Ateos y creyentes

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Ateos y creyentes
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PRÓLOGO

Cuando Jesús Martínez Gordo me pidió que escribiera un prólogo para su libro Ateos y creyentes. Qué decimos cuando decimos «Dios», pensé que no era la persona apropiada. Hoy, después de leerlo, sigo pensando que otros con una cualificación más alta que la mía para abordar estos temas serían más adecuados. Sin embargo, al decidir redactarlo, he tenido la oportunidad de comprobar que el texto engancha. Aunque requiere una lectura lenta y pausada, no pude parar hasta finalizarlo. La introducción puede resultar un tanto ardua, pero, debido a que es muy corta y a que el total merece la pena, recomiendo al lector que supere ese momento. El autor, con un lenguaje directo y una estructura original de párrafos cortos, consigue atraer al lector a realizar una inmersión en el libro. A esto hay que añadir que los contenidos aparecen resaltados con títulos muy atractivos. Por ejemplo: «La muerte de Dios por “las mil cualificaciones”»; «El ala izquierda y el ala derecha de Oxford»; «Algo o alguien se transparenta ahí»; «Se esperaba el Reino y vino la Iglesia»; «La religión alternativa: el género humano», etc. También se debe reseñar que no es un texto escrito en el marco de la Iglesia católica. Solo al final aparecen unas pinceladas particularizadas para ese marco. En el libro se analizan, con carácter general, los puntos de vista de deístas, teístas y «nuevos ateos». Un análisis que se apoya en las evidencias antropológicas y en los conocimientos asociados a los desarrollos científicos actuales, fundamentalmente los cosmológicos.

El volumen está estructurado en dos partes. El eje central de la primera es Dios y las evidencias científico-empíricas. El autor, utilizando argumentos basados en los conocimientos de la ciencia actual, analiza la solidez de los diferentes posicionamientos (ateos, agnósticos, deístas, teístas, etc.) que aparecen en la bibliografía actual. Así, utilizando como base fundamental la cosmología, se realizan, en unos casos, análisis y, en otros, una fundamentada crítica de los filósofos y científicos que actualmente mantienen diferentes posturas ante «lo que decimos cuando decimos “Dios”». El estudio conduce a una primera conclusión: constatar formalmente que la idea de Dios contiene, en sí misma y a la luz de la ciencia, una mayor racionalidad que otras alternativas. En este punto es interesante reseñar que la abundante bibliografía utilizada por el autor da una idea del interés del tema a escala nacional e internacional. Un claro ejemplo fue el debate que, en torno a este tema, se mantuvo vivo durante bastante tiempo en la Universidad de Oxford.

Especial interés presenta el análisis de algunas de las inconsistencias que muestran en sus desarrollos conceptuales los llamados «nuevos ateos» cuando utilizan, con un débil rigor, conocimientos científicos actuales. Por ejemplo, cuando llegan a decir que la ciencia no solo investiga «cómo son las cosas», sino que llega a contemplar «por qué son así». La carencia de una respuesta racional a la segunda de las cuestiones la analiza el autor con todo detalle, con argumentos propios junto con opiniones y reflexiones de otros. Entre ellos, por el número de veces que lo cita, destaca F. Collins, el director del Proyecto Internacional del Genoma Humano. Aquí, como demostración de la solidez y alcance de la argumentación del autor, me permito complementar una de sus referencias a Stephen Hawking. En relación con «el cómo y el porqué», S. Hawking sostuvo que la ciencia respondía también al porqué. Pero es precisamente esta afirmación la que le llevó a escribir: «Un Dios creador no tuvo más remedio que hacer lo que vemos». Esta afirmación puede ser entendida utilizando la existencia de unas leyes generales y de valor fijo e inmutable de las constantes físicas universales que el autor menciona para contestar a la pregunta de cómo son las cosas. A partir de aquí deduce la cualidad de un Dios creador. Es precisamente esa cualidad la que explica la frase de S. Hawking, que, evidentemente, es una consecuencia de que la ciencia no puede dar respuesta al porqué.

