Etnografía y espacio

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Etnografía y espacio

Tránsitos conceptuales y desafíos del hacer

Natalia Quiceno Toro

Jonathan Echeverri Zuluaga

(compiladores)


© Natalia Quiceno Toro, Jonathan Echeverri Zuluaga

© Universidad de Antioquia, Fondo Editorial FCSH de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas

ISBN: 978-628-7519-01-5

ISBN E-book: 978-628-7519-02-2

Primera edición: octubre de 2021

DOI: https://doi.org/10.17533/978-628-7519-01-5

Imagen de cubierta: El último paseo. Herrera Rugeles. Policromía en linóleo (taco perdido), 31x46/50x70, 1995. Colección de grabado Hernando Guerrero, Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia (http://www2.udea.edu.co/webmaster/unidades_academicas/artes/coleccion_grabado/colecciondegrabado/galeria/index.html). Museo Universitario de la Universidad de Antioquia.

Coordinación editorial: Diana Patricia Carmona Hernández

Diseño de la colección: Neftalí Vanegas Menguán

Corrección de texto e indización: José Ignacio Escobar

Diagramación: Luisa Fernanda Bernal Bernal, Imprenta Universidad de Antioquia

Hecho en Medellín, Colombia/Made in Medellín, Colombia

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita del Fondo Editorial FCSH, Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad de Antioquia.

Fondo Editorial FCSH, Facultad de Ciencias Sociales y Humanas, Universidad de Antioquia

Calle 67 N.° 53-108, Bloque 9-355

Medellín, Colombia, Suramérica

Teléfono: (574) 219 57 56

Correo electrónico: fondoeditorialfcsh@udea.edu.co

El contenido de la obra corresponde al derecho de expresión de los autores y no compromete el pensamiento institucional de la Universidad de Antioquia ni desata su responsabilidad frente a terceros. Los autores asumen la responsabilidad por los derechos de autor y conexos.

Sobre los autores

André Dumans Guedes

Doctor en Antropología Social del ppgas, Museu Nacional, Universidade Federal do Rio de Janeiro (ufrj). Integrante del Grupo de Investigación Fronteiras, Programa de Pós-Graduaçao em Sociologia, Universidade Federal Fluminense (uff). Correo electrónico: dumansguedes2@hotmail.com

Andrés Góngora

Doctor en Antropología Social del ppgas, Museu Nacional, Universidade Federal do Rio de Janeiro (ufrj). Curador de Etnografía, Museo Nacional de Colombia. Integrante del Grupo de Investigación Conflicto Social y Violencia, Universidad Nacional de Colombia. Correo electrónico: agongora@museonacional.gov.co

Angela Facundo Navia

Doctora en Antropología Social en el ppgas, Museu Nacional, Universidade Federal do Rio de Janeiro (ufrj). Profesora del Departamento de Antropología y Programa de Pós-graduação em Antropologia Social de la Universidad Federal de Río Grande del Norte. Correo electrónico: angelafacundo@hotmail.com

Ángela Viviana Cano

Estudiante de Antropología de la Universidad Nacional de Colombia. Fue voluntaria de la Curaduría de Etnografía del Museo Nacional de Colombia. Correo electrónico: avcanon@unal.edu.co

Eulalia Hernández Ciro

Historiadora y Doctora en Historia de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín. Profesora-investigadora del Instituto de Estudios Regionales (iner) y del Grupo Estudios del Territorio de la Universidad de Antioquia. Integrante de la Red Colombiana de Historia Urbana. Correo electrónico: eulalia.hernandez@udea.edu.co

Fernando Ramírez Arcos

Candidato a Doctor en Antropología Social, Universidade Estadual de Campinas (Brasil). Magíster en Estudios Culturales y Geógrafo, Universidad Nacional de Colombia. Investigador del Grupo Interdisciplinario de Estudios de Género (gieg), Escuela de Estudios de Género, Universidad Nacional de Colombia. Correo electrónico: saqqlas@gmail.com

