La leyenda negra en los personajes de la historia de España

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“el Rey mandó al infante don Sancho que fuese prender a Simón Ruiz de Cameros, y que le hiciese matar. Y don Sancho salió luego de Burgos y fue a Logroño y halló a don Simón Ruiz y prendióle, y este mismo día que los prendieron prendió Diego López de Salcedo en Burgos a don Fadrique, por mandato del rey. Y don Sancho fue a Treviño y mandó quemar allí a don Simón Ruiz, y el rey mandó ahogar (estrangular) a don Fadrique”.

En cambio, otro documento de la época, los anónimos Anales del reinado de Alfonso X, indican que Fadrique fue apresado en un castillo y metido en un arca llena de hierros agudos donde murió. Atroz muerte para un pariente del rey. La misma fuente añade que el cuerpo de Fadrique fue arrojado a un sucio e “indigno lugar”, seguramente a una letrina o estercolero. Años más tarde, el cadáver sería trasladado al templo de la Trinidad de Burgos y después al monasterio de las Huelgas de la misma ciudad una vez derribada la iglesia. Así empezó a escribirse la leyenda negra del Rey Sabio.

La legislación del momento establecía castigos de pena de muerte o ceguera para determinados delitos como bien tipificaban las Partidas:

“deben morir [se refiere a los traidores] por ello lo más cruelmente […] arrastrándolo, horcándolo o quemándolo o echándolo a las bestias bravas […] debiéndolo matar en otra manera así como haciéndolo sangrar o ahogándolo”.

Por su parte, el Fuero Real no se quedaba corto en las penas y castigaba algunos hechos con la extracción de los ojos para “que haya siempre amargosa vida y penada”. Al parecer, en ambos casos, el rey sospechaba que tanto su hermano como el noble riojano –pariente de la familia real al estar casado con una hija de Fadrique– le habían traicionado organizando un plan para asesinarle, deducción que puede entenderse del lacónico comentario que leemos en su Crónica justificando las ejecuciones: “porque el rey supo algunas cosas”. Pero, ¿qué cosas llegó a saber el rey para firmar tamañas sentencias?

Encontramos otros argumentos que explican aquella espeluznante decisión, impropia de un rey sereno y reflexivo, pero seguramente sujeto a los impulsos irrefrenables que los trastornos mentales y las manías persecutorias le provocaban. Entre las diferentes causas que la historia ha querido desvelar para explicar los episodios comentados, encontramos la derrota de las tropas castellanas ante las francesas por culpa de la traición de los familiares (Francia invadió Navarra al conocer la elección de Sancho al trono). Bueno es saber que Francia y Aragón eran favorables a la corriente hereditaria del infante Alfonso por razones de parentesco y estrategia política (Violante, abuela del infante, era hija de Jaime I y hermana de Pedro III, rey de Aragón, y Blanca, madre de los infantes de la Cerda, era hermana del rey francés).

También se habla de la pérdida de confianza o paciencia del rey hacia su hermano, siempre metido en problemas e intrigas políticas que tantos disgustos le había ocasionado, especialmente en el asunto del imperio, al participar en alianzas con los enemigos de Aviñón, sede del papado en aquellos tiempos. Otra línea argumental, esta quizá menos consistente pero propia de una sociedad ignorante, fue la predicción astrológica –conocida por el rey– de que un miembro de la familia real le destronaría y qué mejor sospechoso que Fadrique, enemistado con el soberano por sus andanzas y correrías, culpado incluso de facilitar la huida de la reina Violante con sus nietos a tierras de Aragón por miedo a los desmanes del bravo Sancho, aunque esta acusación no se sostiene por incompatibilidad de fechas –la reina huyó un año después de la muerte del cuñado–. Claro que el vaticinio no anduvo desviado de la verdad porque fue un familiar cercano, el infante Sancho, quien le despojó de la corona. Misterios de la historia. Existe una corriente legendaria que asegura que la causa de la muerte del infante fue debido a las relaciones entre Fadrique y Juana de Pointhieu, segunda esposa de Fernando III y por consiguiente madrastra del rey, asunto muy mal visto en la corte alfonsina.

