Las extremas derechas en Europa

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Capítulo 1

Cómo nacen las extremas derechas

«Extrema derecha»: el término ha ilustrado el comentario y el análisis de la actualidad política francesa desde el ascenso electoral del Front National [Frente Nacional] a mediados de los años ochenta y se nos ha vuelto familiar por hechos acontecidos en el extranjero, tan disímiles como la entrada en el gobierno austríaco (2000) del Freiheitliche Partei Österreichs (FPÖ), dirigido por Jörg Haider, las revueltas raciales de Burnley, Bradford y Oldham en el Reino Unido (2001) o los atentados cometidos por Anders Behring Breivik en Noruega (2011). La ambigüedad fundamental del término reside en que generalmente los adversarios políticos de la «extrema derecha» lo utilizan como término descalificador, incluso estigmatizante, que apunta a remitir y reducir todas las formas de nacionalismo partidario a las experiencias históricas del fascismo italiano, el nacionalsocialismo alemán y sus más o menos cercanas declinaciones nacionales de la primera mitad del siglo XX. La etiqueta «extrema derecha» casi nunca es asumida por las personas a quienes se les adjudica (1) y prefieren autodesignarse con denominaciones tales como «movimiento nacional» o «derecha nacional».

Sin embargo, la literatura científica coincide en validar la existencia de una familia de partidos de extrema derecha. Cierto es que creer en la universalidad de los valores democráticos no necesariamente equivale a pensar que la división derecha-izquierda es atemporal o universal. Por un lado, «extrema derecha» sigue siendo, en lo esencial, una categoría de análisis adaptada al marco político europeo occidental: en rigor, puede atribuirse al One Nation Party australiano, a algunos grupos estadounidenses marginales (el American Party) e incluso a las formaciones sudafricanas nostálgicas del apartheid (Vryheidsfront, Herstigte Nasionale Party), pero no a las diversas dictaduras «caudillistas» reaccionarias y clericales de América Latina (el Chile de Pinochet, la Argentina de Videla). Por otro lado, «extrema derecha» no termina de dar cuenta de la situación específica de las nuevas democracias de Europa central y oriental, donde prosperan partidos nacionalistas, populistas y xenófobos, como el Samobroona polaco, el LNNK letón (Alianza por la Patria y la Libertad) o el SRS (Partido Radical Serbio), que se vinculan, más que con las formaciones de extrema derecha occidentales, con las corrientes nacionalistas etnicistas autoritarias, que en los primeros treinta años del siglo XX acompañaron la llegada de dichos países a la independencia. Por lo tanto, para comprender la extrema derecha actual europea, es preciso comenzar por la historia en Francia. A partir de allí, podremos elaborar una teoría general de la extrema derecha.

Reacción y contrarrevolución

En la Asamblea Constituyente —denominación que adoptan los Estados Generales a partir del 9 de julio de 1789—, nacen los primeros partidos políticos. En ese entonces, la organización espacial de la sala de reuniones ubica a la derecha del presidente a los aristócratas («Negros»), es decir, a los partidarios del Antiguo Régimen que rechazan totalmente la Revolución. Después, de derecha a izquierda, se coloca a los monárquicos, que son partidarios de la monarquía parlamentaria bicameral a la inglesa; luego, a los patriotas o los constitucionales, que buscan reducir al mínimo los poderes del rey y desean una Cámara única, y, por último, en el extremo izquierdo, a los demócratas, partidarios del sufragio universal.

Esta distribución en la Salle du Manège del castillo de las Tullerías en París parece datar del 11 de septiembre de 1789, cuando los partidarios del derecho a veto del rey se colocan a la derecha del presidente y los opositores al veto, a su izquierda. La fracción ubicada más a la derecha, que se encuentra por fuera de la Asamblea en el Salón Francés, es liderada por el vizconde de Mirabeau, llamado Mirabeau-Tonneau (hermano de Honoré Gabriel de Mirabeau), el oficial de Cazalès y el abad Maury. Esta fracción abandona rápidamente los debates. Ya a fines de 1789, alrededor de doscientos de sus miembros, en su mayoría nobles, han emigrado, mientras que otros 194 se han retirado a sus tierras. A lo largo de la Revolución francesa, durante el Consulado y el Imperio, principalmente en la emigración, durante la Restauración y la Monarquía de Julio, y por último durante el Segundo Imperio, el campo contrarrevolucionario, muy heteróclito, encarna aquello que prefigura a la extrema derecha. Pero, aunque las palabras y las ideas ya están ahí, su difusión es un tema aparte... Porque, si bien ya a comienzos del siglo XIX las calificaciones políticas están dispuestas (extrema derecha, derecha, etcétera), no es sino hasta la Primera Guerra Mundial cuando los ciudadanos se clasifican a sí mismos en el eje derecha-izquierda: los posicionamientos políticos todavía se corresponden sobre todo con la vida parlamentaria.(2)

