Buch lesen: «El asesino del cordón de seda»

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Primera edición: abril de 2022

© Copyright de la obra: Javier Gómez Molero

© Copyright de la edición: Angels Fortune Editions

Código ISBN: 978-84-124916-8-5

Código ISBN digital: 978-84-124916-9-2

Depósito legal: B 3387-2022

Corrección: Juan Carlos Martín

Diseño de portada y maquetación: Cristina Lamata

Edición a cargo de Ma Isabel Montes Ramírez

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EL ASESINO DEL CORDÓN DE SEDA

JAVIER GÓMEZ MOLERO

A mi nieto Íñigo, el último en aterrizar en este mundo de locos.

Contenido

DRAMATIS PERSONAE

Prólogo

1 Roma, 5 de agosto del año del Señor de 1492

2 Roma, 5 de agosto del año del Señor de 1492.

3 Roma, 5 de agosto del año del Señor de 1492

4 Roma, 5 de agosto del año del Señor de 1492

5 Roma, 18 de agosto del año del Señor de 1492

6 Roma, 18 de agosto del año del Señor de 1492

7 Roma, 25 de agosto del año del Señor de 1492

8 Roma, 25 de agosto del año del Señor de 1492

9 Roma, finales de septiembre del año del Señor de 1493

10 Roma, mediados de febrero del año del Señor de 1494

11 Roma, marzo del año del Señor de 1494

12 Roma, mediados de diciembre del año del Señor de 1494

13 Roma, finales de diciembre del año del Señor de 1494

14 Roma, primeros de enero del año del Señor de 1495

15 Roma, mediados de enero del año del Señor de 1495

16 Velletri, febrero del año del Señor de 1495

17 Roma, 15 de junio del año del Señor de 1497

18 Roma, 16 de junio del año del Señor de 1497

19 Roma, 17 de junio del año del Señor de 1497

20 Roma, febrero del año del Señor de 1498

21 Roma, junio del año del Señor de 1498

22 Roma, octubre del año del Señor de 1499

23 Imola, noviembre del año del Señor de 1499

24 Imola, noviembre del año del Señor de 1499

25 Roma, diciembre del año del Señor de 1499

26 Roma, diciembre del año del Señor de 1499

27 Roma, diciembre del año del Señor de 1499

28 Roma, diciembre del año del Señor de 1499

29 Roma, agosto del año del Señor de 1500

30 Roma, julio del año del Señor de 1500

31 Roma, agosto del año del Señor de 1500

32 Roma, 4 de diciembre del año del Señor de 1501

33 Roma, 4 de diciembre del año del Señor de 1501

34 Roma, 5 de diciembre del año del Señor de 1501

35 Roma, 13 de diciembre del año del Señor de 1501

36 Roma, 14 de diciembre del año del Señor de 1501

37 Roma, enero del año del Señor de 1502

38 Roma, enero del año del Señor de 1502

39 Roma, enero del año del Señor de 1502

40 Roma, marzo del año del Señor de 1502

41 Roma, marzo del año del Señor de 1502

42 Roma, mayo del año del Señor de 1502

43 Imola, octubre del año del Señor de 1502

44 Imola, octubre del año del Señor de 1502

45 Cesena, diciembre del año del Señor de 1502

46 Senigallia, diciembre del año del Señor de 1502

47 Senigallia, diciembre del año del Señor de 1502

48 Roma, enero del año del Señor de 1503

49 Roma, enero del año del Señor de 1503

50 Roma, enero del año del Señor de 1503

51 Roma, primeros de febrero del año del Señor de 1503

52 Roma, julio del año del Señor de 1503

53 Roma, julio, año del Señor de 1503

54 Roma, julio del año del Señor de 1503

55 Roma, julio del año del Señor de 1503

56 Roma, julio del año del Señor de 1503

57 Roma, julio del año del Señor de 1503

58 Roma, julio del año del Señor de 1503

59 Roma, julio del año del Señor de 1503

60 Roma, julio del año del Señor de 1503

EPÍLOGO

NOTA DEL AUTOR

AGRADECIMIENTOS

BIBLIOGRAFÍA

Acerca del autor

DRAMATIS PERSONAE

Protagonistas:

Alejandro VI: antes de ser elevado al pontificado, Rodrigo Borgia.

