Yo sí pude del valle de lágrimas a la cima de los listillos

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YO SÍ PUDE

DEL VALLE DE LÁGRIMAS A LA CIMA DE LOS LISTILLOS


JESÚS LÓPEZ-DAVALILLO Y LÓPEZ DE TORRE

YO SÍ PUDE

DEL VALLE DE LÁGRIMAS A LA CIMA DE LOS LISTILLOS

EXLIBRIC

ANTEQUERA 2021

YO SÍ PUDE. DEL VALLE DE LÁGRIMAS A LA CIMA DE LOS LISTILLOS

© Jesús López-Davalillo y López de Torre

Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric

Iª edición

© ExLibric, 2021.

Editado por: ExLibric

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ISBN: 978-84-18730-86-3

JESÚS LÓPEZ-DAVALILLO Y LÓPEZ DE TORRE

YO SÍ PUDE

DEL VALLE DE LÁGRIMAS A LA CIMA DE LOS LISTILLOS

Introducción

Había una vez, allá por el año 2114, un país, ni grande ni pequeño, e incluso poco significativo en el contexto global, que con las modas y necesidades de aquella época estaba integrado en una unión aduanera (Unión de Países Bananeros) que aspiraba a ser una integración total de países en sus aspectos económicos, sociales e incluso políticos, pero ninguno de los países integrantes quería ceder parte de sus derechos para que avanzara. Unos años más tarde, probablemente por simplificar, pasó a llamarse UB (Unión Bananera). Cabe destacar que cuanto se expresa en este libro es absolutamente imaginario, tanto respecto de los nombres y cargos que en él aparecen como de las situaciones que de todo orden social pudieran al lector parecerle de su propio país, sea cual fuere y dentro de la galaxia donde le tocara vivir.

De esta manera pretendo que quede claro para los poderes legislativos, ejecutivos o judiciales de cualquier país que se pudiera ver reflejado en estas páginas, en el supuesto de que sean auténticamente democráticos, que no podrán ni deberán ejercer acción alguna de tipo civil o penal contra este humilde escritor.

Con esa sana y buena intención paso a narrarles mi historia en aquella UB.

Primeras reflexiones

Ahora que comienzo este libro, cuando ya han pasado varios años, meses, días, horas, minutos y segundos desde que se inició este duro siglo XXII, de los más de diez mil millones de habitantes que, dicen, poblamos este mundo, la inmensa mayoría somos pobres (se les llama así a esas personas que tienen poco o que tienen lo estrictamente justo para vivir); otros, pobres de solemnidad (más que las ratas, como decían mis ancestros, no sé muy bien por qué); con más suerte bastantes más, con una pobreza más digna: la mal llamada «clase media», que acudiendo al diccionario… son los que forman una categoría social definida por sus ingresos… y los del proletariado.

Si seguimos hojeando la enciclopedia, nos aclara que este tipo de gente es generalmente urbana y que tiene que levantarse muy temprano para, tras un agotador trayecto en transporte público, apretujada con gente como ella, trabajar, mediante un esfuerzo físico o intelectual, en una determinada actividad, dedicando muchas horas, sin tener claro si hace bien su trabajo o si, por el contrario, es uno de los elementos que estropean la productividad, entendida como relación entre la producción obtenida y las cantidades de cada factor utilizadas para obtenerla.

Con referencia a mi trabajo físico e intelectual, lo pongo al servicio de una empresa privada.Tras acabar regreso a casa gracias a otro cómodo viaje como el de la mañana, agotado y enfadado casi todos los días porque con lo que me «echan» a final de mes soy casi tan pobre como si no trabajara y simplemente fuera un subsidiado por cualquiera de las múltiples circunstancias que «disfrutan» muchos de mis conciudadanos. Una sensación similar supongo que tendrá Begoña, mi esposa, aunque su trabajo en el ministerio parece más tranquilo y, por supuesto, seguro, además de estar su oficina a pocos minutos andando desde casa, lo cual le ahorra tiempo, dinero y los agobios propios de los transportes urbanos de las grandes ciudades.

