Buch lesen: «El lugar secreto»

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Viento Joven

I.S.B.N.: 978-956-12-3285-3

I.S.B.N. edición digital: 978-956-12-3566-3

3ª edición: febrero de 2020.

Obras Escogidas

I.S.B.N.: 978-956-12-3286-0

4ª edición: febrero de 2020.

Ilustración de portada:

Collage compuesto por Juan Manuel Neira

en base a imágenes de pixabay.com

Editora General: Camila Domínguez Ureta.

Editora Asistente: Camila Bralic Muñoz.

Director de Arte: Juan Manuel Neira Lorca.

Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.

© 2017 por Jaime Herrera D’Arcangeli.

Inscripción Nº 284.205. Santiago de Chile.

Editado por Empresa Editora Zig–Zag, S.A.

Los Conquistadores 1700. Piso 10. Providencia.

Teléfono (56-2) 2810 7400.

E-mail: contacto@zigzag.cl / www.zigzag.cl

Santiago de Chile.

El presente libro no puede ser reproducido ni en todo ni en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio mecánico, ni electrónico, de grabación, CD-Rom, fotocopia, microfilmación u otra forma de reproducción, sin la autorización escrita de su editor.

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com

info@ebookspatagonia.com

Índice

1. Un papá, dos chicos, un perro y una casa que cruje

2. Enid D estuvo aquí

3. Llega un ramo de crisantemos

4. A través del espejo

5. La Dama de Luz

6. Un castillo de arena

7. El lugar secreto

8. La rueda del destino

9. El escarabajo de oro

10. En el ojo de la tormenta

11. El regalo de Enid

El tiempo está en todas partes y en ninguna. Es la forma de ser y de no ser. El tiempo es puente, pero también abismo. Desechable, inmortal. La vida está hecha de tiempo, pero asimismo es una carrera contra el tiempo.

Julián Serna

Capítulo 1

Un papá, dos chicos,

un perro y una casa que cruje

Me gustaría empezar esta historia desde el principio, como es natural. Pero ya no estoy muy seguro de que eso sea posible. Los recuerdos son como los fragmentos quebrados de un espejo. Aunque te esfuerces por recogerlos todos y los pegues con un adhesivo extrafuerte y mucho cuidado, el espejo nunca vuelve a ser el mismo. Siempre faltan astillas, virutas de un no-sabes-qué y las imágenes reflejadas ya no son como eran.

Prometo que haré mi mejor esfuerzo.

Imaginen una casa de un piso algo destartalada y un jardín descuidado. Un buzón de madera decorado con pajaritos desteñidos intentaba brindarle un poco de glamur, sin éxito.

Mi papá apagó el motor de nuestro carreteado Subaru azul y se volvió hacia nosotros, con una sonrisa nerviosa.

–¿Qué les parece?

–Uy. Se parece a la casita de la bruja de Hansel y Gretel, papá –comentó Luna, mi hermana menor, abrazando a su burrito de felpa de orejas caídas. El resto de sus juguetes venía en el camión de la mudanza.

–Guof, guof –opinó Gran Samo, nuestro golden retriever políglota, ladrando en inglés.

Mi papá lanzó una carcajada insegura.

–¡Ya verán como luce después de una buena capa de pintura y el pasto recién cortado! ¿Qué piensas tú, Noel?

Noel soy yo. Me pusieron así por una razón bastante obvia: nací en vísperas de Navidad. Y pese a lo raro del nombre, estoy bastante reconciliado con él, aunque no tanto con el hecho de no haber recibido jamás un auténtico regalo de cumpleaños porque siempre se confunden con los de Navidad.

Me di cuenta de que para mi papá mi opinión de adolescente de quince años resultaba importante.

–No está mal para una casa antigua, papá. Tiene su onda –afirmé.

La sonrisa nerviosa de mi papá se volvió más segura.

–Nuestra casa propia –apuntó.

Siempre habíamos vivido en un departamento arrendado. Tan helado que a veces durante el invierno brotaban hongos como los de la aldea de los pitufos debajo de las ventanas.

