Buch lesen: «De compañero a contrarrevolucionario»
DE COMPAÑERO
A CONTRAREVOLUCIONARIO
LA REVOLUCIÓN CUBANA
Y EL CINE DE TOMÁS GUITIÉRREZ ALEA
Joan del Alcázar Garrido
Sergio López Rivero
UNIVERSITAT DE VALÈNCIA
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© Del texto, los autores, 2009
© De esta edición: Publicacions de la Universitat de València, 2009
Publicacions de la Universitat de València
publicacions@uv.es
Ilustración de la cubierta: Tomás Gutiérrez Alea i Sergio Corrieri,
durante el rodaje de Memorias del subdesarrollo.
© Distribuidora Internacional de Películas ICAIC
Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera
Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN: 978-84-370-7660-7
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
A MODO DE PRÓLOGO
CAPÍTULO 1
Los historiadores y el cine, o cómo y desde dónde nos acercamos a Tomás Gutiérrez Alea
CAPÍTULO 2
La Revolución Cubana, en clave de esperanza. Acerca de la libertad, la pobreza y la ignorancia en Cuba. Por una contextualización del cine de Tomás Gutiérrez Alea
1959-1976. De Historias de la revolución a Memorias del subdesarrollo
1976-1989: De Los sobrevivientes a Hasta cierto punto
1989-1996: De Fresa y chocolate a Guantanamera
CAPÍTULO 3
8 películas para la historia reciente de Cuba. De Historias de la revolución a Guantanamera, 1960-1995
Historias de la revolución (1960)
Las doce sillas (1962)
La muerte de un burócrata (1966)
Memorias del subdesarrollo (1968)
Los sobrevivientes (1979)
Hasta cierto punto (1984)
Fresa y chocolate (1993)
Guantanamera (1995)
CAPÍTULO 4
De compañero a contrarrevolucionario. A vueltas con la vida y la obra de Tomás Gutiérrez Alea, 1959-1996
BIBLIOGRAFÍA
A MODO DE PRÓLOGO
A ese fenómeno histórico conocido como Revolución cubana hay que tutearlo. Mirarlo desde arriba, provoca mareo. Desde abajo, nos abruma. Sólo mirándolo de frente, podemos acercarnos a advertir su justa importancia. No deja de sorprendernos, en nuestra calidad de analistas, que a los cincuenta años de la entrada triunfal de aquellos hombres barbudos venidos de la Sierra Maestra en La Habana, muchos de quienes en Cuba, en América Latina y en el mundo entero simpatizaron con aquel resultado revolucionario sigan creyendo en su eficacia para la solución de los problemas de la pobreza, la ignorancia y la libertad en Cuba.
Lamentablemente no podemos compartir esta visión, a nuestro juicio tan ideologizada como inconsistente. De hecho, aquella empatía acerca del pasado heroico revolucionario que las agencias de socialización como las escuelas, los medios de comunicación, los partidos políticos y hasta las iglesias se encargaron de reproducir por todo el universo, hoy nos parece poco convincente. Medio siglo de poder totalitario construido sobre una doctrina de la frontera, hacen que para nosotros sus actitudes, sus pautas de comportamiento y sus valores ajenos a la circulación de las opiniones, no sean ni arquetípicos ni heredables para la convivencia democrática por las nuevas generaciones.
Aquel hecho histórico lleno de esperanza que se inauguró el primero de enero de 1959, que tanto alborozo, admiración y expectativas despertó, cuando menos se ha convertido en parte de una articulación mítica, dedicada a justificar las relaciones y las instituciones en el llamado mundo revolucionario. A liberarnos del mito revolucionario y de su función legitimadora, sacudiéndonos de un pasado a todas luces sobredimensionado, nos ha ayudado la obra cinematográfica de Tomás Gutiérrez Alea.
