2000 años liderando equipos

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Aus der Reihe: Directivos y líderes
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La vida es componer rompecabezas. Propuestas de reforma, de cambio de estilo de dirección, de renovación de la cultura organizativa, de gestión del compromiso, de aprovechamiento del tiempo y muchas otras cuestiones desfilan en las siguientes páginas. Todas esas aportaciones son fácilmente aplicables. Cuánta sabiduría referente, por ejemplo, a la gestión del tiempo muestra santa Teresita de Lisieux cuando afirma: «No sufro sino de instante en instante. Es porque se piensa en el pasado y en el porvenir por lo que uno se desalienta y desespera».

Más clichés absurdos: una supuesta estructura asamblearia. Desde el principio se explicitó un sistema jerárquico. San Ignacio de Antioquía (35-108) enardecía a los fieles para que se mantuviesen leales a los obispos y daba por ejercidos tres niveles: obispos, presbíteros y diáconos. A mediados del siglo II hay obispos «monárquicos» al frente de numerosas Iglesias, tanto en Roma como en Antioquía, Alejandría, Esmirna, Éfeso, Corinto, Lyon o Atenas. En algunos lugares se estableció un colegio de presbíteros, a imagen de los consejos de ancianos del pueblo judío, pero en cuanto fue posible se sustituyó por prelados.

Los obispos eran seleccionados por los jerarcas de las diócesis colindantes. En los concilios de Arlés (314) y de Nicea (325) se especificó que en la elección debían participar al menos tres candidatos y recabar la explícita aprobación del metropolitano. Dentro del proceso organizativo inicial se definieron fórmulas para la admisión a las órdenes. Se excluía a los casados en segundas nupcias, a los neófitos, los epilépticos, los locos, los eunucos voluntarios o los reos de crímenes.

Para la cobertura de las necesidades económicas de quienes iban a gobernar y a servir a los demás con la administración de sacramentos, pronto detalló la política fiscal de los diezmos. Se estableció también la delegación en los denominados obispos de campaña o auxiliares, en la actualidad conocidos como vicarios. Ejercían específicas funciones episcopales como conferir órdenes menores o administrar la confirmación. Cada diócesis quedaba ligada a una sede más importante, la metropolitana, y así fueron constituyéndose provincias eclesiásticas.

Clemente Romano (35-97), que llegó a conocer a los apóstoles y fue tercer sucesor de Pedro, escribió en el año 96 una carta a los de Corinto para hacerles entrar en razón en torno a desacuerdos con las autoridades. Lo hacía perentoriamente, consciente de su jurisdicción. Fue aceptado su criterio. Igual sucedió con Víctor I (189-199), Esteban I (200-257) o Dionisio (+268). Gelasio I (492-496) ejercía pacíficamente autoridad judicial y jurisdiccional. Se afirmó entonces que el romano pontífice no podía ser juzgado por nadie: prima sedes a nemine iudicatur; nadie puede juzgar a la sede primacial de Pedro, al papa, a la Santa Sede.

Diógenes Laercio (180-240) aseguraba en defensa de los cristianos: «Son de carne, pero no actúan según la carne». Ojalá hubiera sido siempre así, porque habrían sido menos los problemas que sucesivamente tendrían que afrontar. Contradicciones surgieron desde los inicios. Lo expresaba el tunecino obispo de Cartago, san Cipriano (210-258), al detallar que algunos obispos se habían convertido en administradores de grandes haciendas. Pablo de Samosata (+272), luego hereje, siendo aún obispo vivía de forma mundana. Por comportamientos como el suyo, el Concilio de Elvira notificó excesos que debían ser evitados. Las incomprensiones se multiplican a lo largo de los más de veinte siglos que vamos a destilar, también, aunque no solo, porque no hay vidas lineales, ni siquiera en dirigentes que creen en la vida futura. Sin ir más lejos, Constantino (272-337) ordenó asesinar a su hijo Crispo y a su esposa Fausta. Irascible, trataba con formas nada cabales a sus subordinados. A la vez era hombre de Estado que favoreció la libertad de la Iglesia tras las persecuciones promovidas por emperadores previos. Rara vez algo humano es rectilíneo, más bien suele adoptar forma de rizoma.

