Vivir con el corazón

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Vivir con el corazón
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JAVIER SANTISO nació en la casa que fue del escritor francés Michel Tournier, en Saint-Germain-en-Laye, Francia, en 1969. Es economista de formación, educado en París, Oxford y Boston. Como economista ha publicado varios libros, algunos en las editoriales de MIT, Oxford y Cambridge.

La poesía y la literatura estuvieron presentes en su vida desde los años de estudios en el barrio latino parisino, donde conoció a autores como Milán Kundera y Vaclav Havel, así como a los poetas Octavio Paz, Salah Stétié, y Christian Bobin.

En 2017, con el afán de traducir la obra de Christian Bobin al español, fundó la editorial La Cama Sol, dedicada al arte y a la poesía, donde ha presentado obras conjuntas de Joan Margarit y Paula Rego, Christian Bobin y José María Sicilia, Eugenio de Andrade y Soledad Sevilla, Pere Gimferrer y Antoni Tàpies, así como de Anselm Kiefer, Jaume Plensa, Miquel Barceló, Etel Adnan, y Rachid Koraïchi.

Ha traducido a poetas como el malayo Latiff Mohidin, la libanesa Etel Adnan, la luxemburguesa Anise Koltz, o la siria Maram al Masri. Y a los autores franceses Christian Bobin, Lucien Becker, Michel Butor, Henri Pichette.

Ha publicado varios libros de poesía, El octavo día (2017), Antes de que venga la noche (2018), éste en colaboración con la pintora Lita Cabellut, Donde ella estaba, estaba el paraíso (2019). En 2020 publicó un cuento corto, Un sol de pulpa oscura, con obras de la artista iraní Shirin Salehi. Vivir con el corazón es su primera novela publicada.

Uno de sus sueños es llevar al francés La Cama Sol para traducir y dar a conocer en su otro país a poetas como Joan Margarit, Pere Gimferrer, Jaime Gil de Biedma, Ángel González o José Agustín Goytisolo.

AHORA SABEMOS QUE EL COLOR DEL AMOR NO ES SóLO EL VERDE sino que también es el amarillo, el sol limón aún verde. Esta novela está volcada en las vidas minúsculas que giraron en torno a Vincent van Gogh. Nace de encuentros y de amores, de cientos de páginas leídas y olvidadas, de viajes a Ámsterdam y a París, donde ahora Vincent está colgado en museos o es visible en las pantallas del Atelier Lumières.

Las mujeres cambian las vidas de los hombres, les dan la luz, nos dan el amor, dice el autor, hacen que las almas brillen como vidrieras, que se nos llenen el cuerpo y el corazón de colores, y en particular de verdes y de amarillos. Por eso Javier Santiso imagina que Vincent también ha vivido y ha muerto: «si no te conozco, no he vivido; si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido», Cernuda lo escribió mejor que nadie, en español, en poesía. Uno puede pasarse una vida entera sin haber vivido. Uno no muere porque el corazón deja de latir o porque el cuerpo un día se nos va. Uno muere porque no te he conocido, porque no he dado con la llave, con ese cuerpo que se abre como una flor y mira con ojos de girasol, ese corazón que hace que amar sea almar e inventa verbos que nunca se volverán a repetir.

Uno muere de no haber vivido con el corazón.

Vivir con el corazón

COLECCIÓN

Las Hespérides

JAVIER SANTISO

Vivir con el corazón


© De los textos: Javier Santiso

Madrid, 2021

Edita: La Huerta Grande Editorial

Serrano, 6 28001 Madrid

www.lahuertagrande.com

Reservados todos los derechos de esta edición

ISBN: 978-84-17118-80-8

Diseño de cubierta: La Huerta Grande

Producción del ePub: booqlab

«Tú justificas mi existencia: si no te conozco, no he vivido;

si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido»