Borgia, César: hijo de Rodrigo.

Burchard, Johann: maestro de ceremonias del papa.

Michelotto: mano derecha del papa y responsable de la seguridad de Roma.

Ruggieri, Ángelo: rico e influyente banquero.

Ruggieri, Carlo: hijo de Ángelo.

Ruggieri, Margherita: hija de Ángelo.

Stéfano: campesino de visita en Roma.

Secundarios:

Alessandra: cortesana protegida del banquero Ángelo Ruggieri.

Alfonso de Nápoles: segundo marido de Lucrecia, hija del papa.

Caterina Sforza: gobernadora de Imola.

Elías: judío propietario de un negocio de perfumería, amigo de Michelotto.

Fermo, Oliverio da: condotiero de los ejércitos pontificios bajo César Borgia.

García de Paredes, Diego: amigo de Michelotto.

Giulia: joven amante de Alejandro VI.

Giuseppe: músico del Vaticano.

Guidobaldo: copista de la Biblioteca Apostólica Vaticana.

Jofré: hijo de Alejandro VI.

Juan: hijo de Alejandro VI.

Lorca, Ramiro de: gobernador de Cesena.

Lucrecia: hija de Alejandro VI.

Machiavelli, Niccolò: representante de alto rango de la República de Florencia.

Nicoletta: dueña de la taberna El Gato Romano.

Orsini, Francesco: condotiero de los ejércitos pontificios bajo César Borgia.

Orsini, Giambattista: influyente cardenal, patriarca de la familia Orsini.

Orsini, Paolo (doña Paula): hermano de Francesco, asimismo condotiero.

Perotto: mayordomo de su santidad.

Pompilius: amigo de Burchard.

Pomponius: amigo de Burchard.

Rovere, Giuliano della: cardenal rival de Alejandro VI.

Spannolius: amigo de Burchard.

Turca: propietaria de la taberna del mismo nombre.

Vannozza: amante de Alejandro VI y madre de sus hijos.

Varanno, Francesco: amanuense de Caterina Sforza.

Virgilio: oficial a cargo de Porta San Paolo y aficionado a los cultos antiguos.

Vitelli Vitellozo: condotiero de los ejércitos pontificios bajo César Borgia.

Prólogo

Me hallo en un lugar donde ni en la más lúgubre de mis pesadillas imaginé que fuera a estar. La primera vez que rendí visita a las mazmorras de Torre di Nona –hace la friolera de once años– se debió a mi condición de capitán de la guardia de la ciudad de Roma, honor con el cual me distinguió su santidad Alejandro VI, no más haber tomado posesión del trono pontificio. El motivo que por entonces me convocó a esta prisión emplazada a orillas del Tíber fue inspeccionar sus dependencias y pasar revista a los instrumentos de tortura, merced a los cuales el verdugo es capaz de arrancar confesiones que en raras ocasiones se sostienen en pie.

A lo largo de esos once años me he codeado con los más altos jerarcas de la Iglesia, he conocido de primera mano a príncipes y reyes, he mantenido encuentros con destacados políticos, banqueros e intelectuales, he mandado sobre ejércitos de millares de hombres. Mi mesa ha rebosado de los vinos más caros y los bocados más exquisitos. He vestido gorgueras, calzas, camisas, casacas y jubones expresamente confeccionados para mí, que ya hubieran querido en sus arcones los más atildados petimetres. Y un dosel de guadamecíes, colchones de plumas y acariciadoras sábanas de seda han velado mis noches de insomnio. ¿Y ahora? ¿Qué queda ahora de lo que he sido, de lo que he poseído?

A día de hoy, con el viento encabritado en contra mía y el corazón en un puño, soy uno más de esa reata de presos, a cuál más desgraciado, con quienes, más allá de compartir la humedad de una celda, las ratas y los piojos, comparto un mañana que se vislumbra cuando menos comprometido. Brujas, asesinos, ladrones, herejes son algunos de mis conmilitones. Me sustento de mendrugos de pan y engaño la sed con agua sucia, por cuya superficie navega una armada de sanguijuelas. Por encima de mi cuerpo se entrecruzan harapos mugrientos, que apenas si bastan para tapar mis vergüenzas. Y un duro jergón roído de chinches y serpenteado por orines de Dios sabe quién provee un hueco a mi espalda cuando el sueño me abraza.