Por último, dejamos abierta la posibilidad a otras conjeturas muy mal vistas en aquel mundo como la homosexualidad, la sodomía, la perversión sexual, la desviación religiosa o la herejía, asuntos siempre ocultados pero latentes en la sociedad y que la propia legislación alfonsí reconocía como temas tabúes. No se trata de hipótesis manejadas con poco rigor pues en el códice de Florencia se pueden ver seis ilustraciones alegóricas (Cantiga 235) que posiblemente representen los sucesos de los que hablo, entre ellos la quema del noble rebelde. En cambio, el miniaturista dejó en blanco la siguiente viñeta, la que debería representar el tormento de Fadrique, pero prefirió obviar el suceso al tratarse de un miembro de la familia real y de una obra destinada a la cámara regia, abierta a los ojos de la monarquía. Los versos 70-78 de las Cantigas se encargan de estos acontecimientos.

Las ejecuciones se hicieron de forma simultánea, en diferentes lugares, bien coordinadas y en la clandestinidad como indica Salvador Martínez en su gran trabajo sobre Alfonso X. Por todo ello cabe pensar en un atentado contra la figura del rey, de ahí la premura de las ejecuciones; además, en ningún momento fueron justificadas ni aclaradas como si Alfonso hubiera querido ocultarlas a la opinión pública a pesar de la complicidad de Sancho quien, tiempo después, denunciaría los hechos e insultaría a su padre por los crímenes.

El golpe de Estado y la primera guerra civil española

Si importante fue la vida intelectual de Alfonso X, no menos trascendentales fueron sus últimos años de reinado. Su enfrentamiento con el infante Sancho dejaron una huella excepcional en las páginas de la crónica de la Edad Media española. Hasta ese momento no se conocía una guerra civil entre familiares ni que un hijo depusiera del trono a su padre; un padre de envergadura que había sido candidato al imperio alemán y que era célebre en el mundo cristiano por su labor intelectual. Una situación muy comprometida, aunque predecible, y que el monarca castellano podía esperar pues no era ajeno a los movimientos del infante buscando socios y aliados para su causa. En septiembre de 1281 se celebraron las Cortes de Sevilla donde padre e hijo se vieron las caras y pusieron las cartas sobre la mesa. Sancho no quiso aceptar la propuesta de Alfonso X de ceder el viejo reino de Murcia al infante Alfonso de la Cerda como pago por renunciar a la herencia de Castilla como primogénito del fallecido infante Fernando. Sancho se negó a una división del reino y el rey le debió amenazar con apartarle de sus derechos al trono si seguía manteniendo esa actitud hostil y nada conciliadora.

Es posible que la entrevista fuera bastante tormentosa ya que padre e hijo rompieron cualquier relación. La situación económica de Castilla era muy delicada en ese momento por la fuerte presión fiscal; el descontento de las ciudades y de la Iglesia era patente y el infante Sancho quiso aprovecharse del estado de ánimo del pueblo para presentarse como el salvador de la unidad castellana y restaurador de los derechos populares y eclesiásticos que habían sido pisoteados por el fisco y la autoridad real durante tantos años. Unos meses después se celebraron en Valladolid (21 de abril de 1282) unas Cortes muy especiales, tanto, que fueron un acontecimiento único en la historia de España: el insólito nombramiento del infante Sancho como rey de Castilla ante la presencia de familiares, nobles, maestres, caballeros, procuradores y religiosos de alto copete. La Crónica de Alfonso X dejó registrado el momento del simulacro de Cortes con estas palabras:

“Y acordaron todos que se llamase rey al infante don Sancho y que le diesen todos el poder de la tierra. Y él nunca lo quiso consentir que en vida de su padre se llamase él rey de sus reinos […]”.

