El concepto de Personaje en la línea de Antonio Blay

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El concepto de Personaje en la línea de Antonio Blay
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Autor: Jordi Sapés de Lema

Título: El concepto de Personaje en la línea de Antonio Blay

© Boira Editorial

www.BoiraEditorial.com

info@boiraeditorial.com

Tercera edición: marzo 2022

ISBN: 978-84-15218-71-5

ÍNDICE

PORTADA

TÍTULO

CRÉDITOS

INTRODUCCIÓN

IDENTIDAD, IDENTIFICACIÓN Y ALIENACIÓN

El yo genérico

El yo experiencia

El yo público

LA GÉNESIS DEL PERSONAJE

La desconexión del yo genérico

La configuración de la mente infantil

El buen salvaje y el niño mimado

LAS BASES DEL PERSONAJE

El yo-idea

La sublimación del yo-idea

Falsear el yo-idea

El yo-ideal

La oscilación permanente entre el yo-idea y el yo-ideal

LAS MANIFESTACIONES DEL PERSONAJE

Mente

Emociones

Acciones

LIBERARSE DEL PERSONAJE

El ejercicio de despertar

Dificultades del ejercicio

LA OBSERVACIÓN DEL PERSONAJE

Condiciones para observar el personaje

Observar los pensamientos

Observar las emociones

Observar las acciones

Ayuda para observar en profundidad

ANÁLISIS DEL PERSONAJE

Hechos objetivos, hechos subjetivos, críticas y recomendaciones

El diálogo interno

Síntesis del personaje

UN EJEMPLO DE OBSERVACIÓN

1. Recuerdo inicial

Traslación a presente impersonal:

2. Descomposición en proposiciones independientes y clasificación de las mismas

3. Determinación del número de escenas

4. Estructuración de las escenas

5. Distribución del resto de proposiciones

6. Preguntas para la ampliación del suceso

7. Primera ampliación del suceso

6 bis. Preguntas para una segunda ampliación del suceso

7 bis. Segunda ampliación

8. Hechos objetivos, creencias y juicios

9. El evento dialogado: yo-idea y yo-ideal

10. Los yos calificados

11. Los yos clasificados

12. Axiomas del yo-idea y del yo-ideal

CONCEPTOS PARA EXPLICAR LO QUE OBSERVAMOS

ANEXO 1 DICCIONARIO DE EMOCIONES O ESTADOS DE ÁNIMO

ANEXO 2 DICCIONARIO DE ACTITUDES O RESPUESTAS MECÁNICAS

INTRODUCCIÓN

La característica que diferencia al ser humano de otras especies no es la inteligencia sino la conciencia de sí mismo, la evidencia de que es capaz de comprender, relacionarse y transformar su entorno. El instinto animal también es una manifestación de inteligencia, a veces más precisa que la inteligencia humana; pero los animales no tienen conciencia de ser inteligentes y no pueden emplear su inteligencia de un modo consciente y voluntario; no tienen la capacidad de investigar y comprender.

Esta capacidad de comprender del ser humano le lleva a preguntarse por su propia realidad, a ponerse a sí mismo como objeto de investigación; investiga lo que aparece en su conciencia e investiga la propia conciencia; se preocupa por conocer y manejar tanto lo que aparece en el “exterior” como sus fenómenos psicológicos ”internos”. En ambos casos, la capacidad de comprender convierte lo investigado en objeto y hace al investigador sujeto de este interés, en un proceso que resalta cada vez más la naturaleza de la conciencia en sí, dejando en un segundo plano sus contenidos.

Lo último que este proceso de objetivación asimila son las ideologías, que aparecen como maneras de pensar capaces de diseñar distintos universos personales que no dejan de ser, al fin y al cabo, productos de la mente. Esta objetivación de las ideologías destruye la discriminación entre creyentes de diferentes religiones así como la distinción, todavía más artificial, entre creyentes y no creyentes. Creencias e incredulidades se basan en ideas que defienden o niegan hipótesis experimentalmente no contrastadas. Sin embargo, detrás de estas afirmaciones y negaciones, encontramos siempre un ser con capacidad de pensar que cuestiona su realidad existencial y busca algo más sólido en lo que apoyarse.

