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APROXIMACIONES PSICOANALÍTICAS
Interpretación y cadena causal

En Psicopatología de la vida cotidiana, Freud estudia gran número de ejemplos que se han convertido en clásicos, regularmente recogidos en trabajos de psicoanalistas y de lingüistas. Pero la lectura del capítulo que dedica a esas muestras teratológicas del discurso cotidiano (e incluso literario) es francamente frustrante, pues no desemboca en un modelo de explicación específico del lapsus: cada análisis y cada explicación particular aparecen como una explicación ad hoc, en forma de una ascensión progresiva de una cadena causal o de varias cadenas causales convergentes. Las explicaciones, ciertamente, son seductoras, con frecuencia convincentes, pero no pueden ser sometidas a la prueba de «falsación», a la vez por falta de un modelo de referencia explícito y por ausencia de una confrontación con otras explicaciones posibles.

No obstante, se encuentran en Freud los elementos de una teorización del lapsus, que puede ser expuesta en algunos trazos. Ciertamente, no aparecen solo a propósito del lapsus, conciernen también al olvido de nombres; sin embargo, la propuesta es generalizable:

[…] el obstáculo que opone a la reproducción deseada del nombre un encadenamiento de ideas ajenas a ese nombre es inconsciente. Entre el nombre perturbado y el complejo perturbador puede haber o una relación preexistente, o una relación que se establece, por vías aparentemente artificiales, a favor de asociaciones superficiales (exteriores)18.

En el caso del lapsus, las dos palabras o expresiones en competición pueden pertenecer a dos complejos en conflicto o estar en conflicto en el seno del mismo complejo perturbador. Para simplificar, se podría decir que si, en el olvido, el complejo perturbador impide la pronunciación del nombre perturbado, en el lapsus impone otro parcial o completamente distinto. Se advierte también que esa definición del complejo perturbador pone en escena no solo un conflicto entre dos términos, sino un conflicto entre operaciones: la reproducción deseada, por un lado, el encadenamiento de ideas, por otro. Un conflicto entre operaciones es, más generalmente, una interacción entre dos cursos de acción. La concepción freudiana pone, pues, en relación una «deformación» (que afecta a una palabra) y una «perturbación» (que caracteriza una interacción entre operaciones). En los términos que desarrollaremos más adelante, diríamos que el despliegue sintagmático de interacciones entre operaciones ha sido objeto de un marcaje pasional, que está asociado a una huella somática en la pronunciación de la palabra. El lazo entre marcaje y huella, más o menos distendido y reconocible, es decisivo para todo lo que sigue.

Dos nociones vienen a completar esa propuesta central: la de condensación, tomada de la reflexión sobre el sueño, que da cuenta del conjunto de mecanismos de reorganización lingüística del lapsus, a la cual habría que añadir el desplazamiento, que no es evocado en Psicopatología de la vida cotidiana, pero que se reunirá con la anterior en La interpretación de los sueños. La reorganización de los componentes del lapsus (la condensación) es, con toda evidencia, una operación que recae sobre el arreglo y sobre el número de componentes: una modificación del número de partes y de sus relaciones hace irreconocible la primera expresión a través de la segunda. El desplazamiento concierne al acento psíquico, y hemos encontrado ya una variante enunciativa en forma de disminución y de desplazamiento de la fuerza de asunción. El desplazamiento consagra el marcaje sintagmático (una interacción es considerada como un punto crítico marcado pasionalmente) y la condensación inscribe la huella somática, que sigue siendo sensible en la manifestación actual (cf. supra, los índices demarcativos), aunque el marcaje no sea ya accesible. Condensación mereológica y desplazamiento de la fuerza de asunción, tales serían las dos dimensiones enunciativas de la producción del lapsus.

Hay que añadir a esto la noción de tendencia, que proporciona un anclaje parcial a los complejos perturbadores, y que podría ser asimilada a la de isotopía patémica:

[…] se puede decir que, en cierta categoría de casos, las ideas perturbadoras provienen de tendencias. Egoísmo, celos, hostilidad, todos los sentimientos y todos los impulsos reprimidos por la educación moral utilizan con frecuencia en el hombre el camino que desemboca en el acto fallido19.

