡Lástima que por entonces no entrara en sus planes! Se martirizó reprochándose una y otra vez no haber aprovechado una oportunidad que, de forma gratuita, se le había ofrecido en el pasado.

Después de varios intentos infructuosos por encontrar un profesor, una mañana, se topó de bruces con la suerte, mientras paseaba por la Alameda Principal de Málaga. Fue abordado por un anciano que le pidió la hora. Don Marcelo, así se llamaba. Cecilio, con toda la sencillez del mundo, respondió no poseer reloj. Le extrañó mucho la pregunta pues no creía dar la imagen de alguien que pudiera permitirse el lujo de tenerlo, y de hecho conocía a muy poca gente que lo tuviera. Solamente las clases más acomodadas lo tenían. ¡Ah, y por supuesto, el capitán de su compañía!; por herencia ¡claro está!; pero en el cuartel todo el mundo sabía su procedencia. Este personaje provenía de una rancia familia de Málaga, de lo que presumía constantemente. Sin apercibirse de ello el anciano, Cecilio sonrió, respondiendo intuitivamente: “más o menos deben ser la doce, las campanas de la catedral hace poco tocaron la hora del Ángelus”.

Don Marcelo, apoyándose en su bastón, trató de incorporarse del asiento del parque en un intento distinguido de diálogo con su joven interlocutor, cuando de forma repentina éste se deslizó y casi da con sus huesos en el suelo, a la par que Cecilio, rápido de reflejos, se adelantaba a la caída sujetándolo. Al momento pudo volver a sentarse en el banco, mientras que el joven se afanaba en ayudarle y, entre sinceras palabras de agradecimiento, entablaron una fructífera conversación, durante la cual pudo conocer su condición de maestro retirado. Había dedicado toda su vida a la enseñanza y, aun ahora, a sus ochenta y un años, no había renunciado a seguir sintiéndose útil; por ello seguía impartiendo diferentes materias en un aula habilitada en su propia casa.

Conteniendo la respiración para no gritar de alegría, y con más miedo que vergüenza, se atrevió a preguntar al anciano si estaría dispuesto a enseñarle; éste, agradecido, le respondió que lo haría – “con sumo gusto” fueron sus palabras textuales. Únicamente puso la condición de comprometer su palabra de caballero a cumplir su horario. Las clases serían impartidas todos los días de cinco a siete de la tarde, de lunes a sábado. Domingos y fiestas de guardar, el viejo profesor los dedicaba, junto a su familia, a escuchar misa y descansar; aunque si por Cecilio hubiera sido y Don Marcelo lo hubiera aceptado, la palabra descanso no tendría cabida en toda la semana. Pensaba que, una vez encontrada la oportunidad, no era cuestión de perder el tiempo.

Don Marcelo era una persona de naturaleza poco habladora, de carácter sobrio y mirada bondadosa; se vestía siempre con la misma indumentaria: traje de color marrón oscuro, chaleco del mismo tono y camisa blanca de cuello almidonado, desgastado por el uso y los continuos lavados. En sus paseos, solía portar con aire distinguido un sencillo bastón de caña con el mango de carey, a modo de capricho extravagante, y refería, entre bromas, que se asemejaba a la palmeta que durante años utilizó en la escuela como suerte de amenaza y que, seguramente, le servía para mantener a raya a sus pupilos pues, con sinceridad, no se lo imaginaba con ánimo de emplearla con ellos.

Muy frecuentemente le espetaba: “tiene usted la cabeza más dura que un alcornoque”, cuando se desesperaba porque las letras y los números se le enredaban en el entendimiento y no encontraba la forma de avanzar. No se aclaraba con las “bes” y las “uves” y menos aún con la “hache”; pensaba que era una letra inútil, que además no tenía sonido, pero nunca se atrevió a emitir su opinión en voz alta delante de Don Marcelo, que, a la postre, le hacía repetir las faltas de ortografía de forma compulsiva: “es la única manera de aprender”, decía una y otra vez para tranquilizarlo. Al principio cometía tantas que la mano quedaba dolorida; cuando por fin terminaban las dos horas de clase, andaba incómodo por la calle frotándose los dedos y la muñeca.

Con el tiempo comprobó, aliviado, que la plumilla se adaptaba cada vez mejor a sus dedos, mejoraba el pulso mientras la fatiga iba desapareciendo poco a poco, para dar paso al entusiasmo. Así, cierto día, se sorprendió corrigiendo un texto en el que sólo contabilizó dos errores.

Con la geografía, era distinto. Descubrió desde el principio que le apasionaba y disfrutaba memorizando, a modo de cancioncilla, los límites de España, los ríos, las montañas, los cabos y los golfos. El mapa político de la península era su predilecto y apremiaba a don Marcelo para que le preguntara una y otra vez aquello que ya se sabía de corrido; sentía que ese pequeño lucimiento delante de su profesor le compensaba del mal trago que padecía con la ortografía y la gramática.

Cuando trataban las matemáticas, también le llovían las dificultades; divisiones, cuando no multiplicaciones, le atormentaban el ánimo hasta el hartazgo; en cambio, las sumas y las restas no representaban, para él, ninguna dificultad.

Comprendió de una forma muy gráfica que aprender a según qué edades costaba más esfuerzo. Y así se lo hacía ver su profesor, mientras le arengaba con aquellas coletillas que solía repetir con frecuencia, mientras ponía un acento especial al pronunciar su nombre – Ce–ci–lio –: “todo tiene su momento y por eso hay que saber aprovechar las oportunidades que se van presentando en la vida”; “nunca es tarde para aprender porque el saber no ocupa lugar”; “cuando se es joven los conocimientos se asimilan mejor y más rápidamente; es como trabajar, las fuerzas nunca fallan cuando se tiene tu edad, pero con la mía ya no podría desempeñar otro oficio que no fuera éste, e intentaré seguir con él hasta el último día de mi vida, si la enfermedad o cualquier otro avatar no me lo impide”; “la providencia ha sido generosa conmigo, pues me ha permitido dedicar toda mi vida, a lo que más me gusta, enseñar a otros los conocimientos que poseo, es una forma de trascender, de legar ese regalo que yo he recibido como un don y por ello doy gracias a Dios cada mañana”.