Si el hombre pudiera decir lo que ama, Luis Cernuda

Índice

I. El otro Vincent

II. Las luciérnagas sólo se ven con los ojos del corazón

III. La vida en una casa amarilla

IV. El cartero que se llamaba amar

V. La noche estrellada después de los bosques

VI. La vida bajo los soles amarillos

VII. Todas las mañanas del mundo son sin retorno

VIII. El color rubio del porvenir

I
El otro Vincent

… desde el primer instante, llegamos al mundo con labios de tempestad, llegamos ebrios de soles, con caras de repollo y ojos de cebolla, atravesamos el aire con un grito, de una rajada, llegamos así, como lo haría un arpón, salimos de un cuerpo retorcido de dolor, de ahí nos desarraigan, tirando, expulsando, forzando, nos arrancan como le arrancan el cuello a los girasoles, así salimos del cuerpo de las mujeres, a empujones, entre hierros y piernas, como un tren que descarrila, las reventamos, les abrimos las carnes, perforamos sus entrañas, desde dentro, salimos de ese nido negro, lugar al que querremos volver durante lo que nos quede de vida, así también nace el primer Vincent, a gritos, como un becerro que llevan al matadero, así sale el que llegaría muerto a la vida, así también nace el otro Vincent, con el sol león que le patea la cara por primera vez, nace el que llegaría apenas un año después, el pelirrojo que en apenas nueve años de vértigo, en un abrir y cerrar de ojos, pintaría más de ochocientos cuadros, más de un millar de obras, ese hermano que nace y muere al mismo tiempo con un año de distancia, lleva también el mismo nombre que él, a un año de distancia, no dejará de pensar en ese otro hermano, el ausente, toda su vida, por eso un día lo va a visitar, temprano, de madrugada, como lo haría un asesino en serie que vuelve sobre el lugar del crimen, llega, más de un cuarto de siglo después, al cementerio de Zundert, allí está Vincent mirando la tumba del otro Vincent, la contempla, lee el nombre escrito sobre el granito, su nombre y su apellido, el día de su cumpleaños, tomaría el último tren de Dordrecht a Oudenbash, y desde allí iría, hasta llegar a Zundert, a pie, haciendo el mismo recorrido que cuando era crío, el aire vibra, las nubes se retuercen como víboras, es una mañana clara de primavera, un día joven del mes de marzo, no queda nadie sobre el camino de piedra que le lleva hasta el cementerio, apenas un puñado de árboles, probablemente robles o sauces, le aprietan el corazón, en su mente registra su trazo en el aire, esa huella llena de tildes que no dejará de buscar cualquier instante de su vida en cada pincelada, por ahora él sólo ve el amarillo que despunta en las extremidades de las ramas y, detrás, el cielo en ruinas, levantándose poco a poco con la luz del día que se derrumba, la hierba corre por los lados, como una gallina enloquecida a la que le han cortado la mollera, la pendiente retadora parece encaramarse hasta lo más alto del cielo, Vincent apura el paso, nadie sabe lo que lleva en el corazón, no, estas líneas tampoco, nadie sabe lo que baila en su sangre, pero algo muy rojo debe ser, duro como la piedra, no es la falta de aire lo que le sofoca, en sus ojos todavía no hay destellos de estrellas, sólo están esas llanuras que a veces revientan los tulipanes, un sinfín de campos oblicuos, igualados por la espátula de los cielos bajos, es un día de su vida, cuando Vincent caminando sobre la página, en medio de los campos mudos, levanta la cabeza y el aire le estalla en la cara como el vidrio, quizás entonces percibe, por primera vez, el susurro de las espigas que se balancean en el viento, quizás, por primera vez, el amarillo le pinza los nervios, y el cielo, revolcado sobre los campos, lo observa pasar como un trueno, él sigue caminando más que nunca bajo el diluvio azul, y entonces fíjate en su mirada, de entrada está la mirada, como una estocada, es una mirada que viene de los grandes fondos marinos, y luego sube a la superficie como un tiburón, viene desde la profundidad de la noche, se mueve rápida y fuerte, como un puñetazo, hundiendo el dorsal debajo de las cejas, es una mirada de hambruna, pelada como una tundra, hace siglos que no ha visto la luz del día, que no huele el color sangre del cielo, por eso sube por la chimenea del iris, y allí sale, salta, perfora la espuma del día, metiéndose en los riñones, por todas las tuberías del cuerpo, por todo lo que puede del mundo, ahí fuera, de entrada está esa mirada, hay miradas que son pinos