Francisco Pazzarelli

Doctor en Ciencias Antropológicas por la Facultad de Filosofía y Humanidades, de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Profesor del Instituto de Antropología de Córdoba, conicet en la misma universidad. Correo electrónico: fpazzarelli@hotmail.com

Jonathan Echeverri Zuluaga

Doctor en Antropología de la Universidad de California, Davis. Profesor del Departamento de Antropología de la Universidad de Antioquia. Integrante del Grupo de Investigación Cultura, Violencia y Territorio. Correo electrónico: jonathan.echeverri@udea.edu.co

Juan Diego Jiménez

Estudiante de Antropología de la Universidad Nacional de Colombia. Fue voluntario de la Curaduría de Etnografía del Museo Nacional de Colombia. Correo electrónico: jejimenezq@unal.edu.co

Laura Oviedo Castrillón

Magister en Estudios Socioespaciales, Instituto de Estudios Regionales (iner), Universidad de Antioquia. Integrante del Grupo de Investigación Cultura, Violencia y Territorio. Correo electrónico: lauraoviedocastrillon@gmail.com

Lucila Bugallo

Doctora en Antropología social y Etnología de la École des Hautes Études en Sciences Sociales (ehess), París. Profesora del Instituto Interdisciplinario Tilcara, Universidad de Buenos Aires, y de la Universidad Nacional de Jujuy (unihr). Pertenece a la Unidad de Investigación en Historia Regional (unihr), Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Jujuy y al Instituto Interdisciplinario de Tilcara, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Correo electrónico: bugallolucila@yahoo.com.ar

María Alejandra Rodríguez.

Antropóloga de la Universidad Javeriana. Perteneció al Programa de Formación y Voluntariado del Museo Nacional de Colombia. Correo electrónico: maria17rb@gmail.com

María Ochoa Sierra

Magister en Ciencia Política de la Universidad de los Andes. Profesora del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia. Integrante del Grupo de Investigación Hegemonía, Guerras y Conflictos de este instituto. Correo electrónico: maria.ochoas@udea.edu.co

Mateo Valderrama

Antropólogo y Magíster en Estudios Socioespaciales de la Universidad de Antioquia. Integrante del Grupo de Investigación Cultura, Violencia y Territorio del Instituto de Estudios Regionales (iner) y de la Asociación Campesina de Antioquia. Correo electrónico: mateo.valderrama@udea.edu.co

Natalia Quiceno Toro

Doctora en Antropología del Museo Nacional, Universidad Federal de Rio de Janeiro. Profesora-Investigadora del Instituto de Estudios Regionales (iner) de la Universidad de Antioquia. Integrante del Grupo de Investigación Cultura, Violencia y Territorio. Correo electrónico: natalia.quiceno@udea.edu.co

Nelson Camilo Jiménez

Estudiante de Antropología de la Universidad Nacional de Colombia. Fue voluntario de la Curaduría de Etnografía del Museo Nacional de Colombia. Correo electrónico: ncjimenezm@unal.edu.co

Santiago Valenzuela Amaya

Magíster en Antropología de la Universidad de Antioquia. Periodista y editor en el Centro de los Objetivos de Desarrollo Sostenible para América Latina y el Caribe de la Universidad de los Andes (cods). Correo electrónico: santiago.valenzuelaa@udea.edu.co

Simón Uribe

PhD en Geografía de la London School of Economics. Profesor de carrera de la Facultad de Estudios Internacionales, Políticos y Urbanos de la Universidad del Rosario. Integrante del Grupo de Estudios Políticos e Internacionales de esta misma universidad. Correo electrónico: simon.uribem@urosario.edu.co

Introducción

Natalia Quiceno Toro1

Jonathan Echeverri Zuluaga2

Tanto para la antropología como para otras ciencias sociales fueron fundamentales diversos giros epistemológicos para dar paso a perspectivas críticas que repensaron conceptos pretendidamente universales como los de naturaleza, cultura, sujeto, objeto, tiempo y espacio. Todos estos movimientos teóricos han implicado potentes transformaciones en el quehacer etnográfico. Aquí queremos enfocarnos en los que tienen que ver con el espacio y las miradas críticas a los órdenes espaciales propios de una práctica disciplinar, y la emergencia de nuevos lugares para pensar la producción de conocimiento etnográfico.