Por su parte, Pedro y María, nuestros hijos, también sufren lo suyo con su «trabajo» de estudiar, ya que pasa a recogerles el autobús del colegio a primera hora de la mañana y no los vuelve a dejar en casa hasta mediada la tarde, para que aprovechen el tiempo antes de ir a dormir para merendar y hacer los deberes.

Ellos, cuando lo consideren oportuno, ya contarán cómo asumen ese día a día de sus obligaciones.

Por eso me pregunto con mucha frecuencia: ¿por qué la mayoría de las personas, aun habiendo muchas inteligentes, son pobres? Seguramente estarán pensando que es porque siguen, cual corderillos, los dictados de la sociedad que les sobrecoge, más que acoge, en su seno, bien conducidos por unos cuantos listillos que nos hacen creer que trabajan para todos con total altruismo y que de ninguna forma dejan que se modifique este estatus.

Si de verdad quieren hacerse ricos, lo primero es no creer absolutamente nada de lo que les digan, ni de lo que les escriban o encuentren en cualquier artículo o texto (excepto este libro, que debe ser su biblia personal e intransferible). Incluso duden de lo que vean, porque todo está manipulado.

Observen con detenimiento lo que dicen representantes de todos los sectores, con mensajes casi siempre catastrofistas, pero ellos siguen viviendo muy bien en cuanto acaban el discurso. Hace ya muchos años un sabio maestro me abrió los ojos: «Estás en el presupuesto o estás en el error».Y todos ellos, de una u otra forma, están en el presupuesto.

Fíjense bien, los empresarios pierden dinero, no ganan ni siquiera la rentabilidad que un banco les pagaría por las cantidades invertidas en las empresas; por eso necesitan subvenciones, regalías varias, bufandas, astillas, etc. Desde la patronal se dedican a servir a una serie de empresas (casi exclusivamente las grandes) y correligionarios para conseguir nuevos adeptos basados en la misma demagogia. ¡Pero muchos empresarios, por suerte para ellos e incluso para la sociedad en su conjunto, siguen ganando dinero!

¿Y los sindicatos? Sus pobres dirigentes han sido «liberados» y, para defender mejor a sus afiliados, han dejado con pena sus cómodos puestos de trabajo para dedicarse a la tremendamente dura e ingrata tarea de ser ejecutivos de su sindicato, que en muchas ocasiones abarca también la responsabilidad de empresas creadas por ellos o la de sentarse en cómo-dos sillones de los consejos de administración de otras empresas, algo más cómodos que el cajón que tenían junto al torno o la fresadora, pero nunca se les olvidará que el trabajador (incluso los empleados de sus empresas o sus afiliados) será explotado, pero por suerte ¡sigue habiendo buenos trabajadores!

Con los políticos podría extenderme mucho más, ya que, como hablan mucho y todos los días, hay sobradas referencias en las hemerotecas, pero no creo que merezca la pena contar las historias que nos sueltan de vez en cuando sobre la importancia de los trabajadores para el desarrollo del país. Es lógico, ya que «política» etimológicamente viene del concepto de «arte propio de los ciudadanos, arte social, arte de vivir en sociedad, arte de las cosas del Estado», pero resulta difícil encontrar entre la maraña de políticos uno solo que realmente se pueda destacar de la mayoría y normalmente «se les olvida» lo que apreciaron u observaron en la sociedad. Caen en una fácil amnesia que se les produce sobre lo que prometieron en la campaña electoral, ya que, al fin y al cabo, es lo que les obligaron a decir sus expertos en marketing político, que no saben más que de las utopías que los votantes quieren oír.Y como decía el viejo profesor, «las promesas electorales se hacen para no cumplirlas».

Los pobres políticos sufren para poder contentar a todos los grupos con influencia y agradecerles su apoyo, principalmente en forma monetaria. Para ello deben poner más presión en esas calderas recaudadoras para trincar cuanto más mejor y así, dado que Dios, Alá, Buda o alguna otra divinidad les han otorgado los poderes de la sabiduría, disfrazado de un reparto igualitario ellos lo distribuyen como mejor conviene a la sociedad que dirigen y protegen (bienaventurados).