Las primeras menciones taxonómicas que se encuentran no son poco interesantes. Durante el reinado de Carlos X (1824-1830), un libelo presenta al «hombre de extrema derecha»: hostil tanto al estado de cosas como a las elites instaladas, escéptico, adepto a la tabula rasa para restablecer el orden, desconfiado de los políticos, pero elogioso de la acción y la fuerza, temeroso de una revolución por venir. (3) Hay allí un carácter antes que una ortodoxia, pero aquella pista no es inexacta, y al menos ese retrato es coherente. Los actuales herederos de aquellos contrarrevolucionarios son los legitimistas, ese pequeño ámbito realista que se identifica con la rama española de los Borbones, al igual que el catolicismo integrista, como por ejemplo el de los discípulos de monseñor Marcel Lefebvre. Los doctrinarios de la Contrarrevolución tienen una mirada del mundo de naturaleza político-teológica que descansa en una noción de orden (Joseph de Maistre, Louis de Bonald, Antoine de Rivarol, entre los más conocidos). Para ellos, el orden natural, tal como lo define el catolicismo, impone un modo de gobierno —la monarquía— y de organización social que asigna a cada «orden», precisamente, una función establecida e inmutable. Son franceses, pero el nacionalismo, tal como comienza a entenderse a partir de la década de 1870, no es la piedra angular de sus ideas. Además, tienen una deuda intelectual con el inglés Edmund Burke, los suizos Mallet du Pan y Louis de Haller… y el saboyano Maistre es súbdito del rey de Cerdeña. Desconfían del progreso y, más aun, de lo que las Luces han introducido: el libre análisis, el escepticismo, incluso el ateísmo. Según ellos, abstraerse de las enseñanzas de la historia está fuera de cuestión: son ante todo tradicionalistas, como más adelante lo será Charles Maurras. Tienden a idealizar el pasado, a gustar de la postura de la minoría fiel hasta el final, incluso cuando no queda esperanza. Esta ideología del «pequeño resto» también traduce su romanticismo a lo político. En algunos de ellos, como el abad Augustin Barruel, esta condena de una revolución, que consideran ante todo como una subversión, da nacimiento a la teoría del complot, que hace furor en la extrema derecha. En sus Mémoires pour servir à l’histoire du jacobinisme (1797) [Memorias para servir a la historia del jacobinismo], recientemente reeditadas, Barruel denuncia la acción de las logias masónicas, los «Iluminados», los filósofos y, en un grado menor, los judíos, para derrocar el Antiguo Régimen. La Revolución —no el acontecimiento sino su principio— sería de esencia satánica, emanación de fuerzas oscuras que buscarían destruir, a la vez, la religión y Francia. Barruel forja una nueva palabra para denunciar la ideología de su adversario: el «nacionalismo», que habría destruido a las antiguas provincias y quebrado la amistad universal. (4)