Aquella decisión, pronunciada por el infante Juan Manuel, sobrino del monarca (hijo de su hermano Manuel) y uno de los personajes más relevantes de las Cortes, supuso una suspensión indefinida de los poderes del rey, una deposición técnica o mejor dicho, un golpe de estado en toda regla con la participación de una parte de los representantes del reino. En la cita de Valladolid se oyeron muchos testimonios y varias sentencias para justificar la deposición de Alfonso X, entre ellos las muertes de su hermano Fadrique y del señor de Cameros, ejecutados “escondidamente” por orden del monarca, la mala política fiscal con las alteraciones de la moneda, el exceso de gastos por el tema del imperio y los desafueros, los fueros y privilegios tradicionales de villas y ciudades que habían sido anulados. Verdades a medias o exageraciones de los rebeldes que sirvieron para conseguir el suficiente apoyo mediático.

Hasta ese momento, la guerra civil se libraba dentro de la más exquisita diplomacia, utilizando los mecanismos del Estado y los pronunciamientos de unos y otros. Fue una guerra civil de despachos y reuniones, sin sangre ni muertes, de negociaciones y promesas. Y todo este episodio lo sufrió el Rey Sabio convaleciente de una grave enfermedad, una más, que le había impedido moverse de sus aposentos. La recuperación física del soberano y la inesperada y sorprendente ayuda recibida de su enemigo Abu Yusuf, el sultán de los benimerines, dieron un vuelco al panorama político con la dura declaración real de desheredamiento y pública maldición de Sancho. Como vemos, las recuperaciones del rey eran terribles para la salud de los demás. La leyenda negra de Alfonso X seguía creciendo.

La maldición del infante rebelde y los testamentos del rey

Las graves acusaciones que había vertido Sancho contra su padre, justificando su incapacidad para gobernar, fueron respondidas convenientemente por Alfonso X. No olvidemos que el infante había comentado “que el rey está demente y leproso, que es falso y perjuro en muchas cosas, que mata a los hombres sin causa, como mató a Fadrique y a don Simón”. Tales palabras fueron contestadas por el monarca de forma enérgica el 8 de noviembre de 1282, medio año después de los sucesos, con esta sentencia:

 

“Por consiguiente, dado que el sobredicho Sancho nos causó impíamente las graves injurias indicadas y muchas otras que sería largo escribir y referir, sin temor alguno y olvidando de todo punto la reverencia paterna, lo maldecimos, como digno de la maldición paterna, como reprobado por Dios y como digno de ser vituperado por todos los hombres, y viva siempre en adelante víctima de esta maldición divina y humana, y lo desheredamos a él mismo como rebelde contra nosotros, como desobediente, contumaz, ingrato, más aún hijo ingratísimo y degenerado […]”.

Curiosamente, justo un año después, Alfonso X firmaba su testamento en Sevilla con su sello personal, un texto autobiográfico, literario, expresivo y muy duro contra su hijo que dejaba zanjada la discusión del heredero a la corona. Ni derecho tradicional ni nueva legislación, el testamento dejaba fuera de la línea de sucesión a todos sus hijos varones y apostaba por el mayor de sus nietos, es decir, por el infante Alfonso de la Cerda, decisión no deseada por el monarca pero única salida para solucionar el contencioso. No había más opciones aunque el rey, previsor como el que más, introdujo una cláusula inviable y alejada de toda lógica según la cual, en caso de fallecimiento del heredero –aún muy joven–, se haría cargo de Castilla el rey de Francia “porque viene derechamente de línea derecha de donde venimos”.

