Buch lesen: «El abandono en la Divina Providencia»

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Edición marzo, 2021

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ISBN: 978-84-18631-37-5


El abandono en la Divina Providencia

Jean Pierre de Caussade

ÍNDICE

1. Cómo nos habla Dios y cómo debemos escucharle.

2. Modo de actuar en el estado de abandono y pasividad, y antes de que se haya llegado a él.

3. Disposiciones para el abandono y sus efectos

4. El estado de abandono, su necesidad y sus maravillas.

5. El estado de pura fe.

6. Pura fe y abandono a la acción divina

7. El orden de la Providencia es el que nos santifica. Pequeñez de esta ordenación en aquellos que Dios santifica sin brillo y sin esfuerzos

8. Hay que sacrificase a Dios por amor al deber. Fidelidad para cumplirlo y parte del alma en la obra de la santificación. Dios hace todo el resto Él solo.

9. La voluntad de Dios y el momento presente.

10. El secreto de la espiritualidad está en amar a Dios y servirle, uniéndose a su santa voluntad en todo lo que hay que hacer o sufrir.

11. En el puro abandono en Dios todo lo que parece oscuridad es actividad de la fe.


Capítulo I

Cómo nos habla Dios y cómo debemos escucharle Dios habla hoy como ayer

Dios nos sigue hablando hoy como hablaba en otros tiempos a nuestros padres, cuando no había ni directores espirituales ni métodos. El cumplimiento de las órdenes de Dios constituía toda su espiritualidad. Ésta no se reducía a un arte que necesitase explicarse de un modo sublime y detallado, y en el que hubiese tantos preceptos, instrucciones y máximas, como parece exigen hoy nuestras actuales necesidades. No sucedía a así en los primeros tiempos, en que había más rectitud y sencillez.

Entonces se sabía únicamente que cada instante trae consigo un deber, que es preciso cumplir con fidelidad, y esto era suficiente para los hombres espirituales de entonces. Fija su atención en el deber de cada instante, se asemejaban a la aguja que marca las horas, correspondiendo en cada minuto al espacio que debe recorrer. Sus espíritus, movidos sin cesar por el impulso divino, se volvían fácilmente hacia el nuevo objeto que Dios les presentaba en cada hora del día.

María, abandonada en Dios

Éstos eran los ocultos medios de la conducta de María, la más simple de todas las criaturas y la más abandonada a Dios. La respuesta que dio al ángel, contentándose con decirle: Hágase en mí según tu palabra [Lc 1,38], sintetiza toda la teología mística de sus antepasados. Entonces como ahora, todo se reducía al más puro y sencillo abandono del alma a la voluntad de Dios, bajo cualquier forma que se presentase. Esta disposición, tan alta y bella, que constituía el fondo del alma de María, brilla admirablemente en estas sencillísimas palabras: Fiat mihi. Es la misma exactamente que aquellas otras que nuestro Señor quiere que tengamos siempre en nuestro corazón y en nuestros labios: Hágase tu voluntad [Mt 6,10].

Es verdad que lo que se exige de María en este solemne instante es gloriosísimo para ella; pero todo el brillo de esta gloria no la deslumbra: es solamente la voluntad de Dios la que mueve su corazón.

Esta voluntad de Dios es la regla única que María sigue y que en todo ve. Sus ocupaciones todas, sean comunes o elevadas, no son a sus ojos más que sombras, más o menos brillantes, en las que encuentra siempre e igualmente con qué glorificar a Dios, reconociendo en todo la mano del Omnipotente. Su espíritu, lleno de alegría, mira todo lo que debe hacer o padecer en cada momento como un don de la mano de Aquél que llena de bienes un corazón que no se alimenta sino de Él, y no de sus criaturas.

La virtud del Altísimo la cubrirá con su sombra [Lc 1,35], y esta sombra no es sino lo que cada momento presenta en forma de deberes, atracciones y cruces. Las sombras, en efecto, en el orden de la naturaleza, se esparcen sobre los objetos sensibles, como velos que los ocultan. Y del mismo modo, en el orden moral y sobrenatural, bajo sus oscuras apariencias, encubren la verdad de la voluntad divina, la única realidad que merece nuestra atención.