Al final del capítulo aparece el hombre. De nuevo la existencia de las leyes generales y las constantes universales le permiten explicar, después de un largo viaje de 15.000 millones de años, cómo se llega al ser humano. Este ejemplo sirve para confirmar que el libro da respuesta a muchas más cuestiones que las que pueden aparecer en un corto prólogo. Como conclusión se puede decir: el capítulo ofrece un análisis, muy bien argumentado, dirigido a demostrar la existencia de racionalidad en lo que decimos cuando decimos «Dios». Una racionalidad que el autor muestra más contundente que la que se deriva de las argumentaciones de los llamados «nuevos ateos».

En el segundo capítulo, Jesús Martínez Gordo trata la idea de Dios a partir de las pruebas o evidencias antropológicas. Aquí, de nuevo, el marco de referencia es general. Sin embargo, en un determinado momento, entre otras cosas utiliza referencias propias sobre dos viejos debates: el que se da entre el llamado «nuevo ateísmo» y la teología «católica», y el que se plantea entre lo que se podría llamar la dogmática atea y la dogmática católica. Hay que destacar que el texto se encuentra lleno de discusiones y análisis muy ricos en contenido y profundidad. Por ejemplo, el de la confusión entre «describir» y «explicar».

El capítulo, que dividiremos en cuatro partes, se inicia con referencias a las publicaciones de algunos «nuevos ateos», así como con diálogos mantenidos con varios de ellos. Es evidente que lo primero que se necesitaba era explicar qué se entiende por «nuevos ateos». Lo hace sintéticamente en cinco concisos apartados, pero aclarando en cada uno cómo se entienden los conceptos que pueden inducir, por lo menos, a confusión. Por ejemplo, lo que se entendía y se había de entender por «revelación». En este caso, con referencias a dos clásicos en el tema, aunque separados más de treinta años: J. Ratzinger (antes de ser Benedicto XVI) y el teólogo español A. Torres Queiruga. Un segundo ejemplo hace referencia a la existencia de una cierta incoherencia en el pensamiento de los «nuevos ateos» cuando se confronta con el contenido del principio de verificación. Es precisamente esta incoherencia la que cuestiona la autoridad que dicen poseer para mantener sus criterios de veracidad y racionalidad. Aquí creo que sería muy interesante que Jesús Martínez Gordo, en un segundo libro que parece tiene intención de escribir, reflexione sobre la posibilidad de relacionar este punto con el teorema de Gödel. Como se desprende de estas líneas, el teólogo sigue analizando con detalle los diferentes conceptos que aparecen en el pensamiento de los «nuevos ateos».

En un segundo apartado de este capítulo, el autor analiza la consistencia del ateísmo antropológico partiendo, como es natural, de L. Feuerbach. Es decir, de la idea de que «Dios es el ser humano que nos gustaría ser y no podemos ser». Aquí, de forma más sistemática que en el apartado anterior, analiza varios puntos clave: el principio materialista, algo que es clásico en los nuevos ateos: Dios es una ilusión, una farsa, «nada»; la sabiduría de Dios, de nuevo calificada de ilusión, farsa, etc.; la justicia; las diferentes percepciones de los «nuevos ateos», los deístas y los teístas sobre la eternidad. En esta parte entra con profundidad en el meollo de la alternativa antropológica.

En el tercer capítulo desciende a un ámbito más cercano. Lo cercano hace referencia al creyente, practicante o no, al agnóstico e incluso a los que se denominan a sí mismos ateos, pero su ateísmo no está apoyado en argumentos propios ni es reflexionado a partir de lo que han escrito otros. En esta sección del libro, particularizando en algunos casos la argumentación en el marco de la teología y espiritualidad católicas, presenta de forma brillante interesantes reflexiones sobre diferentes tópicos. Por ejemplo, el deseo y los pobres, religión y revelación, etc. En la última parte de este segundo capítulo, de una importante e interesante riqueza intelectual, Jesús Martínez Gordo introduce lo que llama pruebas o evidencias. Por ejemplo, la que hace referencia a la naturaleza del ser humano y a la antropología filosófica como una superación de lo anterior.