–¡Propia! –repitió Luna, dichosa, planeando su burrito como si fuera un avión.

–¡Guof! –apoyó Gran Samo.

–¿Qué esperamos? ¡Al abordaje! –anunció mi papá, con voz de almirante.

Ayudé a Luna a bajar del auto y Gran Samo se catapultó fuera con un vigoroso brinco. Al salir del Subaru, eché una mirada distraída a la calle ancha de Los Peumos, repleta de casas antiguas, aunque mejor mantenidas que la nuestra, con sus frontis bien pintados de colores alegres y enredaderas en flor.

Desde la vivienda del frente, una construcción gris de dos pisos con un torreón en el tejado que la asemejaba a un castillo, alguien nos espiaba.

Una silueta se perfilaba detrás de unas gruesas cortinas moradas en el segundo piso; nos estaba observando. La figura se dio cuenta de que la había visto y desapareció en un parpadeo. La ventana se cerró de golpe.

“Un vecino curioso”, me dije, encogiéndome de hombros. “Mejor nos acostumbramos rápido a ser la gran novedad del barrio”.

–¿Vienes, Noel? –mi papá se asomó por la puerta de entrada.

Me pregunté si el sitio estaría tan abandonado por dentro como por fuera. Samo vino a buscarme ladrando alegremente. Acaricié su peluda cabeza marrón y juntos cruzamos el umbral de esa casa que era vieja y nueva al mismo tiempo.

Luna correteaba por todo el lugar –que tampoco era muy grande– preguntando cuál sería su habitación. En el departamento compartíamos la misma pieza, pero mi papá le había prometido que ahora tendría una para ella sola.

El interior no estaba tan mal, después de todo. El piso lucía brillante, parecía que lo habían

encerado recién, y las paredes eran blancas, aunque ligeramente descascaradas en los bordes. Mi papá afirmó que con una mano de cal y otra de pintura haríamos un milagro. A través de las ventanas sin cortinas, la luz penetraba levantando motitas de polvo.

–Tenemos living-comedor, una cocina grande, una pieza para cada uno y ¡dos baños! –anunció mi papá.

–¡Dos! –gritamos Luna y yo al mismo tiempo.

Aunque el segundo baño resultó ser súper

diminuto, para nosotros era todo un lujo.

Después salimos al exterior y contemplamos el macizo árbol que crecía en la mitad del patio trasero.

–Es un membrillo. Florecerá en primavera –explicó mi papá.

La sonrisa ya no alcanzaba sus ojos. Luna le tomó la mano y yo tomé la de Luna. Y los tres nos quedamos en silencio contemplando el membrillo, recordando.

Después de un almuerzo improvisado (jugo, pan con queso y empanadas de pera), le dimos la bienvenida al camión de la mudanza. Por suerte no teníamos tantas cosas, así que no demoramos mucho en descargar. Pero los libros de mi papá, que es profesor, eran hartos y las cajas eran tan pesadas que tuvimos que entrarlas a rastras.

–Qué bueno que no se rompió nada –comentó mi papá, extrayendo marcos con fotos familiares de la caja que decía “frágil”.

Colocó la más bonita, de nuestra familia posando junto al enorme árbol de Navidad de un centro comercial, sobre el estante del living.

No recordaba quién había tomado esa foto con el celular, pero sin duda era la más bella de todas, con los ojos verde mar de mi mamá iluminando la imagen.

Alcé la vista y descubrí una mancha de humedad sobre el techo del comedor, justo encima de la mesa.

–No me había fijado en ese detalle. Habrá que llamar a un gásfiter luego –comentó mi papá, con el ceño fruncido, cuando se lo hice notar.

Pasamos a ocuparnos de cosas más importantes, como armar las camas y descubrir dónde habíamos guardado el tapete del baño. La mancha fea quedó olvidada, por el momento.