Resulta curioso cómo partiendo de un marxismo rudimentario, que apostaba por un modelo de desarrollo histórico que sustituía a una clase dominante (la burguesía) por otra (el proletariado) y la necesidad de los Estados Unidos de América como contrario para definir la identidad colectiva, el destacado cineasta cubano haya avanzado tanto en la libertad creativa. Probablemente, porque su viaje hacia el desencanto transcurrió desde la cultura hacia la política. Y porque a pesar de las múltiples hipotecas de los intelectuales cubanos con el poder revolucionario, en el ejercicio de negociación con la elite a propósito de su identidad personal, Tomás Gutiérrez Alea reservó siempre un espacio para la crítica, en medio de la sociabilidad cortesana del totalitarismo en la isla. De compañero a contrarrevolucionario, el título elegido para este libro, pretende caracterizar desde las convenciones y las reglas del poder, su particular distanciamiento con el mundo revolucionario.
Sin temor a equivocarnos, podemos decir que desde Historias de la revolución (1960) hasta Guantanamera (1995), la obra cinematográfica de Tomás Gutiérrez Alea es una radiografía de la realidad cubana. De ahí que en la medida que la revolución se consolida en el poder, el cineasta cubano deje de hurgar en el quehacer de los personajes vencidos y se recree en los vencedores. La burguesía, la Iglesia católica y los Estados Unidos de América que planean sobre los personajes de Historias de la revolución (1960), Las doce sillas (1962), La muerte de un burócrata (1966), Memorias del subdesarrollo (1968) y Los sobrevivientes (1979), han desaparecido completamente en Hasta cierto punto (1984), Fresa y chocolate (1993) y Guantanamera (1995).
Del mismo modo, hechos paradigmáticos de la mitología revolucionaria como el derrocamiento de la dictadura de Fulgencio Batista, la victoria de Bahía de Cochinos o la gestión de la llamada Crisis de los misiles, dejan paso en la pantalla a sucesos mundanos como los problemas de género, la ignorancia, la intolerancia, el deterioro material e ideológico, la desigualdad o la falta de libertad, no resueltos tras la conquista del poder el primero de enero de 1959.
El término «fortaleza sitiada» como concepto de límite, símbolo de una sociedad cerrada que supuestamente protege la pureza de la Revolución cubana, presente desde el año 1979 en su obra, quizás sea la clave de lo que para él significó el punto final de un proceso enderezado hacia el progreso. Como si a partir de entonces, Tomás Gutiérrez Alea llegara a la conclusión de que no existiera la objetividad del peligro independientemente de su percepción cultural. Y por lo tanto, que el trazado de los márgenes revolucionarios no debían ser fines en sí mismos, sino que requerían de la interpretación de los personajes reales de la vida diaria que suplantaban a las figuras fundadas en la leyenda revolucionaria.
Tomás Gutiérrez Alea nos lleva con sus películas de la alegre confianza revolucionaria a la triste desesperanza. Quizá la mutación en su pensamiento, podemos simplificarlo atendiendo a dos películas emblemáticas que se asemejan en sus búsquedas: La muerte de un burócrata (1966) y Guantanamera (1995). Entre 1966, cuando dirige La muerte de un burócrata, y 1995 cuando firma Guantanamera han pasado treinta años y como espectadores de su cine habremos culminado ese periplo. En 1966 la revolución está bien orientada, pero hay que depurar errores y superar obstáculos (la burocracia y los burócratas, singularmente). Tres décadas después, los burócratas mandan con poder absoluto y no llegamos a saber si son estúpidos o sencillamente creen que los demás lo son. Juanchín, el personaje central del film de 1966, un buen hombre, un buen compañero, enloquece en su descenso a los infiernos burocráticos; pero como espectadores quedamos persuadidos de que se trata de un accidente que la Revolución, con mayúscula, sabrá corregir. Ahora bien, si Juanchín parece víctima de un vicio heredado del antiguo régimen, el personaje de Adolfo en Guantanamera representa la degeneración de la nueva autoridad. En los noventa los burócratas son, lisa y llanamente, funcionarios de pocas luces o pícaros injertados con habilidad en la nueva realidad revolucionaria. A diferencia de los percances a los que se enfrenta Juanchín en los años sesenta, el hombre de partido que significa Adolfo, es un canalla. Es una mala persona, que no vacila ante nada en su deseo de volver a medrar en el organigrama burocrático del régimen. Podemos preguntarnos si, casi cuatro décadas después de 1959, el personaje de Adolfo encarna alguno de los valores de aquel hombre nuevo que debía venir de la mano de la Revolución. Ahora el espectador ya no puede creer que Adolfo con sus alucinaciones de administrador ejemplar sea un mero accidente dentro de la Revolución.