Poco antes de morir, Alfonso X retocó el testamento (10 de enero de 1284) con una segunda revisión o codicilio (disposición de última voluntad) conmovedora donde explicaba el destino de sus pertenencias. Sus restos mortales serían enterrados en la iglesia de Santa María la Real de Murcia y su corazón en el monte Calvario de Jerusalén, una voluntad no respetada pues su cuerpo fue trasladado a la catedral de Sevilla y su corazón a la de Murcia. El encargado para ejecutar los traslados fue el maestre del Temple Juan Fernández, beneficiado con el caballo y las armas del rey y una suma de mil marcos de plata para misas por su alma cantadas en el Santo Sepulcro. Sus libros y objetos personales más preciados serían enterrados con su cuerpo, entre ellos el Espejo Universal, las Tablas Alfonsíes, las Cantigas, el Setenario. Nada de ello se cumplió.

El 23 de marzo de 1284, poco antes de morir, el rey de Castilla envió al papa una carta comunicándole la intención de perdonar al infante Sancho como recoge su Crónica, aunque el documento en cuestión nunca apareció. El día 4 de abril fallecía en Sevilla y con él se cerraba uno de los periodos más gloriosos de la cultura española, sólo equiparable al Siglo de Oro de nuestras letras. Terminaba la Reconquista y el esfuerzo por alcanzar la integración de todos los pueblos peninsulares, judíos, moros y cristianos. No hay duda de que fue un gran rey, un rey desgraciado, sí; desacertado a veces, también; contradictorio, polifacético, pero un rey que ha pasado a la historia con letras mayúsculas que se adelantó a su tiempo en más de un siglo. En definitiva, un Rey Sabio. Como era de esperar, le sucedió en el trono su hijo Sancho con el apodo de Bravo.

Fernando IV, rey de Castilla. La leyenda del rey emplazado

“Y estos caballeros, cuando el Rey los mandó matar, viendo que los mataban con tuerto –injustamente–, dijeron que emplazaban al Rey, que compareciese ante Dios con ellos […] de aquel día que ellos morían a treinta días”.

Fernando IV (Sevilla, 1285-Jaén, 1312); rey de Castilla (1295-1312). Segundo hijo de Sancho IV y María de Molina, proclamado rey de Castilla con tan sólo nueve años por la temprana muerte de su padre. En los primeros años de su reinado, hasta la mayoría de edad (diciembre de 1301), estuvo tutelado por su madre y el infante Enrique, hermano de su abuelo Alfonso X. Se casó con la princesa Constanza, hija del rey de Portugal Dionís, con quien tuvo dos hijos: Leonor y el futuro Alfonso XI.

La prematura muerte de Sancho IV de Castilla dejó una triste herencia de guerras y ambiciones abriendo una profunda herida que tardaría mucho tiempo en cerrar. Nueve años de guerra civil alimentada por la poderosa nobleza, esa que tantos trastornos había provocado después de la muerte de Alfonso X por defender sus cuotas de poder y que aprovechó la aparente debilidad de la monarquía para acorralar a una familia real atacada por todos los frentes. Corrían tiempos caóticos para la Corona de Castilla, incapaz de sacudirse el asedio voraz e incesante de los ricos hombres del reino que vieron una oportunidad única para seguir acumulando más patrimonio para sus casas y más títulos para sus apellidos. Debieron pensar los poderosos que el gobierno no estaba en buenas manos, con un inocente y pequeño rey de nueve años, una madre débil ejerciendo labores de reina en funciones y un viejo tutor que había desembarcado en Castilla para morir apaciblemente en su tierra después de una larga vida aventurera.

El error de los grandes de Castilla fue que solo vieron en el trono a un niño y a una mujer, y no a un futuro rey y a una reina madre experta, fuerte, prudente, hábil y sagaz, fiel reflejo de Berenguela, madre de Fernando III y tatarabuela del pequeño Fernando. La personalidad de María de Molina, la reina regente, reina por segunda vez, fue lo suficientemente aguerrida como para enfrentarse a los ataques enviados desde la oposición, representada por nobles y reinos vecinos. El tercer personaje del triunvirato era el infante Enrique, hermano de Alfonso X, un anciano en aquellos tiempos medievales que estaba de vuelta de todo y que, debido a su ambición y falta de escrúpulos, decidió regresar a casa para aprovecharse de la situación y ayudar en lo que fuera necesario si con ello sacaba algún provecho.