El decepcionante resultado de las ideologías utópicas, que prometían una atmósfera social más acorde con la naturaleza y aspiraciones del ser humano, se ha utilizado para defender, sin rubor alguno, prácticas políticas fundadas en “intereses geoestratégicos o de Estado” que ningún individuo normal, en su sano juicio, se atrevería a protagonizar. Así que la pregunta: “¿qué estamos haciendo en este mundo?” es cada vez más frecuente y, desde luego, más pertinente. Toda persona consciente se la plantea, sea cual sea el ámbito cultural e ideológico en el que se mueve; creyentes y no creyentes. Porque no es una pregunta interesada en cuestiones místicas o en una presunta realidad trascendente después de la muerte física; todo lo contrario: la mayoría de las personas que se plantean este interrogante están interesadas por la vida antes de que la muerte los alcance; por la vida que están protagonizando ahora.

Y no habiendo encontrado una respuesta satisfactoria, ni en la religión tradicional ni en las ideologías de carácter utópico, dirigen su atención hacia el propio ser humano, en un nuevo humanismo que despunta. Este humanismo no es de carácter ideológico sino empírico; se sustenta en la conciencia de la dignidad del ser humano y de su potencial creativo. Reclama recuperar esta conciencia en tanto que sujeto, después de haberla sometido tanto tiempo y con resultados tan parcos, a los objetivos del desarrollismo económico. Reclama también que los productos de la mente se pongan a su servicio, en vez de exigirle que rinda pleitesía a la ciencia y a la técnica. Quiere ser él quien experimente su vida, no que la decidan en los laboratorios. Por eso este nuevo humanismo no se puede calificar de metafísico.

 

La célebre demostración cartesiana de la necesidad del yo, que culmina en la frase: “pienso luego existo” contempla, como argumento previo a esta conclusión, la posibilidad de que un genio maligno esté distorsionando nuestra mente con afirmaciones erróneas. Ahí es cuando Descartes afirma triunfalmente: suponer que un genio maligno pretende engañarme implica la existencia de alguien susceptible de ser engañado; piense lo que piense, el hecho de pensar demuestra que existo; y existo en tanto que capacidad de pensar. Pues bien, este nuevo humanismo pretende devolver la importancia a este sujeto que piensa, al tiempo que le anima a tomar conciencia de la profusión de “genios malignos” que, desde la familia y la escuela hasta la televisión, se empeñan en llenar su mente de contenidos que enturbian y mediatizan esta capacidad que supuestamente nos distingue de otras especies.

Dos siglos después de Descartes, la fenomenología ha ampliado esta definición del ser humano incorporando otras funciones de la conciencia. Ya no nos concebimos exclusivamente como capaces de pensar, sino también de amar y de transformar el mundo. Es una triple calidad de la naturaleza humana: intelectual, afectiva y práctica, que resalta la importancia de la experiencia. Porque comprender, amar y hacer carecen de sentido sin un estímulo externo que deba ser entendido, incluido y transformado. Este renovado interés del ser humano por sí mismo no pasa tanto por autodefinirse como por transformarse. O, mejor dicho, por desarrollarse de una forma plena, actualizando en su existencia personal todo lo que potencialmente es como ser genérico. Y claro, esto no se puede hacer de otra manera que de forma práctica.

Lo cierto es que, tal como marcha el mundo, tenemos muchas razones para sospechar que los “genios malignos” han conseguido desorientarnos bastante. Precisamente por eso necesitamos situarnos de nuevo en el “yo existo” para examinar desde allí las ideas que conforman nuestra mente; sobre todo aquellas que se refieren a nuestra propia realidad personal, rechazando las que veamos manifiestamente erróneas y recuperando la potestad de mirar el mundo y a nosotros mismos sin intermediarios.

Esta actividad tiene que ver con la indicación socrática del “conócete a ti mismo”, pero la complementa con otra que podría resumirse añadiendo: “y desmiente tus complejos”. No es la clásica invitación a examinar nuestra conciencia con sentimientos de culpa, ni a sustituir las ideas pesimistas que podamos albergar por otras maravillosas. Es la propuesta de ver lo que hay; mirando, no pensando ni interpretando. Es así de simple: ver lo que hay y redescubrir al que mira.

