La leyenda negra en los personajes de la historia de España

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Pedro I, rey de Castilla. La leyenda del rey psicópata

“El Rey hízole matar en Sevilla muy cruelmente: y la manera de su muerte sería asaz fea y cruda de contar, y pesó mucho dello a los que verdaderamente amaban el servicio del Rey, y no les placía tales obras”.

Cita del cronista López de Ayala sobre la muerte de Núñez de Guzmán

Pedro I (Burgos, 1334-Montiel, Ciudad Real, 1369), rey de Castilla (1350-1369). Hijo de Alfonso XI y María de Portugal, reyes de Castilla. Se casó oficialmente con Blanca de Borbón (1353) y Juana de Castro (1354), aunque su esposa de corazón fue siempre María de Padilla, con la que vivió nueve años y tuvo cuatro hijos. Fue asesinado por su hermanastro Enrique de Trastámara en Montiel y su cuerpo está enterrado en la catedral de Sevilla junto al de su amada.

A Pedro I de Castilla le tocó vivir unos tiempos particularmente difíciles por varias causas excepcionales: primero la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra (1339-1453), originada por conflictos hereditarios que salpicó, de alguna manera, a los principales reinos europeos, entre ellos Castilla; luego el conflicto con Aragón, la llamada Guerra de los Pedros; y, finalmente, las nefastas consecuencias de la peste negra, pandemia de gran mortandad que alteró la vida social y política de buena parte de Europa y, por supuesto, de los reinos hispánicos. Las mentalidades cambiaron de tal manera que la idea de la muerte pasó a un primer plano en la vida cotidiana y varios colectivos tuvieron comportamientos opuestos en la forma y manera de enfrentarse al destino final. Algunos, como los flagelantes, recorrían largos trayectos azotándose el cuerpo para pedir perdón al Señor por los pecados cometidos; otros, en cambio –los más prácticos–, interpretaban que la plaga se curaba cantando, bebiendo y disfrutando de los placeres de la vida en todos los sentidos como tan bien lo expresó Boccaccio en su obra cumbre, el Decamerón. Si bien todo su gobierno estuvo marcado por las dificultades del momento, su leyenda negra la escribió él mismo con sus violentos comportamientos y manera de administrar justicia.

La guerra civil fratricida

La vida de Pedro I ha sido una de las más interesantes del Medievo español, investigada y repasada de forma rigurosa por ilustres historiadores hasta el último detalle escondido en archivos y bibliotecas. Su precipitada coronación, su escasa preparación en la pública gestión de un reino tan grande y notable como Castilla y el enfrentamiento con la nobleza, marcaron los primeros años de su gobierno. El primer problema que debió solucionar fue el de su grave enfermedad, un mal que estuvo a punto de acabar con su vida a los pocos meses de morir su padre. Todo parecía indicar que no se salvaría y enseguida aparecieron candidatos al trono que provocaron una fuerte tensión en Castilla hasta el punto de obligar a algunos ilustres caballeros a huir de la Corte después de la milagrosa recuperación del joven rey. Uno de ellos fue Juan Núñez de Lara que defendió su candidatura real al considerar que descendía en línea directa de Fernando de la Cerda, primogénito de Alfonso X. Meses después aparecería muerto en la ciudad de Burgos en misteriosas circunstancias; tal vez envenenado por el hombre fuerte del reino, Juan Alfonso de Alburquerque, persona que nunca aprobó la candidatura del caballero castellano, o quizá asesinado por mandato del monarca que ya mostraba su manera autoritaria de gobernar.

La siguiente en morir fue Leonor de Guzmán, amante de su padre Alfonso XI y por tanto madrastra de Pedro I, refugiada en Medina Sidonia, en una de sus posesiones, y hecha prisionera en Sevilla. Según la historia, la desdichada reina madre, María de Portugal, ordenó su muerte violenta en Talavera de la Reina en la primavera de 1351: “por su mandato mató a la dicha doña Leonor en el alcázar de Talavera […] y mucho mal y mucha guerra nació en Castilla por esta razón”, dejó escrito Pedro López de Ayala, cronista oficial de la época. Esta muerte, junto con las maneras arbitrarias y autoritarias de gobernar, levantaron a una parte de la nobleza contra su rey. El partido antipetrista o trastamarista, dirigido por su hermanastro Enrique, se extendió por casi todo el territorio castellano dando lugar a un largo conflicto de diecisiete años (1352-1369) con periodos de calma tensa y rebrotes fratricidas que acabaron con su vida (1366-1369).

