MISFITS

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Tomeus necesitaba esa otra vida que se inventaba, casi cada tarde; una mentira de dos horas en la que todo se ordenaba en torno a la destilación y las maderas, un estado de ensanchamiento psicosomático en el que cabía quedarse mirando cómo dos pequeños cúmulos de espuma resbalan por el interior de los vasos vacíos, uniéndose para formar un continente más denso. Eran los dibujos de burbujas como esponjas en un ciclorama infinito; y era sobre todo la luz, el ánimo en los ciclos de la luz, flotando en los fotones que vibraban como melaza en el silencio. La luz que iba del oro al plomo, de los salones a los callejones, de las heliotropías al tungsteno. En cada rincón intrincado de marquetería había algo más que un blancuzco sedimento de polvo: había una fe depositada, había una cauterización urgente o una gónada, los mares de cerveza derramados en las mesas, las batientes de las puertas duplicadas crujiendo como carabelas, el amargor de esa cerveza pegado como una doble piel al paladar. En los ciclos muertos de materia inerte Tomeus se expandía hacia dentro, implosionaba con el estruendo de una luz interna, y en los cénits de esponjosidad y de clarividencia se habría revolcado sobre las tarimas o las felpas para saldar las cuentas líricas con el resto del mundo, se habría dejado ir en todos esos actos ominosos que la decencia social proscribe: meterse un dedo en el oído, mirar mal a los gusanos, abandonarse a la fluencia de una conciencia que volaba sobre las maderas como un ángel, entraba y salía de sí mismo, subía como un dios las escaleras míticas hacia el retrete, se estrellaba contra el fulgor metálico de las tulipas y los surtidores, salía al callejón trasero por la primera puerta falsa que le fuera dada, se escondía en esa noche que lo empujaba lejos de sí mismo, que lo reinventaba y lo bendecía como a un mártir: ego te absolvo, estaba diciendo la noche, y Tomeus se iba caminando bajo la cellisca adorando a su alter ego, como si no hubiera un mañana.

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La búsqueda podía comenzar por aquí: un esfuerzo por ordenar la materia universal bajo una forma nueva.

Era una empresa cosmogónica y abocada a la mediocridad, pero había que apuntar alto, humildemente y sin pretenciosidad, para ir quedándose a trozos por el camino de la propia incapacidad, bajo el peso de una tarea tan hermosa como inabarcable. Cualquier tarde tipo en el Fenice empezaba por administrar bien los adminículos y las ideas: la pluma y el cuaderno aquí, los sintagmas y las tautologías allá, y la pinta bien levantada en un lado que imaginariamente era el mismísimo centro de todo, con sus gotas de condensación resbalando por el vidrio y sus posibilidades reconstituyentes, gasolina para regenerar las conexiones neuronales destinadas a sobrevolar un fondo de lodo.

Allí mismo, bajo la cubierta del sosiego ambiental, Tomeus decidió que estaría bien comenzar tirando de una de las hilachas del relato (si lo que pretendía era construir un relato o algo con aspecto narrativo, de dimensiones preferiblemente épicas, y no solo dejar pasar el tiempo con ocupaciones que acababan infligiendo tanto dolor como dicha), y para ello acababa pensando en las distintas partes del problema como pequeños subproblemas, piezas que había que encajar en el sistema: narrar una parte, dejar que se desarrollara sin control, haciéndola más grande y sustancial de lo previsto hasta convertirla en un bloque que luego uniría al desgaire con otros bloques contundentes, que habrían crecido desde otros rincones de otros días, y que finalmente colisionarían estrepitosamente, para bien o para mal, con la indiscreta violencia de un choque de placas.