Ya lo hemos dicho más arriba: no es fácil acercarse a la comprensión de un fenómeno complejo de medio siglo de duración, y hay que mirarlo de frente. Cuba y su revolución sigue despertando pasiones. No es lo mismo acercarse al análisis de la historia reciente de Cuba desde realidades sociales propias del primer mundo, que hacerlo desde las que son propias del tercero o del cuarto. A Cuba hay que verla en su contexto, que es el Caribe primero y América Latina después. Esa realidad social, en la que no podemos encontrar meninos da rua, niños mal nutridos vagando por las calles, esa socialización de la pobreza, sigue contando con adeptos en todas partes. En el Primer mundo por razones que emparentan la ética con la hipocresía; en el Tercero porque desde las favelas, las villas miseria, los ranchitos, los tugurios o los poblados jóvenes, el igualitarismo cubano resulta atractivo. Desde Haití, Honduras o Nicaragua, por ejemplo, millones de personas quisieran tener las cartillas de racionamiento, la escuela y la atención sanitaria cubana.
Pero los revolucionarios de 1959 y quienes los apoyaron y vitorearon no se esforzaron para ser la envidia de los vecinos más pobres del Caribe o de Centroamérica. Independientemente del contexto que utilicemos como referencia, ya sea el Caribe, América Latina o el mundo, Cuba y los cubanos, en su conjunto, viven peor que hace cincuenta años. No es sencillo obtener estadísticas económicas sobre Cuba. Ni en la Comisión Económica para América Latina de las Naciones Unidas, ni en el Banco Mundial, ni en el Fondo Monetario Internacional, ni en el Banco Interamericano de Desarrollo es fácil obtener datos sobre Cuba; y, más todavía, cuando existen, estos no resultan homologables ni comparables excepto para los muy expertos. No obstante, más adelante ofreceremos datos absolutos y relativos en sustento de esta idea del empeoramiento de las condiciones de vida material de los cubanos. La idea central, en síntesis, la que resulta difícilmente discutible, es que, cincuenta años después, el sistema económico cubano, tal y como lo conocemos, es inviable.
Pero siendo indiscutiblemente esenciales, las condiciones de vida no se limitan sólo a las condiciones materiales. Los motivos de preocupación de Amnistía Internacional son los nuestros, y quedan definidos en su último informe[1] en relación con los presos y presas de conciencia; la limitación del derecho a la libertad de expresión, asociación y circulación; las detenciones arbitrarias; las detenciones sin cargos ni juicio; los juicios sin las debidas garantías; el hostigamiento y la intimidación a disidentes y críticos; la pena de muerte; las trabas a las tareas de observación de la situación de los derechos humanos; y las consecuencias del embargo impuesto por Estados Unidos que, según UNICEF, ha reducido la disponibilidad de medicamentos y material médico básico. En cualquier caso, un ideal social donde debe primar la convivencia democrática. Bien se sabe, el Estado de derecho, la separación de poderes, las elecciones por un período de tiempo limitado y la independencia de los medios de comunicación, por encima de cualquier sobredosis de ideología o retórica populista.
El cine de Tomás Gutiérrez Alea nos permite acercarnos a la comprensión de esta realidad tan poliédrica. Con un buen análisis de las películas realizadas durante las cuatro décadas de revolución que vivió el director, podemos entender mejor lo que ha pasado después de su muerte; podemos entender mejor el presente, la coyuntura actual del régimen cubano. Gracias a la enorme agudeza analítica y discursiva de sus películas hemos podido mirar de frente, tutear, a ese fenómeno histórico apasionante que es la Revolución cubana.
[1] Cuarto periodo de sesiones del Grupo de Trabajo del Consejo de Derechos Humanos de la ONU sobre el Mecanismo de Examen Periódico Universal, febrero de 2009.