Como bien señala René Rémond, (5) en el período que corre desde la Restauración de 1814 hasta la Revolución de 1830, la única familia política que merece la denominación de «derecha» es la de los partidarios del regreso a la monarquía absoluta, que aceptan por sí mismos la etiqueta de «ultrarrealistas». El adjetivo «ultra» les es apropiado, porque van más allá del simple principio monárquico, que consagra la llegada de Luis XVIII al trono. Los «ultras» son místicos, adeptos a una concepción providencialista de la historia, y creen que Francia y la dinastía de los Borbones son depositarios de la voluntad divina (Gesta Dei per Francos, es decir, «la acción de Dios pasa por los francos», según una expresión medieval). Los exiliados contrarrevolucionarios, apartados de su país durante dos décadas, se apegan a un mito, el del retorno completo al Antiguo Régimen, y endurecen sus rencores, de modo que incluso el conde de Provenza, devenido rey, les parece liberal. Se oponen, dentro de la Cámara Inhallable (1814), a la Carta Constitucional, e incluso a su soberano. Se expresan a través de periódicos, como Le Drapeau blanc [La bandera blanca], o folletos, como el de Chateaubriand: De la monarchie selon la Charte [La monarquía según la Carta]. Solo encuentran la victoria en la llegada de Carlos X al trono en 1824, comprometido con su causa. Vuelven a ser minoría en 1830, con el inicio de la Monarquía de Julio, para nunca volver al poder. Es en esta época cuando el campo monárquico se divide en dos familias: los orleanistas, detrás de Luis Felipe, partidarios de una monarquía liberal, y los legitimistas ultracistas. Los primeros, favorables a una monarquía parlamentaria, de alguna manera son los precursores del liberalismo, de un centrismo que privilegia el equilibrio entre conservación social y progreso económico, y que se apoya a la vez en la industrialización, el avance del poder de la burguesía y la financierización de la economía. Los segundos se encuentran, por su propia intransigencia ideológica, y ya desde entonces, en el campo de los vencidos de la historia.

 

Para el jurista Stéphane Rials, (6) los legitimistas desarrollan, a lo largo del siglo XIX, ideas basadas en el sentido de la decadencia, en un catolicismo intransigente y en un providencialismo que, en autores como Blanc de Saint-Bonnet o Louis Veuillot, deriva con facilidad en un inmenso pesimismo. Los legitimistas casi no creen en la posibilidad de que sus ideas triunfen a través de medios humanos. Tienen una confianza ciega en el «milagro», en lo sobrenatural, que luego se encuentra en escritores cercanos a ellos, como Léon Bloy, Jules Barbey d’Aurevilly o Ernst Hello. Este pesimismo místico es un rasgo destacado de la mentalidad de extrema derecha, cuyo fascismo se distingue, sin embargo, por su vitalismo y su valoración del progreso.

En el último cuarto del siglo XIX, se produce la marginalización definitiva de la corriente contrarrevolucionaria. Cierto es que las elecciones complementarias del 2 de julio de 1871, que siguieron a la elección de la Asamblea Nacional del 8 de febrero del mismo año, instalaron una mayoría monárquica. Paradójicamente, es un católico liberal, monseñor Dupanloup, quien en ese entonces se sienta en la extrema derecha de la Asamblea. Inmediatamente a su lado se ubican los Chevau-légers (los más intransigentes de los legitimistas), comandados por Armand de Belcastel, Cazenove de Pradines y Albert de Mun. Tomaban su nombre del pasaje de Versalles donde se reunían. Partidarios de una monarquía fidelísima a sus símbolos —ya que no habían podido restablecer íntegramente el Antiguo Régimen—, estaban marcados por un catolicismo rígido, que solía hacerles ver la derrota de 1870 ante Prusia como un castigo divino. Representaban a una pequeña nobleza provinciana, con sus sirvientes plebeyos, que estaba perdiendo terreno. Fracasaron en su cometido cuando en 1873 se produjo la «restauración fallida» de su aspirante al trono, el conde de Chambord (Enrique V de Francia). Víctimas de un líder sin verdaderos deseos de poder, en 1892 se someten a la consigna de unir al papa a la legitimidad republicana. En adelante, el realismo ya no vuelve a expresarse con cierta visibilidad sino hasta tomar la forma de Action Française [Acción Francesa].

