Buch lesen: «Una dosis de melancolía»

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Colección de narrativa breve

No. 5

Una dosis de melancolía

Colección: La nave insólita, número 5

Primera edición digital noviembre 2020

Ciudad de México

Edición: Anaïs Blues y Luis Flores Ramos

Diseño de colección: Víctor Mendoza

D.R.© Javier Zúñiga

D.R.© La Tinta del Silencio, 2020

latintadelsilencio@gmail.com

www.latintadelsilencio.com

ISBN: 978-607-99031-5-2

Se puede difundir de manera parcial esta obra sin fines de lucro, con el consentimiento de su autor y/o editores.

A Marilú, melancólica dosis de compañía

Índice

Prólogo - Alejandro Badillo

Reencarnación

Vámonos

Puentes

Condena

Vacío

Una dosis de melancolía

Estorbo

Estaba harto

Resurrección

Gobernador

Atrofia emocional

Semblanza del autor

Prólogo

Una dosis de melancolía, libro de cuentos de Javier Zúñiga, mezcla el ámbito cotidiano, la imaginación y el mundo libresco. El cuento, a menudo tratado de forma elemental por autores contemporáneos, tiene en Zúñiga a un practicante que le interesa explorar estados de ánimo antes que resolver misterios o atar cabos.

La melancolía, un estado que altera la disposición de ánimo y tergiversa los hechos que nos rodean, es uno de los hilos conductores del libro. Cada uno de los personajes que presenta el autor sueña, añora y, a menudo, sufre el desencuentro cuando sus esperanzas se topan con la realidad. A pesar de eso no sucumben a la melancolía y vuelven, empeñosos, al combate. En algunos cuentos el sexo es el detonante de la ensoñación. En otros hay una amenaza velada que, con sutilidad, acecha los pasos de los protagonistas.

Hay un aspecto interesante en los cuentos de Javier Zúñiga: la tensión se distribuye en el punto de vista del personaje y no en la anécdota que satisface las expectativas de un lector poco exigente. Las historias, es cierto, construyen el conflicto que debe tener un cuento,

pero no lo resuelven con sorpresas fáciles o una pirotecnia desmedida. El autor sigue a sus personajes como un lector más y por eso evita calificaciones obvias o frases absolutas. En Una dosis de melancolía asistimos a un constante descubrimiento, a una indefinición saludable. Cuando creemos enfilar a la resolución del misterio o al resultado de la peripecia, Javier Zúñiga cierra la puerta del cuento para mostrarnos que la literatura es un pestañeo, un trozo de realidad para releer una y otra vez.

Alejandro Badillo

La melancolía es el placer de estar triste.

Victor Hugo

Reencarnación
1

Creo con todo mi ser en la energía, somos seres milenarios, viejos, como el universo mismo, y siento que nuestras presencias están rebotando entre nebulosas y galaxias, en la búsqueda de un cuerpo que nos aloje, de unos ojos que nos permitan ver la luz otra vez. Somos energía fugitiva de las estrellas, de sus corazones.

Creo en la reencarnación y estoy seguro de que algunos de nosotros, los más avanzados, tenemos el don de conservar la conciencia de lo que fuimos, de nuestros sueños anteriores. Algunos recordamos el día en que volvimos al mundo o si venimos de algún lugar fuera de él.

Mi caso es una combinación fortuita de situaciones extrañas. Demasiado.

Nunca fui fanático de nada, sólo de esto mismo que digo, gracias a la perseverancia de mi abuela; pero jamás me atrajeron las cosas públicas, como los deportes, la música, el cine, nada de eso llama mi atención, como si se tratara de cosas que ya para mí fueran de sobra conocidas, como si nada tuviera el don de sorprenderme.

Si acaso mi distracción durante algún tiempo fue la lectura de las Vidas paralelas de Plutarco, con quien en muchas cosas estoy de acuerdo, como la influencia inevitable de factores externos que determinan el carácter. La similitud innegable de algunas vidas, el mismo alumbramiento de los astros para seres distintos.

2

Mi abuela era fanática de las películas del Santo, un bizarro súper héroe mexicano, infalible en la destrucción de malvados monstruos, de mentes criminales, de seductoras vampiras. Un personaje que en ocasiones ocupó parte de mi imaginario, pues la abuela juraba que jamás había perdido una pelea, por ello nunca había dejado de usar una máscara de color plata, virtuosa en la lucha contra el mal.

Habíamos visto los anuncios de su despedida, se decía que dejaba para siempre las peleas, al grado que dos años antes había revelado media cara levantando con cuidado su máscara en un programa de televisión, acto que ya se consideraba histórico. Por ello cuando vimos los carteles que anunciaban su presencia en el teatro Blanquita, no hubo argumento que le quitara la decisión a mi abuela de asistir, y lo peor, de que yo la acompañara. Por más invenciones de compromisos no pude zafarme y fuimos de los presentes en primera fila, cerquita, para que la vista cansada de la abuela no tuviera que sufrir tratando de enfocar desde lejos, pues esto le acarreaba dolores de cabeza, y entonces a mí me hubiera tocado colocarle, antes de dormir, rebanadas de pepino en los ojos.