Luna se durmió temprano en su pieza nueva, pero le dejamos la puerta entreabierta por si acaso y un espantacucos en forma de erizo sobre el velador. Empezó a anochecer y mi papá se sentó bajo el dintel de la puerta de entrada a contemplar las primeras estrellas. Le llevé una taza de café con unas gotas de leche –como a él le gusta– porque sabía que se iba a quedar corrigiendo trabajos de sus estudiantes hasta muy tarde.

Mi habitación era un poco más grande que la de Luna. Como me carga tener que dormir en un sitio con las paredes peladas, pegué con chinchetas mi póster de Guardianes de la Galaxia, que había llegado un poco doblado.

Después agarré mi celular y le escribí a Ram.

–¡Hola, Ram!

–¡Hola, Pascual!

Lo de Pascual era un chiste interno, ya que nací cerca de la Navidad. Ram se llamaba en realidad Ramón, pero como era un fanático de la tecnología y la realidad virtual, el diminutivo le quedaba perfecto.

–¿Qué tal la casa nueva? –preguntó mi amigo.

–No está mal. Tienes que venir a conocerla.

–¿Vas a hacer una fiesta de inauguración? ¿La anoto en mi bitácora del capitán? –Sobra decir que Ram es también un gran admirador de Star Trek.

–Qué buena idea. No lo había pensado. Le diré a mi papá –respondí ilusionado.

–Y en una de esas te animas e invitas a la Dani. Antes de que a su papá lo vuelvan a trasladar a no sé dónde –sugirió Ram.

La Dani era una compañera de curso cuyo papá era funcionario bancario y siempre lo estaban cambiando de ciudad y de sucursal. Cada cierto tiempo, se iba lejos con toda su familia, pero por alguna extraña razón siempre terminaban volviendo.

Aunque la última vez habían tardado dos años en regresar.

–¡No te vaya a pasar de nuevo, Pascual! ¡Tienes que pedirle pololeo antes que algún gil se te adelante! –Ram a veces era como un brujo cibernético que leía los pensamientos ajenos.

–No te preocupes. Ya tengo preparada mi estrategia –mentí, por supuesto. La Dani era preciosa, con un cabello color miel que le llegaba hasta los hombros, y me sacaba como cinco centímetros de estatura (su papá era medio alemán). Me moría de vergüenza cuando estaba cerca de ella.

Conversamos un poco más. De las pruebas trimestrales que ya se acercaban y de la última versión de Descent, aunque ninguno de los dos había llegado al final del juego anterior con vida.

Me bajó el cansancio y empecé a cabecear. Se me cerraron los ojos. Escuché la radio en la pieza de mi papá tocando música de jazz y los resoplidos de Samo, que dormía a los pies de mi cama. No supe si dejé a Ram hablando solo en el chat.

La casa entera parecía crujir, como si se quejara. “No te preocupes, Noel. Es solo una construcción vieja que se sacude con el viento”, me dije.

Pero era una noche tranquila y no corría ni siquiera una brisa.

Abrí los ojos y vi el póster que coloqué frente a mi cama desprenderse y caer al suelo. Me incorporé y descubrí a Gran Samo sentado en sus patas traseras mirando fijamente la pared.

Una pequeña mancha de humedad se deslizaba por esta, como si fuera una lágrima.

Capítulo 2

Enid D estuvo aquí

Como el gásfiter que mi papá llamó no apareció nunca, decidimos arreglar nosotros mismos la filtración.

–Si ahora alcanzó tu pieza, no quiero ni pensar qué va a ocurrir el próximo invierno –dijo mi papá.

Era una exageración, claro, porque faltaban varios meses para eso.

En el pasillo frente a la cocina había una especie de puerta trampa casi invisible a primera vista. Pero mi papá hizo presión con un palo de escoba y levantó la cubierta que daba al entretecho.

–Listo. Ahora solo hay que subir y averiguar de dónde viene la humedad.

–Qué oscuro está. ¿Habrá murciélagos? –preguntó Luna, nerviosa.