La etnografía, en relación con el espacio, podría abordarse desde muchas perspectivas. Es posible analizar la reproducción del espacio colonial desde el trabajo etnográfico y discutir las implicaciones y legados que esta situación política ha tenido en el desarrollo de la disciplina antropológica.3 Otro camino posible aborda las transformaciones espaciales globales en relación con la cultura y la sociedad. En esta línea, encontramos trabajos que hacen evidente la necesidad de deslocalizar la cultura y proponen pensar el espacio en términos de flujos, viajes, fronteras, movimientos.4 Desde esta perspectiva, se cuestiona la mirada al espacio como contenedor de las relaciones sociales o las prácticas culturales. Sin embargo, en el viaje a los espacios interconectados se continuará pensando sociedad y cultura como categorías explicativas de la antropología y las ciencias sociales.

Otro camino posible implica la reconceptualización no solo de la idea del espacio, sino también de nociones como sociedad y cultura. Aquí se impactan tanto los modos de hacer etnografía, como los modos de formular los problemas de investigación y los objetos de investigación mismos.5 Desde esta perspectiva, conceptos como los de relación, agencia, composición son claves para comprender la configuración de lo social, espacial y cultural. La etnografía se reafirma como un enfoque importante para otras disciplinas, así como la antropología fortalece los diálogos con la geografía, la historia, los estudios de la ciencia, entre otros. En este contexto es difícil pensar la existencia de temáticas exclusivas de una disciplina, y es justamente en los modos de hacer y los enfoques donde se crean intersecciones y diálogos interdisciplinares. ¿Qué características del enfoque etnográfico permiten su supervivencia y relevancia en el presente? ¿Cómo se transforma la práctica etnográfica si la pensamos articulada a procesos de desnaturalización de lo social, espacial y cultural?

 

De acuerdo con Mauricio Caviedes y Luis Alberto Suárez, en la literatura sobre etnografía es común encontrar dos tipos de textos: los manuales y manifiestos por un lado, y los textos de divulgación por el otro. En estos últimos, citan como referentes los trabajos de Guber y Restrepo, ampliamente difundidos en América Latina y catalogados por los autores como textos que promueven “una corrección metodológica” con una mirada bastante ascética de la práctica etnográfica: “Los aportes al método etnográfico deberían estar más allá de la corrección metodológica. Seguramente deberían rayar con la incorrección metodológica y, de ser posible, dudar de los procedimientos que aseguran la desigualdad y tener menos confianza en las palabras. Pero lo cierto es que la incorrección metodológica tal vez deba acompañar (o mejor, producir) una incómoda incorrección política”. 6

El libro que el lector tiene en sus manos no busca caer en esta corrección metodológica, ni pretende ser un manual de etnografía. Más bien pretende abrir un debate a partir de la relación entre espacio y etnografía. Con la intención de reconocer los modos como las perspectivas críticas sobre la categoría espacio han afectado la práctica etnográfica, invitamos a etnógrafos y etnógrafas de diferentes lugares de América Latina para que nos compartieran, desde sus experiencias prácticas, los modos como se configuraba esa relación espacio y etnografía en términos prácticos y epistémicos.

El espacio como contexto etnográfico

Si bien hoy en día la etnografía no es patrimonio exclusivo de la antropología, es en la configuración de ese saber disciplinar donde se desarrolla como un método de trabajo. La etnografía y la noción de trabajo de campo no aparecían en la perspectiva evolucionista en los inicios de la disciplina, pero desde ese momento se empezó a definir el lugar del sujeto de estudio y el del etnógrafo amateur como la fuente de información para esos primeros emprendimientos teóricos. Viajeros, misioneros y cronistas fueron los etnógrafos de la época, alimentando con datos y extensas descripciones de pueblos desconocidos las primeras preguntas antropológicas. La preocupación de Edward Taylor y Lewis Morgan, principales representantes de dicha corriente teórica, era por la clasificación y jerarquía de pueblos y grupos con respecto a sus propios patrones culturales y “civilizatorios”. En este sentido, el lugar y tratamiento de la información o los datos se enfocaban en reunirlos, clasificarlos y compararlos. Así, los reconocidos pioneros de la disciplina, preocupados por comprender una historia común de la humanidad, buscaron datos sobre culturas lejanas y “primitivas” en información dispersa, recolectada por otros, ubicando a dichas culturas como una cristalización del pasado de sus propias sociedades. Este momento de la disciplina se proyectaría en términos metodológicos en la clásica división experto y recolector. Aquí la comprensión del tiempo y el espacio se podrían asociar a la lectura de la historia en modo lineal evolutivo, a partir de la distribución de rasgos diferenciales de pueblos dispersos en el espacio.