En lugares públicos Tomeus no necesitaba de un especial silencio para sacar adelante la tarea. Siempre que los sonidos de ambiente fueran corales e impersonales, y se acoplaran entre sí como un rumor informe en el que ninguno destacara singularmente sobre los otros —una voz chillona y persistente, risas estentóreas y fuera de lugar, el rugido de la cafetera…—, la concentración total era posible. Esa masa sonora de fondo venía incluso bien para dar una dimensión muy pertinente, entre naturalista y expresionista, a la experiencia. El rumor coral era por tanto tolerable, y también lo era la música (verdadero eje vertebrador de la tarde en el Fenice), siempre que alcanzara ciertos estándares de calidad para el paladar de un melómano cultivado como Tomeus.

Las tardes de domingo traían por lo general una parroquia bulliciosa y poco refinada, con tendencia a las socializaciones groseras, directas y ligeramente irresponsables. Nada que ver con cualquier otro día entre semana, sobre todo a media tarde, cuando era posible encontrar un cierto sosiego monacal que, como mucho, podía acabar derivando en una nocturnidad de textura ligeramente canalla (los sábados eran algo especial, un verdadero punto y aparte, un híbrido de todas esas características estallando en un ambiente lúdico, despreocupado y, por momentos, incluso glamuroso). Tomeus repasaba mentalmente este almanaque del rito, y al tiempo que daba el enésimo trago a su cerveza se reprochaba su facilidad para divagar y aplazar la dolorosa tarea que tenía por delante.

Pero ¿por dónde poner en marcha el artilugio? Para que creciera la historia, para que se cargara de verosimilitud, habría que empezar por los topónimos; habría que empezar a denominar calles y plazas, dar aliento a los personajes, otorgarles pasado y genealogía, creando para ellos un espacio-tiempo que confiriera tridimensionalidad, credibilidad, sustancia y base a la obra. Artificios tan arcaicos como eficaces, fórmulas que no se agotaran a pesar de los milenios transcurridos, y de aquellos por venir, por sustentarse sobre una concepción clásica muy tranquilizadora. Haciendo reconocible el ente de ficción, acercándolo a la realidad, el receptor iba a entenderlo, y consecuentemente acabaría apaciguado. Los esquemas conservadores siempre triunfan. Mientras Tomeus le daba vueltas a la idea trataba de dosificarse la pinta y los snacks, pero se encontraba en ese momento en que lo que restaba en el platillo y en el vaso se quedaba un poco corto, pero pedir otra ronda más sería demasiado… De modo que tuvo que conformarse con dosificar la dosificación, haciendo durar lo poco que quedaba para que llenara el hueco temporal restante e ir avanzando convenientemente hacia el final, sin demasiado delirio y sin muchos aspavientos, con una naturalidad contenida y un poco pacata, nostálgica, casi forzada.

Sonaba Try a little tenderness, Swordfishtrombones, Cycles, Bittersweet, Dead finks don´t talk, Couldn´t call it unexpected No. 4, Honesty is no excuse, After Mardi Gras, Such a night, Variations sur Marilou, That´s life, L´anamour…, y la excepcionalidad de una médula musical suprema y raramente alcanzada traía hermosos momentos de plenitud e incertidumbre, a partes iguales, cuando toda la esencia del alma se ordenaba sin saber por qué e iluminaba un momento de total felicidad, como si todo finalmente hubiera abocado a ese instante sublime donde ya no era posible volar más alto, más tranquilo, más consciente de la propia excelsitud que nos será dado alcanzar en esta vida. La potencia del alcohol bombeaba caballos de vapor por las venas, y la música, y la noción de la naturaleza, y los efectos de los espirituosos se conjugaban para rendir un momento de total nostalgia, de perfección ontológica, depositando a los escribas en una lasitud existencial donde los problemas cotidianos eran pasado, y solo existía el yo perenne que sobrevivió a los cataclismos y dio sentido y ordenación al despropósito.