Y todo por haberme mostrado dócil a los mandados del santo padre y los suyos, por haberme prestado a sacar brillo a su nombre cada vez que lo mancillaban, por no haberle hecho ascos a tomar venganza de afrentas pasadas y perpetrar los crímenes más atroces que pensarse pueda. Por descontado, he mentido, he jurado en falso, he traicionado y, a sabiendas de que no me amparaba la fuerza de la razón, he segado la vida de algún que otro inocente. Fuera como fuese, no estoy por arrepentirme de mis actos, y mil años que viviera, mil años que obraría de la misma forma, pues, a fin de cuentas, quien estaba detrás de mi proceder no eran el papa ni sus allegados, era Dios Nuestro Señor, que no ignora lo que se hace y cuya capacidad de perdón no conoce techo.

Estaría en deuda con la verdad si admitiese que los tormentos que van en pos de que desvele la identidad de quienes en tiempos de bonanza se ocultaban entre las sombras, no me generan inquietud, pero lo que a decir verdad me agobia y me roba el sueño es la mengua de libertad, así como la imposibilidad de seguir prestando mis servicios a lo que queda de la familia de Alejandro VI. Con ser duro lo anterior, no lo es menos hacerme a la ausencia de la única mujer a la que de corazón he amado, a la que no cejo de orientar mi pensamiento y para cuya existencia ruego al Altísimo la más dulce de las suertes. Igual que Dios la puso en mi camino y concedió que se apiadara de mí, Dios la quitó de mi vista al otorgar su beneplácito a la repentina muerte de su santidad, lo que trajo consigo un nuevo orden de cosas, en el que yo no salí especialmente favorecido. La elección del nuevo pontífice, Julio II, dio pie a una etapa de mi vida en la que se me angostaron los caminos, me atrancaron las puertas, me soltaron los perros y terminé por dar con mis huesos en Torre di Nona, viéndome por ende forzado a renunciar al amor para el resto de mis días.

La puerta de mi celda acaba de abrirse con su sangriento chirrido, la voz de ultratumba del carcelero y sus manos manchadas de muerte me conminan a levantarme del lecho, renunciar al amparo de los barrotes y marchar detrás de él. Hasta hoy me habían interrogado –invariablemente en el interior de mi celda– sin hacer uso de la violencia, tratando de tirarme de la lengua con tanta habilidad como persistencia y con el compromiso de rebajarme la condena, en caso de que me aviniese a colaborar. Mas a la vista de la inutilidad de tan gentil y considerado procedimiento han determinado echar mano de métodos más expeditivos. De aquí a nada me las tendré que ver con la rueda, el potro, la espulguera, la pera veneciana, la bota española y una profusión de instrumentos de tortura que conozco como mis pecados, pero cuya denominación una cierta intranquilidad me dificulta recordar.

En tanto hago lo imposible por aparentar calma y arranco a entonar un Pater Noster, caigo en la cuenta de que a estas alturas de mi parlamento no os he proporcionado detalle alguno acerca de mi identidad. Y a la vuelta de un rato quién sabe si no me habrán abandonado los ánimos y me resultará de todo punto inviable revelárosla. Así que, después de haberos detallado la situación por la que estoy transitando, ha llegado el momento de deciros quién soy. Aun cuando mi nombre real sea Miguel Corella, hijo del conde de Cocentaina y natural de Valencia, desde que puse los pies en Roma tan solo vuelvo la cabeza al reclamo de la voz que me llama Michelotto.