En innumerables ocasiones se ha empleado con desfachatez la calumnia o las medias verdades, que son en realidad falsedades, para lacerar la imagen de la Iglesia. Prisciliano (+385) no fue condenado a muerte por herejía, sino por el delito de maleficio y prácticas de magia, rigurosamente hostigado por las leyes romanas. Ni la Iglesia le condenó por hereje. ¡Tanto san Martín de Tours como san Ambrosio protestaron por su condena! El responsable de aquellas actuaciones fue el gobierno de Magno Clemente Máximo.

En medio de las contradicciones brillan quienes han superado indecibles dificultades, como Dídimo el Ciego (+398). Nacido en Alejandría quedó invidente con cuatro años. A base de intrepidez llegó a ser intelectual de referencia. La causa de numerosos yerros se encuentra en la impericia tanto de directivos como de fieles, deficiencia que la Iglesia intentó paliar con la erección de escuelas catedralicias y monásticas. Pasma que, en el 802, en Aquisgrán se especifique que los ordenandos debían conocer al menos los salmos del Breviario, el Credo y el Padrenuestro, y saber explicarlo mínimamente. Además, debían estar en condiciones de aplicar el ritual de los sacramentos.

San Felipe Neri predicó en el siglo XVI que para cambiar el mundo le bastarían cincuenta jóvenes castos y cincuenta adultos no avariciosos, casi un imposible. Y subrayo ese casi porque, década tras década, proyecto tras proyecto, a lo largo de los siglos se han buscado perfiles de líderes de fuste capaces de mejorar a la humanidad. En medio de ejemplos heroicos y vidas inconsistentes, la Iglesia ha sabido reinventarse de forma ininterrumpida. Así, para luchar contra la usura surgieron en Italia en el siglo XV los Montes de Piedad. También en España hubo quienes procuraron encontrar solución a esa lacra. La primera iniciativa fue promovida por fray Ludovico de Camerino en las Marcas, en 1428. En Castilla es paradigmática la iniciativa de las Arcas de Limosnas establecidas en 1432 por el conde de Haro en templos parroquiales de su territorio bajo inspiración franciscana. También en Italia, de 1462 a 1496 se fundaron casi cien Montes de Piedad. Uno de los más eficaces promotores fue el franciscano, luego beato, Bernardino de Feltre (1439-94). El cardenal Cisneros promovió la creación en Castilla de pósitos –almacenes para el aprovisionamiento de la población–, comenzando por Toledo y Alcalá de Henares. En sus primicias, solo por excepción gestionaban préstamos. Con el paso del tiempo se abrirían a esa actividad. El crédito era habitualmente sin interés. De haberlo era irrisorio. Se empleaban con frecuencia prendas o garantías. El fin social prevalecía sobre los beneficios económicos.

Sobre cómo elegir al CEO, la evolución fue profunda, desde la aclamación a la elección en el colegio cardenalicio. También fue cambiando la composición de este. Gregorio X, fallecido de fiebres en 1276, dejó establecida la norma Ubi periculum, en la que se impone el cónclave. Los cardenales serían encerrados bajo llave, incomunicados del mundo exterior. Si se demoraban se les iría dosificando el alimento para estimular la decisión.

En casi todos los temas se han alternado idas y venidas. El II Concilio de Lyon (1274) estableció la disolución de las órdenes ulteriores al Concilio IV de Letrán, a excepción de franciscanos y dominicos. Carmelitas y agustinos, que deberían haber desaparecido, fueron indultados. Luego se abrirá la mano a otros. En esos años, el laico había cedido el puesto al clérigo; el yermo, al convento; la soledad, a la ciudad; y una devoción sencilla al apostolado y al estudio.