Como no sabíamos si el piso del entretecho aguantaría y yo era más liviano, acordamos que a mí me tocaría la primera incursión, aunque con mucho cuidado al pisar y tratando de no tocar nada. Mi papá me puso un jockey de béisbol para que me protegiera la cabeza y me entregó su linterna amarilla.

–Cualquier cosa sospechosa que notes, bajas enseguida –me advirtió, arrastrando la escalera de tijera que le habían prestado para pintar la casa.

Me pregunté si habría guarenes; eso me daba más miedo que un montón de murciélagos medio ciegos.

Mi papá sujetó bien la escalera y yo trepé rumbo a ese cuarto oscuro lo más ágilmente que pude, blandiendo la linterna como si se tratara de una espada corta-sombras.

Asomé la cabeza, esperando que mis ojos se acostumbraran a la penumbra, y luego alumbré con la linterna en varias direcciones para conocer el lugar. Muchos de los travesaños de madera que sustentaban el techo parecían estar medio carcomidos y había bultos de arpillera regados por todas partes.

Tomé impulso y me introduje de cuerpo entero en ese lugar que en definitiva no era un entretecho. Alguien, hacía muchísimo tiempo, lo había utilizado como una buhardilla, o algo parecido.

Al ponerme de pie me di cuenta de que sobraba espacio, ya que el techo estaba inclinado en diagonal, lo cual no se distinguía desde fuera. Caminé y mis pasos produjeron un tenebroso crujido.

–¡Cuidado donde pisas, Noel! –gritó preocupado mi papá, desde abajo.

–¡Parece que ya sé de donde viene la filtración! –avisé, dirigiendo el haz de luz hacia un orificio de unos veinte centímetros que había en el techo. De seguro cada vez que llovía, el agua se colaba por aquella hendidura.

Apunté la linterna hacia el suelo y descubrí que estaba completamente seco. Eso sí que era raro. ¿De dónde entonces?

Revisé los bultos amontonados. Contenían ropa vieja. Además había una maleta de cuero café, con las chapas oxidadas.

Lo que me llamó la atención fue un antiguo tocadiscos marca RCA abandonado en el piso, sucio y polvoriento. A su lado reposaba una pequeña colección de discos de vinilo de la época en que mis papás eran jóvenes: Sheena Easton, Michael Jackson, Air Supply y Abba. Había también uno de Silvio Rodríguez y otro de Quilapayún.

De pronto, capté un movimiento a mi izquierda y me sobresalté. Una sombra se perfiló entre los bultos: retrocedí dos pasos y casi perdí el equilibrio.

Apunté la linterna y suspiré aliviado al descubrir al chico delgado de quince años y cara asustada que me miraba sosteniendo mi propia linterna desde un espejo trizado apoyado en la pared.

–¿Está todo bien ahí? –quiso saber mi papá.

–¡Todo ok! –contesté, acercándome fascinado al espejo. Era de marco ovalado en su parte superior y lo bastante alto para reflejarme de cuerpo entero. La trizadura, en forma de araña, abarcaba todo el lado derecho, pero no conseguía arruinar el reflejo de las imágenes.

Había algo raro en aquel espejo, pero en un primer momento no logré descifrar qué. Palpé con mi dedo su cubierta niquelada y descubrí que no estaba inmunda como los demás objetos abandonados en el entretecho. Se sentía muy fría al tacto e incluso un poco mojada.

El suelo que rodeaba el espejo rezumaba

humedad. En uno de los costados incluso observé una poza pequeña. Dejé la linterna en el piso y revisé la pared de atrás. Estaba seca.

Sin otras grietas en el techo, la única explicación era que la filtración provenía del interior del espejo y por eso su superficie estaba tan limpia.

“Eso es tonto. No puede ser”, me dije, tomando la linterna para salir cuanto antes de ese lugar tan raro.

El haz de luz chocó contra la pared frente al espejo e iluminó el texto que alguien había escrito en ella, seguramente hacía décadas.