Las investigaciones de Franz Boas y Bronislaw Malinowski dieron otra forma al trabajo etnográfico que tuvo diversas implicaciones para la comprensión del campo. Boas comenzó a interesarse por la naturaleza de los datos en la antropología, aquello que podría ser comparable y lo que no. Empezó sus recorridos, a finales del siglo xix, por las tierras de los inuit y los esquimales, en Canadá, preocupado por producir un material etnográfico que diera cuenta de cómo pensaban, hablaban y actuaban las personas. Los datos antropológicos cambiaron de estatuto, así como también cambió el sujeto de estudio. Se inauguró la recolección de datos in situ, y con ello la misma naturaleza de los datos puso en juego preguntas por su profundidad y carácter comparativo. De esta manera, Boas inauguró la noción de informante, donde el lugar del individuo era destacado en tanto representante de la cultura. Margaret Mead y Gregory Bateson, alumnos de Franz Boas, se destacaron por emprender trabajos etnográficos experimentales en Samoa y Polinesia. Además de acceder a los informantes o la perspectiva individual, estos trabajos invitaban a tomar información que registrara el flujo de la vida cotidiana, inaugurando nuevos intereses para la disciplina como el tema de las emociones, el cuerpo, la producción de las ideas, la mente, la cognición, el género y, en general, las diferencias al interior de cada cultura.

En las preocupaciones de Boas vemos que una forma particular de relacionar individuo y cultura dejó un legado importante en la construcción de las nociones de trabajo de campo y etnografía. El individuo era parte del todo, que buscaba comprender, siendo uno de los caminos claves para explicar los procesos históricos y las relaciones entre esa persona y su contexto. La idea de totalidad ya no se centraría en la historia de la humanidad a partir de la lógica clasificatoria evolucionista, sino en cada cultura como totalidad. Aquí el espacio es pensado como el telón de fondo de los procesos históricos, pero sobre todo el lugar de recolección de la información de “primera mano” a través de la perspectiva de los “informantes”.

Malinowski, por su parte, se encargó de refinar la noción de trabajo de campo introduciendo prácticas como coresidencia, observación participante y centralidad del contexto de producción de los mismos datos etnográficos. Una de las grandes preocupaciones teóricas de la escuela británica de las primeras décadas del siglo xx se enfocaba en la integración social y en las formas como las sociedades se reproducían y mantenían integradas como grupo. Saber cuál era la función de cada una de las partes que integraba la sociedad ameritaba un trabajo exhaustivo in situ, donde se entendiera no solo una práctica, mito o historia, sino su papel dentro de ese todo que era la sociedad. Fue Malinowski quien definió para la antropología moderna el trabajo de campo como lugar de producción antropológico o espacio central, donde serían construidas las preocupaciones y caminos de la disciplina. Los datos no estarían a la espera de alguien que los recolectara, sino que se construirían en ese encuentro entre etnógrafo y nativo, entre dos formas de comprensión que solo podrían establecer un diálogo a partir de esa filigrana reseñada por Malinowski en su clásica introducción de Los argonautas del Pacífico occidental, publicado en 1922. De ahí se deriva su clásica partición de tres momentos claves en el trabajo etnográfico: reconstruir el esqueleto de la sociedad a través de mapas, estadísticas, genealogías y, en general, lo que reconocería como “datos fríos”, captar los imponderables de la vida cotidiana, llenar de sentido y vida aquellos datos que dan cuenta de la estructura de la sociedad y, por último, acceder al punto de vista del nativo sobre esos hechos registrados acerca de su sociedad.7