En el nivel elemental de predisposición; en el estrato de una evidencia simplificadora y amable, Hotel California le hacía llorar por toda una época, pero lo que lloraba Tomeus no eran lágrimas sentimentales, en el sentido melodramático y degradante del término. Ni siquiera eran lágrimas físicas. Era un lloro por dentro que removía una cierta conciencia de sí mismo, sepultada y ajada, y ahora recuperada para revivirlo y darle sentido, ...they stab it with their steely knives, but they just can´t kill the beast..., y enseguida la guitarra aullando melancólicamente como una maquinaria que se ponía en marcha arrancando desde cero, la atmósfera de una era que pasó pero que de algún modo perduraba dentro, y era aflorada por la llave blanda del alcohol.

Tomeus dio un trago largo para empezar su tercera cerveza (finalmente había pedido otra ronda), dejando que el líquido turbio se mezclase con la densidad de la espuma, de un espesor canónico. Notó que se estaba yendo, y trató de volver al eje: lo que el último verano le había dejado era un largo desuello, un lento desangramiento, una raspadura. Agresividad y locura, el alma arrasada queriendo salir, y toda la falta de clarividencia y sublimidad que el corazón ahoga, las picaduras de insectos, el ruido de pisadas en el techo, las relaciones quisquillosas, las irritaciones del sudor, la falta de acomodo, el deambular sin sentido, el miedo, el escarnio, el nerviosismo. Las perspectivas de un otoño que no se iba a ajustar a la ortodoxia, que no iba a traer paz ni expectativas mejores… Pausa. Otra vez se había excentrado, y ni siquiera había retomado el hilo. Haciendo un nuevo esfuerzo por encarrilar sus pensamientos escribió una nota-guía en su cuaderno: Un personaje ha de tener una lógica vital, una dinámica del día a día que ayude a fijarlo a un escenario: debe abordar un medio de transporte para llegar a su casa, localizada en un distrito concreto; debe conocer las rutinas y los códigos de su ciudad, y el comportamiento de las gentes que la habitan. Se detuvo. Habría que pulir mucho esa nota para que resultara medianamente decente. Parecía más una soflama evangelizadora que una simple nota al margen, el discurso de un catatónico envarado, asfixiado de academicismo y con dificultades para flexionar los músculos de la espontaneidad. Dio otro trago a su cerveza y se quedó pensando en todo el trayecto que le quedaba a él mismo para llegar hasta su casa, cuando decidiera volver. No vivía lejos del centro; podía acceder andando en apenas diecinueve minutos, según había constatado, pero su distrito era la segunda capa de la cebolla y cada vez que abandonaba el núcleo central de la ciudad (con sus cafés elegantes, sus edificios valiosos y sus paseantes adinerados) y se internaba en esa segunda capa que era su vecindario, sentía que estaba en el sitio equivocado. Albergaba la esperanza de salir de allí en el futuro, pero ¿qué futuro? Y había sitios mucho peores. En realidad su capa de cebolla era un lugar bastante decente, a pesar de la orina de los perros en las aceras y los vapores que salían de las cocinas de dudosa higiene de algunos bares, a través de los extractores.

 

El trayecto rutinario hacia sus ritos incluía atravesar transversalmente una gran avenida arbolada, y esto se hacía mejor por un paso subterráneo, en la práctica dos bocas de metro situadas a ambos lados de la avenida y conectadas entre sí por un pasadizo. No era una estación con mucha afluencia de gente, y de hecho ese pequeño recorrido solía hacerlo en solitario, en una sumersión que le agradaba porque era totalmente urbana y despersonalizada, con toda la épica de las grandes ciudades resumida en sus losetas desgastadas, sus carteles de espectáculos y sus fluorescentes de matadero. Esa soledad subterránea y un poco inquietante tenía la capacidad de levantar su gen poético y romántico, la senda del perdedor a la medida de los inadaptados y los rapsodas, un túnel de luz de gas que lo llevaba de una capa de la cebolla a la otra, el agujero bajo tierra que vinculaba los dos entornos de forma clandestina. Tomeus se sumergía en ese trozo de aire bajo el asfalto como un buceador que se lanzase de cabeza al agua, y volviera a emerger un poco más allá en una realidad totalmente distinta.