Casi toda institución católica se ha identificado con el colegio apostólico pregonando que ellos sí que vivían como los primeros cristianos. En Roma se cobijó, en 1653, la Escuela de Cristo, congregación de sacerdotes y laicos españoles que aspiraban a la santidad a través del cumplimento de los deberes de su estado, la práctica de la oración mental, la mortificación, la fraternidad y la devoción a la Virgen. El padre Eugenio de San Nicolás (1617-1677) sería el propagador de esta asociación desde los conventos recoletos de Toledo y Trujillo. El padre Poveda retomaba idéntica idea el 13 de diciembre de 1932: «¿Sabéis con quién está entroncada nuestra institución? Con la más antigua, con los primeros cristianos (…); nuestra primitiva raíz fueron los primeros cristianos (…) que en razón del tiempo, ni tenían hábito, ni grandes viviendas, ni numerosas comunidades».

Siempre ha estado presente la necesidad de evolución, especialmente en períodos de acerada incertidumbre. Entre otros, Gregorio VII (1073-1085) había centrado el énfasis en la renovación de la Iglesia con ocasión del conflicto de las investiduras. Lo haría igualmente Inocencio III a través de los concilios de París (1212) y IV de Letrán (1215). También el Concilio de Viena (1311), aunque quedó desnortado por la injusta disolución de los templarios promovida por Felipe IV el Hermoso. En Constanza (1414-1418) volvió a plantearse para extinguir el Cisma de Occidente. También el Concilio de Basilea (1431), aunque no se llevaron a la práctica las decisiones. Trento (1545-1563), ante la amenaza de la mal llamada Reforma luterana, supondría un relevante impulso para esa transformación constante, como de otro modo lo sería siglos más tarde el Concilio Vaticano II.

No han faltado situaciones peculiares. Calixto nació en Roma en el 155 d. C. y fue esclavo de un cristiano de nombre Marco Aurelio Carpoforo. Fungió de banquero, aceptando depósitos de cristianos y asumiendo operaciones arriesgadas, culminadas en chasco. Su amo le perdonó a solicitud de los propios fieles estafados. Condenado a trabajos forzados en las minas de Cerdeña huyó gracias a la ayuda de una cristiana llamada Marcia, con la que se magreaba el emperador Cómodo. Ya libre, tres décadas más tarde fue elegido papa en el año 217 con el nombre de Calixto I. Fue el número XVII. Falleció mártir al ser lanzado a un pozo en una revuelta popular el 14 de octubre de 222.

 

En la selección realizada, he tenido que dejar a incalculables personas y organizaciones fuera del texto. No trato, entre otros muchos, de los silvestrinos fundados por san Silvestre Guzzolini (+1267) en el monte Fano, bendecidos por Inocencio IV en 1242. Unían a la vida austera actividades como la predicación y la confesión. Tampoco de los olivetanos, fundados por san Bernardo Tolomei (1272-1348), que asimilaron elementos eremíticos siguiendo la regla de san Benito e introdujeron aspectos de la legislación mendicante. Ni de otros promotores: santa María Soledad Torres Acosta, fundadora de las Siervas de María Visitadoras de Enfermos (1826-87); santa Vicenta María López y Vicuña (1847-1890), fundadora de un instituto para la formación cristiana de las jóvenes del servicio doméstico; o santa María Teresa Jornet (1843-99), fundadora de las Hermanas de los Ancianos Desamparados. A la Compañía de Jesús solo haré referencias tangenciales. A su management le he dedicado un libro específico: Jesuitas, liderar talento libre (LID Editorial).

En las siguientes páginas el lector hallará cientos de aprendizajes aplicables al gobierno. Junto a reacciones cabales, reitero, encontraremos barrabasadas. Como cuando el recién nombrado director del equivalente a un convento, el mismo día en el que el responsable hasta el momento había sido trasladado por ascenso, encargó al ponente del primer medio de formación colectivo una feroz crítica de su predecesor. Al concluir, un asistente le manifestó en privado su pesadumbre. La reacción fue furibunda: «Demasiado poco ha dicho, ¡habría que haber echado a ese, no darle otro cargo!».