Muchas han sido las críticas hechas a la gestión de Pedro I, desde la más evidente que se desprende de su apodo de Cruel, hasta la más política como fue la de prescindir de los aparatos del Estado, como las Cortes y el Consejo Real, para gobernar de forma autoritaria e individual. Pecados imperdonables que fueron aireados convenientemente por la propaganda opositora de la nobleza y sus hermanastros para justificar un levantamiento contra el rey por el uso indiscriminado del poder real, por sustituir el bien público por el privado. Si a esta forma de gobernar añadimos sus licencias sexuales fuera del matrimonio, que tanto rubor y condena levantaron en la Iglesia, y sumamos el apoyo dado a la comunidad hebrea y la mala situación social que vivía Castilla por el hambre y la peste, el resultado fue un reino desordenado, crispado y empobrecido, a punto de romperse en mil pedazos.

Una parte importante de la nobleza se levantó en armas contra Pedro I en la primavera de 1352, dando comienzo de esta manera a la dura pugna entre la monarquía y la alta nobleza; además la coalición nobiliaria contaba con el apoyo inestimable del papa Inocencio VI, que estalló al enterarse de la decisión tomada por los obispos de Ávila y Salamanca de anular el matrimonio del rey con Blanca de Borbón. La joven francesa se convirtió, sin quererlo, en el estandarte del enfrentamiento civil entre el rey y los nobles, salvadores de la ultrajada reina. Su proclama se extendió por todo el reino y debió calar en muchos lugares. Badajoz, Salamanca, Cuenca, Toledo, Medina del Campo, fueron algunas de las villas ocupadas por los rebeldes que por entonces ya contaban con la colaboración de los hermanastros del monarca, Enrique y Tello. Hasta el final de sus días, Pedro I vivió en permanente conflicto, a veces con el rey de Aragón, por cuestiones fronterizas y hegemonías marítimas, y otras con sus familiares y ricos hombres de Castilla.

¿Cruel o Justiciero?

La leyenda negra de Pedro I tiene su razón de ser en las terribles depuraciones que la historiografía ha recogido de su vida pública y que responden, en parte, a una realidad maquillada por el aparato de propaganda de su hermanastro Enrique de Trastámara que, nada más subir al poder, se encargó de destruir todo su pasado, otro argumento que sirvió para alimentar aún más su triste leyenda. Lo poco que sobrevivió del reinado de Pedro I fue su Crónica, escrita por el canciller López de Ayala, cargada con la intencionalidad de un hombre recompensado con buenos cargos en tiempos de Enrique II pero, aun así, se trata de un excepcional documento de consulta. Tampoco conviene dudar en exceso de la historia escrita; en la personalidad de Pedro se dieron una serie de circunstancias que explican sus actos violentos y comportamientos casi infantiles. El médico y antropólogo Francisco Simón Nieto (1856-1920) hizo un análisis de su cráneo llegando a la conclusión de que el rey de Castilla fue un psicópata con manía persecutoria, diagnóstico confirmado por un estudio contemporáneo realizado por el profesor Gonzalo Moya que afirmaba, además, que el monarca sufrió una parálisis cerebral infantil que le provocó la muerte de muchas neuronas y un retraso en la maduración de su personalidad. Esta patología le ocasionó no solo trastornos psíquicos, sino una cojera crónica por el acortamiento de la tibia izquierda.

Ante este cuadro médico las condiciones mentales del monarca no fueron las idóneas para gestionar un cargo público de tanta responsabilidad como el gobierno de Castilla. Los trastornos de conducta fueron la consecuencia de sus problemas biológicos, manifestados con excesiva violencia, propios de un psicópata, pero… ¿acaso la violencia extrema y las ejecuciones brutales no fueron comunes en todos los países de la Edad Media e incluso en tiempos posteriores? Probablemente sí, el autoritarismo y el poder regio aplicaban la justicia de forma sumarísima cuando el delito cometido era muy grave. Incluso en los nuevos tiempos de leyes y derechos del gobierno de Alfonso X se produjeron actos de gran violencia como hemos visto y veremos más adelante, por ejemplo, en tiempos de Felipe II, en pleno siglo XVI cuando se supone que corrían nuevas ideas europeístas.