A través del pasadizo Tomeus iba de su distrito al centro, y luego hacía el camino a la inversa, de vuelta a casa. Y curiosamente tenía predilección por lo segundo, porque sentía que eso que encontraba al aflorar hacia la luz o hacia la noche era la vida auténtica e inevitable, la que, de momento, le correspondía, y solo por eso debía de ser una cosa bella, algo adherido indeleblemente a su carne y a sus huesos, a su entendimiento y a su aceptación resignada del mundo. Cada vez que atravesaba el corredor (caminando siempre muy deprisa, activamente, como si lo moviera un objetivo concreto), este le evocaba toda la derrota y el sueño, la desorientación de los inadaptados que pululan por las aceras de la vida, la totalidad de los mortales, de algún modo u otro y sin excepción, e invariablemente le venía a la cabeza la palabra misfits como la mejor definición de todo el desamparo y todos los quiero y no puedo que nos lastran y nos hacen más humanos.

De pronto se oyó la celebración unísona de un gol, con grandes berridos entusiastas. El profesor detuvo el curso de sus elucubraciones, se metió un cacahuete en la boca y miró a su alrededor. Los cambios producidos en el escenario y en los actuantes, cada vez que levantaba la vista del cuaderno, eran muy sutiles, aunque perceptibles. La grey seguía arracimada en torno a las pantallas, rezumando testosterona e incultura, retorciéndose en su tribalismo fanático como un esquema de reconocimiento primitivo. Los homúnculos se habían agrupado para sentirse gregarios, machos de la especie, y por medio de sus liturgias y sus ritos se socializaban por un rato. Eran tardes de domingo y de eventos deportivos; las emanaciones de andrógenos se olían en el aire, y los parroquianos absortos se mostraban en toda su simpleza existencial. Un negro enorme estaba gritando como un rufián maleducado, y desperdiciaba a la hermosa negra que tenía al lado, no era consciente de su bendita presencia, de la carnosidad de sus labios y sus nalgas, de la finura de sus dedos negros. Tomeus meneó la cabeza haciéndola girar sobre su eje, denegando muy suavemente. El negro se exaltaba ante cada avatar del juego, y avergonzaba a la chica públicamente. Ella le tocaba el brazo con suavidad para sugerirle moderación en sus demostraciones enfáticas, pero él estaba en la masa, estaba en la grey, se sentía parte de la caterva que llenaba el pub y se desgañitaba y se convulsionaba ante las pantallas, con los eventos deportivos, en las tardes de domingo.

12

Sonó el timbre para anunciar la hora del recreo, y de inmediato se produjo un caótico trasiego de integrantes de la comunidad educativa. Los propios profesores atravesaron los corredores entre los alumnos, rumbo al bar o a los escondrijos donde hubieran decidido dilapidar los treinta minutos siguientes. El profesor Carpena levantó una mano afectuosa desde el otro extremo del pasillo. La bata blanca desabrochada se agitó y volaron hacia atrás sus puntas cinéticas, impulsadas por el aire generado por enérgicas zancadas. Desde la puerta de su despacho Tomeus le devolvió el saludo con las cejas, en la distancia. A veces observaba a Carpena mientras trabajaba en su rincón, en la sala de profesores, mascando una de sus pastillas mentoladas para los frecuentes ataques de tos por el continuo esfuerzo de sus cuerdas vocales —el propio Tomeus se beneficiaba del suministro que le proporcionaba su colega con cierta regularidad—, pero ahora caía en la cuenta de que nunca lo había visto fuera de ese ambiente concreto, sin su bata blanca y su escritura concienzuda (un poco enfermiza), como un ciudadano corriente.