Con letras borrosas, pero aún legibles, y de un eléctrico tono mezcla de morado y calipso pude leer “Enid D estuvo aquí”.

Mi papá se dio tiempo para todo. Reparó el techo con unas planchas de zinc y limpió el entretecho del polvo y las telarañas. “Será una buena buhardilla”. El tocadiscos le interesó bastante y aunque tenía una aguja rota opinó que podría repararse. “Estos artefactos son de colección, Noel. Ya casi no se fabrican. Es como haber descubierto un tesoro escondido”.

Él era profesor de historia y siempre decía que el pasado era vital, pues representaba las raíces del mañana.

La ropa de los fardos –en su mayoría de mujer– estaba bastante azumagada y pasada de moda, así que no se podía regalar, y la maleta vieja con las chapas oxidadas fue todo un enigma pues estaba con llave y por su peso se notaba que tenía cosas dentro.

El espejo trizado no le llamó la atención a mi papá y no me atreví a contarle mi teoría sobre el origen de la humedad porque él no era supersticioso; así que continuó abandonado en el entretecho.

Mi papá pintó de blanco el living-comedor con ayuda de un rodillo, y fue como si la mancha de humedad nunca hubiera existido.

La curiosa inscripción “Enid D estuvo aquí” permaneció en el desván y me pregunté si la maleta que no se podía abrir le habría pertenecido y por qué la había dejado atrás al irse de la casa.

Estaba seguro de que Enid –un nombre curioso, pero igual muy bonito– había sido una adolescente como yo, pero si los discos ochenteros del entretecho eran suyos, ahora debía tener unos cuarenta y muchos años.

Me llevé la maleta café a mi pieza, preguntándome qué sorpresas encerraría.

No tuve mucho tiempo para divagar al respecto, porque la casa nos empezó a demandar bastante trabajo. Descubrimos que el cálefon no funcionaba y costó un mundo y la mitad de otro hallar un repuesto que le sirviera. Además, pasamos un fin de semana entero pintando el frontis de un tono damasco pálido que a mí no me gustó nada, pero a Luna sí porque lo había escogido ella.

Mi papá estaba empeñado en darle el gusto en todo, quizás para compensarla por haberla apartado de sus amiguitas del bloque de departamentos. La cortina de la ducha del baño que compartía con ella quedó con un diseño de pececitos bastante infantil.

Me ofrecí a pintar de azul el buzón de madera. Con un par de brochazos los pájaros desvaídos quedaron en el olvido. Silbando mientras aplicaba una segunda capa, noté que dentro había un sobre amarillo y alargado, sin destinatario ni remitente.

Lo abrí. Contenía una llave pequeña y brillante.

“¿La llave de qué?”, me pregunté. El sobre era nuevo, pero la llave, que parecía haber sido pulida hace poco, estaba desgastada. Me sentí observado y levanté la vista: la calle estaba desierta.

Yo y mi imaginación.

–¿Crees que sea una broma? –preguntó Ram por el Facetime.

–Capaz. En la cocina hay una alacena con cerradura, pero está abierta y además la llave no le hace.

–Y si el sobre es nuevo, eso quiere decir que lo dejaron hace poco... –comentó mi amigo.

Acababa de contarle a Ram lo del mensaje de Enid en la pared del entretecho y del extraño espejo trizado que parecía desprender humedad.

Y además estaba el asunto de la maleta...

–¡Espera un poco! –salté y por poco dejé caer mi celular.

Con una fuerte palpitación en el pecho, corrí a sacar la maleta café del clóset donde la había guardado. La deposité sobre la cama, donde le diera bien la luz. Introduje la llave en uno de los cerrojos y este cedió. Hice lo mismo con el otro...

–¿Qué pasa, Pascual? –preguntó Ram desde la pantalla.

Abrí la maleta. Estaba repleta de objetos curiosos. Un paraguas amarillo con mango verde, un tigre de madera con rayas negras brillantes, una colección de cintas para el pelo, una especie de rosario confeccionado con pétalos de rosa, una armónica con diseño de nubes y un cuaderno con dibujos de mariposas de colores en la tapa.

