Buch lesen: «Los incendiarios»
LOS INCENDIARIOS
JAN CARSON
LOS INCENDIARIOS
TRADUCCIÓN DE CLARA MINISTRAL
SENSIBLES A LAS LETRAS, 61
Título original: The Fire Starters
Primera edición en Hoja de Lata: junio del 2020
© Jan Carson, 2019
First published by Doubleday Ireland
Translation rights arranged by The Foreign Office, Agència Literària and MacKenzie Wolf
© de la traducción: Clara Ministral, 2020
© de la imagen de la portada: Hunter Element, 2020
© de la fotografía de la solapa: Jonathan Ryder
© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2020
Hoja de Lata Editorial S. L.
Avda. Galicia, 21, 4.º E, 33212 Xixón, Asturies [España]
info@hojadelata.net / www.hojadelata.net
Edición: Hoja de Lata Editorial S. L.
Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu
Corrección: Tania Galán Álvarez
ISBN: 978-84-16537-94-5
Producción del ePub: booqlab
Este libro ha sido publicado con la ayuda de Literature Ireland.
La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.
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Para mis padres, con cariño y gratitud
sirena (del lat. Sirēna, de Siren, -ēnis, y este del gr. Σειρήν Seiren)
1. f. Mecanismo que emite un sonido fuerte y prolongado que se emplea como aviso o como señal de alarma.
2. f. (mitología griega) Ser alado o mujer que, con su canto, atraía a los navegantes incautos a los escollos.
Hubo en otro tiempo ángeles que bajaron a la tierra, tomaron a los hombres de la mano y los sacaron de la ciudad de la destrucción. Hemos dejado de ver a aquellos ángeles de blancas alas. Hay sin embargo hombres a los que se aparta de la destrucción que los amenaza: una mano se posa en la suya y los conduce amablemente hacia una tierra tranquila y luminosa, de manera que ya no necesitan volver la vista atrás; y esa mano puede ser la de una niña.
GEORGE ELIOT, Silas Marner
JUNIO
JONATHAN
Tus orejas no son como las mías.
He tardado tres meses en darme cuenta. Lo siento. Bueno, en realidad no lo siento. He tenido la cabeza en otras cosas. Tengo muchas cosas de las que preocuparme ahora que somos dos. Un día no estabas aquí y al siguiente sí. No anunciaste que ibas a venir. No llamaste para avisar. ¿Cómo ibas a hacerlo? En cualquier caso, fue una impresión enorme. Una mañana, yo era yo. A la siguiente, yo era nosotros. No me dio tiempo a mentalizarme; no me dio tiempo a huir.
Ya tenía miedo antes de que llegaras. Mis miedos estaban repartidos por distintas habitaciones, con todas las puertas bien cerradas. Pasaba corriendo de una a otra y podía hacer como si no viera todo lo que se iba acumulando en ellas. Cuando llegaste, las líneas que separaban un miedo del siguiente se borraron. Mis distintos miedos se expandieron hasta fundirse unos con otros, como unos charcos que hubieran crecido descontroladamente hasta formar un lago delante de mí. No veía el fondo. No veía los lados. Empecé a ahogarme.
He hecho una lista de los miedos que no existían antes de tu llegada: el miedo a la gente y el miedo a no tener a nadie, el miedo al dinero, a los teléfonos y al tiempo. El miedo al silencio y el miedo a los sonidos. El miedo a que te me caigas al suelo y te golpees la cabeza, que se te abra como un huevo y se te salga todo el líquido. Pensé que la lista podría ser una especie de escalera por la que salir de mi propia cabeza. Pero un miedo alimentaba al siguiente y no había papel suficiente en el mundo para anotar todos los temores que tenía. No he escrito la lista por miedo a que alguien la encuentre y la utilice en mi contra. Ese es otro miedo que añadir a la lista.
Entre tu llegada y las preocupaciones que ha traído tu llegada, todo lo demás ha ido quedando en un segundo plano. No he tenido tiempo de fijarme en tus orejas. Pero esta mañana, cuando te he sacado de la bañera, no estaba pensando en mi trabajo ni en tu desayuno. No estaba pensando en las distintas formas en que esta casa se está desmoronando. Era fin de semana. Me había permitido tomarme un momento para sentarme y respirar.