Quizás el rasgo diferenciador de Pedro I fue su extremada forma de entender el cumplimiento de la legislación vigente, sin compasión ni reflexión, con una represión sádica y cruel. Bien es verdad que los actos de rebelión y traición se castigaban con la pena de muerte y así se hizo en su tiempo salvo excepciones muy puntuales. De ahí que el apodo de Cruel se ajuste a una verdad histórica mediatizada por sus enemigos, pero no muy diferente a las ejecuciones realizadas por otros reyes. Todos los ensayos históricos actuales coinciden en definir al monarca castellano de persona caprichosa, altanera, desafiante, imprudente, inexperta, mentirosa y especialmente violenta, amigo de la violencia de género como se podría definir en estos tiempos del siglo XXI.

El propio canciller Ayala dejó escrito en sus papeles que Pedro I:

“mató a muchos Caballeros y Escuderos de los mayores deste Reino; y tomó contra voluntad muchas dueñas y doncellas deste Reino, dellas casadas; y tomaba todos los derechos del Papa y de los Perlados”.

Seguramente, una de las escenas más macabras que hemos leído fue el asesinato de su hermanastro Fadrique cuando intentaba escapar del palacio donde residía la amante del rey, María de Padilla. Al parecer, una vez ejecutado, se puso a comer delante de su cadáver. Crueldad en el método pero justo en la pena, por eso Felipe II dispuso dos siglos después que el apodo de Cruel fuera sustituido por el de Justiciero, igual que el de su padre Alfonso, más acorde a la verdad.

 

Entre todas sus víctimas destacaron las ejecuciones de Pedro Núñez de Guzmán, asesinado de forma violenta según la crónica de Ayala:

“el Rey hízole matar en Sevilla muy cruelmente: y la manera de su muerte sería asaz fea y crua de contar, y pesó mucho dello a los que verdaderamente amaban el servicio del Rey, y no les placía tales obras”.

Después fue ajusticiado otro antiguo servidor del monarca, Gutierre Fernández de Toledo, acusado de traición, cuya cabeza fue enviada directamente a Pedro; o el caballero Garci Laso de la Vega, nada que ver con el célebre poeta, muerto asaeteado como nos cuenta el relato oficial de la época:

“entró el Ballestero, y diole con una porra en la cabeza, y Juan Fernández Chamorro diole con una brocha, y le hicieron muchas heridas hasta que murió”.

Después del tormento el rey ordenó que su cuerpo fuera tirado a la calle. Y así, de esta manera tan cruel, fueron muriendo más señores y nobles, víctimas de la paranoia y ensañamiento de un rey que posiblemente solo veía traidores a su alrededor. Hasta se habla de que su ayo Alburquerque, caído en desgracia, fue envenenado por orden del rey. Afortunadamente sus castigos no iban siempre acompañados de la pena de muerte; la privación de libertad o el destierro fueron también habituales.

Las mujeres del rey

“Fue el Rey Don Pedro asaz grande de cuerpo, y blanco y rubio, y coceaba un poco en el habla. Era muy cazador de aves […] muy templado y bien acostumbrado en el comer y beber. Dormía poco y amó a muchas mujeres […]”.

Así definió la pluma de López de Ayala al rey de Castilla. Repasando su historia vemos con asombro, y tal vez con un poco de envidia, que fue un gran vividor, un monarca que disfrutó de los placeres carnales de la vida todo lo que pudo, aprovechándose del poder del cargo y de sus excelentes artes amatorias y de una profunda capacidad de seducción si hacemos caso de los comentarios dejados por la historia. El canciller Ayala, buen conocedor del personaje, definió al monarca castellano de gran amante. El cronista Pedro sabía lo que escribía de primera mano, no en vano la primera dama seducida por el entonces príncipe fue su sobrina Teresa de Ayala, “señora ilustrísima” y dama de compañía de la reina madre. Seguramente, al ser la primera vez, no le debieron funcionar muy bien sus técnicas de cortejo y solo pudo llegar a su intimidad con la promesa de un casamiento en regla, palabra de honor que no quiso cumplir el joven Pedro porque los caprichos carnales son pasajeros, aunque en este caso dejó como prueba a una niña bautizada con el nombre de María. Ambas señoras, madre e hija, fueron prioras del convento de Santo Domingo el Real, en Toledo.