Cierto es que, en la época de la Contrarrevolución —cuando finalmente las elites nobiliarias e intelectuales se globalizan ampliamente por Europa y el Estado-nación no estaba del todo constituido—, el campo liberal y el de los contrarrevolucionarios trascienden las fronteras. De este modo, existe en España, desde comienzos de la Guerra de la Independencia contra las tropas napoleónicas (1808), un grupo absolutista de fuerte componente aristocrático y clerical. Se manifiesta en especial en las Cortes de Cádiz, que se oponen en 1810 a que el Consejo de Regencia reconozca que el principio de la soberanía nacional se encarne en la Cámara. Se radicaliza incluso después del regreso al trono de Fernando VII (1813) y se encarna a partir de 1833 en el carlismo, que, al igual que el legitimismo, se estructura en torno a una reivindicación dinástica a la vez que a una ideología. El movimiento absolutista da inicio a la teoría de las «dos Españas» y al tema de la «cruzada», que volveremos a encontrar en 1936 en el franquismo. Dejó a varios pensadores importantes: Jaime Balmes (1810-1848), pero sobre todo Juan Donoso Cortés (1809-1853), Juan Vázquez de Mella y Félix Sardá y Salvany, cuyo libro traducido al francés (Le libéralisme est un péché, 1886) es un buen resumen de esta doctrina. La edad de oro de la vicerrealeza española y el pensamiento contrarrevolucionario, junto con el misticismo católico integrista, inspiraron en México la obra literaria y la acción política de Salvador Abascal Infante (1910-2000) y del Movimiento Sinarquista, vástago tardío de la rebelión popular de los Cristeros (1926-1929) contra la República laica, consagrada por la Constitución de 1917.

En síntesis, aquello que históricamente se ha llamado la «primera globalización» permitió la circulación de ideas y de hombres. Con 180 millones de migrantes entre 1840-1940, (7) se trata de un período masificador que termina en una superación de la forma nacional en beneficio de imperios y teorías y prácticas jurídicas discriminatorias entre los miembros de estos imperios. Pero muchas de las ideas que constituyen hasta hoy la base común de la ideología de extrema derecha (nacionalismo, populismo, antisemitismo, en particular) también son defendidas en aquellos tiempos por la izquierda revolucionaria.

Nacionalismo y socialismo

La confusión léxico-ideológica es todavía mayor porque quienes promueven la extrema derecha no se llaman a sí mismos «nacionalistas», sino «patriotas». Sobre todo, se apropian repetidamente de esa palabra imprecisa, pero a la moda desde la década de 1820: «socialismo». Maurice Barrès (1862-1923), figura intelectual y política de aquel movimiento, lo escribe sin rodeos en 1889: «¡Socialismo! En esta palabra ha puesto Francia su esperanza. Seamos, pues, socialistas». (8) Esta dinámica no se detiene, más bien lo contrario. En Italia, el fascismo encuentra sus raíces dentro de la corriente socialista revolucionaria, a la que pertenece Benito Mussolini, y del sindicalismo revolucionario promovido por Antonio Labriola, corriente que, entre 1902 y 1918, se aleja progresivamente del Partido Socialista hasta dividirse en una línea nacionalista. Como muchas figuras de las extremas derechas alemanas, Mussolini era un gran lector de Georges Sorel, cuyas Réflexions sur la violence (1908) también fueron una referencia del anarco-sindicalismo (el propio Sorel había realizado varias idas y vueltas entre los extremos, lo que llevó a Lenin a considerarlo un «espíritu borrador» para él, y que Mussolini afirmara: «A quien más debo es a Sorel»). (9) La Revolución rusa de 1917, además, ofreció un modelo de toma del poder a través de una organización revolucionaria. De esta manera, el fascismo era en parte «una aculturación a la derecha de las lecciones de la Revolución de Octubre». (10) En Alemania, el filósofo Arthur Moeller van den Bruck expresa la posición de esta nebulosa de la «Revolución Conservadora» que se opone a la República de Weimar: existiría una carrera entre nacionalistas y comunistas para «ganar la revolución» por venir. En cada país, algunos revolucionarios buscarían establecer un «socialismo nacional», como el bolchevismo en Rusia o el fascismo en Italia. La extrema derecha, pues, debe hacer un «desvío revolucionario» para instaurar un Tercer Reich socialista en el sentido en que «el socialismo es el hecho de que una Nación entera sienta que vive en conjunto». (11) Esta tendencia llevó a imitaciones a veces un tanto serviles de las extremas izquierdas —por ejemplo, cuando después de 1968 los neofascistas alemanes, italianos o franceses toman prestados elementos de la comunicación de izquierda—, pero nunca cambió esta concepción interclasista del socialismo. El ideal es la organización de la unidad superior de la nación, no la lucha de clases. Para las extremas derechas, el socialismo siempre fue un remedio para el comunismo y el anarquismo. Si puede pensarse una congruencia entre lo nacional y lo social en la extrema derecha, es porque los años que separan la guerra franco-prusiana de la Gran Guerra cambiaron por completo el paisaje político e ideológico francés y europeo.