1
Roma, 5 de agosto del año del Señor de 1492

Sucinta biografía de Ángelo Ruggieri y Alessandra

No era la primera vez que el banquero Ángelo Ruggieri rendía visita a su protegida, madonna Alessandra, en el palacete que se levantaba a tiro de piedra de Piazza Navona, el antiguo estadio para atletas y carreras de cuadrigas construido por el emperador Domiciano. Y, por Dios, que lo precisaba como los caudales y los clientes para la buena marcha de su negocio. La jornada, en la que había cerrado una compleja operación financiera que le iba a otorgar el control de varias industrias productoras de lana y seda instaladas en Florencia, había resultado si no agotadora, sí más ajetreada de lo normal. Había invitado a comer en su domicilio de Rione del Ponte a su amigo Johann Burchard, que lo había puesto al corriente de las nuevas de la corte pontificia, había descansado poco más de media hora y ahora, mientras le daba el enésimo retoque a la barba cuajada de hilos de plata y al delgado bigote y el espejo le devolvía los surcos que en el rostro delataban las huellas del tiempo, traía a su memoria anteriores encuentros con la mujer que desde dos meses atrás le tenía sorbido el seso.

Había reparado en ella cuando asistía a misa en Santa Maria in Aracoeli, de rodillas en uno de los primeros bancos, ataviada con un vestido de seda negro y en compañía de damas y pajes y un puñado de señores que a la legua se percibía bebían los vientos por ella. Con el Ite missa est salido de labios del sacerdote, que ponía el punto final a la ceremonia y despedía a los fieles congregados, la mujer se había dado prisa en abandonar su asiento y en su camino hacia la puerta de salida había desfilado a un palmo de donde el banquero hacía como si rezara, lo que había obrado el prodigio de que cruzara su mirada con la de ella y le diera ocasión de examinarla, sin pasar por alto el más íntimo detalle.

Y cómo de profunda no sería la impresión que los rasgos de su rostro contemplados tan de cerca le habían provocado, que, nada más perderla de su campo de visión, se llegaba a la sacristía, esperaba a que el sacerdote se retirase y abordaba al orondo y mofletudo sacristán que, al igual que los demás sacristanes, estaría al cabo de la vida y milagros de la mayoría de sus feligreses y con más razón de una dama que no pasaba inadvertida para nadie que tuviera ojos en la cara.

Ya en los escalones que conducían a la puerta de la calle, el sacristán le había referido, no sin cierta desgana o apesadumbrado tal que estuviera revelando un secreto de confesión, que la mujer que había merecido su interés era madonna Alessandra, una distinguida cortesana natural de Ferrara, que durante años había sido la protegida de micer Luigi del Búfalo, hombre de posibles y muy estimado en Roma, pero que de la noche a la mañana la relación se había enfriado y a la presente estaba en condiciones de asegurar que solo les unía una franca amistad.

El sacristán hizo amago de marcharse so pretexto de que debía acudir a otro templo para, en sustitución de un sacristán enfermo, ayudar al sacerdote a celebrar la santa misa, proceder a vestirlo y desvestirlo y apagar las velas del altar, pero fue advertir un par de monedas en la palma de la mano de Ángelo y reconoció que no habría mayor problema si se demoraba, que el sacerdote se armase de paciencia lo que fuera menester. Después de todo, estaba haciéndole un favor.

A la pregunta de si se apreciaba con entidad como para concertarle una cita con ella, el sacristán no se anduvo con disimulos y le explicitó que todo estaba a expensas de la cantidad que estuviera presto a pagar por su mediación y, antes que nada, de que la dama estuviera en la disposición adecuada, para lo que se le hacía imprescindible un informe detallado sobre su persona y sus verdaderas intenciones.

Una vez hubo conocido su nombre y profesión, y tuvo por seguro que obtendría lo que le pidiese por propiciar un encuentro entre ambos, el sacristán se avino a conversar con ella y trasladarle su recado, tan pronto se personase de nuevo en la iglesia. Y al cabo de una semana estaban el banquero y la cortesana paseando por Campo dei Fiori y Piazza San Pietro, intercambiando pinceladas de sus respectivas identidades, suscitando el asombro y la desazón de los viandantes, que tornaban la mirada en dirección a la espléndida figura de la mujer. En breve, Alessandra recibía joyas, perfumes, vestidos, y Ángelo se juzgaba más que pagado con dejarse reflejar en los inmensos ojos negros de ella, ansioso por hacer suyos sus labios anchos, embebido en la contemplación de una belleza tan rotunda.