Solo un fanatismo inmisericorde explica que un profesor universitario, en otros aspectos más comedido, reaccione de esa manera.

El origen de mi añejo interés por los templarios se debe, por cierto, a que el fundador de una otrora afamada organización, que en la actualidad se encuentra en honda crisis por ausencia de humildad para asimilar un obvio y aplastantemente negativo feedback 360º, manifestó el temor de acabar como ellos.

Muchísimo más grave, fruto de homólogo menosprecio por las personas, es el caso de personajes como el jesuita Dragutin Kamber, que celebró en la revista Novi List de 16 de agosto de 1941 a los soldados nazis como luchadores «de la justicia política y social» y constructores de los fundamentos de un mundo feliz para las futuras generaciones; que fuese buque insignia de la Policía en Doboj (Bosnia) y responsable último del asesinato de serbios ortodoxos muestra con patética claridad que la cizaña y el trigo se encuentran mezclados hasta el final de los tiempos. Bien puede mencionarse aquí la reflexión de Karl Popper: «Ninguna ciencia puede, de hecho, responder a la pregunta de quién es el hombre. Nos arriesgamos a conocer hasta la última partícula del ser humano, pero nos arriesgamos a olvidar quién es el hombre». La persona es frágil y compleja, algo que siempre ha reconocido la Iglesia y que se halla inscrito con matices de admirable sutileza en su doctrina.

Es aplicable a algunos colectivos una inmemorial chanza referida originariamente a los mormones. Al llegar alguien al Cielo es agasajado por el mismísimo san Pedro. Visita maravillosos entornos. En todos, al preguntar el recién llegado por un alto muro, se le replica: «Detrás se encuentran los mormones».

Interrogado san Pedro por el motivo, fulminó: «Es que solo son felices si consideran que son los únicos que están en el Cielo…».

El farolero complejo de sentirse únicos genera hilaridad.

No queda –insisto– otro remedio que mencionar ludibrio. Entre los rayanos en el tiempo, patibularios nefandos como el mexicano Marcial Maciel, el chileno Fernando Karadima o los peruanos Luis Fernando Figari Rodrigo y Germán Doig Klinge. Sin embargo, los maledicentes de los excelsos cristianos que, al margen de estas y otras ovejas negras iremos evocando, no rozan siquiera la fimbria del hábito de los verdaderos protagonistas de este libro. No hay que obviar que gacetilleros impúdicos tratan de escudar la ausencia de control de sus pulsiones con críticas arteras y sesgadamente documentadas a la Iglesia. Con su corazón carcomido se convierten en sayones de baja estofa. De sus aquelarres poco queda salvo una desarbolada cacofonía de aullidos. A diferencia de ellos, vamos a adentrarnos con objetividad y respeto en el análisis de los estilos de gobierno de una pasmosa organización gobernada habitualmente por un anciano –la tendencia a contar con papas de transición es endémica, aunque con frecuencia haya sorpresas por la longevidad no esperada ni deseada–, elegido por un grupo, salvo excepciones, de septuagenarios. Los cardenales, ese peculiar grupo de provectos en ocasiones también sabios, recibieron el capelo rojo, su actual distintivo, en 1245 de manos de Inocencio IV. En 1630, Urbano VIII concedería carácter oficial al título de Eminencia.

Para controlar tan extensa organización, a mediados del siglo XIII Gregorio IX hizo obligatoria la visita ad limina apostolorum, que todos los obispos debían rendir a Roma. El juramento de realizar la primera personalmente y la segunda si era precisa mediante procurador se fue relegando. En 1585, Sixto V volvió a prescribir la obligatoriedad. Se amenazaba a los transgresores con penas tan relevantes como la suspensión de la administración espiritual y temporal de la diócesis, la no percepción de rentas y también la prohibición de entrar en la iglesia si no eran absueltos por el pontífice.