No hay duda de que Pedro I llevaba en la sangre los genes de su progenitor Alfonso XI, quién vivió toda su vida al lado de su amante Leonor de Guzmán, madre de once hijos, entre ellos los bastardos Enrique, Fadrique y Tello, que tanto dieron que hablar. Mientras, la reina oficial, María de Portugal dedicaba su tiempo a educar al pequeño Pedro para que algún día fuera rey de Castilla. En este ambiente de concubinas e infidelidades se crió el príncipe que, en cuanto pudo, se inició en el placentero arte de amar y de la seducción. Su codicia sexual no tuvo límites como lo prueba la extensa lista de amantes y romances, similar a la gran actividad amatoria que llegó a tener Jaime el Conquistador, apodo que le podría haber venido bien a nuestro personaje y no, precisamente, por sus hazañas en el campo de batalla.

La segunda mujer del rey fue Blanca de Borbón, segunda mujer y primera esposa oficial de la que hablamos en otro momento porque su historia bien requiere unas líneas aparte. La tercera dama que encontramos en la biografía de Pedro se llamó Juana de Aragón, hija de Pedro el Ceremonioso y María de Navarra, reyes de Aragón, entregada políticamente al soberano de Castilla por razones de Estado, como la anterior. Para ello, el monarca aragonés envió a Sevilla a un tal Bernardo de Cabrera para que arreglara el asunto y convenciera al rey castellano de la bondad del ofrecimiento, pero el joven Pedro rechazó a la princesa por motivos que dejó muy claros al pretendido suegro en una carta enviada al duque de Osona:

“el Rey de Castilla entiende que nuestra hija la Infanta Doña Juana es muy fea y que por esta razón se aparta del matrimonio que se tratara entre él y ella, diciendo que prefiere que no se haga dicho matrimonio […]”.

Muy claro lo debió ver Pedro para rechazar la oferta carnal del rey aragonés. Las malas lenguas medievales aseguran que el propio embajador Cabrera no solo intentó convencer al rey de Castilla de que la princesa no era un buen partido sino que le aseguró que Juana no era doncella.

Juana fue una fugaz aparición en la vida sentimental de Pedro, igual que tantas otras como María González de Hiniestrosa –con la que tuvo al pequeño Fernando–, María Ortiz, María de Fermosiella, Juana García de Sotomayor o Isabel de Sandoval, aya del pequeño Alfonso, que debió ser algo más que un capricho pasajero ya que le dio dos niños, Sancho y Diego. Pero el verdadero amor fue María de Padilla, su mejor amante y la mujer que mejor le comprendió. María vivía en el palacio del hombre fuerte del reino, el todopoderoso Juan Fernández de Alburquerque, quien la había adoptado como dama de compañía de su esposa. Las crónicas no escatiman alabanzas y bondades presentándola como bella, afable, dulce, piadosa e inteligente. El flechazo entre ambos debió penetrar directamente en el corazón de los jóvenes porque el mismo día de conocerse, un 12 de junio de 1352, pasaron juntos la primera noche. Pedro I vivió un amor apasionado y cálido durante nueve años, casi una década de infidelidades que María supo llevar con resignación, discreción y elegancia, conocedora de su situación y de la arrogancia de su amante.

En ese tiempo fue madre de tres niñas (Beatriz, Constanza e Isabel) y de un varón (Alfonso) y tuvo que aguantar la situación de una reina prisionera, la de Blanca, y una boda efímera, la del rey con Juana de Castro, conocida como la Desamada, prima segunda del rey, señora de Ponferrada y demás lugares, distinguida y hermosa, de buen linaje y viuda de Diego López de Haro, uno de los nobles más ricos del reino. El capricho erótico del monarca no tenía freno y esta vez puso sus ojos en una dama de alta alcurnia, conocedora de los desmanes amatorios de Pedro I el cual aceptó las condiciones impuestas por Juana: amor a cambio de matrimonio por la Iglesia. Y así se hizo, una vez que la boda con Blanca de Borbón había sido anulada por los prelados de Ávila y Salamanca, seguramente bajo presiones y algún asunto oscuro. Ni siquiera importó el incumplimiento de la necesaria dispensa papal por tratarse de parientes cercanos; al final la ceremonia se realizó en la villa segoviana de Cuéllar y por la noche se desencadenó el frenesí y fragor erótico del rey. Una larga noche que dio como resultado un niño, el futuro Juan, y el abandono anunciado de la reina que se marchó a la mañana siguiente a tierras palentinas de Dueñas haciéndose nombrar reina de Castilla hasta el día de su muerte (21 de agosto de 1374). Al rey solo le valió un día para encapricharse de la dama y una noche para olvidarla. Las crónicas repiten el efímero idilio de los novios que, probablemente, debió durar algo más pues por medio hubo una amonestación papal y un proceso de excomunión, causa que tal vez fue el origen de la ruptura definitiva entre Pedro y la Desamada que marchó hacia las frías tierras de Campos con el título de señora de Dueñas y otras condecoraciones.