Los tesoros de Enid D.

Hojeé el cuaderno. Estaba lleno de caricaturas y anotaciones confusas escritas con una letra irregular. Algo escapó de entre sus páginas y cayó al suelo. Era una foto de cámara Polaroid, de esas que estuvieron muy de moda en los 80. La recogí. Una chica de pelo largo color de fuego sonreía despeinada haciendo el signo de la paz a la cámara. Tras ella y a la distancia se veía un carrusel de caballitos como los de los parques de diversiones.

La chica no estaba sola; a su lado un muchacho sonreía nervioso, como si lo hubieran sorprendido donde no debía estar.

Mi corazón dio un salto y por dos segundos me olvidé de respirar.

El chico de expresión asombrada era idéntico a mí.

Capítulo 3

Llega un ramo de crisantemos

–Ná que ver. Se parecen un poco pero este tipo tiene el pelo más corto. Y esa polera que tiene... Yo conozco toda tu ropa y nunca te he visto una parecida... ¡Él tiene buen gusto! –rió Ram.

Estábamos en el recreo del colegio donde le acababa de mostrar la Polaroid de Enid (presumía que era ella) posando junto a mi doble del pasado.

La polera era color azul piedra y como el chico se encontraba un poco inclinado hacia al lado (la foto casi parecía una selfie), apenas se distinguían un par de eses en mayúscula impresas en el pecho.

–¿Tú opinas? –pregunté, más tranquilo. Casi no había dormido del susto. A lo mejor, no nos parecíamos tanto como creí. Me enfoqué en la foto. Quizás tenía los ojos un poco más juntos.

–Y si fuera igual que tú... ¿Cuál es el problema? Hay teorías científicas que dicen que todos tenemos un gemelo en algún lado. Hasta yo, si es que diosito pudo armar tanta galanura viril dos veces –se carcajeó Ram, balanceando su silla de ruedas.

Lo de Ramón no era resultado de un accidente automovilístico como en las historias dramáticas que cuenta la tele. Mi amigo se contagió de una enfermedad llamada poliomielitis cuando sus papás –que son lingüistas– trabajaban durante un programa de intercambio en un pueblo de Asia.

Ram era muy chico y siempre decía que no echaba nada de menos el poder caminar. Su silla (“que costó un millón de dólares”, según él) era eléctrica y lo llevaba adonde quería. Además de ser el más inteligente de nuestro curso (y yo creo que de todo el colegio) era también el más popular por sus chistes y su simpatía. “Bien livianito de sangre”, opinaba siempre mi padre.

–Pero esto no explica por qué alguien me hizo llegar la llave de la maleta café –insistí.

Eso es lo que más me intrigaba. Alguien nos tenía muy vigilados y sabía que habíamos estado en el entretecho.

–Esa es una buena pregunta –comentó Ram.

–¡Eso siempre se dice cuando la respuesta es como el hoyo! –añadí.

Sonó el timbre del fin del recreo. Apareció el señor Jara, inspector del colegio y me dio una mirada reprobatoria.

–¡Ese pelo, señor Barraza!

El señor Jara antes había sido carabinero y su norma era que los estudiantes varones llevaran el pelo corto y muy ordenado porque éramos “el rostro del colegio”. A las niñas no las dejaba usar anillos ni pintarse las uñas y menos usar maquillaje.

Con lo de la mudanza, se me había olvidado pasar por la peluquería. Y la verdad es que lo tenía un poco largo.

–¡Hoy día sin falta me lo corto, señor! –contesté, con tono de conscripto.

–Más le vale. Si no, mañana no me entra al establecimiento –replicó, dirigiéndose a la inspectoría con su caminar de pato.

Ram hizo un saludo militar y susurró “Heil, Hitler”, con una risita que pronto se convirtió en carcajada.

–¿Sabes lo que necesitas para relajarte? ¡Una súper mega party en tu casa nueva! –afirmó.