Vamos a poner un solo ejemplo de cómo, gracias a nuestros dirigentes políticos, empresariales y sindicales, podemos ir avanzando en el camino de la sabiduría y la formación para que todos tengamos una vida mejor: se reúnen todos y deciden cómo repartir esta sustancial pasta (más lo que llega de otras instituciones extranjeras para estos fines) y se lo adjudican al más idóneo; vamos a suponer que se trate de una acción de formación que haya que impartir en función de las distintas especialidades, sectores, etc.

 

En estos últimos años hemos podido asistir al milagro de San Severo: sindicatos, patronal, asociaciones, etc., tienen grandes centros de formación, que explotan debidamente en detrimento de la abundante oferta privada que existe, que está en crisis, lo que está obligando a cerrar muchas empresas. ¡Todo sea por el bien de los otros trabajadores y empresas, que estarán mejor defendidos con el beneficio que obtienen ellos, aunque eso suponga un pequeño sacrificio, poniendo en la calle a otros trabajadores de pequeñas empresas de formación!

El fin justifica los medios. La masa de trabajadores y empresarios necesita financiación y tenemos que proporcionársela todos, aunque nos hayamos quedado en casa (si la tenemos) por su buen (¿?) hacer dictatorial.

¿Qué designios de Dios influyen en el reparto de los otros tipos de subvenciones y prebendas? Los designios de Dios son indescifrables y solo lo sabe él… Bueno, y algunos más, que son los que las dan y algunos de los que las reciben.

Las iglesias, las sectas, las… ¿son diferentes? No. Con mensajes directos, indirectos o mediopensionistas (o subliminales) nos atraen a ellos con su fuerza centrífuga (o centrípeta en otras ocasiones) y una vez allí nos piden cualquier cosa, sobre todo más dinero, que justifican por la mucha necesidad que hay en el mundo (y es verdad) y ellos se encargan de llevárselo.

Muchas veces me pregunto (y cuando estoy escribiendo este capítulo estoy en una ciudad de otra galaxia): ¿cómo van a darle el dinero a esos pobres que lo necesitan más que nosotros? ¿Qué hacen las personas a las que hemos dado la pasta? Hago estos cálculos, porque con lo que cuesta hoy un pasaje de avión, alquilar un coche para ir a llevárselo, seguramente muy lejos, comer y dormir en algún hotel (que se entiende que no sea de cinco estrellas, pero al menos digno)… compense este duro trabajo, porque lo que le llega al «pobre necesitado» final serán unas monedillas por parroquia o comuna o como sea, según los casos.

Además, en los últimos tiempos han aparecido una serie de «organizaciones» (a mí todo en este término me parece raro y ligeramente mafioso) gubernamentales y no gubernamentales, asociaciones de pobres, de deformes, de aplastados, de feos, de sinvergüenzas, etc.Todos ellos reclaman con justicia más pasta para seguir viviendo y mejorar su situación y la de sus colegas.

Estoy seguro de que en el fondo usted no se ha creído nunca toda esta serie de patrañas, pero haga un sencillo cálculo y se dará cuenta de los miles de millones de unidades monetarias que esto supone. Si quiere hacerse una idea, calcule lo que por estos y parecidos conceptos se recauda en su comunidad. Una vez que tenga una cifra aproximada, multiplíquela por los cientos y miles de comunidades como la suya que existen en el mundo y… ¡¡hala!!

Tal vez en estos inicios del libro ya se le ha ocurrido una idea para hacerse rico: ¡montar una organización! Pero todavía no se precipite. Subraye esta idea y déjela para más tarde.

En cualquier caso, retire de inmediato de su presupuesto las cantidades que tuviera previsto dar a cualquiera de las estructuras que he indicado y todas las que existan, que con seguridad va a seguir teniendo conocimiento. Se ahorrará una buena cantidad y en el fondo ni lo notarán, porque, por suerte para ellos, muchos millones de personas de este mundo y prácticamente todos los habitantes de los restantes planetas no podrán leer este libro.

Analice un día cualquiera

(de lunes a viernes, sin contar los festivos)

Normalmente, si trabajamos, empezamos a gastar dinero nada más levantarnos. Como hemos de acudir pronto a nuestro trabajo, debemos dar la luz (que no es gratis), gasto que podríamos ahorrar si nos levantá-semos más tarde, con pleno sol. La ducha también supone un gasto (de gas, agua, electricidad…), pero este hábito no es conveniente suprimirlo del todo; de vez en cuando al menos debemos incurrir en este gasto, hasta que nos planteemos ir a vivir a un lugar cálido donde no sea necesaria el agua caliente para estos menesteres. En cualquier caso, este es otro ítem de ahorro.