Han pasado muchas semanas desde la última vez que me senté y no me levanté inmediatamente. El tiempo es lo más importante que me has arrebatado: el tiempo y el permiso para irme. Esta mañana me he detenido a observarte. Hasta he encendido la luz alargada de encima del espejo del baño. Creo que te ha gustado que te mirara. Me has sonreído. Era la primera vez que me sonreías. De eso sí que estoy seguro. He estado observando tu boca como si fuera un reloj. Tu boca es una especie de reloj y no puedo hacer nada para que vaya más despacio.
Tenías la piel rosada por el baño. La clase de rosa que en realidad es blanco con miles de puntitos rojos diminutos, como en un cuadro. Tenías las uñas afiladas. Tengo que cortártelas o mordértelas. He leído en internet que en los primeros meses se recomienda morderlas. Igual lo hago esta noche. El pelo te cubría la cabeza en forma de hebras mojadas. Tu pelo se parece a las curvas de nivel con las que se señalan las colinas en un mapa. Normalmente lo tienes rizado. Tus rizos son como una especie de escudo que te ensombrece los bordes de la cara, como si estuvieras intentando mantenerte en secreto. Me ha gustado poder verte la forma de la cabeza sin el pelo. Me ha recordado a las crías de pájaro antes de que se les ahuequen las plumas, o a los ancianos muy mayores. Te he puesto delante de la ventana del baño, girándote a un lado y a otro a la pálida luz. Por primera vez me he fijado bien en tus orejas.
No es que hasta ahora no hubiera reparado en ellas. Siempre he sospechado que estaban ahí. Era consciente de tus orejas de la misma forma en que sé que tienes dedos en las manos y los pies, ojos y la posibilidad de tener dientes, que todos tus órganos están ahí, funcionando en silencio. Esto no es solamente por una cuestión de profesionalidad. En tu caso, realmente quería prestar atención. Cuando se observa un cuerpo, es fácil dar por sentados los milagros menos llamativos. Me refiero a los rasgos comunes a todos los seres humanos, características generales entre las que incluyo sonreír, dormir y ciertas respuestas motoras. Me he estado fijando especialmente en tus pecas, así como en tu pelo. Ambos son inusuales y muy llamativos. No sé si a la gente de tu entorno le parecerán hermosos o feos. No me corresponde a mí decirlo.
Tu pelo es tan oscuro que parece que lo tienes mojado incluso cuando está seco. No es buena señal. Tampoco es la peor señal. Muchas mujeres tienen el pelo brillante. No dejo de repetírmelo, pero es difícil agarrarme a esa verdad. Es mucho más fácil creerse lo peor.
Tu pelo, para ser sincero, es la razón por la que te cubro la cabeza con un gorro. Tu boca, el motivo por el que estoy pensando en ponerte un pasamontañas. Cada vez que veo tu pelo negro húmedo paso miedo por los dos. Ni siquiera quiero creerme que tienes boca. Sé que las bocas son necesarias, para respirar y demás, pero no soy capaz de mirar directamente a la tuya. Su color rojo es como la sirena de una ambulancia que indica que ya está sucediendo algo terrible, algo que pronto veré con mis propios ojos. Quiero taparte la boca con la mano y hacerla desaparecer.
Y ahora, esta mañana, otro miedo que añadir a la lista. Me he dado cuenta de que tus orejas son distintas de las mías.
No es buena señal. Eso son dos cosas a favor de tu madre y solo los ojos a mi favor. Me he estado aferrando a tus ojos como sostén. Son exactamente del mismo color castaño que los míos. Me gusta mirarte a los ojos y verme a mí mismo, reflejado en su negrura. Me gusta pensar: eso es, mi pequeña, eres tan mía como de ella.
Los ojos de tu madre eran del azul del mar. Cualquier otro color habría sido una ofensa. Pero los tuyos son marrones, como la tierra, como el suelo, como los troncos de los árboles y el mantillo de las hojas otoñales cuando llega el invierno. Eres un bebé terrestre, y cuando tengo un día bueno me creo que eres mía. «¿Qué más dan las orejas y el pelo?», me digo a mí mismo. No importa que sean los de tu madre. Esas cosas son secundarias. Tienes mis ojos, ¿y no dicen que los ojos son casi tan sagrados como el corazón? El espejo del alma, los llaman, y otras expresiones parecidas que me resultan reconfortantes. Los ojos valen más que las orejas y el pelo juntos. También tengo las esperanzas puestas en tus manos, que aprietas igual que yo cuando duermes, en tus piececitos regordetes y en la forma en que quizá te muevas, con el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante, cuando camines por una habitación.