Le encontré muchísima razón.

Llegué tarde a mi casa porque los martes teníamos laboratorio de química. En la mesita de entrada habían colocado un ramo de crisantemos morados.

Mi papá había pasado a buscar a Luna al colegio y le servía leche con chocolate en el comedor.

–¿Y esas flores? –pregunté, dejando la mochila en una silla. Nuestro florero siempre estaba pelado porque mi papá no era de esa onda. A la que le gustaban las flores era a mi mamá.

–Un regalo de bienvenida de nuestros vecinos –aclaró mi padre.

Hacía casi dos semanas que habíamos llegado a Los Peumos, así que lo hallé medio raro. Pero me encogí de hombros.

–Ram opina que deberíamos dar una fiesta para inaugurar la casa.

Recalqué que era idea de Ramón, porque si provenía de él seguro que mi papá la aprobaba de un viaje.

Mi papá se rascó la barbilla, considerándolo.

–Y yo podría invitar a mis compañeros del trabajo...

¡Una casa llena de profes! Eso no es lo que Ram y yo teníamos en mente.

Debo haber puesto una cara muy graciosa, porque mi papá y Luna se rieron. Mi hermanita llevaba puesto un polerón rosado, que todavía tenía adosada la etiqueta.

–¿Fueron de compras?

–Tenía que pagar la tarjeta y había rebajas sobre rebajas.

–¡Hay algo para ti también! –exclamó Luna, alcanzándome un paquete verde.

–Muchas gracias, pero no hacía falta.

Con el sueldo de mi papá y después de comprar la casa a trillones de años plazo, sabía que no nadábamos precisamente en la abundancia.

–Tonterías. Te lo mereces. Ayudas muchísimo en las tareas del hogar –argumentó mi papá.

–¡Y me cuidas a mí! –gesticuló Luna.

No estaba muy acostumbrado a los halagos. Abrí el paquete tratando de ocultar mis mejillas coloradas. Apareció una polera azul piedra, con el logo “Soul Surfer” grabado en la parte de adelante.

–¿Te gusta, hijo? La vi y pensé inmediatamente en ti.

–¡Que se la pruebe! –exigió mi hermana.

–Hará juego con tu nuevo corte de pelo. Te queda muy bien, Noel –dijo mi papá.

Me pasé una mano por el cabello recién cortado y con la otra, que temblaba un poco, sostuve la polera.

Ahora estaba seguro de que el muchacho de la Polaroid no solo se me parecía. Él y yo éramos la misma persona.

El plan de la fiesta fue aprobado por unanimidad. Se nos multiplicaron las obligaciones porque todos queríamos que resultara perfecta. Con Luna nos tocó fregar un montón de vasos que ni sabíamos que teníamos. Mi papá aspiraba y volvía a aspirar la alfombra del living, que ya estaba más que limpia.

Ram creó un grupo en el Whatsapp para

invitar a los amigos más cercanos y se aseguró que Dani, la niña que tanto me gustaba, aceptara venir. “Esta es la tuya, Pascual”, afirmó. Luna invitó a dos compañeritas de curso que se iban a quedar a alojar en sacos de dormir y mi papá comprometió a mis tíos Lucho y Mario, que eran profesores como él y además mellizos; aunque no se parecían tanto: uno tenía más pelo que el otro.

Mi papá me descubrió observando el barrilito de cerveza que había comprado para la ocasión y me palmoteó fuerte en el hombro.

–Ni se te ocurra. Para los menores de dieciocho, solamente bebidas y juguito de manzana.

Me informó que además había convidado a la vecina que nos regaló los crisantemos. “Vive en la casa del frente, la que parece un castillo medieval”.

Luna estuvo encantada pues a lo mejor así nos invitaban un día a visitarlo. A ella le fascinaban las historias de princesas y hadas. Juraba que eran de verdad y que Peter Pan existía.