Entre quienes intentaron realizar mejoras, Inocencio XI (1611-1689) es célebre por su rigor. Decidió acabar con lujos innecesarios y también con la lacra del nepotismo. En el cónclave más prolongado del siglo XVII se había incorporado como cardenal Antonio Pignatelli. Cinco meses más tarde emergía como papa. El 20 de junio de 1692 emitió la bula Romanum decet Pontificem, que hizo jurar a los treinta y cinco cardenales del sacro colegio. Prohibió a los papas conceder honores, cargos públicos, pensiones o propiedades de la Iglesia a hermanos, sobrinos u otros parientes. Suprimió el cargo de cardenal nepote. Para enviar mensajes diáfanos sobre sus propósitos ordenó encarcelar a cuatro mujeres nobles que habían jugado a las cartas durante una fiesta religiosa. Impulsó a los religiosos a ser decentes, cerró tabernas y prohibió que actuaran féminas en los teatros; debían ser sustituidas por castrati. Los romanos le calificaron como el «papa No». Falleció el 26 de septiembre de 1700 con ochenta y cinco años.

Sentiremos, en fin, admiración, veneración y a veces verecundia por el comportamiento de algunos que deberían haber obrado respetando creencias y personas, en vez de dejarse arrastrar por la tacañería, alborotadas experiencias sexuales o la ira. San Bernardo recordaba en De Consideratione que un papa que se enorgullece «no merece más respeto que un mono de cola larga en la copa de un árbol». ¡Cuántos, desafortunadamente, podrían ser calificados como tales! A san Bernardo le hubiera encantado la expresión de Bob Eccles y Nitin Nohria, que en su obra Beyond the Hype explicitan que gobernar es el arte de lograr que las metas se alcancen. Ese fue siempre el reto de san Bernardo, al igual que el de los emprendedores de los que vamos a tratar. Para ser imitadores de esos héroes bimilenarios hemos de enamorarnos de las jornadas de nuestra vida en las que solo espera el trabajo esforzado en servicio de los demás.

No pueden relegarse los componentes misteriosos de la organización que vamos a analizar partiendo de su estandarte, causa de contradicción: stat crux dum volvitur orbis; la cruz, escándalo para tantos, permanecerá mientras el mundo gire. San Juan Pablo II, en Ávila, en noviembre de 1982, resumía: «Las religiosas contemplativas son el honor de la Iglesia y hontanar de gracias celestes». Vamos a presentar, en fin, organizaciones y resultados de gestión, pero contando con claves trascendentes.

Ojalá en todos los casos se cumpliese el anhelo expresado por santa Teresa de Jesús: «Quienes de veras aman a Dios, todo lo bueno aman, todo lo bueno quieren, todo lo bueno favorecen, todo lo bueno loan, con los buenos se juntan siempre y los favorecen y defienden. No aman sino verdades y cosa que sea digna de amar. ¿Pensáis que es posible, quien muy de veras ama a Dios, amar vanidades? Ni puede; ni riquezas, ni cosas del mundo, de deleites, ni honras; ni tiene contiendas ni envidias. Todo porque no pretende otra cosa sino contemplar al Amado. Andan muriendo por que los ame, y así ponen la vida en entender cómo le agradarán más». (Camino de perfección, c. 40, n. 3).

Algunos han hecho carne de su carne esas indicaciones y otros se han dejado arrastrar por hábitos comportamentales mezquinos. En ciertos casos, quizá, por haber quedado prendidos de parafernalias lejanas de ese maravilloso oficio consistente en sacarle brillo a cada fantástico día gris mediante el cual la mayor parte de las existencias van configurándose.

Cierro esta introducción con una profunda y aplicable reflexión de Heidegger: «Das Vergangene geht. Das Gewesene kommt», lo que ha pasado se va. Lo que ha sido vuelve. Procuraré desgranar, no siempre explícitamente, lo que meramente ha pasado de lo que ha sido. De ambos rubros se aprende, sobre todo del segundo, porque mucho de lo que consideramos novedoso en management son reediciones de necesidades antropológicas del ser humano manifestadas de un modo solo en apariencia insólito.