CAPÍTULO 1
LOS HISTORIADORES Y EL CINE, O CÓMO Y DESDE DÓNDE NOS ACERCAMOS A TOMÁS GUTIÉRREZ ALEA
Vivimos inmersos en un mundo de imágenes en el que la palabra, la transmisión oral del conocimiento, parece haber perdido fuerza si no la acompañamos de imágenes. No son sólo los informativos de televisión los que han de ser respaldados por las imágenes; son las conferencias académicas, incluso las clases clásicas de nuestras facultades, las llamadas con demasiada ligereza magistrales, las que se han de reforzar con diapositivas de textos, mapas, cuadros, fotografías, incluso filmaciones en vídeo. Y ello responde no sólo a una moda más o menos caprichosa, sino que obedece a una lógica incontestable: nuestro mundo es un mundo de palabras e imágenes y, por tanto, al apoyarnos en unas y otras damos a nuestro discurso solidez y, además, lo hacemos más inteligible, más didáctico.
Entre los profesionales de la historia parece que no hay dudas al respecto de la bondad de la incorporación del cine en los dos planos principales de su quehacer: la investigación y la enseñanza de la historia[2].
Existe consenso respecto a la idea de que los documentos en soporte de vídeo (dsv en adelante) son la principal fuente de conocimiento histórico de la mayor parte de los ciudadanos de las sociedades occidentales. Unos dsv, ya sea cine de ficción ya sea cine documental, que reciben tanto desde las pantallas cinematográficas como desde la televisión y, de forma creciente, a través de internet.
Así como no parece haber demasiadas discrepancias respecto a la bondad didáctica del binomio cine e historia, la integración de los DSV en el proceso de construcción del discurso histórico no está exenta de polémica. Se trata de una polémica cuyos polos extremos son defendidos desde antagónicas tribunas: una, la primera, la de que es una fuente que permite una Historia «distinta y mejor»; otra, la segunda, la de que al cine no se le puede conceder el estatus de fuente histórica, de materia prima para el historiador. En buena medida este debate relativamente estéril, en el cual no entraremos sino de forma muy tangencial[3], recuerda el que en su día se produjo en cuanto a la utilización de las fuentes orales.
Existe, se decía, una historia oral que es, por definición, más democrática y mejor que la que se elabora siguiendo patrones ortodoxos en las distintas universidades y centros de investigación oficiales. Nuestra posición sobre el cine como fuente coincide con la que en su día defendimos respecto a la llamada historia oral: no hay tal, sino historia elaborada con fuentes orales, es decir con documentos recogidos oralmente. Para nosotros los testimonios de los informantes son documentos para el historiador; materia prima, no producto elaborado. Una documentación con la que es necesario ser tan cautelosos y críticos como con cualquier otra fuente primaria, ya sea archivística, hemerográfica o de cualquier otra índole[4].
Es conveniente que recordemos muy brevemente algunas de las dificultades inherentes al propio contenido y características esenciales de la disciplina histórica. La primera de ellas deriva de su propia acepción, poseedora de un doble significado[5]: la palabra «historia» designa no sólo los acontecimientos narrados, sino los acontecimientos mismos[6] —o, como dijera Vilar alertándonos de la confusión en la práctica de ambas realidades—, «el conocimiento de una materia y la materia de este conocimiento»[7]. De forma similar, Helge Kragh denominó H1 a los fenómenos o acontecimientos concretos que se produjeron en el pasado, para designar como H2 al análisis de la realidad histórica, esto es a la investigación histórica y sus resultados (el objeto de H2 es por tanto H1), advirtiéndonos de que nuestro conocimiento de lo ocurrido en el pasado se limita a la interpretación teórica que realizamos de este[8].
Recordemos también telegráficamente que a raíz de la influencia innegable que supuso la renovación epistemológica y metodológica de Annales, los profesionales de la Historia hemos dedicado enormes esfuerzos en las últimas décadas a incorporar lo que en un principio se denominó «nuevas fuentes»[9], como las orales, las materiales, la fotografía y, más recientemente, la literatura o el cine[10].