secos y otras que son epifanías que no se cansan de nacer, que huelen la sangre, y se echan encima de la vida como una manada de lobos, Vincent piensa y busca en todos estos años, qué hacer con su vida, todavía no lo sabe, apenas intuye que algo le impedirá hacer lo que todos a su alrededor quieren que haga, todos salvo quizás su hermano, pero por ahora es un saco roto, una nota de pie de página, una coma en una novela rusa, camina por el sendero como si estuviera andando, en equilibrio, sobre una viga de madera, por todos los lados las ventanas del día se abren, más verticales que nunca, más altas que un mes de marzo, porque estamos en primavera, en la estación de todos los nacimientos, las cortinas enseñan sus nalgas, hacen saltar sus faldas entres los dientes de las ventanas, los azules gatean verticalmente sobre el muro del cielo, el viento corre por las calles como una lagartija, metiéndose en todos los rincones de las casas, Vincent, mientras anda, es un hombre que camina, inclinado hacia delante, como si marchase contra el viento, los pies son rocosos, le pesan una tonelada, con ellos desafía la gravedad del día, quiere ser, existir, amar, piensa en el cuchicheo burlón de los años, piensa en sus dientes de nueces que castañean pero no de frío, vibran como el bambú, felices de existir, entonces recuerda a su madre, Anna Cornelia Cabentus, Ma como todos la llaman, piensa en todas las generaciones que llegaron antes de la suya, que tuvieron un miembro como el suyo, todos los que se llamaron antes que él Vincent, y ahora se pudren como naranjas al sol, él es el hijo de esa madre y de un pastor, su abuelo también se llamaba Vincent, era marchante de arte como lo eran sus hermanos, pero Vincent siempre quiso algo más, quería hacer bailar las flores, escribir lo imposible sobre la pared verde del viento, iluminar, vivir con el corazón, así que apura el paso, camina más fuerte que nunca, tirando del viento, pronto llega al cementerio, entra, abriéndose paso entre las tumbas, el día cae ahora a la vertical sobre las piedras, la iglesia, obscena, desnuda, enseña su barrigón de nueve meses, sobre la lápida lee su nombre, Vincent Van Gogh, y esa fecha, el 30 de marzo de 1852, lee el nombre del hermano muerto, allí está ese otro él, en medio de las alambradas de hierbas que crecen como púas, allí se encuentra también el otro Vincent, nacido igualmente un 30 de marzo, un año antes, se queda unos minutos, quizás unas horas, nunca lo sabremos, se queda allí mirando esa tumba que lleva el mismo nombre y el mismo apellido que él, quizás por eso, para saber, para encontrarse, para no perderse, pintará apretando el gatillo, en todos los años que le quedan de vida hará más de treinta retratos, treinta intentos para verse la cara, para adivinar quién era ese otro yo, ese piel roja que nunca cabalgó, toda su recortada vida buscó a ese hermano, pintándose barbudo, el pelo rojo a raso, rapado, a la cuchilla, con y sin sombreros de paja, chaquetas de colores puestas o no encima, camisas de todos los colores, el primer intento de retrato lo hará en París, en el frío de febrero de 1886, y, el último, en el calor de un mes de mayo de 1890, unos días antes de ingresar en el manicomio, en cada uno de esos retratos Vincent hurga, se espía, busca algo, una respuesta, un punto fijo, nunca se pintaría de joven, ni cuando no tenía dinero para pagarse un modelo, con veinte años Rembrandt ya se pintaba sin parar, pero lo hacía para ver sobre su rostro los navajazos del tiempo, pillarlo en flagrante delito, raspando la tela en búsqueda del oro perdido, lo que inquieta a Vincent en realidad es otra cosa, no es el desgarro del tiempo sino ese rostro de culebra, huidizo, es otra verdad, la de un hombre que deja atrás su vida, once años de olvido en total para llegar a ser el que tenía que ser, un pintor, eso busca Vincent, ese rostro que es el suyo pero que es también el del hermano que no ha sido, por eso Vincent permanece horas delante de esa tumba, mirándola como se mira florecer las plantas, mirándolo como si allí el mundo se levantara por última vez, se queda pensando en esa vida que no ha sido, y también en la suya, la que todavía no tiene, él quería un oficio serio, hacerse pastor, o eso creía, se empeñaría, estudiaría, pasaría noches enteras estudiando, hincando los codos, quemándose los ojos a la luz tibia de una pequeña lámpara de gas, pero eso sólo sería un borrón de vida, una cantinela, un