Un modelo insuperable

Jesús de Nazaret (ca. 4 a.C-30-33 d.C.)

Jesucristo manifiesta de continuo que el liderazgo se fundamenta en el autoliderazgo y el ejemplo. Cuando discípulos de Juan el Bautista desean seguirle, no explica ni conjetura.

«Venid y ved», les propone.

Y cuando convoca a Pedro y a su hermano Andrés: «Venid tras de mí y os haré pescadores de hombres».

La resolución es meteórica: «Dejadas todas las cosas, le siguieron».

Repite la oferta a Juan y al Zebedeo, para obtener idéntica y ágil reacción. Presenciamos un remoto y plástico antecedente práctico de expresiones que han hecho fortuna en el siglo XXI: las personas buscan paradigmas imitables, no teorías; managing by walking (gobernar con el obrar); liderazgo de servicio, etc. El cinismo amedrenta y nublar la realidad desalienta. El ejemplo es el mejor argumento. Implica no pocos sacrificios, como muestra la historia terrenal del Hijo de Dios. Significa huir de la altanería, el fanatismo y el autoritarismo. Camino de Emaús, tras la resurrección, no expresa recónditas teorías sino que primero escucha con paciencia; luego formula preguntas como sublime coach. El fundador de la fe de la Iglesia entrega por sus fieles hasta la vida, a diferencia de los manipuladores que se enriquecen a costa de aquellos a quienes seducen. Jesucristo sabe contar solo hasta uno –cada individuo le importa–, y además perdona a quienes han cometido yerros, sin rencores ni reconcomios. Nadie como Él gestiona el error, inevitable en la naturaleza humana. Proporciona oportunidades sin clausurar opciones. Si alguien se queda atrás es porque no está interesado en dar los pasos adecuados.

Su capacidad de generar compromiso es diferencial. Mujeres y hombres a lo largo de más de 2000 años se inmolan para pisar por donde Él anduvo. Cristo crea las condiciones de posibilidad para la vida honorable de la humanidad, reconoce a cada ser humano como único, con independencia de sus condiciones, sin cacarear utopías. Deja claro que no existe un mundo perfecto sobre la Tierra. «Siempre habrá pobres entre vosotros», anticipa. Cuando enuncia las Bienaventuranzas no pronostica que esas circunstancias fueran a desaparecer. La doctrina de la Iglesia asume flaquezas.

Nos vamos haciendo progresivamente y precisamos de un mapa que nos oriente. La más justa antropología jamás propuesta es la cristiana. Para algunos será por motivos espirituales, de fe. Para otros, un albur relacionado con circunstancias históricas y culturales, pero todos la han copiado. Algunos llevan siglos intentando asolarla, incluso desde las más altas instancias de la Iglesia que Él fundó, pero no lo han logrado. Con causticidad irreverente se ha afirmado que la Iglesia tiene que ser divina porque ni siquiera un papa argentino la ha desmoronado. Plagian incluso quienes aborrecen el mensaje de fondo, empezando por los teóricos del comunismo, herejía materialista y perversa del cristianismo –construyen el nosotros sobre el exterminio de quienes no se les someten, e incluso de estos–, con no pocas semejanzas con derivas medievales. Un profundo autor judío, Viktor Frankl, afirmaba en 1975 que no le sorprendía que una religión «que desde hace 2000 años trabaja con las mejores cabezas de Occidente para refinar el concepto de hombre, haya generado un concepto de hombre que en muchos aspectos sigue siendo insuperable». Remataba: «Puedo suscribir sin más gran parte de la antropología del cristianismo (aunque no pueda suscribir ni una letra de su teología)».