El método para hacerlo que presentamos en estas páginas se apoya en las directrices del psicólogo catalán Antonio Blay Fontcuberta (1920-1985); considerado por muchos como un maestro espiritual. Blay cuenta con una amplia obra escrita, especialmente destacable por su claridad. En ella resalta un concepto novedoso que sólo había sido apuntado por Gurdjieff: la noción de “personaje”. La noción de “personaje” sirve para examinar de una manera eficaz los contenidos de nuestra conciencia y distinguir en ella la influencia y las consecuencias de los “genios malignos”. Como explicaremos enseguida, el personaje es el resultado de la completa alienación del individuo a su entorno social, una alienación que puede ser observada, objetivada y trascendida. Este es el primer peldaño de una línea práctica que conduce a la autorrealización o conocimiento total de uno mismo.

La claridad de Antonio Blay deriva del hecho de estar describiendo su trayectoria personal en el reencuentro con el yo. El no hace filosofía, aunque emplea determinados conceptos para orientar esta experiencia en los demás, proporciona las claves que permiten reproducirla a cualquier persona interesada en ello. Describe el desarrollo que puede experimentar cualquier ser humano, por el hecho de serlo; desde la desorientación, la soledad y la impotencia hasta la evidencia palpable de su naturaleza genérica. Es un camino que se recorrer fase por fase; y la primera de ellas implica descubrir esta alienación y anularla.

IDENTIDAD, IDENTIFICACIÓN Y ALIENACIÓN

El problema de la identidad nace de la necesidad que tiene el individuo de identificarse en su propia conciencia; y para ello atiende a lo que encuentra idéntico o permanente en sí mismo: lo que se mantiene a lo largo del tiempo y de los cambios que suceden en su existencia.

El yo genérico

¿Podemos encontrar esta identidad en las capacidades genéricas que hemos mencionado: la capacidad de comprender, de amar y de hacer? El hecho de ser genéricas, es decir: predicables de cualquier ser humano, ¿nos permiten identificarnos? Creemos que sí. Está claro que no nos permiten diferenciarnos de otros individuos como nosotros; sin embargo, posibilitan que mantengamos la noción de un yo personal a lo largo de todos los cambios que se producen en nuestra existencia.

Para diferenciarnos de otros individuos es necesario recurrir a nuestro cuerpo, a nuestra manera de pensar, a nuestra profesión y a toda una serie de factores que constituyen nuestra historia personal; pero lo cierto es que tanto nuestro cuerpo como nuestra manera de pensar, e incluso nuestra profesión, han experimentado repetidos cambios a lo largo de la existencia. A la comadrona que nos trajo al mundo le costaría mucho identificarnos ahora si tuviera como única referencia nuestro cuerpo. Pero el hecho es que nosotros mantenemos una noción de “yo” a largo de todos estos cambios físicos, ideológicos, profesionales, etc. Todo esto puede constituir “nuestra historia personal”, pero no es “Yo”. “Yo” soy, en todo caso, el propietario de esta historia, el protagonista de la misma; por eso la llamo “mía”. Pero eso hablo de “mi” historia, como algo distinto de “yo”.

Sin embargo, este “yo” no sirve para presentarnos a los demás. Si yo me presento diciendo: “yo soy yo”, seguramente que la respuesta que obtendré será: “yo también”. Lo cual es lógico, habida cuenta que estoy utilizando algo genérico para identificarme. Como veremos a continuación, utilizaré mi personalidad para diferenciarme de los demás. Pero si estoy hablando de “mi” personalidad es que esta personalidad es algo que tengo; es decir tampoco es “yo”. Un niño recién nacido, no tiene historia ni tiene personalidad y, sin embargo, ya es “yo”. Un adulto que por causa de una enfermedad mental ha perdido el control de su historia y de su personalidad, sigue siendo “yo”.