Guardé la foto Polaroid dentro del cuaderno de las mariposas y lo devolví a la maleta. No deseaba más sorpresas que me quitaran el sueño.

Llegó la tarde del sábado. Mi papá apretó un interruptor y el membrillo del patio se encendió con una cascada de hermosas luces blancas.

–¡Qué lindo! –aplaudió Luna.

Yo estaba entusiasmado: la fiesta iba a resultar bacán. Gente amiga, buena comida y bebida, aparte de música seleccionada especialmente por Ram. Todo lo que uno necesitaba para olvidarse de aquellas cosas que no tenían demasiada explicación.

Tres de la mañana.

Nueva historia en mi Instagram: “Con ganas de que me trague un volcán”.

Ram dijo que no se dio cuenta cuando la

invitación a la fiesta se hizo viral. Parece que un amigo se la reenvió a otro amigo y así fue como se juntó mucha gente en la puerta de mi casa a las nueve de la noche. No podíamos echarlos a todos, así que muchos terminaron instalados en el patio. Incluso había algunos universitarios que traían sus propios copetes, que mi papá confiscó. Al menos, quedó con su barcito bien provisto y el pavo de la Navidad ahora tendría bastante coñac.

A las siete sonó el timbre. Fui a abrir y hallé una persona sosteniendo un ramo extra grande de crisantemos amarillos.

–¡Buenas tardes! Tú debes ser Noel. ¿Cierto? Yo soy Elena, tu vecina del frente –dijo la mujer, asomándose detrás de las flores.

Era menuda y con el pelo canoso teñido con matices azules. Se esforzaba mucho en sonreír, pero noté que el ojo derecho le parpadeaba nervioso. Me quedé mudo, sin saber por qué. Por suerte, apareció mi papá en ese momento.

–¡Doña Elena! ¡Cómo está!

–Muy bien, don Sebastián. Estas las recogimos hoy del invernadero. Las que les traje el otro día deben estar medio secas ya.

La señora Elena rió nerviosa, explicando que no le gustaba asistir a fiestas con las manos vacías.

–Regalo aceptado. Pero con la condición de que no me diga más don. ¡No soy tan viejo! –contestó mi papá, en un tono entre coqueto y jovial que no le conocía.

–Y usted puede decirme Elenita entonces.

Mi papá la liberó del ramo, invitándola a pasar. Capté, con algo de alivio, que “Elenita” lucía un poco mayor que él.

–¿Cómo amaneció su padre?

–Un poco malito del pecho. Por la mañana vino el doctor a verlo. Ahora lo dejé con una niñita bien amorosa que me lo cuida –contestó con un hilillo de voz la mujer de cabello blanco con azul.

La dueña del castillo parecía ser una persona bastante tímida.

Como buen anfitrión, mi papá le ofreció un pisco sour, que ella rechazó porque no bebía alcohol. Los dejé conversando y me fui a mi pieza a cambiarme de ropa para la fiesta. En su habitación, Luna y sus dos amiguitas saltaban encima de la cama y reían contentas. Mi hermana se había colocado unas alitas de ángel con plumas blancas que sobraron de una presentación que hizo en su colegio.

Descubrí a Gran Samo durmiendo siesta encima de la camisa azul que pensaba usar. Lo aparté de una palmada y mi perro se fue del lugar con un “guof, guof” ofendido, dejando mi camisa sucia con sus huellas de tierra. Lo peor es que no tenía nada más que salvara: con los preparativos se nos había olvidado lavar la ropa.

Lo único presentable era la polera nueva de Soul Surfer. La saqué de la cajonera, percibiendo una vez más ese singular hormigueo entre los dedos.

Con un suspiro, me la puse. En el espejo del baño comprobé que mi papá había acertado en la talla. El chico de la Polaroid me saludó desde el otro lado, con algo parecido a una mueca.

Resignado, me eché de la colonia verde que recibí para mi cumpleaños: la Dani debía estar por llegar.

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125 S. 10 Illustrationen
ISBN:
9789561235663
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Bookwire
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