En su primera cita en casa de ella, había quedado abrumado por otra suerte de encantos que, más allá de la belleza, la cortesana atesoraba y que hacían de ella una mujer de variados registros, que había empezado a alegrarle una existencia en la que solo había sitio para los negocios y el dinero. Dominaba la elocuencia y la filosofía, hablaba latín como el más culto de los humanistas, se sabía de memoria versos de Virgilio, Horacio y Ovidio, leía en griego al mismísimo Platón, conocía las obras de Petrarca, Bocaccio, Séneca o Cicerón, así como de san Agustín, san Jerónimo o san Ambrosio, recitaba sonetos de su propia cosecha, y cantaba y se acompañaba del laúd y la cítara.

Y, amén de ello, reunía discernimiento y temple que la habilitaban para dar su parecer en relación con cualquier asunto que se plantease en la conversación, para quedar ante el invitado que él propusiese llevar a su presencia, como el más sutil embajador de los destacados por sus gobiernos en la Santa Sede. Lo mismo se enfrascaba en las cuestiones más mundanas e intrascendentes, que peroraba sobre política, religión o materias de Estado. E invariablemente destilando amenidad, saber estar y un humor fino y envidiable.

En esa primera visita a su casa, Alessandra no había sentido reparo en ponerlo al día de quien realmente era y traerle a colación a lo que se comprometía si persistía en el empeño de convertirse en su protector. Desde que era una niña, y merced a la belleza que ya apuntaba, su madre no había escatimado en gastos, a fin de adoctrinarla para la lucrativa y honrosa profesión de cortesana que con tanta suficiencia ejercía. Nada más arribar a la adolescencia había gozado de proposiciones de eminentes personalidades de Roma que pugnaban por devenir en sus bienhechores, que dilapidaron fortunas por una cita con ella, inclinándose en virtud de los consejos maternos por escoger de entre todos ellos a micer Luigi del Búfalo, igualmente banquero, hombre culto, agradable de espíritu y, por encima de otras prendas que lo adornaban, en extremo generoso. De hecho, el palacete que habitaba junto a Piazza Navona, y que ella había amueblado y decorado con un gusto irreprochable, había sido un obsequio del bueno de Luigi.

En justa reciprocidad a la información que Alessandra le había revelado en esa primera visita, también él le abrió su corazón y sin ahorrar detalle la hizo partícipe de las vicisitudes por las que había transitado su vida. Y ni que decir tiene, le garantizó que iba a disfrutar de todos los lujos habidos y por haber y estaría en situación de dar rienda suelta a cuantos caprichos le viniesen en gana.

Ángelo había nacido en Siena, donde se había educado como correspondía al hijo de un banquero con casa asimismo en Roma. En sus tiempos mozos, su padre, al objeto de que aprendiera la profesión desde abajo y alcanzara a valorar el esfuerzo, lo había despachado a trabajar a la Ciudad del Vaticano en las oficinas de otro banquero sienés, Ambrosio Spannocchi, con el que llegaría a adquirir una sólida formación, que tiempo después le consintió independizarse y abrir su propio negocio, en un palacete a poca distancia del Panteón.

Se preciaba de su trabajo, que le había regalado la posibilidad de intimar con personas influyentes, algunas de las cuales habían pasado a ser amigos, y presumía de entenderse especialmente bien con los españoles que, al socaire del cardenal Rodrigo Borgia, vicecanciller de la Santa Sede, se habían establecido en la ciudad de los papas y atendían puestos de relevancia. Nada más haber recalado en Roma, les había otorgado préstamos con que hacer frente a los gastos de instalación y estrechado con ellos lazos indisolubles.

A su esposa, a la que había conocido de niña en Siena, por ser amiga de su hermana, y de quien había estado prendado desde la cuna, la perdió después de quince años de matrimonio, los más venturosos de su existencia. Cuando ni por asomo se figuraba que podía enturbiarse su vida, un mes de agosto, de esos que cargan de podredumbre la atmósfera de Roma y propagan por sus calles y plazas un hedor insufrible, trajo una epidemia de peste que se expandió por los trece distritos de la ciudad, se cobró centenares de víctimas y se llevó a su esposa al sepulcro. Y aun cuando en el lecho de muerte le hubiera insistido para que volviera a contraer matrimonio, en la medida en que sus dos hijos iban a quedar faltos de los cuidados de una madre, no había renunciado a su condición de viudo.