Mientras metía la llave en la cerradura imaginó cómo sería ese Carpena de la vida civil, cómo sería en su cotidianeidad doméstica, y comparó las dos imágenes en su cabeza. En el ambiente laboral parecía solo un personaje, algo cercano a una caricatura, incluso; un ser caracterizado como un profesor y disfrazado con su bata blanca y sus complementos en un escenario inamovible: el ambiente académico. Ese era TEOC, el Carpena que conocía, la imagen estereotipada y perpetuada a lo largo de los días y los años, el único yo de Carpena que le era dado aprehender, y al reflexionar sobre ello no pudo evitar sentir una cierta desazón... porque, inversamente, también el resto de la comunidad debía de tener esa visión ciclópea y monolítica de él mismo, TOMP, Tomeus Paramore, profesor de Geometría, ese yo concreto desgajado del resto de sus yos en una circunstancia que lo devaluaba como persona. Para el resto del mundo él era un ser incompleto, de una sola faceta, lineal, previsible, desalentadoramente redundante. Una cuestión con suficiente calado como para ser considerada seriamente, aunque la pereza intelectual transitoria y un oportuno sentido práctico lo habían mantenido al margen del asunto, pues quizá fuera mejor hacer perdurar ese estereotipo reconocible que todo lo simplificaba: adoptar la pose aceptada que no requería esfuerzo; dejarse llevar sin más en la tibia corriente; no levantar sospechas ni mostrarse en exceso; tratar de mantener los pies en el sector asignado, permaneciendo en ese trozo limitado de realidad sin interferir en la de otros, y sin que los otros irrumpieran en la propia. Como haz de axiomas funcionaba bien, en opinión de Tomeus, pero solo hasta que las cosas, por cualquier motivo, saltaran por los aires, y el corazón y las vergüenzas quedaran expuestos a la vista de todos, y las alarmas sociales se dispararan por haber subvertido el apacible orden y por haber hecho zozobrar el estúpido barquito, conmocionando las mansurronas conciencias.