 

Jesucristo sabe contar hasta uno, y cuando es preciso, en beneficio de las personas se salta criterios asentados: «Enseñaba Jesús en una sinagoga en el día de reposo; y había allí una mujer que desde hacía dieciocho años tenía espíritu de enfermedad; andaba encorvada, y en ninguna manera se podía enderezar.

»Cuando Jesús la vio, la llamó: ‘mujer, eres libre de tu enfermedad’. Y puso las manos sobre ella; y ella se incorporó, y glorificaba a Dios. Pero el principal de la sinagoga, enojado de que Jesús hubiese sanado en el día de reposo, dijo a la gente: ‘Seis días hay en que se debe trabajar; en estos, pues, venid y sed sanados, y no en día de reposo’. Entonces, el Señor le respondió: ‘hipócrita, cada uno de vosotros, ¿no desata en el día de reposo su buey o su asno del pesebre y lo lleva a beber? Y a esta hija de Abraham, que Satanás había atado dieciocho años, ¿no se le debía desatar de esta ligadura en el día de reposo?’. Al decir él estas cosas, se avergonzaban todos sus adversarios; pero todo el pueblo se regocijaba por todas las cosas gloriosas hechas por él». (Lucas XII, 10-17).

San Pablo es aventajado altavoz. Incontables hagiógrafos de fundadores se han empeñado en igualar a sus promotores con el de Tarso. Comienzan los seguidores del nazareno siendo judíos de una nueva tendencia y es en Antioquía (Siria) donde los miembros de aquella nutrida comunidad son denominados cristianos. Colisionan a boca de jarro con la idolatría al emperador. La negativa a adorar al gerifalte de turno provoca atroces persecuciones, como las de Nerón (68) y Domiciano (81-96).

Los modos en los que los seguidores llevan a la práctica el mensaje son polifacéticos. ¿Quién puede señalar con precisión cuáles son más correctos o menos certeros? Sorprende, por poner un solo ejemplo, la originalidad de Roberto Abrissel, que fundó en 1099 la Orden de Fontevrault. Se trataba de monasterios dobles, uno masculino y otro femenino. Una abadesa dirigía ambos. No alcanzaría repercusión y desaparecería en la Revolución francesa sin ser luego renovada, pero es significativo tenerlo en cuenta en un entorno como el actual en el que el feminismo, a veces sensato y otras con tintes patológicos, penetra hasta el último rincón.

El liderazgo de servicio calará a lo largo de los dos milenios transcurridos. El capítulo IV de la primera regla de los Frailes Menores redactada por san Francisco de Asís asevera: «Todos los frailes que son constituidos ministros y siervos de los otros frailes en el nombre del Señor, distribúyanlos por las provincias y lugares donde moran y visítenlos y amonéstenlos, y espiritualmente los conforten. Y todos los otros mis benditos frailes con diligencia les obedezcan en todo lo que pertenece a la salud del alma y en lo que no fuere contrario a nuestra vida. Y hagan los frailes entre sí como dice el Señor: ‘Lo que queréis que los hombres hagan con vosotros, aquello haced con ellos’ (Mateo, VII,12); y ‘lo que no queréis que hagan con vosotros, no lo hagáis con otros’ (Tobías, IV, 15). Y acuérdense los ministros y siervos que dice el Señor: ‘No vine a ser servido, sino a servir’ (Mateo, XX, 28). Y que les han confiado el cuidado de las almas de los frailes, de las cuales, si alguna se perdiese por su culpa y mal ejemplo, en el día del juicio habrán de dar cuenta delante de Nuestro Señor Jesucristo». San Francisco subraya en otro momento: «Quienes ejercen autoridad sobre otros gloríense tanto de su prelacía como si les encargasen lavar los pies de los frailes, y cuanto más se turbaren de que se les quite la prelacía que del oficio de lavar los pies, tanto mayores supercherías y asechanzas fabrican para peligro de su alma».