María de Molina y la ingratitud del hijo

Hasta tres veces fue nombrada reina María de Molina. La primera como esposa de Sancho IV, la segunda como regente de su hijo Fernando IV, y la tercera como abuela de su nieto Alfonso XI, también elegido rey a temprana edad. María fue la artífice de la cohesión de Castilla en unos tiempos difíciles para la unidad peninsular que con tanto ahínco y ardor había defendido su esposo Sancho cuando le propusieron entregar una parte del reino a su sobrino Alfonso de la Cerda para zanjar el espinoso asunto de la sucesión de Castilla. María sacó la fuerza y energía suficientes para no ceder a las presiones de los nobles castellanos, solo preocupados en atender sus tierras en detrimento del bienestar del reino. La reina regente luchó contra todas las adversidades posibles por sacar adelante el gobierno del reino, contra sus propias enfermedades y debilidades, odios, traidores, poderosos y farsantes, enemigos y tiranos. Gracias a su inteligencia, se rodeó de gente fiel, amigos leales que nunca la abandonaron como Guzmán el Bueno o Juan Mathe de Luna. En momentos de apuros económicos, cuando los maravedís escaseaban y hacían falta para pagar a caballeros y militares, buscaba préstamos entre los orfebres y ricos mercaderes de Burgos y nunca la decepcionaron. Su vida fue una lucha constante contra los inconvenientes.

Uno de los peores momentos que le tocó vivir fue en 1302, poco después de recibir la buena noticia de la dispensa papal. Aquella bula pontificia hizo mucho daño en la Corte, especialmente a los más allegados como los infantes Juan y Enrique (tío y tío abuelo del joven monarca respectivamente). Los dos pretendían la tutela del joven rey y los dos buscaban un buen motivo para alejar a María de Molina del trono. Aprovechando un viaje de la reina a Vitoria y la debilidad de carácter del monarca, ambos infantes se pusieron de acuerdo para injuriar y calumniar a María con falsedades que el inocente Fernando creyó porque salían de bocas amigas que solo buscaban la adulación. Aquellas malas palabras provocaron un distanciamiento entre madre e hijo. La reina regente se sintió herida por la ingratitud del rey, pero como buena madre, intentó alejarle de las malas influencias de los parientes. Tuvo a su lado a los representantes del reino que solo confiaban en la reina madre, solo a ella obedecían y respetaban con honor; una popularidad que encendió los ánimos de los infantes y ratificó la idea de alejar a María del rey y de las tomas de decisión. Solo había un camino para alcanzar el objetivo: seguir llenando la cabeza del joven rey con mentiras sobre su madre.

Le dicen al rey que tiene la intención de acordar el matrimonio de Isabel –primogénita y hermana de Fernando– con Alfonso de la Cerda para que fuera nombrado rey de Castilla y hasta le insinúan que María había enajenado las sortijas de su padre e incluso que había estado desviando dinero de los caudales públicos durante el periodo de regencia. Nada de eso era cierto, pero el ingrato hijo le pide a su madre las alhajas del rey Sancho y ella, sin sospechar nada, se las entrega ante la sorpresa de Fernando y de los calumniadores. Sin duda, aquel acto le debió avergonzar en exceso al monarca pero su reacción fue muy pasiva, demasiado abúlica; seguía confiando en la buena voluntad de sus tutores. También le pidió las cuentas del reino y Nuño Pérez de Monroy, administrador y canciller de la reina, hombre de toda confianza, accedió a entregarle los libros de cuentas donde se demostraba que, no solo no había desviado dinero sino que había puesto dos millones de monedas recibidos de préstamos para salvar la hacienda y el reino.