riachuelo, no era su vida, sino la de otro, una vida sin soles ebrios en la mirada, sin diluvios de cielos, una vida de bello durmiente, el de hombre al que le atan en la muñeca las venas de otro, una vida que chirría como un columpio vacío, para despistarse Vincent intentaría ser galerista, minero, cualquier otra cosa, y luego lo imposible, es decir dar un salto mortal hacia la vida, pintar la tela como lo haría un campesino que trabaja el campo, arando con las manos, cortando los negros con los blancos, hasta que un día daría con lo que siempre había querido ser, pintor, de esos que llenan pedazos de tela con colores, de verdades como puños, de los que hacen nidos de golondrinas en las vigas de la tela, un pintor que hace saltar todas las alarmas, en su último cuadro, multiplicaría los cuervos como si fueran piojos, todo ello sobre unos campos donde chapotean oleadas de trigos desnortados, mientras las nubes se golpean la cabeza contra el hormigón del cielo, mientras el sol salta por encima de los trigales con la cresta de un gallo borracho, Vincent se apura por ir hacia esa verdad que buscó en cientos de lienzos, todos eran el mismo intento, el mismo salto de acantilado, dar con ese que siempre había sido, encajar su mirada en el cuerpo desnudo de la tela, los cuervos allí tirados parecen fetos, trapos sucios que baten el ala, esos cuervos, pintados unos días antes de morir, quizás hayan sido los ojos de ese hermano muerto, todos existimos por intermitencias, no vivimos de un tirón sino que vivimos a cada embestida de sangre a través del corazón, vivimos con puntos suspensivos, a medias, entre dos comas que abren y cierran una frase, pero Vincent quiere más, quiere mucho más, quiere vivir con el corazón, que le operen a cielo abierto, que los columpios sigan jugando en sus ojos, quiere ser ese negro de trufa, ese vuelo de cuervos que volea el aire, a cada trazo hace estallar las alas, y los trigos giran sus cuellos rotos hacia el sol, parecen buscar un último trago, un último rayo, Vincent moriría con una bala en el vientre, serían dos días de agonía con el metal fundido en la carne, durante todas esas horas, pensaría en los cuervos, pensaría en ese hermano que tuvo, en Theo, y en ese otro que nunca tuvo, el otro Vincent, de vino agrio, muerto al nacer, no volverá a sentarse sobre el sillón de paja verde, ni los campos volverán a vibrar para él, no volverá a rajar de un navajazo la luz sobre los molinos, golpear las vallas alambradas, hundir hasta el cuello las casas bajas, todo lo pinta, quién sabe si después de los cuervos hubiera pintado algo más, Vincent con su rostro de carnicero, terminó por suicidarse, pegándose un tiro como uno se bebe un trago, a secas, por un exceso de amor, un sofocón de vida, apenas cuarenta años después de la muerte del otro Vincent, no volverá a esa tumba nunca más, pero sus obras, ahora colgadas por la cabeza, siguen moviéndose, a pesar de todos los charlatanes, de todos los que se visten color salamandra para imitar ese amarillo, a veces sucio, a veces ebrio, esos machetazos sobre la tela, roída de golpes, donde hasta las camas se ponen a bullir de placer, los muros a salpicar de dolor, los cielos a volar a cada brazada, nadando en un mar de colores, Vincent pinta un vuelo de tildes, de apóstrofes, de comas, todo un alfabeto que revolotea, que rueda para decir toda la verdad áspera, bella, imprescindible, de la vida misma, la pesadilla y la maravilla de saberse vivo de verdad, de haber sobrevivido a todo, incluso a la muerte de ese hermano, y allí están de nuevo los cuervos, con las alas dispuestas en vírgulas, y allí está el trigo rubio, la vida que salpica, el oro fundido, los techos sofocados de luz, el aire que estrangula, allí están todos los colores de los almendros que se coagulan en el aire verde, todos esos colores que te resucitan cada vez que pasas por delante de ellos, los cadáveres están todos bajo tierra, bailando con las raíces, incluso a veces tienen una bala de acero en el vientre, pero ahí están los cuervos con sus alas de trufas, brillan como turbantes, como el hielo en invierno, como un lago cerca del mar, brillan como las espigas del trigo en los campos, ondean como las amapolas enrojecidas de sangre, rojas como pimientos, amapolas enfurecidas porque saben que van a morir, por eso hacen saltar todas las alarmas de los campos, por eso dan campanadas, para decir cuán breve, leve y bello es este pasear