Todavía en vida de María de Padilla, el monarca castellano tuvo una nueva aventura amorosa en la misma ciudad donde residía, en Sevilla. Mientras María veía pasar el tiempo en el Real Alcázar, imaginando las infidelidades de su rey en los brazos de otras mujeres, su compañero sentimental se las veía con Aldonza Coronel en la Torre del Oro. Cuentan las crónicas que la nueva dama también era guapa y acaudalada, esposa de Álvar Pérez de Guzmán, noble al servicio del rey enviado a la frontera de Aragón para defender los intereses de Castilla. El caballero no volvió al calor del hogar, uniéndose a la causa de Enrique de Trastámara, dejando el terreno libre para que su amo y señor pudiera seducir a su mujer. María de Padilla, de naturaleza gitana, según algunos comentarios históricos de poco rigor, murió en julio de 1361 como la única esposa legítima de Pedro I según su declaración, palabra de poco valor si analizamos su vida, aunque, dos siglos después, Felipe II resolvió que María de Padilla reunía la categoría de reina por sus excepcionales valores de mujer y así lo hizo publicar en 1579. Después de tal afirmación, su cuerpo fue trasladado a la capilla real de la catedral de Sevilla junto a los restos de Fernando III y Alfonso X, como correspondía a una reina de Castilla.

Leyendas sevillanas del Rey Cruel

Hubo un tiempo en que Pedro I fue un auténtico ídolo entre la población sevillana. Se convirtió en un personaje con carisma, muy apropiado para convertirse en un rey legendario, protagonista de muchas historias enriquecidas por la fantasía y la literatura de pasión. Leemos en varios documentos la famosa leyenda del zapatero, la historia de un canónigo de la catedral que mantenía amores con la mujer o la hija de un zapatero, el cual murió después de una riña con el seductor. El tribunal eclesiástico se mostró benigno con el homicida y solo le condenó a un año sin celebrar misas. Pasado el tiempo, un hijo del zapatero coincidió con el religioso en una acto solemne matándole de una puñalada. Llevado ante el rey para que decidiera la pena y una vez conocidos los antecedentes, el monarca le impuso un castigo ecuánime, un año sin hacer zapatos.

En otra ocasión el rey, que disfrutaba de las noches sevillanas con gran libertad y audacia en busca de aventuras amorosas, se enfrentó a un buen espadachín al que mató después de un arduo combate. Una vieja con un candilejo fue testigo de la pelea y acusó al rey de la muerte quien terminó por confesar su crimen. Para que no quedase impune su culpa, decidió de forma simbólica que se colocase un busto de su cabeza en la calle de la pelea. Desde entonces existen en el callejero sevillano las calles de la Cabeza del Rey Don Pedro y del Candilejo, ambas muy próximas.

Su fama de cruel no siempre fue corroborada por los hechos como podemos comprobar en la historia del reo condenado a la pena capital por sus delitos. Mientras se dirigía al patíbulo iba gritando por las calles que ¡el rey le había perdonado! y tanta fue su insistencia que los jueces decidieron consultar al monarca para comprobar la veracidad de sus voces. El rey confirmó que no había perdonado al malhechor pero si rectificó la sentencia ordenando la libertad del reo pensando que la opinión pública había oído los lamentos del delincuente y podían creer que su rey no cumplía sus compromisos. Así pues, mejor la libertad de un condenado justo que la mala imagen de un soberano sin palabra.