En definitiva. El lector tiene entre sus manos un ensayo que, con los argumentos que permiten los conocimientos actuales, responde a lo que decimos cuando decimos «Dios». El lenguaje directo que emplea le permite, en un texto relativamente corto, responder ampliamente a esta cuestión. En conclusión, incluso por los que tengan un interés relativo por el tema, el libro merece ser leído. A unos, estén o no de acuerdo con las argumentaciones, estoy seguro de que les producirá satisfacción intelectual. A otros, los que desde diferentes posicionamientos respecto a la idea de Dios buscan respuestas, el libro les ayudará a encontrarlas.


MANUEL TELLO

catedrático emérito de Física de Materia Condensada

Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea

(UPV/EHU)

PRESENTACIÓN

LA MAYOR CONSISTENCIA RACIONAL
DE LA EXPLICACIÓN CREYENTE

A lo largo de los últimos años han sido bastantes las personas que me han invitado a escribir sobre las transparencias y anticipaciones seculares en las que es perceptible lo que decimos cuando decimos «Dios». Entendían que en ello estaba en juego algo tan importante como la consistencia racional de la fe y de la teología. Es cierto que tampoco han faltado otras que me han manifestado su escepticismo al respecto. E incluso quienes me han dicho –amigablemente, por supuesto– que se trataba de un proyecto ingenuo e inútil, habida cuenta de la potencia argumentativa que presenta el ateísmo en las sociedades más desarrolladas y del espléndido futuro que, según sus pronósticos, le aguarda. Son ellos a quienes –con nombres y rostros y tras largos e intensos diálogos e incluso amistad compartida desde la infancia– he tenido delante, y de manera preferente, escribiendo el presente libro. Se puede decir que, en alguna medida, son los «responsables» indirectos de estas líneas. Indirectos porque, como es evidente, el primer y único responsable de lo aquí escrito soy yo y nadie más que yo.

 

Pero tengo que manifestar que, junto a los diálogos mantenidos y a las sugerencias recibidas, existe también una inquietud personal que atraviesa de principio a fin todas y cada una de estas páginas: entiendo que ha llegado la hora de prestar atención de nuevo a la consistencia racional de la idea de Dios a partir de las pruebas científico-empíricas que se vienen alcanzando desde hace años, concretamente en la cosmología, en la biología y en la antropología modernas. Y creo que es algo que se puede hacer sin renunciar al imaginario –en mi caso, cristiano– de un Dios amor y justicia que, transparentándose en tantos millones de crucificados de todos los tiempos, es perceptible a la vez como belleza, atrayente y fascinante por sí misma.

Además, creo que he de hacerlo dialogando con los llamados «nuevos ateos», es decir, con aquellas personas que cuestionan en la actualidad la solidez argumentativa y la verdad de lo que decimos cuando decimos «Dios» tanto a la luz de las evidencias científico-empíricas como de las conclusiones a que están llegando la antropología y la filosofía modernas, e incluso apoyados en algunas aportaciones teológicas y exegéticas de los últimos decenios.

Pero pienso, además, que he de andar este camino acompañado de los que me atrevo a llamar los «nuevos creyentes»; y, en concreto, de tres personas que, habiendo sido ateas, han descubierto que las explicaciones deísta o teísta son mucho más consistentes que la increyente, en la que se habían mantenido hasta entonces y que incluso alguna de ellas había liderado durante buena parte de la segunda mitad del siglo XX 1. Aunque los elegidos han sido Antony Flew, Francis S. Collins y Clive Staples Lewis, bien podrían haber sido otros. En la confrontación autocrítica que mantienen consigo mismos y crítica con sus excompañeros ateos se aprecia, más allá de que se puedan aceptar o no sus argumentos, una admirable frescura y libertad de pensamiento que agradezco.

Comparto con ellos que la explicación creyente es mucho más sólida racionalmente que la increyente a partir de las pruebas alcanzadas por la astrofísica, la protobiología y la antropología contemporáneas. Si es cierto que estas han venido siendo para los ateos, tipificados como «científico-empíricos», señales inequívocas en apoyo de su cosmovisión increyente, también lo es que son signos o «murmullos» (E. Hillesum 2) en los que se transparenta aquello a lo que nos referimos los creyentes cuando decimos «Dios». Y también estoy de acuerdo con ellos en que nos hemos adentrado en una época en la que conviene recuperar el debate –para nada nuevo u original, aunque necesario– sobre la mayor firmeza racional de estas diferenciadas interpretaciones.