por la tierra, y entonces saltan con sus carnes, entonces las nubes se estremecen, se retuercen como un nervio, entonces los girasoles se visten de oro y de bronce, y allí colgados en los muros de los museos, nos siguen mirando como en el primer día, el cielo se torna violeta, color vino, color picota, la noche suelta su cabello de ciervo, el trigo su oro viejo, sí, allí está el amarillo turbio del trigo, el arroz negro de la noche, allí, todos los colores que se quedan aplastados, se llenan de remolinos, de cuchilladas, de aleteos, con los puños la vida entra en la tela, como balazos en el vientre, un día se comió esos mismos colores, literalmente, porque la boca recuerda, imagina, descubre, como un recién nacido, se lo come todo, los tomates, las hierbas, incluso los besos que a veces roba sobre el rostro de una mujer, entonces porqué no comerse también los colores, eso dicen, pero quizás, no le hagamos mucho caso a lo que dicen, esos trigales con cuervos, pintado en julio de 1890, sería su último cuadro, eso dicen, otros piensan que es otro el óleo último, el trigal bajo las nubes de tormenta, o quizás, con más probabilidad, porque es el que estaba en su caballete cuando lo encuentran tirado en el suelo, las raíces de árbol, pero todo esto poco importa, ese cielo nublado que se llena de cuervos, es un cielo de verano, cuando Vincent le escribe a Theo el 10 de julio, le habla de tres cuadros que estaba pintando entonces en Auvers, no paraba de pintar como si ya supiera lo que se le avecinaba, campos de trigo bajo extensiones inmensas de cielos turbados, en los últimos sesenta días de vida Vincent pintaría cerca de ochenta cuadros, sí, como si supiera, en el centro del cuadro hay un camino que se retuerce como una culebra sin cabeza, de un lado al otro se vierten los trigales, rubios, vírgenes, y ese amarillo de siempre su color preferido, el de la casa amarilla, el de los girasoles, el de los rostros, el de la absenta, el licor de entonces, bebida que contiene tujona, un aceite próximo al alcanfor, que provoca visiones de halos de colores, a eso añádele el empeño del doctor Gachet en prescribirle santonina para sus dolores gástricos y, sobre todo, dedalera para encauzar sus erupciones volcánicas, sus repentinos ataques de nervios, esa misma dedalera que el propio doctor sujeta en sus manos en el cuadro que Vincent pintó, todo encaja, la prueba del delito la tenemos delante de los ojos, allí en ese cuadro, lo que sí hemos perdido es el rubio chillón de los girasoles, se han perdido en un amarillo verdoso, una tonalidad parda, el tiempo no perdona a los colores, por eso al final todo destiñe, incluso los más bellos recuerdos, por eso al final sólo nos queda el día más feliz de una vida, de haber tenido más recursos Vincent, seguro, hubiera optado por el amarillo cadmio, más resistente al paso del tiempo, en total podría haber escogido entre más de un centenar de tonos amarillos, pero el cadmio era el único que no se podía permitir conseguir, así pues el amarillo fue el color que atrapó a Vincent, el color de los aros, un color de enfado, el de la cruz amarilla que se hacía colgar a los herejes antes de ejecutarlos, un color unificador que se utilizaba por igual tanto en las capas amarillas de la santísima e impurísima Inquisición, como en el pelo de las prostitutas del medievo, obligadas a teñirse de rubio, el mismo rubio amarillo no redundante, rubio fulvo ticianesco, que el de sus colegas venecianas que también se dejaban montar a cambio de unas pocas monedas, habría que esperar a los impresionistas para que el amarillo se hiciera de nuevo color de oro, y alcanzase de nuevo la máxima categoría áurea de los emperadores romanos, es al mismo tiempo en el que éstos salen de sus talleres, lapso en el que la electricidad se cuela dentro de las casas, en el que el amarillo se hace eléctrico, se transforma en un color alegre, Vincent usaría el amarillo de cromo, más frágil a la luz, por eso los girasoles serían de un amarillo efímero, frágil, torpe, un color del tiempo que se va, por ello multiplicó los tonos, del luminoso al mustio, más apagado, y también estarían los amarillos paja, los ebrios, los soleados, los salteados, los que revientan de calor, los que se pierden en ocres, en trigales, en masas de pan, así como el amarillo azufre, y el amarillo rey de todos los amarillos, el amarillo limón, claro los colores también envejecen, se apagan, viran al marrón, oscurecen, con