Los primeros años de la década de los sesenta marcaron los inicios de la utilización de las películas como fuente documental, lo que permitía acercarse al análisis de la sociedad desde una perspectiva nueva, una idea que sin embargo no fue bien acogida en los medios universitarios. Braudel y Renouvin, por ejemplo, desaconsejaron a Marc Ferro —pionero en la utilización del cine como fuente de la historia y como medio didáctico— avanzar por aquella vía. Hoy, como ya hemos dicho, el cine es prácticamente una referencia obligada de los historiadores.
En esta década inicial de siglo vivimos el triunfo de la imagen, pero ésta tiene también su cara negativa: la imagen está bajo sospecha; cuanto menos la de la manipulación. No obstante, la televisión, que en los años cincuenta concitaba el desprecio de las elites y de los dirigentes, como antes había ocurrido con el cine, se ha convertido en el principal vehículo de transmisión de ideas políticas y culturales (las imágenes penetran en el ámbito doméstico y ejercen una enorme influencia sobre las ideas, las opiniones y las costumbres). Hoy día, como dice Ferro, la televisión ha vampirizado al cine; pero, junto a él, constituye una pareja de siameses que no pueden vivir el uno sin el otro: «El cine no podría existir sin la ayuda de la televisión, y la televisión sin películas perdería el favor del público»[11].
Nuestras consideraciones en torno al cine son igualmente extensivas a los documentales elaborados generalmente por profesionales de la información y destinados de forma casi exclusiva a la televisión. Coincidimos en este sentido con David Vásquez[12] en la importancia que posee este material —el documento en soporte de vídeo (DSV), tanto cine de ficción como documentales— como eje que nos permite, adentrándonos en la memoria visual de nuestro siglo, un mejor conocimiento de nuestra historia contemporánea: en su calidad de producto cultural inmerso en un contexto histórico es sin duda un espejo en el que se reflejan las obsesiones, miedos y estados de ánimo de una sociedad.
En la aproximación a los DSV podemos diferenciar, no obstante, como mínimo, cuatro planos que constituyen otras tantas perspectivas de abordaje y análisis: a) el relativo a la historia del cine (su evolución, avances, técnicas, etc.); b) el de la historia de la utilización del cine (como transmisor de ideología, como fuente en el análisis de la sociedad en la que se han producido uno o varios filmes, etc.); c) el de la utilización del cine como fuente por el historiador; y, finalmente, d) el de la utilización del cine como material didáctico en la enseñanza de la historia. Nos interesan, fundamentalmente, los tres últimos.
Por cuanto hace a la historia de la utilización del cine, es ésta una cuestión que conecta directamente con el uso de la imagen con una intención ideológica, tendencia que ha sido prácticamente una constante histórica. Desde los primeros documentales sobre la Primera Guerra Mundial a las superproducciones del Hollywood de la época de McCarthy o a los productos recientes de las grandes multinacionales de la época actual, ha existido una clara intencionalidad de aleccionar, controlar y conducir a la opinión pública en un sentido coincidente con el discurso dominante. Obviamente el cine, o los DSV, han sido abundantemente utilizados como propaganda más o menos explícita, más o menos sutil. En esta línea, un caso de implicaciones estrictamente nacionales en clave latinoamericana puede ser el de la llamada «teoría de los dos demonios» de Mario Ranalleti[13], que estaría en la base de la inducción al olvido, un proceso que se ha visto favorecido en las pantallas, cuyas historias han cristalizado ese deseo de no remover el pasado reciente, con el objetivo de avanzar en el establecimiento de la concordia social. El grupo de dsv que cabría incluir dentro de las tesis de Ranalletti son aquellos en los que, según sus propias palabras, no se logra trascender el marco víctimas–victimarios, ya que el cine que se elabora en la Argentina a partir de 1983 y durante varios años focaliza mayoritariamente su atención en «represores y reprimidos, en torturadores y torturados, evitando un acercamiento a la génesis de los conflictos que se muestran»[14].