El café que nos tomamos a continuación sí es susceptible de ahorro (tomando achicoria, por ejemplo), pero aun en esta etapa de severo ahorro no debemos olvidar que «la vida es cara; existe otra más barata, pero no es vida ni es nada».

Si para bajar al garaje tiene que usar el ascensor ¡está pagando gastos de comunidad!, que dio lugar a este curioso invento que instituyó unos extraños negocietes.

Se genera uno o más puestos de trabajo para gente que desarrolla muchas y variadas funciones, consistentes en guardar «la finca» como si de una niñera se tratara, con la ventaja de que se mueve menos que un niño viendo en la televisión un programa para mayores. En general, nosotros no participamos en su selección. La mayoría de los que yo he tenido no me han gustado; los hubiera elegido más altos, más rubios y con los ojos más azules.Y si a mi mujer no le hubiera importado yo, sinceramente, hubiera preferido una portera, como una chica que vi una vez en una revista en una gran ciudad, porque eso luce mucho ante los amigos que vienen a vernos a casa.

También hay un servicio de limpieza que, aunque en la mayoría de las ocasiones no se nota, hay que pagarlo, porque en caso contrario dicen que estaría aún más sucio.Yo no lo creo, pero mis noventa y nueve vecinos dicen que sí.

Finalmente, abro la puerta del garaje del tercer sótano y me dirijo hacia mi plaza, donde encuentro el mismo coche grande, sucio y viejo de todos los días, por el que tuve que empeñarme económicamente hace solo nueve años y, según me dicen todos (incluidos los vendedores de otros coches, que intentan que compre uno nuevo), no vale absolutamente nada. No es así, sin embargo, para el Excelentísimo Ayuntamiento, que me cobra sus impuestos como si fuera nuevo y flamante, ni para la compañía de seguros, ni para los talleres, ni para la ITV…

Cuando me subo al coche abro las ventanillas para que se vaya ese apestoso olor a tabaco que el estrés me obliga a consumir y al final arranco con la diaria monotonía de dirigirme a mi trabajo para ganarme el pan nuestro de cada día, actualmente con mucho más sudor de mi frente porque ha empezado el verano, máxime en la ciudad donde vivo desde que abandoné mi pueblo (mejor dicho, villa), que, con un clima continental, es un poco agobiante en esta estación veraniega.

De camino a la oficina tengo que parar en la gasolinera porque, a pesar de estar concienciado de los ahorros imprescindibles, este coche es incapaz de andar aún sin ese espantoso y caro líquido que el empleado me echa en el enorme depósito, aunque solo se mueve la aguja un poco, ya que si echo más de cien doblones se me destroza el presupuesto. Por este motivo yo no noto demasiado ni las subidas ni las bajadas de los precios de las gasolinas, ya que siempre pongo la misma cantidad.

Por cierto, siempre voy a gasolineras donde hay empleados, porque en las otras, además de mancharme las manos y muchas veces el pantalón, la corbata o la camisa, me cuesta lo mismo a pesar del trabajo que realizo para ponerme el combustible, lo cual es tremendamente injusto, y no estoy dispuesto a trabajar gratis para nadie, menos sin conocerle, y tener la sensación de que se queda con una parte de lo que pago por llenar el depósito.Además, disminuye el paro, porque debían contratar a expendedores de gasolina. Por eso debemos unirnos en este propósito a fin de que todos aportemos cuanto podamos para avanzar en el imparable camino hacia el pleno empleo.

Desprovisto ya del dinero que, según convenio, voy a ganar hoy, llego a la oficina y, como siempre, no puedo aparcar y lo tengo que dejar en doble fila.

La verdad es que recuerdo que un día aparqué. No se pueden hacer una idea de las ganas que me dieron de dejar allí el coche para siempre, entre otros motivos por la envidia de todo el personal por tener el coche aparcado en la puerta. No es por falta de civismo; de hecho, no molesta a nadie y si así es en alguna ocasión inmediatamente se retiran los coches que estorban, ya que este sistema de aparcamiento lo utilizamos todos los que trabajamos en la empresa.