Así es como María se encuentra siempre dispuesta. Y esas sombras, deslizándose sobre sus facultades, muy lejos de producirle ilusiones vanas, llenan su fe de Aquél que es siempre el mismo. Retírate ya, arcángel, que eres también una sombra. Pasó tu instante y desapareces. María sigue y va siempre adelante, y tú ya estás muy lejos. Pero el Espíritu Santo, que bajo el aspecto sensible de esa misión ha entrado en ella, ya nunca la abandonará.

Casi no vemos rasgo alguno extraordinario en el exterior de la santísima Virgen. No es, al menos, eso lo que la Escritura subraya. Su vida es presentada como algo muy simple y común en lo exterior. Ella hace y sufre lo que hacen y sufren las personas de su condición. Visita a su prima Isabel, como lo hacen los demás parientes. María va a inscribirse a Belén, con otros más. Su pobreza la obliga a retirarse a un establo. Vuelve a Nazaret, de donde la alejara la persecución de Herodes; y vive con Jesús y José, que trabajan para procurarse el pan cotidiano.

Dejémonos llevar por Dios en cada instante

Pero ¿de qué pan se alimenta la fe de María y de José, cuál es el sacramento de todos sus momentos sagrados? ¿Qué se descubre bajo la apariencia común de los acontecimientos que los llenan? Lo que allí sucede es visible, es lo que ordinariamente vemos en todos los hombres; pero lo invisible que la fe allí descubre y reconoce es nada menos que el mismo Dios realizando obras grandes [Lc 1,49].

¡Oh Pan de los ángeles, maná celeste, perla evangélica, sacramento del momento presente! Tú nos das al mismo Dios bajo las apariencias tan viles del establo y la cuna, la paja y el heno... ¿Pero a quién se lo das? A los hambrientos los colma de bienes [Lc. 1,53]. Dios se revela a los pequeños en las cosas más pequeñas; y los grandes, que solo miran la apariencia, no le reconocen, no lo descubren ni aun en las grandes.

¿Hay algún modo secreto para encontrar este tesoro, este grano de mostaza, esta dracma? En absoluto. Es un tesoro que está en todas partes, y que se ofrece a nosotros en todo tiempo y lugar. Como Dios, las criaturas todas, amigas y enemigas, lo derraman a manos llenas, y lo hacen fluir por todas las facultades de nuestro cuerpo y potencias de nuestra alma, hasta el centro mismo del corazón. Abramos, pues, nuestra boca, y nos será llenada. Sí, la acción divina inunda el universo, penetra y envuelve todas las criaturas, y en cualquier parte que estén ellas, ella está, las adelanta, las acompaña, las sigue. Lo único que hay que hacer es dejarse llevar por su impulso.

Es camino para todos

Quiera Dios que los reyes y sus ministros, los príncipes de la Iglesia y del mundo, sacerdotes, soldados, ciudadanos, todos, en una palabra, se convenzan de la facilidad con que pueden llegar a una santidad eminente. Para conseguirla sólo es necesario cumplir fielmente con los sencillos deberes del cristianismo y del propio estado, abrazar con paciencia las cruces que éstos traen consigo, someterse a los designios de la Providencia, cumpliendo incesantemente todo cuanto el presente nos ofrezca para hacer o padecer

Ésta es toda la espiritualidad que santificó a los Patriarcas y Profetas, cuando todavía no existían tantos métodos y maestros. Ésta es la espiritualidad de todas las edades y de todo estado, que ciertamente no pueden santificarse de un modo más alto, más extraordinario, y al mismo tiempo, más fácil: la práctica sencilla de aquello que Dios, único director de las almas, les da en cada momento para hacer o sufrir, al mismo tiempo que se obedecen las leyes de la Iglesia o las del príncipe.

Si se viviera así, los mismos sacerdotes apenas serían necesarios, más que para los sacramentos. Las demás cosas, sin ellos, resultarían santificantes en todos y en cada uno de los momentos. Y esas almas sencillas, que no se cansan de consultar sobre los medios para ir a Dios, se verían liberadas de fardos pesados y peligrosos, que aquellos que disfrutan gobernándolas les imponen sin necesidad.