la luz del sol se fueron, y entonces la alegría de ese color se ha ido poco a poco agotando, pero el amarillo Van Gogh sigue siendo ese amarillo alegría con una pizca de verde, ese amarillo espléndido de sol limón, el rubio amarillo de los trigales, Vincent hará en total veintisiete autorretratos, en ellos también abundan los amarillos, como en el autorretrato con sombrero de paja, veintisiete intentos para dar con el rostro del otro Vincent, ¿tendría también él la piel color paja, ese pelo chamuscado, esos labios de enojo?, se preguntaba, lo que pasa en la vida es que esperamos a alguien que no regresa, a alguien que se ha ido, a veces está en otro rostro, se viste de otra manera, pero, cómo encontrar a alguien que no ha vivido, todos cambiamos, dejamos de chuparnos el pulgar, y un día nos dejamos crecer las canas, los pechos se nos hunden, los vientres se nos inflan, nos olvidamos a veces de que lo que podemos vivir puede llegar a convertirse en inmortal, como cuando regalas un beso y te lo devuelven amplificado, algunas parejas se forman así, en pleno vuelo, cuando ya pensabas que nada más podía ocurrir, entonces, todo ocurre, pero ¿cómo encontrar a un hermano que no ha sido?, con Theo era diferente, era de carne y hueso, ambos eran de hecho muy similares, cabello rubio rojizo, carne compacta, echada como un saco sobre sus cuerpos de flautas, los ojos de Theo eran también de color azul claro, tan similares que se les llega a confundir en las pocas fotos que hay de ellos, a Vincent no le gustaban las fotos, apenas aparece en un par de ellas, en un melanotipo de 1887, junto a los pintores Émile Bernard y Paul Gauguin, una fotografía de grupo donde se le ve sentado, los brazos cruzados, fumando en pipa, el único retrato donde se le ve de frente, cuando tenía diecinueve años, y en otra, también de 1887, está sentado de espaldas, junto a Émile Bernard, también en un daguerrotipo, cuando tenía treinta y tres años, una instantánea muy similar al autorretrato pintado sobre fondo azul, sin embargo el otro hermano siempre estuvo allí, en su vida, durante años, de camino al colegio, Vincent tenía que pasar, todos los días, delante de esa tumba que llevaba su nombre y apellido, y así arrastraría esa sombra con él, toda su vida, los árboles que se llenan de pájaros, el aire lavado de lilas, los abriles floridos, toda su vida, incluso cuando el sol se transforma en caricia, cuando, blanco, sobre blanco los almendros buscan la boca sofocada del viento, incluso entonces, Vincent piensa en ese hermano que no tuvo, en el río irreparable de los años, piensa en él, en la mañana que será la tarde, en la primavera que se irá y volverá, y mientras camina, con el verano en el pelo, en medio de los campos que brillan como limones, imagino su sonrisa atravesando las huertas, enmarcando los campos, lo imagino pintando de color polen los trigos, y termina el día, y él sigue pintando, las nubes malvas, los naranjales del cielo, la noche luego se hace enorme, como un barril sin fondo, ha crecido por todas partes, las estrellas salen del retrete con el culo todavía al aire, las estrellas son uvas pasas, diminutas, que brillan en la boca hambrienta de la noche abriéndose como un viñedo, imagino ahora a Vincent pintando, en el aire feliz de julio, la noche está de perfil, la luna, coqueta como una veinteañera, se inclina para que su escote le caiga bien profundo, y ahí está Vincent, pintando piedra sobre piedra, dando brochazos sobre la tela, metiéndole el pincel entre las piernas, buscando en la oscuridad los pechos rubios, el vientre redondo de la noche, buscando entre las crines que arden una melena que se lleva el viento, buscando también a ese hermano al que amó sin conocer, es recuerdo del agua de una fuente que remonta, una ventana que se abre, la vida misma que se va para no volver, quizás sus ojos eran azules, como lo suyos, quizás él también habría sido una tierra sin mar, tendría la boca de un incendio de verano, el ardor del viento para ser ave, quizás habría conocido a una mujer, labio a labio, habría vivido entre sus nalgas, enterrándose allí entre sus piernas, y habría visto sus cuadros, donde todo arde, las colinas chamuscadas, los ojos invadidos de avispas, el sol riéndose a carcajadas, al otro Vincent quizás le hubiera gustado la explosión lenta del día, la luz violeta de la tarde, el color de toro cuando la noche embiste, él no era de muchas palabras, era de fuego