Yo haré todo lo posible por formarte a mi imagen. «Pon la espalda así —te diré—, y las piernas como si no tuvieran el recuerdo del agua». Te recordaré una y otra vez que las personas no pueden nadar. Te mantendré alejada de las imágenes de piscinas y nadadores de la televisión. Te diré: «El agua sirve para beber y para lavar, nada más». Te diré: «Junta los brazos, mi pequeña, tú eres de los míos».
Espero que puedas oír con esas orejas, aunque es posible que en tus oídos ya estén sonando los cantos de tu madre.
Me mantendré a la espera y permaneceré atento a tu boca.
Será en tu boca donde el mundo comience o termine. No soporto mirarla. Aun así la observo, como si observara un reloj. Me mantengo a la espera para ver qué sale de tu boca; para ver si eres mía o eres de ella.
1. ESTO ES BELFAST
Esto es Belfast. Esto no es Belfast.
En esta ciudad es mejor no llamar a las cosas por su nombre. Es mejor evitar los nombres de personas y de lugares, las fechas y los apellidos. En esta ciudad los nombres son como puntos en un mapa o palabras escritas con tinta: intentan a toda costa pasar por la verdad. En esta ciudad la verdad es un círculo si se mira desde un lado y un cuadrado si se mira desde el otro. Uno se puede quedar ciego viendo qué forma tiene. Incluso ahora, dieciséis años después del conflicto, es mucho más seguro apartarse y decir con convicción: «Yo lo veo igual desde todas partes».
El conflicto se terminó. Eso nos dijeron en los periódicos y en la televisión. Aquí nos llevamos de fábula con la religión. No nos creemos nada solo porque nos lo digan otros. (Nos encanta meter el dedo y escarbar bien). No nos lo creímos al verlo en los periódicos y en la televisión. No nos lo creímos en nuestras carnes. Después de tantos años sentados en una misma postura, teníamos la columna anquilosada. Tardaremos siglos en poder volver a estirarla.
El conflicto no ha hecho más que empezar. Eso tampoco es verdad. Depende de a quién le preguntes, cómo lo vea esa persona y qué día hayas escogido para tener la conversación. Quienes no conozcan nuestra situación pueden buscarla en la Wikipedia y leer un resumen de tres mil palabras. También hay otros artículos en internet y en revistas académicas. Si no, a base de hablar con la gente de aquí, uno puede obtener una especie de historia. Reconstruirla a partir de todos los pedazos será un proceso arduo, parecido a hacer un solo puzle con las piezas de dos, o quizá de veinte.
La palabra conflicto se queda corta para describir todo esto. Es la misma palabra que se usa para referirse a problemas leves, como no estar de acuerdo en algo con tu hermana o que te hayan invitado a dos fiestas el mismo día y no sepas a cuál ir. No es una palabra suficientemente violenta. Por necesidad, nos hemos tenido que ganar una palabra violenta, algo tan rotundo y tan brutal como apartheid. Lo que tenemos en cambio es una palabra como rebaño, que se dice en singular pero designa una realidad plural. El conflicto es/fue una cosa espantosa. El conflicto es/son muchos males individuales encadenados. (Otras palabras parecidas son archipiélago y ramaje). Se habla del conflicto como si fuese un acontecimiento concreto, igual que la batalla de Hastings es un acontecimiento concreto, con un principio y un final, un punto definido en el calendario. Sin duda la historia demostrará que en realidad es un verbo; una acción que se le puede infligir a la población una y otra vez, como robar.
De modo que no trazamos límites. Decimos que esto no es Belfast, sino una ciudad parecida a Belfast, con dos lados soldados el uno al otro por un río de aguas del color del barro. Calles, más calles, vías del tren, chimeneas. Todas esas cosas que se encuentran en las ciudades que funcionan con normalidad están presentes aquí en cantidades limitadas. Centros comerciales. Colegios. Parques, con la posibilidad implícita de grandes extensiones de hierba de un verde sombrío en primavera. Tres hospitales. Un zoo, del que de vez en cuando se escapan los animales. Al este de la ciudad, una pareja de grúas amarillas con forma de arco se alza sobre el horizonte, como dos señores patiestevados. Al oeste, una colina —no se la puede llamar montaña si se compara con los Alpes— desciende a trompicones hasta la bahía. Suspendidos sobre el agua hay multitud de edificios, encaramados a la costa como bañistas tímidos metiendo los dedos de los pies en el mar verdoso. Hay barcos: barcos grandes, barcos más pequeños y aquel famoso barco que se hundió, que mantiene cautiva a toda la ciudad desde el fondo del mar. No hay barcos futuros.