Esta práctica vamos a tener que dejarla de una vez, porque es malo para el empresario y para el empleado. Me explico: de vez en cuando aparecen unos guardias, normalmente en moto, que no es que traten de disuadirnos de las obligaciones ciudadanas respecto a la normativa de tráfico, ni siquiera que estorben a algún otro conductor o peatón. Simplemente, sacan su bloc de multas para cubrir su cupo diario de recaudación para las siempre deterioradas arcas del Excelentísimo Ayuntamiento.

Ante esta agresión y dadas las excelentes cualidades de observación de la proba funcionaria de recepción de lo que ocurre en la calle, suenan los teléfonos de todos los despachos y, como si de un simulacro de fuego se tratara, todos nos abalanzamos hacia la calle para retirar los coches y dar varias vueltas hasta encontrar donde deshacernos de ellos, o bien esperar a que los valerosos agentes hayan dado por finalizada su útil, inestimable y pública labor de vigilancia.

Esta necesaria operación nos lleva algo más de media hora y nos vemos obligados a ello por culpa del Ayuntamiento, por lo que, sinceramente, no podríamos calificarlo como pérdida voluntaria de tiempo, aunque el empresario entiende injusto tener que abonarla; pero esto sería lo de menos si no fuera porque en ocasiones los esforzados agentes de la autoridad logran su objetivo y me colocan una multa, que supone como mínimo el salario convenio de toda la semana, y eso si tengo suerte de que no intervenga la grúa, porque en ese caso ¡qué les voy a contar yo!

Hasta hace no mucho tiempo estas multas no le quitaban el sueño a nadie, ya que todos teníamos como orgullo contar a los amigos cómo no las pagábamos porque no tenían poder ejecutivo y blablablá, pero desde hace un tiempo te embargan las cuentas corrientes (desgraciadamente, demasiado corrientes), te envían cortos y amenazantes mensajes, contratan a empresas privadas que te «presionan» y que, de paso, se lo van contando al portero para vergüenza y oprobio ante el vecindario, donde a los pocos días todo el mundo se entera de que el vecino del décimo, además de ser absolutamente incívico, debe mucho dinero y le van a embargar, le citan del juzgado vaya a saber por qué, etc.

En cualquier caso, si algún día no hay sustos de este tipo, pasado el tiempo de «calentamiento» para poder iniciar el trabajo de forma progresiva y no dañar excesivamente mi equilibrio psicológico, saco, como todos, unos cuantos papeles con los siempre urgentes, importantes y numerosos asuntos para empezar mi angustiosa tarea.

En cualquier caso, es inútil porque, como es del dominio público, la burocracia se autoalimenta, por lo que, entre lo que yo hago y el apoyo de todos mis compañeros, somos capaces cada día de generar trabajo para otros cinco, lo que no solo nos agobia y sume en la desesperación de la labor inacabada, sino que, en un esfuerzo de solidaridad, nos obliga a acudir con las presiones necesarias al empresario para que aumente el número de burócratas que hagan ejército con nosotros.

Creo que es una labor de protección no solo de nuestro trabajo, sino de la humanidad en su conjunto, ya que de esta forma cada uno de nosotros logrará dar trabajo a varios y, con ello, dinero para ellos y sus familias y, por supuesto, crear personas como yo, que algún día se planteen lo que están haciendo. Porque ¿no sería mejor dejar el trabajo para otros? Disponiendo de más tiempo podría al fin ganar más dinero y, en definitiva, vivir mejor.

De esta manera llegaríamos al pleno empleo, que en un estado de bienestar como en el que vivimos sería alcanzar casi la perfección, sobre todo si en lugar de utilizar la fuerza bruta para prestar nuestros servicios primara la aportación intelectual.

El trabajo intelectual, como todos los facultativos indican, requiere de periodos de descanso frecuentes, aunque breves, que ayuden a rendir luego más, por lo que cada cierto tiempo se requiere hacer una parada, junto con unos cuantos compañeros,para poder intercambiar experiencias vitales y laborales que nos ayuden a enriquecernos mutuamente.