Y esta es la clave: yo soy el protagonista de esta historia; el que utiliza la personalidad para expresarse en este mundo. Soy la capacidad de pensar, amar y hacer, no lo que hago con estas capacidades. Lo que hago con ellas ya es un producto, es “mi” producto; pero yo no soy el producto sino la capacidad de generarlo. Por eso es incorrecto hablar de “mis capacidades”, precisamente porque son genéricas. Yo soy estas capacidades o funciones cognitivas, afectivas y energéticas, como cualquier otro ser humano; y las utilizo de una manera personal. Sus productos sí los puedo llamar míos, pero las capacidades las soy. De fuera me puede venir información, pero la capacidad de entenderla no me la puede dar nadie: la soy. De fuera me pueden venir propuestas de relación, pero la capacidad de amar no me la da nadie: la soy. De fuera me pueden llegar situaciones que requieren una respuesta de mi, pero la energía que posibilita esta respuesta es la vida que soy. El entorno puede incluso esclavizarme y obligarme a actuar, a pensar y a sentir de determinada manera; pero la inteligencia, el amor y la energía que pondré para materializar esta manera de pensar, sentir y hacer seguirá siendo “yo”, porque es justamente lo que yo soy.

Esto nos conduce a afirmar que nuestra identidad, lo que nunca cambia, lo que permanece inalterable a lo largo de mi existencia es la misma que la de todos los seres humanos que existen, han existido y existirán. Todos tenemos la misma identidad, pero cada uno de nosotros la percibe y la utiliza de una manera diferente, acorde con su individualidad. Considerado desde un punto de vista biológico, el ser humano es una especie social; pero tiene algo que la hace muy particular: cada individuo de la especie tiene la misma naturaleza, y por tanto el mismo valor, que la especie en su conjunto. El pensamiento, la moral y la técnica se divulgan, extienden y generalizan, pero, en su origen, son siempre individuales. Haber ignorado esta realidad explica el fracaso de todos los modelos socio-económicos que han intentado convertir al individuo en una mera célula de la sociedad.

“Yo”, en tanto que capacidad de ver, amar y hacer, soy el sujeto de mis pensamientos, sentimientos y actos. No soy nada metafísico, soy algo muy real. Aunque es posible que, a base de dar tanta importancia a los pensamientos, sentimientos y actos haya acabado por ignorarme a mí mismo. De esto hablaremos ampliamente. De momento basta con que tomemos conciencia de que ahí está nuestro principio: desde el momento en que nacemos, incluso antes de nacer, ya somos esta capacidad de constatar y describir nuestro entorno, de relacionarnos con él y de transformarlo. Somos esto antes de tener historia personal; y lo seguimos siendo a lo largo de ella.

El yo experiencia

Estas capacidades genéricas se actualizan constantemente en contacto con un entorno que las estimula. Las cosas, las personas o las situaciones que tengo que comprender, apoyar o transformar aparecen en el exterior; y esta actualización da lugar a la personalidad o yo-experiencia. La personalidad es el producto de un yo que se desarrolla en un entorno concreto y experimenta la realidad de una forma personal y única. Así como la identidad o yo genérico es común, la personalidad es individual y exclusiva. Esta es la razón por la cual resulta más adecuada para identificar a cada individuo y distinguirlo de los demás.

La vieja discusión acerca de si en la existencia de cada individuo es más relevante la herencia o el entorno se resuelve de inmediato cuando se advierte que la herencia genética también es entorno: el primer entorno que encuentra la vida que se transmite a una nueva forma. Nadie elige el código genético que determinará su cuerpo físico, su carácter y sus inclinaciones; los genes le vienen impuestos por su entorno parental. Y sin embargo, el yo-experiencia no va a estar condicionado de manera absoluta por este código genético ni por las circunstancias en las que se desenvolverá su existencia, porque la respuesta a las mismas y el uso que el individuo hará de la herencia recibida sigue siendo algo que sólo él puede decidir. Esta decisión suya es justamente la aplicación de su capacidad genérica de ver, amar y hacer a sus circunstancias concretas, natales y ambientales, pasadas y presentes.

O sea, que el yo-experiencia que en un momento determinado ha desarrollado el individuo no basta para identificarlo; so pena de considerarlo un mero producto de unas circunstancias. En este momento es así, pero esto no determina cómo va a ser mañana y, por tanto, no lo define, sólo lo identifica socialmente.