Capítulo II

Modo de actuar en el estado de abandono y pasividad, y antes de que se haya llegado a él

Estado activo y estado pasivo

Hay un tiempo en que el alma vive en Dios, y otro en que Dios vive en el alma. Y lo que es propio de uno de estos tiempos, es contrario al otro. Cuando Dios vive en el alma, ésta debe abandonarse totalmente a su providencia. Cuando el alma vive en Dios, debe proveerse con mucha solicitud y regularidad de todos los medios de los que puede aprovecharse para llegar a esa unión con Dios. En efecto, todos sus caminos están trazados, sus lecturas, sus asuntos todos. Su guía está a su lado, y todo está regulado, hasta las horas de hablar.

Tiempo del abandono

Pero cuando Dios vive en el alma, ella no ha de hacer nada desde sí misma, sino aquello que le es dado hacer en cada momento movida por el principio que la anima. Ya no hay provisiones, ni caminos trazados. Es como un niño a quien se lleva donde se quiere, y que se limita a ver las cosas que se le van presentando. No hay ya libros señalados para esta persona. No raras veces se ve privada de director espiritual, y Dios las deja sin otro apoyo que Él mismo. Permanece así en la tiniebla y el olvido, el abandono, la muerte y la nada.

Esta persona experimenta sus necesidades y miserias sin saber por dónde ni cuándo le vendrá el auxilio. Simplemente, espera en paz y sin inquietud que le venga la asistencia, puestos sólo en el cielo los ojos de su esperanza. Dios, que en esta esposa suya no halla ninguna disposición más pura que esta total dimisión de todo lo que ella es, para solamente ser por gracia y por acción divina, le proporciona oportunamente libros y pensamientos, proyectos y avisos, consejos y ejemplos de sabiduría. Todo lo que las otras almas encuentran con su esfuerzo, ésta lo recibe en su abandono. Todo lo que las otras guardan con precaución, para retomarlo cuando les convenga, ella lo recibe en el momento en que lo necesita, admitiendo precisamente sólo aquello que Dios tiene a bien darle, para así vivir solamente de Él.

Las otras almas emprenden para la gloria de Dios un sin fin de cosas, pero ésta a veces está en un rincón del mundo, como los restos de un vasija rota, que ya no sirva para nada. El alma que se ve en tal estado, desprendida de las criaturas, pero gozando de Dios por un amor muy real, muy verdadero, muy activo, aunque infuso, en el reposo, no se inclina a ninguna cosa por su propio deseo. Ella solamente sabe dejarse llenar por Dios, y ponerse en sus manos para servirle de la manera que Él disponga.

Muchas veces ignora para qué sirve, pero Dios lo sabe bien. Quizá los hombres la estimen inútil, y las apariencias apoyan este juicio; pero la verdad es que, por medios y secretos y canales desconocidos, ella difunde una infinidad de gracias sobre personas que muchas veces la ignoran y en las que ella tampoco piensa.

Es ya Dios quien obra en el alma

En estas almas solitarias, todo es eficacia, todo predica, todo es apostólico. Dios da a su silencio, a su reposo, a su olvido, a su desprendimiento, a sus palabras, a sus gestos, una cierta virtud que opera sin ellas saberlo en las almas. Y como estas almas son dirigidas por las acciones ocasionales de mil criaturas, de las que se sirve la gracia para instruirles sin que ellas de den cuenta, así también sirven ellas de confortación y de dirección a no pocas almas, sin que exista para ello ninguna vinculación o relación expresa.

Es Dios quien obra en estas almas, pero por movimientos imprevistos y muchas veces desconocidos, de manera que son como Jesús, del que manaba una virtud que curaba a otros [Lc 6,19]. La diferencia está en que ellas no sienten la irradiación de esa virtud, a la que no contribuyen por una cooperación activa; son, más bien, como un bálsamo oculto, cuyo perfume se siente sin conocerlo, y que él mismo se ignora.

El estado espiritual que describo se parece sobre todo al estado de Jesús, de la santísima Virgen y de San José.

Voluntad divina ya expresada y voluntad divina providente

Se trata de una plena dependencia respecto a lo que Dios quiera y de una pasividad continua para ser y para obrar, según la libre voluntad de Dios. Y aquí es preciso destacar que ésta es una voluntad desconocida, imprevisible, fortuita o, por así decirlo, casual. Yo le llamaría una voluntad de pura providencia, para distinguirla de aquella voluntad que señala obligaciones precisas, de las que nadie puede dispensarse.