Durante el recreo Tomeus prefirió quedarse en su despacho, pues tenía trabajo pendiente y algunos exámenes que preparar. A través de los ventanales podía ver, desde donde estaba sentado, las copas de los árboles ya casi sin hojas, por detrás de las cuales asomaba la lámina de asfalto del aparcamiento, y a la derecha el deslucido prisma de hormigón que era el gimnasio, rodeado de pequeños edificios auxiliares destinados a funciones administrativas. El conjunto era tan feo que resultaba casi mítico, por cinematográfico, con esa belleza remota que solo se aprecia cuando se es capaz de entender el lado más insignificante y espantoso de la vida. Tomeus se había acostumbrado a ese paisaje, mitad urbano mitad natural, que veía a diario, y había asumido sin mayores conmociones el grado adecuado de familiaridad que le proporcionaba. Para restituir un cierto equilibrio, al fondo se veían las colinas que cercaban esa parte de la ciudad, y mucho cielo abierto, que dotaba de una luminosidad notable al habitáculo donde Tomeus laboraba, además de variados juegos de nubes y atardeceres de los que disfrutar de vez en cuando. El día, sin embargo, estaba nublado, y Tomeus tenía los fluorescentes del techo encendidos. Fuera seguía lloviznando, y el calor del interior y la comodidad de su silla y el silencio hacían que el profesor sintiera uno de esos raros momentos de reconciliación con su trabajo. En la pantalla del ordenador iban apareciendo mansamente los mandatos que salían de sus dedos, introducidos en forma de palabras o de cuadros a través de los periféricos, todo un testimonio de la superioridad del Homo erectus sobre la máquina alienante. El examen de Geometría Descriptiva iba tomando cuerpo poco a poco. Tomeus trataba de ponerse en la cabeza de sus alumnos, y se esforzaba por elaborar una prueba que supusiera un compromiso entre lo que debía esperar de ellos, en términos académicos, y el grado de dificultad idóneo de la propuesta. Al teclear el enunciado de las preguntas pensaba en sus pupilos en abstracto, y los imaginaba tratando de afrontar de la mejor manera lo que, según su criterio, constituía un paquete de contenidos insoslayables. Se acordó de Sara. Recordó su letra redondeada y femenina, nada infantil, y cómo se había deleitado en las palabras por detrás que ella había escrito al final del primer folio de uno de los exámenes, junto con una flecha para indicar que seguía el desarrollo por la otra cara. Imaginó esa letra y esa misma expresión en una carta dirigida a él, como si fueran amantes, y se estremeció por las posibilidades que la frase deparaba en ese nuevo contexto. Durante unos momentos se quedó pensando en el hecho, tratando de calibrar cómo se vería desde el extremo de unos ojos críticos y represores, y concluyó con toda naturalidad que, a menos que uno fuera un tarugo, no era posible sentirlo como algo sucio: se trataba de algo básicamente físico y primario, aunque, de algún modo, entrañable; inequívocamente sexual pero cargado de supuesto consentimiento. De pronto sintió curiosidad por saber más de ella, de Sara; por conocer datos objetivos. Minimizó el documento que tenía abierto en la pantalla, abrió la página de la Escuela en Internet, e introduciendo sus claves personales accedió a las fichas de sus alumnos. Tecleó: «Belsky, Sara», y enseguida apareció la ficha completa con su foto. Tomeus se entretuvo mirando la imagen durante un rato. Era una chica muy guapa, con unos labios voluptuosos que hacían un pequeño trazo de sombra en las comisuras, a la manera de algunas bocas de jovencitas japonesas, y con los ojos de color caqui, fulgurantes bajo la luz artificial; aunque en la realidad era aún mejor, con sus movimientos y su tridimensionalidad elevándola hacia otra esfera que la imagen, a pesar de su definitivo atractivo, no podía alcanzar. Las sutiles manchitas ocres de su nariz, por ejemplo, apenas se apreciaban en la fotografía, y sin embargo le daban un encanto difícil de explicar, una mezcla de ataraxia ancestral y bonhomía ligeramente perversa, irresistible para Tomeus.

Al leer los datos personales que figuraban junto a la imagen le llamó la atención el apartado reservado para el nombre de los padres. El de la madre estaba vacío. El nombre del padre figuraba junto a una dirección y dos números de teléfono. Inconscientemente, Tomeus se alegró. Pensó que los padres pudieran estar separados, o simplemente que la chica era huérfana de madre, aunque su alegría no proviniera de esta circunstancia, como era natural, sino del hecho de que Sara pudiera proceder de un hogar relativamente desestructurado, donde no se ejerciera un control directo y sostenido sobre la chiquilla, lo cual facilitaría un hipotético acercamiento a ella sin las presiones, ni los más que previsible rechazos, ni las explicaciones demandadas por unos progenitores demasiado pendientes de su cachorrillo. Imaginó que quizá Sara ni siquiera viviera con su padre, pero esto solo era una suposición sin fundamento, un producto de su fantasía desbocada y necesitada de emociones nuevas. Le gustaba pensar en Sara como en un individuo aislado, libre del determinismo filogenético transmitido por sus padres y adivinado en la derivación de sus morfologías. Tomeus no quería reconocer en ella una mezcla de los rasgos físicos de ambos, no quería besarlos o tocarlos o mirarlos a ellos cada vez que hiciera cualquiera de estas cosas con Sara. Y, sobre todo, no quería saber de antemano hacia qué punto concreto iba a evolucionar su cuerpo y su rostro cuando envejeciera. La deseaba desconectada de sus ancestros, como un ente individual, autónomo, sin cargas familiares y sin orígenes.