Pero, antes de adentrarme en el diálogo, hay algunas consideraciones previas que me parece oportuno resaltar.

La primera, para recordar que todos podemos entrar en este debate, ya que la cuestión que se plantea no es de orden científico-empírico, sino explicativo: discernir la mayor o menor fortaleza racional de las distintas interpretaciones a las que dan pie dichas pruebas. Para esto no es necesario ser un especialista en astronomía, en biología o en antropología, sino tener un conocimiento suficiente de los resultados que se van alcanzando y, por supuesto, de las diferentes explicaciones (ateológicas o teológicas) a las que dan pie, con el fin de evaluar la mayor o menor fuerza racional de todas y cada una de ellas. Por eso, el lector se encontrará con expresiones tales como «científico-filósofo» o «cosmólogo-filósofo» y «biólogo-filósofo», e incluso «científico-ateo» o «nuevos creyentes». Con ellas quiero indicar que en este debate también intervienen, aportando sus explicaciones filosóficas, teológicas o ateológicas, muchos astrofísicos, astrónomos, biólogos, protobiólogos, antropólogos, zoólogos o científicos del comportamiento social. Y que la fortaleza de sus respectivas interpretaciones no descansa en el reconocimiento de sus aportaciones científico-empíricas, sino en la mayor o menor consistencia racional que presentan, sean deístas, teístas o ateas. Este es el criterio que, fijando los términos del diálogo, lo abre a todo aquel que, sin ser investigador, esté interesado en él.

La segunda consideración, para estar muy atentos a la riqueza y novedad que presenta entre los nuevos creyentes lo que estos entienden por Dios. Y, con ellos, entre muchos deístas o teístas que vienen abriendo, desde hace años, la idea de Dios a nuevos horizontes. Entiendo que tales aportaciones son perfectamente articulables con otras más tradicionales, sean de orden sacramental, escriturístico o magisterial, que, definitivas en su tiempo, requieren ser repensadas y reformuladas en el nuestro. Actualmente no se puede hablar de aquello a lo que nos referimos cuando decimos «Dios» sin tener presentes estas explicaciones.

La tercera, para aclarar que no abordo la cuestión del agnosticismo con sus legítimas y necesarias diferencias: el metodológico, el ateo y también el creyente y teológico. Creo que es una importante cuestión que hay que abordar con mayor detenimiento en el momento en que se trate la explicación que defiende, como argumentadamente incuestionable, la absolutez de la finitud y de nada más que la finitud y la crítica a la que queda sometida tal interpretación, entre otros, por parte de los pensadores a quienes me he atrevido a denominar «agnósticos trágicos» y, a veces, «nihilistas trágicos».

La cuarta consideración, para constatar el extrañamiento y marginación del hecho religioso, de las distintas explicaciones, del diálogo interreligioso y de los debates entre ciencia y fe por una parte de la universidad española, a diferencia del espacio institucional que tienen asignado en la cultura anglosajona. Entre nosotros es muy frecuente que, al no ser considerados temas dignos de ser estudiados por sí mismos o de manera interdisciplinar, acaben sometidos al criterio de las filias o fobias que vierte el catedrático o el profesor de turno. Sobran ejemplos sobre algunos de los comentarios formulados al respecto, llamativos, además, por su falta de rigor y solidez racional. Quizá algunas universidades, recelando de la carga confesional que pudiera presentar esta materia, hayan preferido desecharla, a la espera de mejores tiempos, que con frecuencia suele ser la manera políticamente correcta de decir «nunca». Pero también es probable que el apartamiento de este saber y de su correspondiente institucionalización académica obedezca, en otras, únicamente a una laicidad excluyente y ciega, dispuesta a renunciar, sin reparo alguno, a lo que es más propio de la universitas: la investigación racional en libertad de todo y, en este caso, del hecho religioso en sí y de las diferentes explicaciones o cosmovisiones en las que se visualizan. Dando por normal –y hasta es posible que como progresista– semejante política, renuncian a investigar un fenómeno que, omnipresente, ha marcado –y sigue marcando, para bien o para mal– la historia de la humanidad.