Pues bien, dejando aparte esta voluntad señalada y precisa, digo que estas almas a las que me refiero viven pendientes de esa otra que yo llamo de pura providencia. Y así sucede que su vida, aunque muy extraordinaria, no ofrece sin embargo nada que no sea muy común y ordinario. Son personas que cumplen sus deberes religiosos y los de su estado, lo mismo que aparentemente vienen haciendo los demás.

Almas llevadas por Dios providente

Observadles con atención, y no apreciaréis nada impresionante, ni especial. Todas ellas viven el curso de los acontecimientos ordinarios, y aquello que podría distinguirlas no resulta asequible a los sentidos. Lo que parece representar todo para ellas es esa dependencia continua que mantienen respecto de la voluntad de Dios. Esta voluntad de pura providencia las hace siempre señoras de sí mismas, por la continua sumisión de su corazón. Y sea que cooperen ellas expresamente o que obedezcan sin advertirlo, están sirviendo para el bien de las almas.

No hay honores ni salarios para un servicio que, a los ojos del mundo, cumplen estas almas en la mayor desnudez e inutilidad. Libres, por su situación, de casi todas las obligaciones exteriores, estas almas son poco aptas para el trato mundano o para los negocios, lo mismo que para las reflexiones o conductas complicadas. No es fácil servirse de ellas para nada, y más bien dan la imagen de personas débiles de cuerpo y de espíritu, de imaginación y de pasiones. No se les ocurre nada, no piensan en nada, no prevén nada, no se toman a pecho nada. Son, por decirlo así, muy bastas, y no se ve en ellas el adorno que la cultura, el estudio y la reflexión dan al hombre. Se ve en ellas lo que la naturaleza muestra en los niños que no han recibido aún formación alguna de sus maestros. Son en ellas patentes ciertos pequeños defectos, de los que no son más culpables que esos niños sin formación, pero que chocan más vistos en ellas que en éstos. Y es que Dios despoja a estas almas de todo, menos de la inocencia, para que no tengan nada sino a Él mismo.

Parecen despreciables e inútiles

El mundo, que ignora este misterio, y que sólo juzga por las apariencias, no encuentra en estas almas absolutamente nada de lo que a él le agrada y estima. Las rechaza y desprecia. Más aún, vienen a hacerse piedras de escándalo para todos. Cuanto más se las conoce, menos se entienden y más oposición suscitan. En realidad, no se sabe qué decir o pensar de ellas. Hay algo, sin embargo, no se sabe qué, que habla a su favor. Pero en lugar de seguir este instinto, o al menos en lugar de suspender el juicio, se prefiere seguir la malignidad. Y así se espía sus acciones con mala intención, y lo mismo que los fariseos reprobaban las maneras de Jesús, se mira a estas almas con prejuicios negativos, que todo lo hacen parecer ridículo o culpable.

Y a esto se junta que estas pobres almas se ven a sí mismas como inferiores. Unidas simplemente a Dios por la fe y el amor, todo lo sensible que ven en sí mismas les parece un desorden. Y eso les previene aún más contra sí mismas, cuando se comparan con quienes pasan por santos, persona bien capaz de sujetarse a reglas y métodos, que en toda su persona y sus acciones dan un testimonio de vida ordenada. Entonces, la vista de sí mismas les llena de confusión y les resulta insoportable.

De ahí nacen así, del fondo de su corazón, suspiros y gemidos amargos, que no expresan sino ese exceso de dolor y de aflicción que les abruma. Acordémonos de que Jesús era Dios y hombre al mismo tiempo; él estaba aniquilado como hombre, y como Dios, lleno de gloria. Estas almas, sin participar de su gloria, sienten sólo esas aniquilaciones que en ellas producen sus tristes y dolorosas apariencias. A los ojos del mundo vienen a ser lo que era Jesús a los ojos de Herodes y de su corte.

De todo esto, me parece, es fácil concluir que estas almas de abandono no pueden, al contrario de las otras, ocuparse en deseos, búsquedas, cuidados, ni tampoco vincularse a ciertas personas o actividades, ni sujetarse a ciertos métodos o planes bien concertados para hablar, obrar o leer. Todo esto supondría que estaban en condiciones de disponer de sí mismas; pero todo eso viene excluido por el mismo estado de abandono en el que se encuentran.