Pocas veces se menciona en el Evangelio a Cristo irritado. No le pasa desapercibido a san Francisco. En el capítulo V del texto aludido se señala: «Guárdense todos los frailes, así ministros y siervos como los otros, que no se turben y enojen por el pecado o mal ejemplo de otro, que eso quiere el demonio, con el pecado de uno dañar a muchos; mas, espiritualmente como pudieren, ayuden al que pecó, porque ‘no ha menester médico el sano mas el enfermo’». (Mateo, IX, 12). En el capítulo IX se incide en la austeridad, tan bienquista por Jesucristo: «Todos los frailes procuren seguir la humildad y pobreza de Nuestro Señor Jesucristo y acuérdense de que ninguna otra cosa nos es necesaria de todo el mundo, sino que, como dice el Apóstol, teniendo qué comer y con qué cubrirnos, con esto nos contentemos (I Timoteo, VI, 8)».

Asumir las correcciones es otro reto. Lo plasma el de Asís: «Bienaventurado el siervo que sufre con tanta paciencia la enseñanza, acusación y corrección de otro como si él mismo se la hiciera». En otro lugar: «Quien tiene poder de mandar y es tenido como mayor procure hacerse menor y siervo de los demás hermanos y use de tanta misericordia para con cada uno de sus súbditos, cuanta él quisiera que usasen los otros con él si fuese súbdito. Por la falta de un hermano no se irrite contra él, sino amonéstele benignamente y súfrale con toda paciencia y humildad (…). Nunca debemos desear sobresalir entre los otros; al contrario, procuremos con empeño ser siervos y estar sujetos a toda criatura humana por amor de Dios».

Esta es la descripción de un CEO realizada por Tomás de Celano (1200-1260) sobre san Francisco, y que cuadra a la letra con el prototipo que hubiera deseado el nacido en Belén: «Debe ser de vida austerísima, de gran discreción, de fama intachable. Un hombre que carezca de amistades particulares, a fin de que, amando más a este que a aquel, no produzca escándalo en la colectividad (…). Debe estar en público a disposición de todos, para responderles y proveerles con mansedumbre. Debe ser un hombre que no haga aborrecibles distinciones y acepción de personas, que tenga igual cuidado de los pequeños y sencillos que de los mayores y sabios. Un hombre que, aunque le sea concedido aventajar a los demás en ciencias, destaque más por la mayor sencillez en las costumbres y por el adorno de las virtudes. Un hombre que abomine el dinero, nefanda corruptela de nuestra profesión y perfección; cabeza de una orden pobre, que dando ejemplo a los demás en qué imitar jamás abuse del dinero (...). Un hombre que consuele a los afligidos, siendo el último refugio para los atribulados, no sea que, si en él falta el remedio, para recobrar la salud no acometa a los débiles la enfermedad de la desesperación. Para reducir a mansedumbre a los protervos, humíllese a sí mismo, ceda algo de su derecho a fin de ganar el alma para Cristo».

Humildad que algunos más cercanos a nosotros en el tiempo, como san Juan Pablo II, asumieron en plenitud. Predicaba el día de su elección: «¡Alabado sea Jesucristo! Queridísimos hermanos y hermanas, todavía estamos afligidos después de la muerte de nuestro amadísimo papa Juan Pablo I. Y ahora los eminentísimos cardenales han llamado a un nuevo obispo de Roma. Le han llamado de un país lejano, pero siempre tan cerca por medio de la comunicación en la fe y la tradición cristianas. No sé si puedo explicarme bien en vuestra… nuestra lengua italiana. Si cometo un error, vosotros me corregiréis. Y así me presento ante vosotros para confesar nuestra fe común, nuestra esperanza, nuestra confianza en la Madre de Cristo y de la Iglesia, y también para empezar a andar de nuevo por este camino de la historia y de la Iglesia, con la ayuda de Dios y con la ayuda de los hombres». Fue el fecundo pontificado del diálogo con el islam, de la reconciliación con el pueblo judío, la entrada expansiva del cristianismo en el tercer milenio o la caída del comunismo.