Llegamos así al tercero de los planos de nuestro análisis, el que atiende a la utilización del cine como fuente por el historiador, una cuestión en cuyo epicentro bulle el debate existente entre aquellos que son partidarios de concederle a aquel el estatus de fuente histórica y los que, desde posiciones antagónicas, se niegan a hacerlo. Al tiempo, la investigación suscita otras cuestiones adicionales de cierta importancia, como la que nos llevaría a diferenciar, con base en el tema abordado, un mínimo de tres categorías entre los DSV[15]:
1) El primer grupo lo constituirían aquellos DSV que no aportan gran cosa como producto desde la perspectiva del historiador, pero son útiles para el análisis de las sociedades en las que han sido producidos. Una película comercial que fue un éxito de crítica y de público, que obtuvo incluso un Óscar de Hollywood, La historia oficial, es un buen ejemplo de aquellos dsv que nos dicen más de la sociedad que la ha producido que, aún con su interés, del tema central del film (recordemos la crítica de Ranalletti): la represión durante la época del proceso en Argentina, la dictadura militar de 1976-1983. La cinta nos dice mucho sobre la angustia, el miedo, la mentira, el dolor y, también, una cierta esperanza que permeabiliza la sociedad argentina después de la todavía tierna recuperación democrática abierta por el gobierno de Raúl Alfonsín en 1983.
2) Encontramos, en segundo lugar, los DSV que abordan un hecho o proceso histórico desde una perspectiva y con un calado que ofrece interés para el historiador, pero no sirven de gran cosa para el análisis de la sociedad en la que han sido creados. En esta línea, el film francés État de siège (Estado de sitio), de C. Costa Gravas, estrenado en 1973, está basado en la historia real de Dan Mitrione, un agente de la CIA secuestrado durante la primera semana del mes de agosto de 1970, junto con el cónsul brasileño, en Montevideo. Es una película de ficción muy interesante para el historiador que, sin embargo, no nos sirve en absoluto para mejorar nuestros conocimientos sobre la sociedad francesa de la época.
3) Más provechosos son, en nuestra línea de análisis, los DSV comprendidos en una tercera categoría, aquellos que sirven para el análisis del hecho o del proceso histórico sobre el que versan y son al tiempo muy interesantes como documentos de la sociedad originaria, en la que la trama se encuadra. Pensemos en un documental comercial como La batalla de Chile, de Patricio Guzmán. Se trata de un film-documento rodado durante los años del gobierno de Salvador Allende, claramente alineado con las propuestas políticas de la Unidad Popular. Estaríamos así ante un dsv que ofrece la tercera de las posibilidades a las que nos hemos referido anteriormente: nos permite profundizar en el análisis y la comprensión del Chile del periodo 1970-1973, tanto por el interés de las imágenes (auténticos documentos filmados), como por el discurso de la voz en off, claramente identificado con la experiencia política de la UP y radicalmente enfrentado a aquellos grupos políticos y ciudadanos que, el 11 de septiembre de 1973, propiciarían y/o apoyarían el golpe militar.
Volvamos, pues, al tema central de la cuestión abordada, el del estatuto que le asignamos a los DSV: fuente histórica o no. Quienes niegan desde posiciones más que respetables que los DSV merezcan la consideración de fuente (las descalificaciones basadas en criterios positivistas, que se agotan en la exclusividad de los archivos como proveedores de primera materia para el historiador, o las que son producto de las concepciones exclusivamente corporativistas de los historiadores, no nos interesan), argumentan fundamentalmente en un doble plano. En primer lugar, tropezamos con una crítica que, en la línea que enunciara en la década de los treinta el historiador norteamericano Louis Gottschalk en su queja remitida a la Metro Goldwyn Mayer, entiende que los cineastas distorsionan, trivializan, olvidan y desprecian no sólo la historiografía, la H2 de Kragh, cuando les conviene —casi siempre—, sino que han alcanzado a la propia H1, que se ha visto así afectada por aquella línea de actuación. La anécdota de Gottschalk, referida por Rosenstone, es aún más jugosa: se quejaba el profesor norteamericano en 1935 y, al tiempo, exigía que ningún film histórico fuera exhibido sin haber obtenido el visto bueno de un «historiador de valía»[16]. El episodio, sabroso como pocos sobre la materia, no autoriza, sin embargo, a Rosenstone a emitir un juicio de la rotundidad de aquel en el que afirma: «Seamos francos y admitámoslo: los films históricos molestan y preocupan a los historiadores profesionales». Entendemos que «molestan y preocupan» tan sólo en la medida que se nos quieran presentar como «realidad histórica», en un plano de igualdad con el discurso interpretativo y abierto a la disensión y a la crítica que es propio del historiador.