Hay una quinta consideración que también entiendo necesaria. Hace tiempo que conozco a Manuel Tello, en la actualidad profesor emérito de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) tras haber sido catedrático de Física de Materia Condensada en dicha universidad. La vida ha permitido encontrarnos en diferentes ocasiones. La última ha sido la lectura de un artículo suyo en El Correo: «Los científicos y Dios» (15 de febrero de 2019), denunciando la ligereza y temeridad de quienes proclaman que «todos los científicos son ateos» y que «Dios no existe». «Un científico –indicaba Manuel Tello– hace un flaco servicio a la ciencia cuando, en nombre de esa ciencia, realiza afirmaciones falsas o sin rigor». «Afirmar que no existe –argumentaba– exige una demostración. ¿Conocen alguna demostración sobre la no existencia de Dios?». La lectura de este texto, las muchas conversaciones tenidas al respecto y su trabajo universitario explican que le haya invitado a redactar el prólogo de este libro. E igualmente que, habiéndolo leído, entienda su modestia, pero también que me vea obligado a indicar –como imprescindible contrapunto– los motivos de dicha invitación; además, por supuesto, de manifestarle mi agradecimiento.

Concluyo resaltando un último punto que, a pesar de no quedar enfatizado con la fuerza requerida a lo largo de esta publicación, es perceptible a medida que se avanza en el debate entre creyentes e increyentes: la sorprendente convergencia de razones a favor de la mayor solidez de la interpretación creyente. Hay algún autor que incluso la califica de «abrumadora».

1

EL RETO Y LA ANDADURA

Cuando, como es el caso, quiero saber qué decimos cuando decimos «Dios», puede que no esté de más recordar que me planteo la pregunta en plural, porque entiendo que no me encuentro solo en esta andadura. Y puede que tampoco lo esté contextualizar la razón de ser de esta iniciativa, probablemente sorprendente para quienes se mueven en el ámbito de un discurso teológico más ocupado en mostrar el rostro históricamente interpelante de Dios que en indagar, dialogando con una parte del ateísmo contemporáneo, su consistencia racional.


1. El reto de Paolo Flores d’Arcais


No hace mucho tiempo tuve la oportunidad de releer el debate que mantuvieron el entonces cardenal y prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger, pocos meses antes de que fuera elegido papa (Benedicto XVI, 2008-2013), y Paolo Flores d’Arcais (1944), conocido por su crítica contundente del pontificado de Juan Pablo II 1.

Para el filósofo italiano, a los creyentes y, concretamente, a los católicos actuales, no se les debilitaba ni cuarteaba criticándoles –como había sido común hacía ya unas cuantas décadas– por su ausencia de compromiso, por su falta de entrega generosa o por descuidar la transformación solidaria de este mundo. En lo que tocaba al «apoyo a los marginados, a los últimos, respecto al deber de la solidaridad», los creyentes –sostuvo– sacaban a los no creyentes bastantes puntos de ventaja. Y, probablemente, carecer de fe hacía «mucho más difícil la capacidad de renunciar al egoísmo, de sacrificarse por los demás». Eso no quería decir, matizó, que lo hiciera imposible 2.

Evidentemente, prosiguió, también se daba entrega y generosidad entre los ateos e increyentes; sobre todo en los momentos más trágicos de la historia de la humanidad. Pero era una entrega que, sin saber muy bien por qué, se mostraba intermitente cuando había que afrontar el compromiso –discreto y paciente– del día a día: «Ni que decir tiene –indicó– que tanto un laico como un ateo puede sacrificar su vida. No obstante –balbució–, tengo la impresión de que resulta más fácil…, o sea, más fácil…, menos difícil, sacrificarla en momentos excepcionales que hacer sacrificios menores, pero cotidianos (para quien no cree que para quien cree o, por lo menos, que para algunos que no creen)». En síntesis, concluyó este primer punto: «La piedra donde tropezar es para el ateo la incapacidad de caridad».