A pesar de que las perspectivas de Boas y Malinowski como pioneros de lo que hoy conocemos como etnografía divergen en ciertos aspectos, tienen en común la comprensión del espacio articulada a la noción de distancia, y delimitador de culturas y sociedades diferentes a la occidental. El objeto de conocimiento en este contexto se encontraba contenido en un espacio distante, al que era necesario acceder a través del viaje del etnógrafo o del informante. Así, documentar las partes para dar cuenta de un todo y recolectar la información directamente con individuos que hacen las veces de espacio contenedor de la cultura son algunas de las características espaciales que el trabajo etnográfico tuvo en el desarrollo inicial de la disciplina antropológica.

Sin embargo, en el surgimiento del trabajo etnográfico no había una pregunta específica por el espacio, pues se consideraba algo dado, escenario o contenedor de procesos sociales o prácticas culturales. El espacio era terreno, lugar de encuentro, territorio de los nativos, espacio para la producción de datos. Pero ¿qué pasaba con el espacio mismo, con las fronteras de las sociedades estudiadas y con la frontera entre estas y las metrópolis coloniales? ¿Cómo se daba cuenta de las relaciones espaciales que explicaban las diferencias entre lugares? ¿Qué pasaba con la desarticulación entre el espacio del “otro” y el espacio del “nosotros” que sacrificaba una parte de la ecuación para la explicación? ¿Cómo conectar esas “cosas”, prácticas, ritos que poblaban el espacio, más allá de buscar la integración y la función de cada una dentro de un sistema social entendido como la vida en el espacio? ¿Cómo resaltar las diferencias entre los puntos de vista de nativos y no nativos cuando era secundaria la pregunta por la relación espacial y su localización? ¿Cómo entender el espacio como variable de análisis?

Etnografías y formaciones espaciales

Margarita Serje y Andrés Salcedo destacan cómo “la antropología y la etnografía han venido construyendo nuevos objetos de estudio relacionados con el espacio y la espacialidad y han dirigido su atención hacia el estudio de las formas en que se producen el paisaje y el ‘aura’ del lugar”.8 Dentro de la diversidad metodológica que implica el estudio de la construcción y la producción social del espacio, destacan algunos de los ejemplos que el número 7 de la Revista Antípoda trabaja e “incluyen la arqueología de los paisajes, la etnografía y la etnología del espacio y el lugar, y el análisis histórico en el estudio de la construcción de los espacios regionales y nacionales”.9 Como veremos, el espacio ha sido estudiado etnográficamente; prácticas, formaciones y órdenes que son conocidos desde experiencias situadas y encuentros etnográficos.

Trabajos como los de Tim Ingold, Arturo Escobar, Margarita Serje y Emilio Piazzini incorporan en su apuesta teórica el debate sobre las comprensiones del espacio en las ciencias sociales en relación con los discursos predominantes del tiempo y la sociedad. Elementos como la conceptualización del paisaje desde perspectivas etnográficas,10 la pregunta por los nuevos sentidos de la categoría lugar en las prácticas políticas de los movimientos sociales11 o el lugar de las geografías en los procesos de producción de conocimiento12 son algunos de los aportes que estos autores han desarrollado desde el diálogo etnografía y espacio.

Tim Ingold evidencia en su trabajo los procesos de coproducción de tiempo y paisaje o de la temporalidad del paisaje. Lo interesante es que Ingold se refiere a paisajes no necesariamente naturales, puesto que pueden ser míticos, imaginados o una representación. El tiempo tampoco es cronológico, sino producción particular que diferencia maneras insospechadas de ordenar o señalar determinados intervalos de los eventos. La temporalidad del paisaje es tarea social, frase con la que Ingold junta las tres dimensiones del ser-en-el-mundo.13