A la muerte de su esposa, que había tomado a su cargo la educación de los pequeños, Ángelo había estimado lo más razonable enviar a la niña, a Margherita, al convento de San Sisto, donde las monjas iban a cuidar de su desarrollo y la pondrían en contacto con otras niñas de la alta sociedad romana. Allí aprendería a expresarse y a escribir en latín, a asistir a lecturas piadosas, a coser, a bordar, a tocar un instrumento musical, a adiestrarse en definitiva en tareas femeninas, que el día de mañana la capacitaran para ser un buen partido a tener en cuenta. A la presente, ya con doce años, la niña vivía con él y proseguía sus estudios con los mismos preceptores y en la misma casa que la hija del cardenal Borgia, quien había dado el visto bueno a tal lance y obsequiaba al banquero con su consideración. Margherita era despierta, traviesa y alegre como un cascabel, le apasionaba la lectura y raro era el día en que a la hora de la cena no le glosaba lo que a lo largo de la jornada había aprendido junto a su compañera de estudio desde sus años en San Sisto.

La otra cara de la moneda venía a representarla su hijo varón, Carlo, quien a la muerte de su madre se encerró en sí y perdió la alegría de vivir. Antaño había sido un niño que se ilusionaba con las cosas más triviales, al que todo el tiempo le parecía insuficiente para jugar y divertirse con otros niños. Pero fue quedar huérfano y el mundo se le desmoronó. Carlo se mostraba reacio a admitir su pérdida, no hallaba consuelo en las razones que se le daban. Juzgaba la epidemia, por mor de la cual su madre había fallecido, no como el efecto del agobiante calor, de las perniciosas condiciones higiénicas o de la insalubridad de Roma, sino como un castigo enviado por Dios a los hombres por sus pecados.

Y se dio a buscar culpables y cuestionárselo todo: los que hacían del dinero el fin de su existencia, el escandaloso lujo de la Iglesia y de sus altos cargos, la impiedad de infinidad de clérigos y la ausencia de vocación de sacerdotes dominados por la lujuria o la gula. Y se refugió en la obsesiva lectura de libros de vidas de Santos, de los Padres de la Iglesia, de los sermones del franciscano Bernardino de Siena. Y se le metió entre ceja y ceja dejar atrás Roma y emprender camino a Florencia, con el anhelo de escuchar de viva voz las prédicas del dominico Girolamo Savonarola, quien por entonces generaba no poca admiración entre las multitudes. Carlo acababa de cumplir diecisiete años y estaba en su derecho de elegir su propio camino.

Luego de haberse instalado en la ciudad de los Médici, el joven se consagró en cuerpo y alma a la oración y empezó a acudir a la iglesia de San Marco, en la que Savonarola, que había sido nombrado prior, subía al púlpito a diario. Y tanto calaron en Carlo los sermones de aquel dominico, a quien seguían enjambres de fieles, que le besaban los pies y las manos y le cortaban trocitos de la túnica, que al cabo de unos meses terminó por demandar su admisión en la orden. Y, como si una cosa llevase a la otra, desde hacía ya demasiado se comportaba como si no tuviera un padre y una hermana.

Ángelo continuaba mirándose al espejo, apreciando cómo de las comisuras de los labios se había adueñado un rictus que no sabía si interpretar de intranquilidad o de congoja por el futuro de su hijo, cuando llamó a la puerta de su dormitorio uno de los criados para hacerle llegar el recado que con tanta impaciencia esperaba, desde que se levantó no más hubo amanecido. Le alertaba de que disponían del tiempo justo para cubrir el trayecto que separaba su casa de la de madonna Alessandra. El carruaje con su tiro de cuatro caballos pulcramente enjaezados estaba preparado a la puerta y el cochero con dos mozos de librea también.