Cuenta la crónica que debido a la falta de recursos, María se vio en la obligación de tomar la sopa en escudillas, una pobre vasija de barro en forma de media luna. Pero al final la verdad vio la luz y la calumnia se volvió contra los acusadores cuando quedó demostrado que una parte de los préstamos solicitados por la reina fueron destinados a pagar los gastos de la guerra provocada por el infante Juan cuando se autoproclamó rey de León. Aquella dura verdad le fue ocultada al rey para no quedar en evidencia. María de Molina no solo tuvo que encargarse directamente de los problemas propios del reino, además tuvo que enfrentarse a la codicia de algunos nobles de mala fe que solo buscaban su beneficio particular, encumbrarse en la cima del poder. Ese fue el caso de su cuñado, el citado infante Juan, hermano de Sancho IV, tío de Fernando IV, un personaje que cubrirá el reinado de su sobrino con sombras, dudas, traiciones y actos rebeldes.

La legitimación del rey

Uno de los principales problemas del reinado de Fernando IV fue su legitimación como rey de Castilla, causa, entre otras razones, de la incruenta guerra civil al considerar sus enemigos que el soberano era ilegítimo a los ojos de la Iglesia y del mundo cristiano. La reina regente puso todo el empeño en solucionar la difícil empresa ante el papa porque en ella le iba el futuro de su familia y del reino. Hay que recordar que el matrimonio entre Sancho IV y María de Molina se realizó sin la necesaria dispensa papal, obligatoria cuando se trataba de enlaces entre parientes cercanos, como era el caso, ya que los novios eran tía y sobrino. La situación, que en condiciones normales se hubiera solucionado en poco tiempo, pues este tipo de bodas eran frecuentes entre la realeza, se complicó aún más debido al primer matrimonio de Sancho el Bravo que jamás fue anulado: me refiero a su enlace mediante procuradores con Guillerma de Montcada. Esta circunstancia, en cambio, no preocupó demasiado a la reina porque su marido había fallecido y no tenía sentido luchar por un matrimonio disuelto por la muerte del rey. Su angustia era la legitimación de sus hijos, entre ellos la del propio monarca.

Sancho IV había intentado resolver el problema con inteligencia, llegando a un acuerdo de paz con Felipe IV de Francia –monarca que acabaría en unos años con la Orden del Temple–, pensando que el gesto sería bien recibido por Nicolás IV, como así fue. Pero ni los tratados de paz ni los importantes traspasos realizados a la cuenta bancaria del Vaticano aceleraron el proceso. Tanto Martín IV como el resto de los prelados que le sucedieron, se desentendieron del asunto. Sancho moriría en 1295 sin alcanzar las bulas, dejando el problema en manos de su esposa y reina regente. Así las cosas, María siguió insistiendo ante el rey de Francia para que presionara a Bonifacio VIII con el fin de agilizar los trámites hasta que un buen día de septiembre de 1301 se recibió en el palacio de Segovia un comunicado avisando de las bulas. Por fin se legitimaba el matrimonio entre Sancho IV y María de Molina y al mismo tiempo se facilitaba la dispensa de parentesco en tercer y cuarto grado para que Fernando IV pudiera casarse con la infanta Constanza de Portugal.

 

Pero las buenas noticias no llegaron solas; el papa, enterado de los méritos y virtudes de María de Molina, a la que estimaba mucho, daba la bendición cristiana a sus hijos con los honores y dignidades correspondientes a su categoría de infantes y además concedía al rey la facultad de ingresar una parte de las tercias reales durante tres años. Por fin, los diez mil marcos de plata pagados por María para sacar adelante la reclamación habían dado sus frutos.