Ya la cosa pintaba mal desde el inicio, pues el Santo era el único que no se levantaba, le habían colocado un sillón en el escenario y desde allí como Emperador por momentos nos pasaba su índice barriéndonos. Mi abuela era feliz de que alguno de esos dedazos al aire la señalaran, por mi parte estaba más aburrido que nunca, y trataba de recordar algunos pasajes de la Vida de César, que recién había terminado.

—No seas ingrato —me dijo mi abuela—, si son casi tocayos.

Lo cual no era tan cierto. Él se llamaba Rodolfo Guzmán Huerta, mientras yo soy Rodolfo García Hernández. Sólo si nos llamáramos Rodolfo G.H., pues nada que objetar.

—Hasta nació el mismo día que tú, —me dijo toda rencorosa.

Me dio escalofrío la revelación. Eso era un dato que desconocía.

Nunca me interesó la lucha libre, ni el cine, aunque había mal gastado algunas tardes viendo sus películas por culpa de la abuela que exigía mi complicidad en estos temas.

Mientras los minutos fluían sin más regaños, de pronto Don Rodolfo, el Santo, se levantó de su sillón y con una mano apretó el pecho, igual que hacía en las películas cuando le daban una cachetada al bíceps, y con la otra mano, derechito, sin que nadie lo desviara me señaló y se quedó mirando mis ojos. Sentí una extraña vibra que me erizó el cuerpo, como cuando le declara la guerra a Ruvinskis, en La Invasión de los Marcianos. Luego se dejó caer ya todo desbaratado, como si se hubieran roto los hilos que lo sostenían.

Silencio.

Alguien pidió auxilio y un médico. Ordenaron que la gente abandonara la sala y como una docena de fulanas le arrojaban aire a la cara, le quitaban los zapatos y lo recostaban en el suelo. Yo sólo pensaba, quítenle la máscara, que respire libre.

— Ahora sí se lo llevó la chingada. —Dijo mi abuela sintiéndose defraudada— pero te pasó la batuta ¿viste cómo te señaló?

Yo con más ganas de espiar, por puro morbo, que de hacerle caso a mi abuela, sólo miraba de reojo como se nos iba el Santo al más allá, sin malosos ni monstruos que lo fregaran.

3

Desde ese momento la abuela no paró de fastidiarme con que yo tenía la misión de continuar el legado del Santo. Tanto me decía cosas de la vida del luchador que comencé a encontrar similitudes en su historia, empezó a crecer un paralelismo que hasta ese momento ni Plutarco hubiera sospechado.

Cuando en la televisión pasaron la escena de Black Shadow y Blue Demon cargando el féretro, ya tanto me había convencido la abuela, que hasta sentí una tremenda vergüenza de no estar en uno de los extremos. Ya estaba tan convencido de mi papel que podría haberlo cargado con un brazo.

Tuve la certeza de haber soñado que abría los ojos y frente a mí, tenía el cristal del féretro. Había una luz blanquísima y cegadora, y a mi alrededor la gente aplaudía y gritaba a coro Santo, Santo, Santo. Me llevé las manos al rostro y sentí claramente los bordes de las costuras de la máscara.

Por supuesto lo pasé muy mal. Sudé mucho. Perdí como dos litros de sudor.

Al amanecer aún me retumbaba en la cabeza el grito de las multitudes.

Era martes, se iba a hacer una función de lucha libre en homenaje, para recaudar fondos.

Las filas para ayudar al Santo eran enormes.

Conseguí un boleto.

Apuré mis pendientes y antes, mucho antes de que comenzara la función, ya estaba en la fila, esperando se abrieran las puertas. En cuanto entré, me puse la máscara que la abuela guardaba celosa en una caja de zapatos.

Mis brazos, juro, se hincharon como si los rellenaran con agua. Sentí que la camisa me apretaba y que mis axilas se cortaban con la tela. Ya tenía visualizado mi destino.

Para estar seguro, muy seguro de nuestro paralelismo, haría cualquiera de dos cosas: un tope desde la tercera cuerda o someter con la “de caballo” a los rudos.

Los vendedores me estorbaban, con sus cervezas y sus cacahuates, obstaculizaban mi paso. Pero mi impaciencia fue creciendo mientras la función inició y pasaron las dos primeras peleas.

El sonido casi nos hizo aullar, con una conocida canción de luchadores. Se desató un tremendo coro de Santo, Santo, Santo; que opacaba el anuncio de la pelea estelar.

El aire se hizo espeso, la garganta seca, los ojos sin parpadeos.

Corrí hacia el ring en el momento que vi en el suelo, cerca de las butacas, a Blue Demon. Me trepé a la tercera cuerda. Me valió madre que un día antes se viera buena gente cargando el ataúd del Santo. Yo quería inaugurar la nueva historia.

— Ahora sí volvió el Santo, huevón. Le grité queriendo ser violento.

Me arrojé de cabeza directo al pecho de Demon. Quien nada solidario, ni deportista, ni humanitario, ni siquiera porque soy la reencarnación de su casi compadre, el muy cabrón me recibió con las piernas directo al pecho y a pesar de que crujieron mis costillas me lanzó de espaldas hacia las butacas que me doblaron el espinazo “de caballito”.

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