La derrota militar de 1870 puso fin a un Segundo Imperio que era un cesarismo popular. Antes de convertirse en Napoleón III, Luis Napoleón Bonaparte había planteado en 1840 que «la idea napoleónica consiste en reconstituir la sociedad francesa, alterada por cincuenta años de revolución, en conciliar orden y libertad, derechos del pueblo y principios de autoridad». (12) Para el historiador Philippe Burrin, este bonapartismo participa de la familia política de la «agrupación [rassemblement] nacional», que trasciende la división derecha-izquierda (en la actualidad se pueden citar, dentro de esta última, a Jean-Pierre Chevènement a la izquierda, Nicolas Dupont-Aignan a la derecha o Florian Philippot a la extrema derecha). Efectivamente, como escribe el historiador André Encrevé, el bonapartismo de Napoleón III tomaba «algunos elementos de la izquierda (principios de 1789, voluntad de favorecer el progreso económico, leyes sociales, defensa de las nacionalidades) y otros de la derecha (rechazo del respeto a las grandes libertades públicas, clericalismo, autoritarismo, defensa del orden y de la propiedad)». (13) Así pues, la modelización de Philippe Burrin permite comprender tanto aquello que a veces acerca a la extrema derecha a otros campos políticos como aquello que a veces confunde a parte de los observadores. Porque, así como el fascismo es la forma «radical» de la familia política de las ideologías de «agrupación nacional» (bonapartismo, autoritarismo cesarista, etcétera), el propio nazismo, según el historiador suizo, sería un «fascismo radical». Se obtiene así un continuum que conserva las especificidades, pues el fascismo es autónomo del «nacionalismo de fin de siglo», sin estar disociado de él, y la comparación funciona desde el nazismo hacia el fascismo y no a la inversa, puesto que el nazismo constituye un más allá del fascismo. (14) Esto permite comprender finalmente qué es lo que separa cada tendencia, lo que permite migraciones individuales, pero también lo que lleva a tanto exceso en los caprichos en las amalgamas tanto de unos como de otros.

El principal factor explicativo de la importancia que toma la articulación entre lo nacional y lo social es, evidentemente, la irrupción de las masas: en el sistema de producción, con la Revolución Industrial, y luego en el debate político, al generalizarse el sufragio universal. Se produce en Francia, al mismo tiempo que se consolida la Tercera República en la década de 1880, un recambio de ideas que desemboca en la constitución de una nueva derecha, que Zeev Sternhell llama «derecha revolucionaria», en la que ve la prefiguración del fascismo. Primera doctrina ideológica a migrar desde la izquierda hacia la derecha: el nacionalismo. Hasta aquí, era el campo republicano el que llevaba el apego a la nación. El soldado Bara, las batallas de Valmy y Jemappes, el pueblo en armas, y más adelante Louis Rossel, oficial enrolado en la Comuna de París, son símbolos de la izquierda patriota, apegada a la idea de que la ciudadanía y la igualdad se desarrollan plena y naturalmente en el marco de la nación soberana. La personificación de ese nacionalismo de los socialistas es Louis Auguste Blanqui (1805-1881), quien reparte su vida entre la prisión y las conspiraciones. El blanquismo es más una actitud que una doctrina, y este estilo ha influido tanto en el fascismo italiano como en los movimientos radicales de extrema derecha y ultraizquierda. Exalta la insurrección, la barricada (Blanqui escribe en 1868: «El deber de un revolucionario es luchar siempre, luchar a pesar de todo, luchar hasta extinguirse»). El movimiento denuncia el capitalismo judío y participa de la Comuna calificando al régimen burgués de «prusiano de dentro», listo para abandonar Alsacia y Lorena. (15) Los blanquistas luego se unen al general Boulanger, figura nacionalista apodada el General Revancha. Esto se produce cuando la izquierda también hace un intenso trabajo ideológico.