 

Miró evocadoramente a través de la ventana, como si pretendiera leer ese futuro en el trozo de cielo gris que tenía enfrente. Enseguida se dio cuenta de que estaba llevando demasiado lejos la especulación. Cuando Sara envejeciera de verdad, él probablemente ya estaría muerto, o tan perjudicado que le daría lo mismo qué aspecto pudiera tener ella. La idea era decadente, muy acorde con el paisaje melancólico que veía del otro lado de los cristales. El viento hacía temblar los marcos metálicos, que eran viejos y no encajaban bien, de modo que el aire se colaba por las rendijas y enfriaba la habitación por zonas, aunque el calefactor que tenía a los pies bastaba para entibiar el ambiente hasta un mínimo nivel de confort. ¿Ver envejecer a Sara? ¿Sara y él avanzando hacia un futuro? ¿Sara y él juntos?... Sonaba absurdo e improbable, aunque también vagamente excitante. Tomeus resopló suavemente a través de la nariz, con un gesto de escéptico sarcasmo. Conocía todas las trampas que se urden alrededor de la falacia, cada vez que Cupido sacaba a pasear una de sus dichosas flechas. Sabía que, aunque solo dieran de refilón en su objetivo, por fuerza acababan enredándolo todo. Le había pasado otras veces: tras la bendita inconsciencia y la lúdica irresponsabilidad de los comienzos, enseguida intuía todo el veneno por venir, la degeneración del sentimiento inicial, la verdad descarnada que iba a acabar imponiéndose con el paso de los meses…, y la idea le daba tanta pereza y era tan desalentadora que, con gran dolor interno, acababa renunciando al farragoso proceso de cortejo, una indecorosa exposición pública sin premio asegurado. Decidió dejarse de figuraciones y centrarse de nuevo en el trabajo, aunque no pudo evitar quedarse unos instantes más contemplando ese rostro tan hermoso en la pantalla. En ese momento sonó el timbre estrepitosamente, y, dando un respingo, pensando que alguien pudiera entrar en el despacho, pulsó una tecla y cerró de golpe la ficha de Sara, como si quisiera ocultar las huellas de un delito. Rápidamente comenzó a recoger sus cosas, pues el recreo había terminado.

13

A veces la idea de Sara explotaba en su piel como una palmera de sangre, o eso le parecía, porque realmente el estallido se producía a un nivel cerebral y químico que rápidamente traspasaba su carga hacia el exterior, en un movimiento en sentido del alma al cuerpo, una vorágine de estampas o un álbum de retazos que hacían de esa imagen de la chica un holograma multidimensional, con el espacio y el tiempo más la conciencia dando vueltas hacia la conformación de una sensación placentera, aunque ligeramente melancólica. Sara era delicada en esa imagen; y era protegible, entusiasta, uno de esos seres tocados con el entusiasmo de la inexperiencia y el corto recorrido de una vida por hacer, viviendo el momento álgido de una existencia que empezaba a salir triunfante del pegajoso interior de la crisálida, y dejaba atrás su lastre pubescente para entrar en el código convencional de los otoños, los cafés a media tarde y las buhardillas crepusculares. Tomeus debía tener cuidado con cada paso hacia la locura inmaterial que ya acechaba; debía pasar por encima de esa idea romántica que, suponía, Sara debía de haber construido en su cabeza, cuidando de no pisotearla o degradarla. Seguramente lo que estaba por venir no iba a llevarlos a ningún sitio concreto, pero era tan dulce el trayecto que no quería abortar la posibilidad antes de tiempo. Sabía que iban a estrellar sus frágiles cráneos contra un cristal, como pájaros inconscientes que revolotean y gozan del revoloteo y saben que se estamparán, y siguen volando porque en ese momento lo único que vale la pena es volar, y mañana quién dirá.