Así que el yo-experiencia es el resultado, la materialización, del uso personal de la capacidad de ver, amar y hacer que realiza cada ser humano durante la existencia. Este uso le lleva a comprender determinados aspectos de la realidad que le rodea, a desarrollar una sensibilidad que le permite establecer una red de relaciones afectivas y sociales y a manejar determinadas habilidades que le permiten jugar un papel concreto en el ámbito colectivo en el que se desarrolla. El yo-experiencia es lo que yo he comprendido, integrado y realizado por mí mismo; es todo aquello que puedo llamar “mío”, incluyendo el cuerpo físico, el carácter psicológico y las inclinaciones que tengo. Desde el punto de vista del yo-experiencia, cada uno de nosotros es un ser único y exclusivo. El yo-experiencia es la razón suficiente de mi existencia; me identifica ante los demás y registra para mí mismo la actualización que he hecho del “yo” genérico y los resultados que esta actualización ha proporcionado. Lo que tienen en común estos actos y resultados es que han sido protagonizados por mí.

El yo público

Lógicamente, estos actos son percibidos por la gente que nos rodea. Y de ahí se deriva una tercera manera de ser identificados; en este caso por parte de los demás. No se trata de una identidad real sino de algo que se nos atribuye como, por ejemplo, el Documento Nacional de Identidad, que certifica nuestra “identidad” por medio de un número de ocho cifras que nos acompaña durante nuestra existencia. Si este número puede servir para identificarnos, tanto más lo hará toda la información que de nosotros puedan tener las instituciones y las personas con las que nos relacionamos. O sea que, a primera vista, parece que, a fin de mantener una clara identidad frente a los demás, deberíamos esforzarnos en transmitir la mayor información posible acerca de nuestro yo- experiencia. De hecho, esto es lo que deberíamos hacer siempre que nos encontramos con una persona amiga a la que llevamos tiempo sin ver.

 

Sin embargo en estos encuentros solemos proporcionar una información parcial con la intención de manipular la imagen que de nosotros tendrán los demás. Con este fin, tendemos a explicar aquellos acontecimientos que acrecientan nuestro prestigio ante terceros y pasamos rápidamente, o eludimos por completo, episodios de nuestra existencia que estimamos que no favorecerán esta imagen pública. Pero como alabarse uno mismo directamente no se considera de buen tono, existe una forma, supuestamente más objetiva, de promocionar la propia personalidad y consiste en mostrar todas las posesiones que constituyen un indicativo social de éxito personal: títulos académicos, relaciones importantes, bienes materiales, estatus laboral, etc.

En esta tercera vía de identificación, cada uno es lo que los demás piensan de él; o mejor dicho: lo que cada uno presume que los demás piensan de él, porque esta opinión no se suele expresar en voz alta. Razón de más para creer que la identidad de cada cual depende básicamente de los bienes materiales o inmateriales que pueda lucir, porque se supone que reflejan por sí mismos y de un modo objetivo la personalidad de su dueño. En cada lugar y momento hay una serie de bienes especialmente valorados por la sociedad, y la identidad personal puede determinarse por la mayor o menor posesión de estos bienes concretos. Así es como esta identidad acaba por depositarse en algo tan relativo como la marca de ropa, el modelo de automóvil que utilizamos, el lugar en el que veraneamos, el colegio en el que estudian nuestros hijos, etc. Pero también en el número de autores que hemos leído, el sacrificio que hemos hecho por nuestros seres queridos, o el grado de desarrollo espiritual que creemos haber alcanzado. Elegimos unas cosas u otra según el ámbito social en el que nos movemos y el predicamento que en él tienen estas distintas posesiones.

Lo paradójico es que creemos que estas cosas sirven para mostrar nuestra identidad cuando, en realidad, somos nosotros los que nos hemos identificado a priori con los objetos o circunstancias que cuentan con la aprobación de este entorno. Tal decisión nos convierte a nosotros mismos en cosa, fundando nuestra identidad en lo que tenemos; y, lo que es peor, en lo que no tenemos y consideramos indispensable. Así es como esta identificación se convierte en una verdadera alienación que consigue hacernos olvidar por completo nuestro “yo” genérico y nos sumerge en una desorientación que afectará toda nuestra vida. Porque alienarse, convertirse en cosa, no es una decisión que tome a conciencia un individuo consciente que decide “venderse” a cambio de un buen sueldo o un cargo público, sino algo que se nos inculca en nuestra mente desde la más tierna infancia; algo que no tiene nada que ver con nuestro yo genérico y que sólo sirve para cuestionar y devaluar nuestra personalidad o yo-experiencia. Esta manera anómala de identificarnos es lo que denominamos: personaje.