Se da una ruptura entre izquierda y nacionalismo con Marx y Engels, para quienes «los obreros no tienen patria». (16) El caso Dreyfus y la masacre de Fourmies (donde el 1º de mayo de 1891 el ejército francés dispara contra los manifestantes) exacerbaron el antimilitarismo en la izquierda. La Confederación General del Trabajo organiza el 16 de diciembre de 1912 una huelga general contra la guerra y el 25 de febrero de 1913, una manifestación contra el proyecto de servicio militar de tres años. A fines del siglo XIX, se desarrolla, sobre todo entre los anarquistas y los sindicalistas, una tendencia antipatriótica. Su cabeza de puente es Gustave Hervé (1871-1944), quien llama a poner la «bandera en el estiércol». El antipatriotismo es inseparable del antimilitarismo y Hervé escribe en 1906: «Nosotros solo admitimos una única guerra, la guerra civil, la guerra social». Del mismo modo, llama a abstenerse para que el pueblo no se comprometa con la comedia parlamentaria. El agitador antipatriótico se incorpora a Union Sacrée [Unión Sagrada] en 1914, cuando su socialismo comienza a referenciarse en Blanqui y Proudhon. Durante la década de 1920, es pacifista, luego se une a las filas fascistas en 1932. Convencido de que hay que recrear Unión Sagrada, en 1936 publica un libro de título famoso, C’est Pétain qu’il nous faut [Pétain es lo que necesitamos] (un título que remite a la antigua canción popular «C’est Boulanger qu’il nous faut»). No obstante, en 1941 Hervé se niega a seguir más intensamente a Vichy y detiene por completo su militancia. (17) Esta breve biografía no solo echa luz sobre trayectos que hoy nos parecen sinuosos; también habla de la coherencia de una época pasada comprendida entre el post-1870 y el post-1918. Es ese el momento bisagra.

 

La derecha, marcada por el imperativo de la venganza contra Alemania, construye a partir de 1870 una mística nacionalista muy diferente a la de la izquierda. Se la puede ver muy activa durante el caso Dreyfus, a través del «falso patriotismo» y el texto con el que el escritor Paul Léautaud acompaña su suscripción al Monumento Henry: «Por el orden, contra la Justicia y la Verdad». El antisemitismo se difunde en la derecha: apoyado en la izquierda en Proudhon y Rochefort, se convierte en el credo de estos nacionalistas que, en los entornos de Édouard Drumont y Maurice Barrès, de la Ligue des Patriotes [Liga de los Patriotas] y de la Ligue de la Patrie Française [Liga de la Patria Francesa], y más adelante de Charles Maurras y la Ligue d’Action Française [Liga de Acción Francesa], hacen del judío el principal enemigo, la encarnación de lo anti-Francia, la causa eficiente de todos los males de la sociedad.

Las ligas aparecieron en la década de 1860, en una fase más liberal del Segundo Imperio. Se trata de organizaciones políticas que priorizan la acción sobre la elección (incluso hay ligas electorales a partir de la década de 1880): se concentran en un objeto y no en un programa político. Para ello, apuntan a la «agrupación» alrededor de una idea-fuerza, donde «agrupación» es la palabra fundamental de su vocabulario, a fin de superar las nociones de clase. Las ligas representan los primeros instrumentos de la entrada de las masas en el juego político. (18) La Liga de los Patriotas, conducida por Paul Déroulède, hace culto tanto de la Revolución francesa como de la nación. Su lema, a menudo imitado, es: «Republicano, bonapartista, legitimista, orleanista apenas son nuestros nombres de pila. Patriota es nuestro apellido». Sin embargo, en su desarrollo pasa de la idea de liberar Alsacia y Lorena a la de liberar el país: la regeneración nacional prima por sobre la venganza. Aunque Déroulède critica las instituciones parlamentarias, permanece en el campo republicano, junto con blanquistas y expartidarios de la Comuna. Déroulède habla de «República plebiscitaria», que implica la elección del presidente de la República por sufragio universal y la consulta regular a la voluntad popular mediante «plebiscito legislativo», otro nombre dado al referéndum. Junto con Déroulède, avanza una extrema derecha republicana y social (la fórmula que durante mucho tiempo utilizó Jean-Marie Le Pen —«derecha nacional, social y popular»— es perfectamente acorde con este espíritu). (19) Déroulède ofrece su poder de golpe al general Boulanger, a quien nada parece detener en 1887-1889. La crítica al parlamentarismo, las odas al pueblo y a la nación permiten que el boulangismo reúna desde realistas hasta antiguos de la Comuna. La negativa de Boulanger a dar un golpe de Estado sella la suerte del movimiento, liquidado por la represión judicial primero y por el suicidio de la figura del salvador en la tumba de su amante, después. El boulangismo muestra en su conjunto la cristalización de una corriente de extrema derecha, el nacional-populismo, y hasta qué punto no tiene sentido definir el extremismo mediante el criterio de la violencia. Sería confundir el fascismo y las extremas derechas. Sería deducir de los regímenes de extrema derecha lo que deberían ser los movimientos de extrema derecha.