Desasidas y entregadas a Dios

En este estado -es un estado de vida-, la persona está en Dios por una cesión plena y completa de todos sus derechos sobre sí misma, sobre sus palabras y acciones, pensamientos y proyectos, sobre el empleo de su tiempo y sobre todas las relaciones que pueda tener. Solamente permanece un solo deber que cumplir: tener siempre los ojos fijos sobre el Señor que se ha dado, y mantenerse siempre a la escucha, para adivinar y captar su voluntad, ejecutándola al instante. Ningún ejemplo mejor que el de un servidor que no está junto a su señor sino para obedecer a cada instante todas las órdenes que le pueda dar, y que de ningún modo está para emplear su tiempo en gestionar sus propios asuntos, que debe abandonar, para permanecer al servicio de su Señor en todo momento.

De este modo, estas almas de las que hablamos son, por su estado, solitarias y libres, desasidas de todo, para contentarse con amar en paz a Dios, que las posee, y con cumplir fielmente el deber presente, según la voluntad expresada por Dios, sin permitirse ninguna reflexión, ni andar dando vueltas para examinar consecuencias, causas o motivos. Ha de bastarles ir adelante cumpliendo con sencillez sus deberes, como si no hubiera en el mundo otra cosa que Dios y esta apremiante obligación.

El momento presente

El momento presente es, pues, como un desierto, donde el alma sencilla sólo ve a Dios, y de Él goza, sin ocuparse de nada más que de lo que Él quiera de ella: todo lo demás queda a un lado, olvidado, abandonado a la Providencia. Esta alma, como un instrumento, no recibe ni hace sino en la medida en que la acción íntima de Dios la ocupa pasivamente en ella misma o la aplica a lo exterior. Y esta dedicación a lo exterior va acompañada por su parte con una cooperación libre y activa, aunque infusa y mística. Dios, por tanto, contento de su buena disposición y hallando en ella cuanto es preciso para que actúe en cuanto Él lo ordene, le ahorra trabajos, dándole aquello que de otra manera hubiera sido fruto de sus esfuerzos y del ejercicio de su buena voluntad.

Caminando bajo la guía de un amigo

Es como si alguien, viendo que un amigo va a hacer un viaje, para ayudarle, penetrase al punto en este amigo, y bajo su apariencia, hiciese el camino por su propia actividad, de tal modo que a este amigo no le quedara sino la voluntad de andar, mientras iba caminando llevado por este ajeno impulso. Este caminar sería libre, puesto que sería efecto de la determinación libre del amigo que así era ayudado; sería activo, ya que se trataría de un caminar real; sería infuso, pues se realizaría sin acción propia; y sería místico, puesto que su principio permanecería oculto.

En todo caso, para explicar la clase de cooperación que se da en esta marcha imaginaria, adviértase que es completamente diversa del cumplimiento que ese amigo hace de sus obligaciones. Aquí la acción por la que las cumple no es mística ni infusa, sino libre y activa, como se comprende obviamente. Y así, en la obediencia a la voluntad de Dios que se da en el abandono y la pasividad, el alma no pone nada de su parte, fuera de su habitual buena voluntad general, que quiere todo y no quiere nada, es decir, que se hace un instrumento sin acción propia desde el momento en que se pone en manos del obrero. Por el contrario, la obediencia que se presta a la voluntad de Dios manifestada y determinada se produce en un estado común de advertencia, de solicitud atenta, de prudencia y discreción, según que la gracia actúe sensiblemente o deje a la persona en sus esfuerzos ordinarios.

Vía pura y sencilla

En el abandono, pues, el alma deja que Dios actúe en todo lo demás, guardándose sólo para sí el amor y la obediencia al deber presente, pues en esto el alma actuará siempre. Este amor del alma, infuso en el silencio, es una verdadera acción, a la que ella se obliga perpetuamente. Debe, en efecto, conservarla sin cesar y mantenerse continuamente en estas disposiciones en que el deber la pone, lo cual el alma no puede hacer, evidentemente, sin actuar. Y así esta obediencia al deber presente es al mismo tiempo una acción por la que ella se consagra entera a la voluntad exterior de Dios, sin esperar nada extraordinario.