Lo que hay son estructuras de cristal y bronce grapadas al horizonte. Son como escaleras que conducen a las alturas de color blanco marfil que antes ocupaba Dios. Son bloques de oficinas y hoteles para los visitantes de fuera: de Estados Unidos, sobre todo, y de otros sitios llenos de gente motivada. Tenemos muy poco respeto por esos visitantes y por sus fotografías. Se creen valientes por venir a esta ciudad, o como mínimo abiertos de mente. Nos gustaría decirles: «¿Estáis locos? ¿Qué hacéis aquí? ¿No sabéis que tenéis ciudades como Dios manda a solo una hora de avión con una compañía de bajo coste? Tenéis incluso Dublín». Se supone que no debemos decir esas cosas. Ya hemos empezado a depender de su dinero.
Metemos a los visitantes en taxis negros y los ponemos a dar vueltas y más vueltas alrededor del centro, callecita arriba y callecita abajo, hasta que también ellos acaban mareados después de ver la ciudad desde tantos ángulos diferentes. Les servimos huevos fritos con beicon en platos casi blancos y decimos: «Ahí tiene, una muestra de la gastronomía local. Esto le dará energías para el resto del día». Bailamos para ellos y para sus divisas. También estamos dispuestos a llorar si es lo que se espera que hagamos. A saber qué habrían dicho nuestros abuelos de todo este circo, de toda esta pose.
En esta ciudad nos encanta hablar. Hablar es algo que puede practicarse en los autobuses y en los bancos de los parques, desde púlpitos y desde otros sitios elevados. A veces se hace a través de poemas; más frecuentemente, de murales en fachadas. Cobra fuerza cuando hay público, aunque la presencia de un interlocutor no es estrictamente necesaria. No hay silencio suficiente para contener todo lo que hablamos. Hemos hablado hasta la extenuación de temas como la política y la religión, la historia, la lluvia y la condenada relación que existe entre todas ellas, como una versión espuria del ciclo del agua. Seguimos creyendo que al otro lado del mar, Europa (y el mundo) está en vilo, esperando el siguiente capítulo de nuestra triste historia. El mundo no nos está esperando. Ahora hay otros cuyas voces suenan con más fuerza. Africanos. Rusos. Refugiados. Cuentan cosas terribles con palabras que tienen que traducirse. A su lado somos como papel mojado.
Esta ciudad sigue hablando. Le cuenta a todo el que quiera escuchar que es una ciudad europea, hermanada con otras ciudades europeas. ¿A quién quiere engañar? No tiene plaza central, no tiene fuentes de mármol, no tiene prácticamente arte. Está agazapada al borde del continente, como un aparcamiento para la Europa continental. La forma de hablar de sus habitantes es poco refinada, como patatas cocidas chorreantes de mantequilla. Apenas hay sol y nadie se sienta en cafés al aire libre. Hasta cuando hay sol, no es más que una especie de nube que sirve para que la lluvia se meta detrás. Esta no es una ciudad como Barcelona o París, ni siquiera como Ámsterdam. Esta es una ciudad como una palabra que antes era negativa y que ahora necesita que la rediman; queer es el ejemplo más inmediato.
No es que este lugar no tenga ningún encanto. Pese a que la ciudad hace todo lo posible por decepcionar, la gente no se marcha y quienes lo hacen regresan una y otra vez. Dicen: «Es por la gente», y «Es muy difícil encontrar personas como las de aquí». Dicen: «Por el clima no hemos venido, eso está claro». En todas las versiones hay algo de verdad.