La terrible leyenda de María Coronel

Volvemos a la historia de las hermanas Coronel. Aldonza tuvo una hermana igual de hermosa y gentil, llamada María, que también fue el foco de atención del monarca castellano, pero esta vez el escarceo amoroso terminó en tragedia, convirtiéndose el romance en una de las leyendas negras de Pedro I. María Coronel estaba casada con Juan de la Cerda, ricohombre que había sido apresado por las tropas castellanas después de desertar y afiliarse al partido trastamarista. Enterada de la detención, su fiel esposa puso rumbo a Tarazona (Zaragoza) –donde se encontraba el rey– para salvar la vida de su marido. María pidió audiencia al monarca y este al verla se enamoró locamente de su extrema belleza. El corazón del rey encontró un nuevo capricho sexual y como era de esperar, no dudó en firmar el documento de indulgencia para el traidor. Pero en aquella España de mediados del XIV las distancias eran eternas y cuando llegó a Sevilla con el salvoconducto su marido ya había sido ejecutado.

Hasta aquí la historia objetiva y fiel. Ahora entra en juego la leyenda sevillana y los intentos del rey por alcanzar los amores de la hermosa y honesta viuda. Muchos han sido los autores que han recreado esta historia, muy proclive a rellenar páginas de literatura y a jugar con la imaginación de escritores y lectores. Dejando de lado todos los adornos sentimentales, las crónicas narran el episodio de cómo el rey, cansado de no alcanzar sus pretensiones carnales por las buenas, seguramente mucho más excitadas por las dificultades, entró una tarde de 1357 en la clausura del convento de Santa Clara donde se refugiaba María, quien ante el acoso del rey corrió hasta la cocina donde intentó salvar su honestidad arrojándose una sartén de aceite hirviendo por la cara y las manos. La tragedia dio mucho juego y prueba de ello fueron los comentarios y versiones que han circulado desde entonces:

 

“la muy casta de manos crueles,

digna corona de los Coroneles,

que quiso con fuego vencer sus hogueras […]”.

Juan de Mena

“¡Doña María Coronel! […] El rey tenía tristeza de su hermosura. No podía resistir la soledad de su deseo. Ahogábale el desasosiego del mal de amores; rincones predilectos, patios frecuentados de sonidos familiares, fuentes, cielo y palabras no eran vida y realidad sino con la presencia de ella. ¡Y qué difícil la presencia de doña María Coronel! Recorría murallas y aposentos, forzaba puertas y cancelas, violaba alcobas y clausuras […] ¡Nada! Y su angustia no tiene más que un alivio: ¡ver a María!”.

Joaquín Moreno Murube

“estando su marido ausente, vínole tan grande tentación de carne, que por no quebrantar la castidad y fe debida al matrimonio, eligió antes morir, y metióse un tizón ardiendo por su miembro natural, del cual murió; cosa por cierto hazañosa y digna de perpetua memoria”.

Fernán Núñez

“La noble señora, por dar de sí loable fama y buena cuenta, tomó un hierro caliente y se lo pone por allí donde, quemada de doblado ardor, venció el fuego material al apetito carnal […]”.

Diego Fernández de Mendoza

Dicen que el rey, avergonzado de su acto, concedió a María una reparación y que ésta le pidió un antiguo solar de su marido para levantar un convento del que fue abadesa hasta su muerte. En el siglo XVI fueron hallados sus restos incorruptos y los colocaron en una urna de cristal que puede verse en el Real Convento de Santa Inés de Sevilla, junto al célebre órgano de Maese Pérez, organista de leyenda gracias a la prosa de Gustavo Adolfo Bécquer. Sabemos que en abril de 1979 una junta de doctores y miembros de la Real Academia de Medicina analizaron el cuerpo momificado de María Coronel pero no llegaron a ninguna conclusión clara, tan sólo citaron que “en gran parte de la mejilla derecha se percibía una mancha de color pardo, un tanto abigarrado […] Tales manchas podrían ser referibles a secuelas más o menos aparentes de presuntas quemaduras, según refiere la leyenda”.

La triste historia de Blanca de Borbón

Una de las bodas reales más largas de la historia en cuanto a los preparativos y a la vez más breves en su resolución fue la de Pedro I y Blanca de Borbón, un matrimonio de conveniencia por razones de Estado, como era la tradición, sin que el amor importara mucho. Blanca, hija del duque de Borbón y sobrina de Juan II, rey de Francia, fue la joven elegida para alcanzar un pacto de colaboración entre Francia y Castilla con el fin de alejar a Inglaterra de alianzas que reforzaran aún más su poderío. En las largas negociaciones participaron por parte castellana el ayo real, Juan Alfonso de Alburquerque, Juan Sánchez Roelas, obispo de Burgos, y Álvar García de Albornoz, hermano del arzobispo de Toledo. El acuerdo se cerró como si se tratara de un negocio: Francia entregaría trescientos mil florines de oro, pagados en cómodos plazos, y Blanca recibiría, en concepto de arras, las villas de Arévalo, Sepúlveda, Coca y Mayorga.