Sin embargo, pocas páginas antes sostenía que las llamadas «pruebas de la existencia de Dios» habían sido refutadas gracias a las objeciones planteadas con notable éxito por la tradición atea. En consecuencia, diagnosticaba, los cristianos y los teístas vivían en «una especie de desencanto interiorizado», ya que lo que decían cuando decían «Dios» era percibido en el fondo como falso o inconsistente. Como también lo eran las religiones. Sorprendentemente, proseguía, en vez de dedicarse a exponer las supuestas pruebas o evidencias racionales de la existencia de Dios, se limitaban a practicar el «deporte filosófico-teológico de masas de tiro al blanco […] contra la verdad, en la acepción empírico-científica del término». No se percataban de que, al proceder de esta manera, estaban reconociendo que lo suyo era, más bien, «consolar», «rescatar», «salvar» y satisfacer las necesidades de consumir sentido. Nada que ver con una explicación racional del cosmos, de la naturaleza, de la vida y de la existencia 3.

 

Más aún, muchos de ellos tenían dificultades para darse cuenta de que tampoco los ateos podían vivir sin fe. Sucedía que les bastaba con tenerla en la razón empírico-racional y en la libertad. Esta «fe», concluyó, nada tiene que ver con un Dios trascendente, manifiestamente inverificable; al contrario que el mar, las estrellas o las personas con las que vivimos y convivimos.

A fecha de hoy, considero esta observación de Paolo Flores d’Arcais más digna de ser tenida en cuenta que cuando la leí por primera vez. Cada día que pasa comparto con él que, a lo largo del siglo XX, fue incrementándose de manera notable la fuerza testimonial de los creyentes gracias a la asociación, recuperada tras siglo y medio de olvido, entre Dios y la bondad o la justicia. Eso me parece indudable o, al menos, difícilmente cuestionable.

Pero también lo es que se ha ido extendiendo una especie de descrédito racional –en nombre del saber científico-empírico– sobre el contenido asociado o referenciado a lo que decimos cuando decimos «Dios». Y, en consecuencia, se ha incrementado el número de personas –al menos en una significativa parte de la Europa occidental– para las que la asociación entre la divinidad y la bondad con justicia es percibida como algo admirable e incluso seductor, pero, a la vez, rancio y huidizo; incapaz de afrontar como es debido la fuerza veritativa del discurso ocupado en denunciar la falta de consistencia racional y la nula credibilidad de lo que se entiende por Dios.

No queda más remedio que tomar en serio esta cuestión, a no ser que se busque recluir el fundamento y objeto de lo que se dice cuando se dice «Dios» en el ámbito de lo privado, meramente subjetivo, o en el plácido –y crecientemente insignificante– discurso únicamente escriturístico y exegético o, en el mejor de los casos, en un comportamiento solidario, admirablemente moral e interpelante, pero, como sostiene el filósofo italiano, para nada racional o coherente con los avances científico-empíricos, con la antropología o la reflexión filosófica de calidad.

Esta es, por tanto, una tarea ineludible también para quienes nos movemos y sentimos más a gusto en el imaginario de un Dios amor, articulación a la vez de misericordia y justicia y asociado de manera preferente con los pobres; y que, a diferencia de los llamados nuevos ateos, hemos asumido –y comprobamos– la fuerza unificadora, la luz comprensiva y la racionalidad fraterna que arroja el principio teocognoscitivo según el cual «quien ama conoce a Dios y está en Dios» (1 Jn 4,8).


a) El ateísmo científico-empírico


Pero los hechos siguen siendo hechos. Y estos muestran que una parte notablemente creciente de nuestra sociedad tiene problemas con lo que entiende por Dios, no tanto por su incuestionable relación con la solidaridad o con la justicia social y redistributiva, sino también con la racionalidad de orden científico-empírico, antropológico y argumentativo o filosófico. Es lo que debo a Paolo Flores d’Arcais; y, con él, a otros nuevos ateos 4.