Sammy Agnew conoce esta ciudad de toda la vida. Tiene el mapa de sus callecitas y sus ríos grabado en la piel, como unas segundas huellas dactilares. Cuando habla, son las palabras afiladas y correosas de esta ciudad las que salen de su boca. No soporta oír el sonido de su propia voz. Sammy no soporta este lugar y tampoco es capaz de condenarlo del todo. Daría cualquier cosa por poder borrárselo de la piel a fuerza de restregarse. Marcharse y volver a empezar, en algún lugar con mejor clima, como Florida o Benidorm. Algún lugar que no se parezca tanto a una pecera. Lo ha intentado. Sabe Dios que lo ha intentado por todos los medios. Pero este lugar es como un imán: lo atrae, lo arrastra, tira de él hasta traerlo de vuelta. Por muy lejos que se vaya, por aire, por mar o en sus pensamientos cotidianos —donde más difícil es adquirir perspectiva—, seguirá siendo hijo de esta ciudad; un hijo desleal, pero en todo caso ligado a ella.
Ahora Sammy se mantiene apartado del centro de la acción, al otro lado de la línea que separa los barrios buenos de los no tan buenos. Sabe que no está por encima de todo esto. El hedor del que ha salido de los bajos fondos no se quita con jabón ni con una distancia prudencial. Él es este lugar, igual que sus hijos son este lugar. Esto no es necesariamente algo bueno con lo que cargar sobre los hombros, sin embargo hoy en día está empezando a surgir una especie de vaga esperanza en la ciudad, sobre todo entre los jóvenes. Hay incluso individuos orgullosos de decir con la cabeza bien alta: «Soy de aquí y a mucha honra». Sammy piensa que son unos insensatos. Tiene miedo por sus hijos, sobre todo por su hijo. Hay cierta dureza en el chico, una dureza particular de este lugar. La dureza no es el peor rasgo que se puede tener en una ciudad tan dada a decepcionar. Pero Sammy sabe que, si se deja que fermente, la dureza engendra ira y que lo siguiente a la ira es la crueldad, y es eso lo que ve cada vez que mira a Mark: cómo esta ciudad está corrompiendo a su hijo igual que en el pasado lo corrompió a él.
Jonathan Murray también nació aquí, a solo cinco minutos de Sammy, pero la distancia entre los dos es abismal. No es solo el dinero lo que los separa. Es la educación y la reputación, así como otra cosa más difícil de definir, una forma completamente distinta de ir por la vida. Jonathan no puede decir que conozca esta ciudad como la conoce Sammy, pues conocer implica familiaridad y, hasta donde le alcanza la memoria, él siempre ha mantenido cierta distancia. Él no la siente como su ciudad. Ni siquiera algo parecido. Conduce por sus ajetreadas calles a diario y no se para a mirarlas. No podría decir con certeza que este lugar ya no es el que era hace diez años ni señalar ninguna diferencia importante con los tiempos de los tiroteos de los años setenta y ochenta. Para él podría ser cualquier otra ciudad del mismo tipo: mediana, industrial, bañada por el mar. Cardiff. Liverpool. Glasgow. Hull. Una metrópoli lluviosa es como cualquier otra. Jonathan no sabe realmente dónde está ni cuál es su sitio; qué significa ser de un lugar.
Esto es Belfast. Esto no es Belfast. Esta es la ciudad de la que ninguno de los dos puede escapar.
*
Es verano en la ciudad. Todavía no es pleno verano, pero sí hace suficiente calor para que los chavales vayan sin camiseta y la espalda, la tripa y los hombros ya se les estén poniendo del color rosa de las lonchas de jamón cocido. Este verano hay Mundial. A la gente de aquí le gusta especialmente el fútbol porque es un deporte en el que hay dos bandos y se pegan patadas. Por las ventanas abiertas de casi todas las casas de Belfast Este se oye el ruido de los espectadores de la retransmisión. La gente ha estado bebiendo. La gente va a seguir bebiendo. Por la mañana va a oler como huele un trapo mojado en una habitación cerrada. En el cielo hay un helicóptero, zumbando como una especie de insecto. Sus palas desplazan el aire caliente de un lado a otro. Está prácticamente inmóvil en el aire.