En el presente, desde diversas disciplinas, la etnografía se ha mostrado como un enfoque potente que propone contribuciones y diálogos con nuevas formas subjetivas de los espacios vividos. Pablo Jaramillo llama la atención sobre las etnografías en transición y la “reconstitución disciplinar”, después de las críticas de los años ochenta condensadas en la llamada crisis de representación. Jaramillo destaca cómo esa reconstitución, manifiesta en la profusión de los “posfeminismos, pos-socialismos, posliberalismos, posmulticulturalismos, posmaoísmos, posconflictos, entre muchos otros”,14 no ha sido suficientemente analizada desde las implicaciones metodológicas. Para él, es imposible comprender estas transiciones sin pensar en “la reinvención del método etnográfico”15 y, dentro de esas transiciones, entendidas como constructos teóricos y metodológicos, resalta el tema del espacio, específicamente la noción de escala. El trabajo etnográfico ya no solo se enfrenta a críticas sobre los alcances y posibilidades de “representar” o “traducir”, sino a escalas “difíciles de captar” empíricamente y, en esa medida, a reformulaciones de herramientas fundamentales como la observación y la participación. Como propone Jaramillo en este nuevo contexto, “El ‘campo’ dejó de ser una unidad estática para convertirse en un conjunto de relaciones plásticas, producto emergente de la relación etnográfica”.16

 

Las contribuciones que el lector encontrará en este libro nos dan ejemplos de etnografías que incorporan el espacio como pregunta y no solo como contexto de extracción de datos, así como etnografías que al desnaturalizar conceptos como espacio, sociedad y cultura proponen nuevos modos de crear conocimiento de manera situada. Estos trabajos no pretenden dar cuenta exhaustiva de las diversas posibilidades que se abren al abordar el espacio desde perspectivas críticas y etnográficas. Con ellos buscamos simplemente abrir el debate sobre las características de esas posibilidades y dar un panorama de los retos etnográficos a los que nos enfrentamos en la investigación social en América Latina, especialmente en Colombia, frente a temáticas como movilidad forzada, refugio, violencia, movimientos sociales, luchas territoriales, órdenes de género y diversidad ontológica. Veremos a continuación algunos aspectos relevantes de los trabajos que aquí encontrará el lector y las preguntas que estos proponen para finalmente reflexionar sobre lo que Jaramillo llama relación etnográfica, como una relación que produce conocimiento desde órdenes y comprensiones espaciales que están continuamente en transformación y que pueden coexistir simultáneamente, a pesar de todos los debates que involucran giros políticos y epistemológicos.

En el capítulo I, Lucía Bugallo y Francisco Pazzarelli proponen una comprensión de la etnografía como un oficio artesanal. Una práctica que no solo tiene efectos en la producción de conocimiento, sino que nos desplaza, nos afecta y nos mueve en tanto sujetos que conocemos, nos acercamos a otros universos y a otros sentidos. Apuestan por la construcción de una etnografía descolonizadora “que ayude a revisar nuestros estereotipos de conocimiento”. En su contribución, nos sumergen en las espacialidades implicadas en el trabajo etnográfico de una feria de intercambio en los Andes bolivianos, con resonancias en las experiencias etnográficas de los autores con comunidades rurales indígenas de Jujuy, en Argentina. Estos tránsitos nos permiten comprender cómo el espacio se configura como “alteridad no humana” en el mundo andino, lo que implica aprender a estar y observar etnográficamente ese “espacio vivo”, así como las relaciones y conexiones que produce. La feria como espacio efímero produce una serie de relaciones que los autores van a conectar con la práctica etnográfica. La coexistencia de varios espacios en la feria, lo efímero como característico de esa producción espaciotemporal, el movimiento, la circulación.

El capítulo II, escrito por María Ochoa, se ubica en el mundo de la etnografía visual y las imágenes oníricas, y pone la producción académica en estos campos en conversación con la ontología wayúu de los sueños. Estudiar los sueños es de entrada un asunto complicado, en el que entran en tensión las ontologías de Occidente que separan la realidad de la ficción y sitúan los sueños como un fenómeno individual, más que social. La autora se pregunta por los sueños dentro del campo de estudio de la antropología visual y como espacio con un vínculo fluido con la realidad. Los sueños entre los wayúu representan un desafío para quien hace etnografía al abrir una dimensión que estructura la existencia. Acercarse a ellos es un ejercicio colectivo que exige otras formas de atención e indagación. Los sueños establecen un vínculo con otros mundos. Demandan acciones y anuncian transformaciones para la existencia en vilo. Hablan del destino y de los modos de restablecer un vínculo con los ancestros o de evadir peligros en el presente.