Solo surge un problema, que cada uno de estos recesos supone un nuevo gasto para el café, la cerveza… (otro gasto que nos evitaríamos si estuviéramos en nuestra casa sin los problemas y la ansiedad que supone el trabajo).

 

Desde luego, yo decidí hace tiempo de manera responsable que no debía hacer más de dos descansos de este tipo por la mañana, ya que de otra forma mi economía se vería gravemente afectada (las cosas, en general, suelen ser buenas con moderación, me decía yo para no entristecerme demasiado).

Tras las primeras y agotadoras cinco horas de duro trabajo llega el ansiado descanso, más prolongado que los otros porque debemos ocupar un tiempo en recobrar las fuerzas perdidas con un refrigerio breve que nos permita seguir trabajando.

La verdad es que, de por sí, el nombre de refrigerio me parece poco apropiado para el hecho de comer, que es como siempre se ha dicho. Recuerdo oír a mis mayores: «¡Si no comes bien, ¿cómo vas a trabajar?!».

Claro, ellos tenían otro concepto del trabajo.Ahora simplemente te comes un sándwich con un refresco de cola y sigues trabajando igual que antes. Que ni mucho menos significa que los de antes trabajaran así, porque si hubieran trabajado tan poco como nosotros hemos llegado a conseguir con nuestros «derechos» a fin de rendir lo mínimo, no hace falta pensar mucho sobre lo que nos hubieran dejado como herencia. Seríamos aún más pobres y no podríamos afrontar el futuro con tanto entusiasmo (por cierto, ¿qué será del futuro de los que nos siguen en este valle de lágrimas?).

Olvidándome de estas disquisiciones filosóficas, lo que quería decir es que en lugar de refrigerio me han gustado siempre mucho más términos como ágape, banquete, comilona, etc., pero el hecho es que no puede ser de esa forma, entre otras razones por cuestiones banales tales como la productividad tras una comida de tales características, etc.Además, no nos lo podemos permitir, ya que con nuestro escaso salario no llegaríamos así ni a los diez primeros días del mes y Dios sabe quién nos daría el dinero para finalizar el mes, así que todo se lo quedaría el capitalista dueño del restaurante, por lo que debemos resistir, no sucumbiendo a tentación tan desagradable.

Pero el hecho cierto es que debemos comer lo suficiente para que la anemia no haga efecto en nosotros y podamos seguir prestando el servicio que la sociedad nos requiere, por lo que vamos de puerta en puerta y de restaurante en restaurante observando con aparente frialdad los precios de los menús del día, no porque no seamos capaces de degustar buenos menús a la carta en restaurantes de lujo, sino simplemente porque ello nos obligaría a gastar más de lo que ganamos.

En cualquier caso, es simplemente cuestión de imaginación, porque consiste en seleccionar los platos preferidos, pero en lugar de hacerlo en una carta de restaurante lo hacemos recorriendo los seis o siete que exhiben los platos de ese día y su precio, por lo que, tras un paseo, que al mismo tiempo sirve para abrir el apetito, nos decidimos por uno de ellos, por el que generalmente cobran entre diez y doce doblones.

Conviene ser austero en esto de las comidas por diversas razones tanto morales como de dieta, pero a veces es nada más que por el dichoso dinero.

Observen que en algunos de estos restaurantes de precio razonable en el menú solo se incluye una copa de vino (insuficiente para ayudarnos a hacer la digestión y menos para que sirva de ayuda a nuestra salud, como cada vez más numerosos y prestigiosos doctores aconsejan por los beneficios que producen los taninos en el caso del vino tinto y lo buena que es la cerveza para mejorar sustancialmente la salud física y mental).

La realidad es que si pedimos un vaso de vino más, bien porque nos apetezca o por las razones que he expuesto, nos supone un buen incremento del coste y más aún si nos queremos permitir el lujo de tomar una copa tras el café (suponiendo que hayamos optado por café en vez del postre, porque si queremos postre y café se nos incrementa todavía más).