El joven príncipe tuvo que esperar casi dos años hasta ver a la novia en Valladolid, lugar del enlace. Para entonces el monarca castellano había tenido varios romances y una hija, Beatriz, fruto de sus amores con María de Padilla. La verdad es que la ceremonia no prometía mucha felicidad a los novios, más bien desencanto y resignación. La boda se celebró el 3 de junio de 1353 en la iglesia de Santa María la Mayor (situada donde hoy se levanta la catedral) y dos días después el novio abandonó a la joven esposa para siempre. Salió corriendo hacia el castillo de Montalbán, en Toledo, donde le esperaba su amante.

El cronista López de Ayala definió a la joven reina con estas agradecidas palabras:

“Era blanca, e rubia e de buen donaire e de buen seso […]”.

Blanca llegó a Castilla con diecisiete años y murió con veinticinco después de pasar un calvario de prisiones y arrestos (Medina del Campo, Arévalo, Sigüenza, Toledo, Jerez) hasta que la frágil y delicada reina murió en 1361 en el castillo gaditano de Medina Sidonia (otras fuentes sitúan la muerte en el alcázar de Jerez). Las crónicas y los investigadores no se ponen de acuerdo sobre la causa de la muerte; para algunos fue víctima de un envenenamiento ordenado por el propio rey: “Hízola morir con hierbas que por su mandato le dio su médico”, y para otros, acabó su vida asaeteada por el ballestero Juan Pérez de Rebolledo.

Pero, ¿por qué el rey abandonó a la reina? Tampoco hay constancia documental que certifique el motivo del rápido abandono. Varios historiadores han querido ver en la impulsiva actitud del joven rey dos argumentos: uno, la constancia en boca de la joven esposa de la imposibilidad de pagar el dinero acordado con Francia, asunto de mucha importancia en aquellas fechas de guerras y caudales escasos; y dos, que la joven Blanca no llegó doncella al matrimonio y que tanta tardanza fue aprovechada por su hermanastro Fadrique para disfrutar de los encantos de la joven francesa. Aquel abandono y las múltiples muestras de infidelidad fueron castigadas por Avignon, sede del papado, con la excomunión del rey y el entredicho de los reinos.

El asesinato de Montiel: “Ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor”

La leyenda negra acompañó al monarca castellano hasta el final de sus días; incluso se prolongó hasta después de muerto. Si bien todos los episodios narrados hasta ahora son suficiente motivo para desarrollar un tratado de crónica negra, el destino quiso que Pedro I terminara sus últimos momentos como vivió su vida, rodeado de muerte y violencia. Hacía mucho tiempo que Castilla vivía una guerra civil entre Pedro I y su hermano bastardo Enrique de Trastámara. Luchaban por el poder de un reino en decadencia, a punto de derrumbarse por la miseria, el hambre y las malas condiciones de vida.

La última fase de la guerra fratricida se libró en tierras riojanas y terminó a favor de las tropas petristas. La derrota de Nájera (3 de abril de 1367) provocó la huida de muchos caballeros rebeldes ante la posibilidad real de ser pasados a cuchillo por las iras del rey castellano. Después de un tiempo, ambos ejércitos se encontraron de nuevo en los campos manchegos de Montiel el 14 de marzo de 1369. Esta vez Pedro I y sus aliados granadinos fueron derrotados por el futuro Enrique II y su banda de mercenarios. El rey legítimo se refugió en el castillo de Montiel a la espera de nuevos acontecimientos. Como si se tratara de una negociación política de tiempos actuales, hubo quien ofreció al mercenario Beltrán du Guesclin una oferta de transfugismo a cambio de varias villas, entre ellas las de Soria, Almazán y Atienza, más una jugosa cantidad de doscientas mil doblas de oro castellanas, pero el caballero francés, sabedor del poco valor de la palabra del rey –tenía reconocida fama de no pagar sus deudas y de embustero habitual–, no quiso prestar atención a la tentadora propuesta.

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