Habían pasado diecinueve años (1282-1301) esperando una dispensa que, de haber llegado en su momento, hubiera evitado mucho dolor a Castilla y a sus gentes, pero la Iglesia no obedecía a razones de corazón ni de justicia, sino a criterios políticos y económicos. De hecho, uno de los personajes que más trabajaron para convencer a Bonifacio VIII de la urgente necesidad de firmar la bula fue Gonzalo Díaz, arzobispo de Toledo y buen amigo del papa. El comunicado de la curia romana rompió los esquemas de mucha gente interesada en continuar con la guerra civil, entre ellos Jaime II de Aragón y Alfonso de la Cerda (nieto de Alfonso X), quien vio desvanecer sus aspiraciones a la corona una vez legitimada la figura de su primo Fernando. Otro de los afectados fue el omnipresente infante Enrique, que ambicionaba la tutela del rey de forma vitalicia y difundió el rumor de la falsedad de los certificados papales en las Cortes de Burgos (1301) para crear más confusión en la Corte, pero la reina se encargó de aclarar la fea maniobra leyendo la bula y la dispensa en la misma catedral burgalesa delante del pueblo. Una vez más el infante quedaba en evidencia.

La muerte del rey: la sentencia de emplazamiento

La leyenda negra del rey empezó a gestarse unas semanas antes de su muerte a raíz del asesinato del caballero Juan Alonso de Benavides, hombre de confianza y privado del rey, ocurrido en las puertas del palacio real de Palencia una noche de agosto de 1312. Poco tardaron las autoridades en arrestar a los hermanos Carvajales, encontrados al parecer en la Feria de Medina del Campo y considerados culpables del crimen. En una ciudad tan pequeña como aquella Palencia de principios del siglo XIV resultaba muy difícil esconderse de la justicia y, sobre todo, pasar desapercibido después de cometer un acto tan execrable delante de un lugar bien vigilado por tratarse de la residencia real. Enterado el rey del triste suceso, solicitó que los presuntos culpables fueran enviados a Jaén –donde se encontraba luchando contra los moros– para juzgarles. Las pruebas debieron ser tan certeras y verosímiles que los hermanos Carvajales, Juan y Pedro, fueron castigados a la pena capital.

La tradición cuenta que antes de ejecutarse la sentencia, uno de los hermanos, defendiendo su inocencia, emplazó al rey a juntarse con ellos en el plazo de treinta días por la injusticia cometida, según relata la Crónica de Fernando IV:

“Y estos caballeros, cuando el Rey los mandó matar, viendo que los mataban con tuerto (injustamente), dijeron que emplazaban al Rey, que compareciese ante Dios con ellos […] de aquel día que ellos morían a treinta días”.

Después de aquellas últimas palabras, los dos caballeros fueron empujados al vacío dentro de una jaula de hierro con puntas afiladas en el interior desde algún lugar del castillo de la Peña de Martos, villa cercana a Jaén. Y el destino –que a veces es muy caprichoso– quiso que treinta días después de las ejecuciones fuera encontrado el cuerpo sin vida de Fernando IV, acostado en sus aposentos. Aquella predicción de emplazamiento se cumplió a rajatabla y el engranaje del mentidero de Castilla entró en acción acusando al rey de su grave error, de haber matado a dos jóvenes inocentes, sin testigos ni pruebas fehacientes. El azar transformó una muerte anunciada –la del monarca– en un relato literario, en una leyenda negra que recorrió todo el país y que la historia no ha querido rectificar.

Según su crónica oficial, Fernando, después de “comer carne y beber vino” se retiró a su habitación a descansar y poco después murió. La causa de la muerte no fue un castigo divino por ordenar la muerte de dos presuntos inocentes como así lo han reflejado diversos estudios, sino la grave enfermedad que padecía desde hacía tiempo. Fernando murió de tuberculosis, igual que su padre Sancho IV, y la providencia quiso que fuera la tarde del 7 de septiembre de 1312, justo un mes después de la sentencia pronunciada por uno de los hermanos Carvajal. Una sentencia con tintes templarios, una leyenda negra que le acompañó hasta la sepultura. Fernando IV nunca se preocupó de su salud, comía y bebía sin reparo hasta que el corazón no pudo resistir tanta ansiedad. Él, que había sido un rey magnánimo y débil, clemente y bondadoso, justo y a veces impetuoso y enérgico como su padre, pasaba a la historia con el injusto apodo de Emplazado, muy apropiado para fomentar leyendas. Así es la historia.