La calidad, indudablemente, no puede ser muy alta, pero no está mal y nos permite seguir con un nivel razonable de salud estomacal y del resto del organismo.Aunque no comparto la acidez que muchos de mis compañeros dedican a las críticas culinarias de este tipo de restaurantes, he de reconocer que en algunas ocasiones el pescado del día está muy «fresco», diría yo que demasiado, y es frecuentemente porque está mal descongelado.

En cualquier caso, comemos, lo que ya quisieran para sí esos que salen en los informativos de la televisión, que pasan mucha hambre y no somos capaces de resolvérsela. Ni siquiera los ricos pueden hacer nada, según ellos porque son muchos y de poco serviría lo que ellos pudieran dar.

Así que, tristes pero consecuentes con la realidad, nos dejamos de problemas de conciencia y nos dedicamos al ocio.

Ocio es sinónimo de mal compañero para el ahorrador de ciudad, porque, como tenemos que comer deprisa para que el dueño del restaurante pueda dar más comidas y así mantener estos precios que nos ofrece, terminamos en poco más de media hora y tenemos que esperar otra hora y media antes de reintegrarnos a nuestro puesto de trabajo, lo que nos obliga a echar una partidilla o simplemente charlar para matar el tiempo y, como todo está mercantilizado, no podemos hacerlo en un sitio cerrado sin tomar alguna consumición, lo que nos origina un nuevo incremento de los gastos.

Pero la felicidad poco dura en casa del pobre, ya que el ocio puede llegar incluso a producir serias enfermedades. Solo por citar un ejemplo, les relataré cómo yo mismo estuve al borde de caer en la horrible ludopatía.

Uno de esos días que terminábamos de tomar el café, varios de mis compañeros, como siempre, se gastaban unas cuantas monedas en las máquinas tragaperras, estratégicamente distribuidas allí donde alguien puede tener un rato libre. La verdad es que de vez en cuando les salía uno de esos premios que, al menos moralmente, compensan las pérdidas dinerarias. Lo cierto es que yo nunca jugaba porque me parecía una cosa de niños y nosotros ya teníamos una edad en la que nadie nos confundía con un infante.

Pero hete aquí que un día, tras mucho insistir mis compañeros y puesto que me habían devuelto en el bar una moneda de un doblón, y después de que ellos ya llevaran jugando más de un cuarto de hora, al salir decidí echarla a la máquina y (¡oh, jugada del destino!) la máquina, como posesa, empezó a escupir decenas y decenas de monedas como el cuerno de la abundancia.Ante esta satisfacción, absolutamente desconocida para mí, invité a mis compañeros a una copa, con lo que dilapidé una gran parte de mi recientemente adquirida casi fortuna.

Este hecho, para muchos insignificante, supuso para mí el inicio del camino hasta mi absoluta ruina. Día tras día me acercaba a mi mágica máquina y le echaba moneda tras moneda, sin que ella se acordara de mí ni recompensara mi fidelidad con algunas monedillas de nada, pero que hubieran evitado mi desequilibrio económico.

Consecuentemente, me dificultaba mantener esa situación por lo que suponía de desajuste de mi presupuesto mensual. Mi nueva y casquivana máquina me echaba de vez en cuando unas monedas para que me sintiera permanentemente unido a ella, pero sin terminar de compensar mis cada vez más cuantiosas aportaciones a mi nueva amiga.

Al cabo de unos meses, entrando ya en ese profundo sentimiento de la realidad del trabajo y del ocio al que conlleva durante unas horas, me di cuenta de que la situación no podía seguir y de que el inicio de los primeros síntomas de ludopatía estaba adquiriendo unas características cada vez más difíciles de afrontar de manera lógica.

Decidí enfrentar con firmeza esta enfermedad, propia en todo caso de muchimillonarios, y ocupar mi tiempo en las tertulias entre amigos, ya que además es más barato y seguramente más enriquecedor (aunque lo dudo).

Esta ha sido una de mis numerosas batallas ganadas a esa selva de innumerables trabas y trampas puestas en el camino de todos y cada uno de nosotros con el único fin de atarnos cada vez más a este extraño sistema de sociedad, hecho en favor de unos pocos y que milagrosamente consigue la adicción de cientos de miles, que les seguimos el juego de manera absolutamente irracional, como si fuéramos auténticos borregos.