Ésta es, pues, la regla, el método, la ley, la vía pura, sencilla y segura de esta alma: una ley invariable, que está vigente en todo tiempo, lugar y circunstancia de vida. Es una línea recta, por la que el alma camina valiente y fielmente, sin desviarse a derecha o a izquierda, y sin ocuparse de otra cosa. Y todo lo que vaya más allá de esto es recibido por ella pasivamente y realizado en el abandono. Es decir, es activa en todo lo que viene prescrito por el deber presente, y es, en cambio, pasiva y abandonada en todo lo demás, en lo que no hace nada por sí misma, sino acoger en paz la moción divina.

No hay camino espiritual que sea más seguro que esta sencilla vía, ni que sea tan claro y fácil, tan amable y tan libre de errores e ilusiones. La persona ama a Dios, cumple sus deberes cristianos, frecuenta los sacramentos, practica las obras exteriores de religión que obligan a todos, obedece a sus superiores, cumple sus deberes de estado, resiste continuamente las tentaciones de la carne, la sangre y el demonio. Nadie, en efecto, es más atento y vigilante para cumplir con sus obligaciones que las almas que van por esta vía.

No faltan contradictores

Y si ésta es la verdad, ¿cómo es posible que tantas veces sean objeto de contradicción? Una de las contradicciones que más frecuentemente han de sufrir consiste en que, después de que han cumplido con lo que los doctores más estrictos exigen de todos los cristianos, todavía se pretende imponerles ciertas prácticas enojosas, a las que la Iglesia no obliga en modo alguno. Y si ellas se resisten, son acusadas de espiritualidad ilusoria.

Pero analicemos el asunto. Si un cristiano se limita a los mandamientos de Dios y de la Iglesia, y en todo lo demás, sin meditaciones y contemplaciones, sin lecturas ni dirección espiritual, se entrega al trato mundano o a otros asuntos de la vida civil ¿puede decirse que va descaminado? A nadie se le ocurre ni remotamente acusarle de ello. Pues bien, comprendamos que mientras no se moleste para nada al cristiano que acabo de describir, es de justicia no inquietar a esta alma que, no solamente cumple los preceptos como aquél, e incluso mejor, sino que añade prácticas interiores y exteriores de piedad, que el otro ni siquiera conoce o, si las conoce, las mira con indiferencia.

A pesar de todo, el prejuicio llega a afirmar que esta alma se engaña, se equivoca, pues después de someterse a todo lo que la Iglesia prescribe, se considera libre para entregarse sin trabas a los íntimos impulsos de Dios, y para seguir las mociones de su gracia en todos los momentos en los que no se ve expresamente obligada a nada concreto. En una palabra, se le condena porque se dedica a amar a Dios en el tiempo que otros dedican al juego o a sus asuntos mundanos. ¿No es esto una injusticia manifiesta?

Es preciso insistir en ello. Si uno se mantiene en el nivel y estilo comunes, aunque sólo se confiese una vez al año, nadie tiene nada que decir, y se le deja vivir en paz, contentándose eventualmente con exhortarle a algo más, eso sí, sin presionarle demasiado y sin hacérselo sentir como una obligación. Ahora bien, si alguno se sale de la costumbre común, enseguida se le abruma con normas, reglas y métodos. Y si él no pasa por ello, y no acepta lo que el arte de la piedad ha establecido, o si no lo observa con constancia, la cosa es clara: todos temen por él, y su camino resulta claramente sospechoso. Ahora bien, ¿no es cosa sabida que todas las prácticas, por buenas y santas que sean, no son, después de todo, sino caminos que conducen a la unión con Dios? ¿Para qué, pues, ha de ejercitarse en ellas aquél que no está ya en el camino, sino en la meta?

Todo esto, sin embargo, se le exige a esta alma, que se supone víctima de engañosas ilusiones. En realidad ella hizo el camino como los demás, siguiendo al principio fielmente todas las prácticas normales. Pero ahora van a esforzarse en vano quienes pretendan que siga sujeta a ellas. Una vez que Dios, conmovido por los esfuerzos que ella hizo para avanzar con esos medios, ha venido junto a ella, tomando a su cargo conducirla a la feliz unión; una vez que ella ha llegado a esa hermosa zona, en la que solamente se respira el abandono, y en donde comienza a poseerse a Dios por el amor; una vez, en fin, que Dios bondadoso, sustituyendo sus empeños y esfuerzos, se ha hecho principio de su actividad, ya los pasados métodos han perdido para ella toda su utilidad, y no son más que un camino ya recorrido, que quedó atrás. Exigirle, pues, al alma que vuelva a adoptar aquellos métodos o que continúe siguiéndolos, equivale a pretender que abandone el término al que llegó, para volver al camino que a él le condujo.