Ellos me recuerdan, además, la importancia de aceptar que el debate sobre lo que decimos cuando decimos «Dios» ha de afrontarse no solo partiendo de lo que se ha formulado y alcanzado en la fecunda y rica tradición cristiana o en las de otras religiones, o de lo que se percibe en la Escritura, sino teniendo muy presentes los interrogantes, dudas y explicaciones alternativas que plantearon los maestros de la sospecha y que sus herederos intelectuales, los llamados «nuevos ateos», siguen reformulando en la actualidad. Conozco excelentes aportaciones en diálogo con la primera generación de ateos modernos. Me cuesta más encontrar las formuladas desde la segunda, aunque existen. Y algunas de ellas muy buenas, pero escasas y poco difundidas.

Por tanto, aceptando el marco de juego racional y argumentativo –y, en este sentido, veritativo– en el que se desenvuelven, estoy con el filósofo italiano en que estos, los nuevos ateos, ya no tratan la cuestión de Dios tanto en términos de incoherencia ética o de insoportable complicidad con la injusticia social –la crítica de K. Marx–, sino, sobre todo, como un asunto que tiende a recluirse en el ámbito de la interpretación moral o de la entrega generosa, pero que no está debidamente contrastado con las aportaciones que se vienen alcanzando estos últimos decenios por la astrofísica (¿es Dios eterno o más bien lo es el mundo?), la protobiología (la vida, ¿creada por Dios o fruto del azar?) o la antropología filosófica (¿quién crea a quién? ¿Dios al ser humano o es al revés?).

Estas y otras cuestiones aletean sobre muchos cristianos en nuestros días, apoderándose de ellos; incluidos los que se comprometen en defensa de los parias de nuestros días y por un mundo no solo más justo y libre, sino también fraterno y solidario.

Por eso creo que ha llegado la hora de tener muy presente que las pruebas o evidencias científico-empíricas, las aportaciones antropológicas o las argumentaciones filosóficas en las que dicen apoyarse los nuevos ateos pueden ser percibidas también como señales, transparencias e indicios que fundan consistentemente una explicación alternativa, sea deísta o teísta. E incluso de hacerse eco de los discursos, particularmente de los ateos que se han pasado al deísmo o al teísmo convencidos de la mayor consistencia racional de las explicaciones creyentes que las de las ateas, y hasta antiteístas de corte científico-positivo en las que han militado hasta no hace mucho. Son referenciales al respecto, como he adelantado, Antony Flew (1923-2010), el padre de dicho ateísmo y del correspondiente antiteologismo durante el siglo XX y convertido, según algunos, al teísmo o, según otros –en mi opinión, más acertadamente– al deísmo. Y, junto a él, Francis S. Collins (1950), el genetista estadounidense, director del Instituto Nacional Estadounidense de Investigación del Genoma Humano, ateo hasta los 27 años y convertido a un Dios personal y amoroso e interesado por nosotros. Y, con ellos, Clive Staples Lewis (1898-1963), sin duda alguna un adelantado para su tiempo. Estos tres forman parte del colectivo que podría ser tipificado como el de los «nuevos creyentes».


b) El ateísmo antropológico


Pero otro tanto hay que sostener cuando se aborda la relación entre Dios y el deseo humano, que, desde el ateísmo antropológico de L. Feuerbach (1804-1872), ha desembocado en una dogmática atea, superadora, al decir de los partidarios, de toda idea, imaginario o representación de la divinidad fundados en una realidad objetiva, tal y como han sostenido desde siempre los teístas. Según esta dogmática atea, cuando decimos «Dios» ya no estamos diciendo el «Creador», sino el ser humano que nos gustaría ser y que, porque no podemos ser, proyectamos en una idea fantástica, dotándola de existencia y denominándola «Dios». A partir de esta explicación, es frecuente escuchar que no es Dios quien ha creado el mundo ni el ser humano, sino que, al revés y a contrapelo de lo tenido como tradicionalmente comprobado, es el ser humano quien ha creado lo que decimos cuando decimos «Dios».

No faltan quienes, acogiendo como irrefutable o, cuando menos, difícilmente cuestionable, la tesis aportada por L. Feuerbach, se pasan a las filas del ateísmo o agnosticismo-ateo por él propuesto y afrontan la muerte como fusión con la finitud; y lo que pudiera ser la eternidad, como perpetuación en los hijos o memoria en la posteridad. Esta es, sostienen los ateos encuadrables como antropológicos, una alternativa racionalmente más consistente que la recibida del teísmo cristiano.