Muy relacionado con este primer plano al que nos hemos referido, está el segundo al que aludíamos, el de la necesidad que el historiador tiene de establecer una nítida separación entre ficción y realidad. Vayamos, sin embargo, por partes.
Claro que los cineastas, los hombres y las mujeres del cine, trivializan e incluso deforman H2 y H1. Esa no es la cuestión central. El problema no es ni siquiera el que tengan el perfecto derecho de hacerlo (salvo que persigan como objetivo que el resultado de su trabajo se convierta en una tesis doctoral en un departamento universitario de historia). El asunto que debe preocuparnos es que, haciendo los cineastas su trabajo, ¿qué valor le concedemos nosotros? Un punto en el que volvemos a toparnos con el tema de la distancia que separa a la realidad de la ficción.
Superando posturas extremas, que se tornan por otro lado superficiales al ser esbozadas en cuatro pinceladas, lo importante es, a nuestro juicio, destacar dos cosas: la superación de la distancia entre realidad y ficción que subyace a estos planteamientos y, en segundo lugar, una toma de posición que nos remite a la concepción de Ferro o Rosenstone: la del cine como fuente de una supuesta Historia (H2) superadora de la llamada «Historia oficial», en el supuesto de que esta exista. Déjesenos aclarar que por Historia oficial se entiende aquella especie de doctrina histórica explicativa que ha sido bendecida por la Academia y que cuenta con el visto bueno del Poder, con mayúscula[17]. En nuestra opinión en las sociedades democráticas, y tanto más en sus universidades, no existe tal cosa.
Como escribimos en su momento[18], supuestamente, la utilización de estas nuevas fuentes (orales, materiales) permite, según algunos especialistas (Marc Ferro, Paul Thompson), escribir otra historia que presuntamente es más limpia, más benéfica, menos interesada, menos falseadora que la que se supone es la Historia oficial. Robert Rosenstone ha sintetizado, entendemos, la base de la que arranca nuestra argumentación:
La larga tradición oral nos ha proporcionado una relación poética con el mundo y con el pasado, mientras que la historia escrita, especialmente la de los dos últimos siglos, ha creado un mundo lineal, científico, utilizando la letra impresa. El cine cambia las reglas del juego histórico al señalar sus propias certezas y verdades; verdades que nacen de una realidad visual y auditiva que es imposible capturar mediante palabras. Esta nueva historia en imágenes es, potencialmente, mucho más compleja que cualquier texto escrito, ya que en la pantalla pueden aparecer diversos elementos, incluso, textos. Elementos que se apoyan o se oponen entre ellos para conseguir una sensación y un alcance tan diferente al de la historia escrita como lo fue el de esta respecto a la historia oral[19].
Se parte de la base de que existe un discurso emanado desde el poder, favorecedor de los intereses dominantes, apoyado y refrendado desde las instancias, llamémosles, oficiales. Pudiera interpretarse que aquellos historiadores que no utilizamos este tipo de fuentes en sintonía con los autores referidos somos, cuando menos, cómplices más o menos conscientes de la manipulación más grosera de la Historia (H1) en beneficio del Poder. Discrepamos de esta concepción, y entendemos que la calidad de la investigación histórica no está predeterminada, ni favorable ni desfavorablemente, por la tipología de las fuentes utilizadas por el historiador. Si la pregunta es: al utilizar estas fuentes, ¿hacemos una historia distinta a la que realizan los historiadores que centran sus estudios en las fuentes tradicionales, archivísticas y hemerográficas?, nuestra respuesta es simple: una historia distinta sí, pero no por definición mejor que la que realizan aquellos.