rápido, cuando las soltaba eran como latigazos, la pupila se le ponía más azul que una aguja, le hubiera gustado llevarlo con él a todas partes, respirar con él el aire de los campos, cada grano, el azul seco, irrepetible, del verano, decirle que la mano es un pájaro que nace en el nido de un árbol para ir a posarse, muy despacio, sobre el silencio de una rodilla, que la vida es caliente como el heno, que canta hasta reventarse los pulmones en el calor del verano, mira hermano, escúchame, ahora te diré cómo aman las abejas, te diré el secreto de los prados y de los viñedos, los perdidos y los encontrados, te diré los enigmas del lenguaje de las hierbas y de las plantas, de todo lo que es verde y se muere, del viento suave como un pecho de mujer, te diré cómo cortan el viento las aves con sus alas afiladas como navajas, de los molletes del viento, te diré de la paja oscura en un campo que espera, te diré de la risa quebrada y de la que relampaguea, del monte que sube, uno a uno, a la vertical, todos los peldaños del cielo, te diré cuánto amé este mundo en el que no estuviste, te diré cuánto te eché de menos, sentir tu sangre, arder como la punta de una cuchilla, morir de tanto mirar, nacer de tanto amar, correr con todos los ríos, todo eso hice, y más aún, entré en la noche, sofocada de estrellas, entré en ella, y allí te busqué, hermano mío, pero no te encontré, nunca regresaste, pinté estribillos, puse morada la luz, abrí los cuerpos como frutos, pero no te encontré, entré en la noche, cuando los blancos irrumpen en los ojos, cuando las estrellas se quedan, allá arriba, clavadas, y esperan, pero no te encontré, pinto para que vuelvas a nacer, para que el trigo se haga más alto, en la noche busco un pájaro para amanecer, busco un sol de pulpa oscura, camino con mis candelas en el sombrero para descubrir tu boca, pero sólo encuentro el silencio, mira, eso te quería decir, eso quería hacer, inclinar el viento, calentar entre mis dientes los colores, florecer erguido sobre un cuerpo de mujer, y luego ofrecerle un anillo de paja, color mostaza, un anillo que se fuese desgastando con el tiempo, como tú y yo, un anillo de mimbre que también desaparecerá, como tu y yo, un anillo amarillo que brillará como ningún otro, en la luz del día cuando revienta el sol, un anillo que hará que todas las joyas de oro macizo sientan la envidia del destronado, celosas de su brillo, de la vida que tuvo, y que nada ni nadie detuvo, todo eso quería dártelo, que lo vieras con mis ojos, mientras crece el verano, violento, desnudo, bello como una ciruela, mientras la vida muere sobre otros labios, mientras crece ella también en la vertical, todo fiebre, furia y fuego, mientras mis manos arden como candelas, imagino tus ojos cuando anochecen, perdóname no haberte conocido, te fuiste antes de llegar, por eso pinto, para encontrar los colores que juntos nunca soñamos, colores llenos de colmenas, rubios como limones, rápidos como los estorninos, me iré hacia el sur, a buscar esa luz que aquí no encuentro, dejaré los dibujos de lápiz, el negro oscuro, el blanco tibio, lo dejaré todo, y no volveré a las minas, si caigo que sea de cara al sol, si caigo que sea de cuerpo entero, un día bello como el fondo del mar u oscuro y negro como un jabalí, iré hacia el sur, a buscar lo que siempre tuve que ser, aquí los días se quedan en falso, atrapados en esta farsa, el silencio es invisible, como lo es la ausencia, pintaré entonces ese silencio ruidoso, esa ausencia multitudinaria llena de remolinos y de canículas, haré florecer los colores, los cuadros no son libros que se ojean, nudos que se desanudan, no puedes pasar página, tampoco los puedes olvidar en las estanterías, los cuadros son campos que te entran de golpe en la retina, frescos como el frío del río que te muerde el vientre, manos que se oxidan lentas como una caricia, nudos de corbatas que te aprietan el cuello, novedades asombrosas que un niño ve pasar por primera vez delante de sus ojos atónitos, la madera negra de un ataúd que resbala hacia el fondo del hoyo, eso quiero hacer, pintar con los puños, meterme en la garganta del lobo, alzar los brazos hasta el cielo, pintar hasta reventar el silencio de tu muerte, estirar los brazos cuanto pueda, hasta casi tocar las estrellas con el puño de la camisa o la punta del pincel, y así, casi infinito, casi rozándolas, aprender a no morir nunca más.

 
 
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