Las mujeres, en su mayoría indiferentes a los deportes, han sacado sillas del comedor a la calle. Están sentadas delante de sus casas como rollizos budas, viendo pasar los coches que circulan con lentitud. A veces gritan algo a las vecinas de la acera de enfrente: «Qué bien que haga bueno otra vez», o «Dicen que para el fin de semana va a cambiar el tiempo». A veces se meten en sus pequeñas cocinas y salen con alguna bebida gaseosa en un vaso o una lata. Antes de bebérsela, se ponen el recipiente frío en la frente un minuto y suspiran. Después se les queda la piel rosa, como si se hubieran quemado. Sus escotes en forma de V también tienen un tono rosado que está empezando a volverse rojo. Esta noche les va a escocer la piel como si se hubieran ortigado, pero ni se les pasa por la cabeza echarse crema protectora. La crema protectora es solo para las vacaciones en el extranjero. El sol de aquí no tiene tanta fuerza. No provoca tanto cáncer como el sol del continente. Todas las mujeres de esta calle están decididas a ponerse morenas de aquí a septiembre. Llevan las faldas levantadas por encima de las rodillas, lo que deja ver sus muslos separados y sus varices, la pelusilla del invierno en las piernas y, de vez en cuando, un pequeño atisbo de la puntilla de una enagua. Son sus madres y son sus abuelas. Llevan vigilando el barrio de forma parecida desde que, en respuesta a la demanda de viviendas cerca de los astilleros, surgieron un centenar de calles con filas de adosados y esto empezó a conocerse como el célebre Belfast Este.
Los hijos de estas mujeres están viendo el partido o dando patadas a sus propios balones entre los coches. Están montando en sus bicicletas heredadas, recorriendo la calle de un lado para otro con movimientos tambaleantes y sin manos, con los brazos en alto como si los hubieran pillado en plena oración carismática. Les quedan dos meses enteros de vacaciones. Todo julio. Todo agosto. Cuando piensan en la vuelta al colegio es como si pensaran en la distancia entre sistemas solares. Esto es la eternidad y a los niños les da vueltas la cabeza solo de pensar en algo tan inmenso.
Corre aire caliente por Belfast Este. Alguien ha encendido una barbacoa. A las mujeres se les mete el olor a carne en la nariz y se les hace la boca agua. Si dura el buen tiempo, este fin de semana sacarán sus barbacoas. Si dura aún más, quizá vayan de excursión a algún sitio de la costa: al norte, a Portrush, donde tienen amigos que tienen caravanas estáticas, o al sur, a Newcastle, al parque acuático. A los niños les encantan el parque acuático y la larga playa de arena.
En Belfast Este no hay nada parecido a una playa, no hay ningún sitio para los niños aparte de la calle y, al final de la calle, la tienda. Ni siquiera hay un parque ni ninguna zona verde de un tamaño decente. La gente cree que Belfast Este es rojo, blanco y azul, pero estas mujeres saben que no es así. El color de Belfast Este es el gris, cuarenta tonos de gris, cada uno más intenso que el anterior. Esto conjunta perfectamente con la lluvia y solo es un problema cuando sale el sol. Aquí no hay donde colocar una barbacoa. Cuando delante y detrás de tu casa tienes calle en lugar de jardín, no tienes donde poner una tumbona. En verano, el resto de la ciudad apesta a hierba y a setos cortados. En Belfast Este no hay hierba que cortar. Aquí el verano huele a alquitrán derretido y a contenedores de basura, al humo que despiden los coches de Newtownards Road. En los días más calurosos aún se puede oler el mar, pudriéndose en la cuenca del Connswater, como el hedor a huevo y a salmuera de un baño público.
Son casi las cinco. Se ha acabado el partido. Han ganado, lo que quiere decir que en el otro lado de la ciudad han perdido. Aquí para todo hay dos bandos, especialmente para el fútbol. Todo el mundo está obligado a escoger uno y no cambiar.
Los hombres se están levantando del sofá y quitando el sonido a la televisión. «¿Qué hay de cena?», preguntan a las mujeres.
«Eso digo yo, ¿qué hay de cena?», contestan las mujeres.
Lo dicen con descaro, con una mano en la cadera y los hombros inclinados hacia la izquierda, como niñas con tacones. En Belfast Este todas las comidas van precedidas de un rifirrafe. No hay nada asegurado hasta que se da el primer bocado. El contenido de la nevera se examina, se combina, se declara deficiente o adecuado. Se prepara una comida con los restos del combate. Si no hay suficiente para una comida entera, se manda a un niño a la tienda a por algo que haga bulto.