En el capítulo III, Eulalia Hernández propone una reflexión acerca de la etnografía como medio para dar cuenta, en el análisis histórico, de los relatos y la cultura material de los espacios, así como de las prácticas y las experiencias de los cuerpos. Después de discutir la relación entre etnografía y archivo, la autora hace un recorrido por lo que emerge al emplear la etnografía para acercarse a un universo documental particular: el Archivo Histórico Judicial de Medellín. A través de esta, es posible reconstruir la vida social de los objetos, las estéticas, las emociones de sujetos anodinos y revivir las formas cotidianas de habitar y recorrer los espacios.

El deseo de revivir espacios y, más allá, mundos cotidianos que ya no existen, es también el punto de partida de Andrés Góngora y coautores en el capítulo IV. La inquietud de un colectivo de jóvenes, Free Soul, que habían habitado “La L” –el nombre que ellos mismos le dan a la calle bogotana comúnmente conocida como el Bronx–, sirve de anclaje a un trabajo etnográfico y participativo, y a un proceso de investigación sobre las representaciones de este lugar en los medios locales y las intervenciones urbanas de los gobiernos local y nacional. En contraste con lo que los autores reconocen como unas “narrativas del desprecio”, se describen y presentan otras narrativas construidas desde herramientas etnográficas en diálogo con la cartografía, el arte y la militancia antiprohibicionista.

El capítulo V, escrito por Fernando Ramírez, hace una revisión de casos en diferentes ciudades latinoamericanas en los que la comunidad lgtbi despliega formas singulares de apropiar los espacios urbanos. La herramienta con la que el autor navega estos contextos es el concepto sentidos de lugar, que da cuenta de la capacidad de estos sujetos de desafiar los códigos de la ciudad heteronormativa. Desde esta perspectiva, el rito iniciático y la circulación cosmopolita, la memoria de los lugares y la socialización deportiva, la fiesta y las rutinas de desplazamiento aparecen como formas alternativas y transgresoras de producir espacio. El autor propone además una reflexión inspiradora acerca de la producción académica, que nos invita a cuestionar una “escritura descarnada” y a recordar cómo los cuerpos de quienes hacen etnografía y escriben se entrelazan con las personas y los lugares que se describen.

En una línea muy afín de reflexión acerca del lugar de quien hace etnografía, y también en el campo de indagación acerca de la sexualidad y el género, Laura Oviedo se pregunta, en el capítulo VI, por los espacios digitales como una ventana para etnografiar los tránsitos de género entre hombres trans en YouTube. Analiza la relación entre la producción de contenidos virtuales y la producción de los cuerpos trans. Esta exploración lleva a la autora a preguntarse por su propio rol como antropóloga, por las tensiones de método entre hacer una etnografía “análoga” y hacer etnografía virtual, y por la virtualidad como espacio para militar con las disidencias sexuales.

En el capítulo VII, Ángela Facundo revisita sus investigaciones con refugiados colombianos en el sur de Brasil para pensar las formas como los tránsitos, movimientos e intentos de sedentarización se configuran desde las experiencias de las personas y su necesidad de gobierno. La categoría de espacio aparece asociada a diversos tipos de movimientos que articulan relaciones y experiencias entre personas, lugares, políticas, estados, organizaciones no gubernamentales (ong), organismos. Su etnografía evidencia cómo la dimensión espacial en la vida de los refugiados está fuertemente anclada a lo que ella denomina las “experiencias burocrático-existenciales”, donde se negocian constantemente las posibilidades de moverse o permanecer. Este capítulo propone una discusión acerca de los espacios y la visión, abstracta, reductora y a veces caricaturesca que precede a la etnografía. Estar en el espacio hace posible apartarse de estas visiones y abre espacios para la creación conceptual.