El nacional-populismo siguió siendo la corriente de referencia de la extrema derecha francesa, en particular gracias a los resultados electorales del Frente Nacional, que se funda en 1972, pero no logra triunfar en las urnas hasta una década después. Por cierto, el politólogo Pierre-André Taguieff importa la expresión a Francia precisamente cuando intenta comprender sus primeros logros electorales. (20) El nacional-populismo concibe el desarrollo político como una decadencia de la que solo el pueblo, que es sano, puede sanar a la nación. Al privilegiar la relación directa entre el salvador y el pueblo, más allá de las divisiones e instituciones parásitas acusadas de amenazar de muerte a la nación, el nacional-populismo reclama para sí la defensa de la gente de abajo, del «francés medio» de «sentido común», frente a la traición de elites fatalmente corrompidas. Es el apologista de un nacionalismo cerrado, busca una unidad nacional mítica y es alterófobo (teme al «otro», asignado a una identidad esencializada mediante un juego de permutaciones entre lo étnico y lo cultural, generalmente lo cultual). Une valores sociales de izquierda y valores políticos de derecha (orden, autoridad, etcétera). Así pues, si bien recurre a una estética verbal socializante, su deseo de unión de todos luego de excluir lo ínfimo, cuna de parásitos infieles a la nación, representa una ruptura total con la ideología de lucha de clases. Para lograr que coincidan nación y pueblo, efectúa permutaciones entre los distintos sentidos de la palabra «pueblo». El pueblo es el demos, la unidad política; es el ethnos, la unidad biológica; es un cuerpo social, las «clases populares»; es la «plebe», las masas. La extrema derecha nacional-populista juega con la confusión entre los tres primeros sentidos: un dispositivo como la «preferencia nacional» debe unificar al pueblo social, étnica y políticamente. La plebe se entrega a un salvador para que rompa el yugo y permita que el pueblo y la nación ejerzan su soberanía. Al desembarazarse de los parásitos, las masas se convierten en el pueblo unido. Es, pues, una ideología interclasista, que se jacta de los valores «terrenales» contra las «falsas intelectualizaciones». El nacional-populismo se instaló en nuestra vida política hace ciento treinta años. El único sentido de remitirlo a la imagen del nazismo es, pues, despegarlo de la historia de la extrema derecha francesa; no hay ninguna posibilidad lógica de pensar que pueda desaparecer gracias a una fórmula mágica. Participa del sistema político francés de manera estructural.

Además, el nacional-populismo se convirtió en un fenómeno de amplitud europea con la formación de varios partidos durante la década de 1970. Esta dinámica descansaba en tres dimensiones: el rechazo de los votantes al Estado de Bienestar (el Welfare State, según el modelo escandinavo, en general) y a un sistema fiscal considerado «confiscatorio»; el avance de la xenofobia, en un contexto de movimientos migratorios de una naturaleza considerada nueva —porque es extraeuropea— y, por último, el fin de la prosperidad vivida desde la posguerra, a partir del shock petrolero de 1973. Entre los partidos típicos de la primera dimensión, los dos precursores son el Fremskrittspartiet de Dinamarca, dirigido por Mogens Glistrup, y el Partido Anders Lange de Noruega, que lleva el nombre de su fundador. Dos partidos encarnan la movilización de los votantes contra la inmigración, al tiempo que también se vuelcan a posiciones económicas ultraliberales: por un lado, el Frente Nacional francés, que terminó penetrando electoralmente en 1983-1994, y un partido rejuvenecido y radicalizado, el FPÖ austríaco, que, bajo el estandarte de Jörg Haider, inicia a partir de 1986 una lenta y continua progresión, cuyo punto más alto se alcanza en 1999. En esa misma época, el flamenco Vlaams Blok comienza a dejar su huella en el campo político belga simbolizando, probablemente mejor que todas las demás formaciones europeas, la continuidad histórica con el nacionalismo de la primera mitad del siglo XX y a la vez una profunda modernización de los métodos de acción política.