Esta noche, mientras se están cenando su pastel de carne con puré de patatas, sus gofres de patata y su arroz cocido en bolsa, la gente de Belfast Este percibe el olor de la carne a la barbacoa que pasa flotando sobre sus platos. El aroma los hace sentirse decepcionados con su propia cena. Nada de lo que coman esta noche les va a saber tan bien como la barbacoa que se están zampando en su imaginación. Tras el de la barbacoa llega otro olor a quemado, como el de un secador de pelo que lleva demasiado tiempo encendido. En algún lugar de Belfast Este se está quemando algo. No es el primer fuego de la temporada. No será el último.
Distintas zonas de la ciudad están en llamas. Incendios aislados aquí y allá, todos planeados y provocados por personas diferentes. No se trata de las hogueras normales de la Noche del Once, con las que cada año se anuncia la llegada de otro Doce de Julio. Estas hogueras no son las tradicionales y no estaban previstas. Al cerrar sus ventanas de PVC para que no entre el humo, las mujeres notan el olorcillo a quemado y chasquean la lengua con desaprobación. Les gusta una buena hoguera como al que más, pero no les parece bien que se enciendan antes de lo programado. Ni siquiera es julio todavía. Apenas ha empezado la temporada de marchas.
Por la noche, vistos desde las colinas de Black Mountain y Craigantlet, estos fuegos parecen velas de cumpleaños o flores de color ámbar desperdigadas por el paisaje urbano. Son sorprendentemente hermosos. Desde esa distancia no se percibe el calor que despiden. Tampoco se aprecia ningún patrón. Lo único que relaciona los distintos fuegos entre sí es su altura —todos están a al menos diez metros del suelo— y su propósito, que, tal como les gusta expresarlo a los políticos, es el deseo de ocasionar el mayor trastorno posible.
Las nuevas hogueras han sido condenadas por todo el espectro político. «La época en que se hacían esas cosas ya pasó», dicen los políticos. En la televisión se les ve la mirada vidriosa. Esto es el resultado de pasarse años mirando fijamente al objetivo de una cámara y mintiendo. «Todo eso ya quedó atrás —afirman—. No se va a tolerar esta clase de comportamiento». No se lleva a cabo ninguna detención. Los incendios continúan. La ciudad sufre jaquecas por el pitido constante de las sirenas que se desplazan a toda velocidad de un incidente a otro. Los agentes de policía que acuden a los incendios reciben botellazos y ladrillazos. Ahora van preparados para encontrar altercados y llevan material antidisturbios. Los bomberos no dan abasto. Están pensando en pedir ayuda al resto del país: más efectivos, más camiones, una perspectiva nueva del mismo amargo problema. Quizá prohíban utilizar agua para regar y para llenar las piscinas hinchables.
Nada de esto es del todo inaudito. En esta ciudad el verano siempre es una época de crispación. Siempre hay sirenas y hogueras y grupos de gente indignada protestando. Quienes se pueden permitir escapar de la peor parte siempre se van de la isla y vuelven cuando ha pasado. Lleva siendo así desde hace décadas. Pero este verano es diferente. Este verano acabará conociéndose como el Verano de los Fuegos Altos. Se escribirá con mayúsculas, para que se asocie con otros acontecimientos históricos importantes.
Es junio y aún no ha llegado el verano propiamente dicho, pero en toda la ciudad hay gente intentando encontrar una manera adecuada de llamar a lo que está ocurriendo, un nombre colectivo que poder emplear en sus conversaciones. Se necesita algo que sea general y específico al mismo tiempo; una palabra que sirva para diferenciar este año de las temporadas de hogueras que marcan el comienzo y el final de cualquier verano normal. ¿Un bautismo de fuego? No es del todo apropiado, ya que un bautismo es algo sagrado y este periodo no está teniendo nada de sagrado. Se parece más a los bombardeos de la segunda guerra mundial. A veces parece que la ciudad entera está ardiendo y que las llamas se propagan de un edificio al siguiente. Los más ancianos del lugar todavía recuerdan las cálidas noches de 1941, cuando la ciudad entera quedó envuelta en las rojas llamas de la crueldad alemana y todos menos los más ricos huyeron hacia el monte con almohadas y mantas en las manos. Aunque vistas desde lejos puedan parecer similares, estas noches son muy diferentes. Los Fuegos Altos no han sido provocados por un enemigo lejano. Esta es la clase de violencia que un grupo de gente ejerce contra sí mismo.