Perseverando en la paz

Son pretensiones y esfuerzos vanos. Si esta alma tiene algo de experiencia, no se afectará en nada al oír este griterío, y permanecerá sin turbación ni inquietud alguna en esa paz tan íntima, en la que con tanto fruto se ejercita su amor. En ese centro es donde hallará su descanso o, si se quiere, ahí encontrará la línea recta trazada por el mismo Dios, la que ella seguirá siempre. Avanzará continuamente por ella, y en cada momento todos sus deberes le serán marcados siguiendo la dirección de esta línea. A medida que se vayan éstos presentando, ella los cumplirá sin vacilaciones y sin prisas. Y en todo lo demás guardará una absoluta libertad, siempre pronta a obedecer las mociones de la gracia en cuanto las sienta, abandonándose así al cuidado de la Providencia.

Dirección espiritual

Por lo demás, esta alma necesita menos que otras la dirección espiritual, pues no ha llegado donde está sino por medio de muy expertos y excelentes directores, y es algo providencial que ahora se quede sin ayuda, cuando el que tenía está lejos o murió.

Incluso en este caso está dispuesta a dejarse guiar, y espera con paz el momento de la acción de la Providencia, sin pensar ya después en ello. De vez en cuando, en este tiempo de privación, encontrará personas, sin conocerlas ni saber de dónde provienen, por las que sentirá una secreta confianza que Dios le inspira. Él quiere servirse de ellas como de una señal, por la que comunicarle alguna luz, aunque sólo sea pasajera. El alma, entonces, consulta y sigue con toda docilidad los consejos que recibe. Pero cuando faltan estas ayudas, guarda fidelidad a las orientaciones que le fueron dadas por su primer director. Y así está siempre muy dirigida, bien por los antiguos consejos recibidos hace tiempo, o bien por estos avisos ocasionales. A éstos se atienen ellas hasta que Dios les dé alguien a quien puedan confiarse por completo, o hasta que se los lleve de este mundo, después de que ellas hayan caminado en el abandono bajo su guía.


Capítulo III

Disposiciones para el abandono y sus efectos

Docilidad a la voluntad de Dios

¡Qué desasido hay que estar de todo lo que se siente o se hace para caminar por esta vía, en la que sólo cuenta Dios y el deber de cada momento! Todas las intenciones que vayan más allá de esto deben ser eliminadas. Es preciso limitarse al momento presente, sin pensar en el precedente, ni en el que va a seguir.

Guardando siempre a salvo, por supuesto, la ley de Dios, hay algo interior que te está diciendo: «Me veo ahora inclinado a esa persona, a este libro, a recibir o a dar tal advertencia, a presentar cierta queja, a abrirme a esa persona o a recibir sus confidencias, a dar tal cosa o a hacer tal otra».

Es preciso, entonces, seguir lo que se presenta como moción de la gracia, sin apoyarse ni un sólo momento en las propias reflexiones, razonamientos o esfuerzos. Hay que tener presente todo esto, pero para el momento en que Dios venga, sin realizar opciones propias. Dios nos da su voluntad, ya que en este estado Él vive en nosotros. En efecto, la voluntad de Dios ha de ocupar aquí el lugar de todos nuestros apoyos ordinarios.

Fidelidad a la gracia del momento

Cada momento va urgiendo la acción de cada una de las virtudes. Y el alma abandonada responde con fidelidad en cada instante, de modo que aquello que ha leído o escuchado lo tiene tan presente, que el novicio más abnegado no cumple mejor que ella sus deberes. Eso lleva consigo, por ejemplo, que estas almas son llevadas una vez a esta lectura, otra vez a otra, o bien a hacer tal observación o cierta reflexión sobre sucesos mínimos. En un momento concreto, les da Dios aliciente para instruirse en una doctrina, y en otro va a sostenerles en la práctica de la virtud.