Eran las trampas de la belleza: el continente por el contenido, la parte por el todo. El todo que era Sara acababa pervertido por la parte animal de su belleza, un encanto que asomaba para bajar la palanquita del deseo y la fascinación, y hacer que todo el mecanismo se pusiera en movimiento. Tomeus pensaba en lo inevitable de ese estado primigenio, una predestinación repetitiva a la que era imposible sustraerse. La belleza de Sara removía la charca del instinto, y su presencia tramposa tapaba en parte lo que ella era. Se trataba de un concepto abstracto y ligeramente enrevesado, pero que cabía exactamente en el contorno sereno de su rostro, en las graciosas manchitas que salpicaban muy tenuemente la piel de su nariz, en la estructura femme fatale de sus caderas, en el elegante modo de moverse. Un continente perfecto y en sazón, para la incógnita de un contenido no cuajado, incompleto, todavía en formación.

Y ante una evidencia tal nada valía. Ninguna cultura, ninguna experiencia previa, ningún dogma o sentido común podían evitar la emanación de esa nebulosa que despertaba un sentimiento vagamente nórdico y retrospectivo (el sol tibio de la tarde sobre la melena libre y retroiluminada de la valkiria), y en bocanadas ascendía como una vida ideal que nunca fue pero que siempre quiso ser. Porque de repente esa costra externa de la belleza lo envolvía todo con un telo de cálida nostalgia, de plena conciencia personal que iba al centro mismo del meollo emocional de los poetas, directo a la Aspiración Eterna y al tuétano de lo que Tomeus esperaba de este mundo.

[…]

Con el frío finisecular en las rodillas pienso en todo lo que haría a Sara mientras sostengo la tiza como un pene de cal, como un eje de polvo, y convierto en rameras a las pobres geómetras que aplastan sus pechos contra los duros tableros. Soy el hombre invisible, el espectro de humo, el resignado ubicuo que traza un círculo de tiza como un coto: geómetra acróbata en la cuerda floja de la tarima, que cruje como la quilla de un barco de bucanero-farandulero-náufrago, encallado en la sucesiva suma aritmética de los días, trazando círculos y líneas y pensamientos depravados tendentes a arruinar el candor en las mejillas de las zorras, pequeñas viciosas que examinan mi culo mientras pretenden hacerme creer que entienden Thales, que asumen cónicas degeneradas con la mayor naturalidad, en todo esto pienso.

14

Encontrar de pie a Mr. Bojangles no llegaba a ser una anomalía, porque de vez en cuando se le podía ver deambulando por un trozo de acera muy delimitado, como si estuviera desentumeciendo los músculos en un calabozo o lo moviera algún tipo de pensamiento abstracto y seguramente inconexo; pero lo más habitual era verlo sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la fachada de mármol de un teatro venido a menos que programaba funciones de segunda fila. Así apalancado, Mr. Bojangles era un bulto reconocible y perenne del paisaje urbano, una pústula informe crecida en el tejido epitelial del edificio y, desde un punto de vista utilitario, un obstáculo molesto para los viandantes que, no obstante, se comportaban como si esa masa de carne y harapos que ocupaba un espacio público y les hacía modificar su trayectoria fuera del todo invisible. Tomeus pasaba junto a él con frecuencia, camino del centro de la ciudad, pero plegado a esas pautas de invisibilidad se había habituado a seguir su camino sin mirarlo, normalmente absorto en sus propias preocupaciones, o mirándolo solo de reojo, o de un modo tan superficial y breve que únicamente se hacía una idea poco precisa de los objetos que lo rodeaban: las ropas de distintos grosores según la estación del año (aunque igual de mugrosas en todas ellas); una bolsa de loneta desgastada con un estampado a rayas, con sus enseres personales comprimidos en el interior y formando bultos en la superficie; vasos de plástico y trozos de papel y envoltorios desperdigados; un brik de cartón con la marca de un vino barato esgrafiada en sus caras; una manta todo-uso agujerada y llena de pelos y detritus de la calle adheridos a sus fibras; su peine y su lápiz asomando por los bolsillos.