Globalmente, la cadena causal e interpretativa preferida por Freud tiene una forma estable: del lapsus sube a una condensación que es necesario deshacer y tomar al revés, luego a un complejo perturbador que es preciso reconstruir, para terminar en una o varias tendencias originales. El lapsus tiene, pues, un origen, y desde ese origen se puede poner en la «mira»: los principios de base de una intencionalidad subyacente están salvados, excepto porque las etapas de ese recorrido, que comprende especialmente un marcaje de interacciones y una huella somática, dan testimonio del carácter corporal de esa intencionalidad.

Intención y atención

Dos nociones vuelven sin cesar en las discusiones sobre el lapsus: la intención y la atención. Grosso modo, se trata de saber si el descenso de la atención compromete o no el valor intencional de lo dicho. Atención e intención son dos tipos de «conducción» ejercida sobre el cuerpo-actante enunciador, que pueden ser acercados a dos propiedades del principio de inercia (cf. supra, primer capítulo). La atención preserva la enunciación de las variaciones de presiones opuestas y le permite mantener el recorrido comprometido, a pesar de las solicitaciones divergentes: participa así en la fijación del umbral de remanencia; la intención proporciona a la enunciación una intensidad de compromiso y de «mira» discursiva, cuyo nivel está bien definido y es, grosso modo, constante a lo largo de todo el recorrido, y, con eso, contribuye a la definición del umbral de saturación.

Para Freud, el relajamiento de la atención libera de las intenciones concurrentes:

A continuación del relajamiento de la acción inhibidora de la atención, o, para expresarnos más exactamente, gracias a ese relajamiento, se establece el libre desarrollo de las acciones20. […] esas condiciones son utilizadas de buen grado por la intención de la idea reprimida a fin de adquirir una expresión consciente21.

La intención de la idea reprimida implica la existencia de, al menos, otra instancia actancial, hundida en la profundidad potencial del discurso, provisionalmente controlada por la instancia que produce el discurso manifiesto, y dotada de una fuerza y un objetivo propios: adquirir una expresión consciente. Una fuerza que tiene por meta la manifestación discursiva: tal podría ser la definición de la presión de la que hablábamos más arriba, siguiendo a B.-N. Grunig.

Por eso, a partir de los trabajos de lingüistas y psicólogos de su época, Freud comienza por evocar una perturbación de la atención al comienzo de la obra, para terminar, en conclusión, por sustituirla por una perturbación de la intención. En efecto, la concepción que se basa en la perturbación de la atención supone solamente que toda suerte de presiones indeterminadas, y más o menos caóticas, asaltan u ocupan el campo de conciencia del sujeto del habla, y que, si el hilo del discurso puede abrirse camino en ese desorden, es gracias a la acción inhibidora de la atención, una suerte de dique que protegería el camino del habla de las olas caóticas que la amenazan: no habría en ese caso más que una sola «mira» intencional, canalizable, y que debería ser protegida del caos circundante.

En cambio, la hipótesis según la cual estamos frente a una perturbación de la intención supone, además, que, en ese desorden que amenaza, otros caminos potenciales estén ya organizados, y que el conflicto no tenga lugar entre una intención discursiva, por un lado, y un caos no discursivo, por otro, sino entre dos o varias intenciones (dos o varias «miras» intencionales) características de dos o varias instancias.

Freud toma claramente partido por la segunda solución: «El lapsus resulta de la interferencia de dos intenciones diferentes, una de las cuales puede ser calificada de perturbada, y la otra, de perturbadora»22. Para precisar los retos lingüísticos de esa alternativa, es necesario hacer un breve rodeo por los modelos de producción del habla. En efecto, el debate entre los dos grandes modelos cognitivos concurrentes de la producción del habla es, a este respecto, particularmente revelador.

El modelo conocido como «simbólico», propuesto por Levelt (W. J. M. Levelt, 1994), está compuesto por una serie de módulos encapsulados, y especialmente por una capa o estrato conceptual y lexical, y por una capa fonológica que no puede retroactuar sobre la primera. La intención léxico-semántica se forma antes de que la capa fonética sea activada, y, al momento de la planificación fonética, la intención léxico-somática ya no es accesible.

El modelo llamado «conexionista» de Dell (G. S. Dell y P. G. O’Seaghdha, 1991) está constituido por tres capas o estratos (una capa semántica, una capa lexical y una capa fonética), enlazados por una red de conexiones bilaterales. Cada información es accesible desde todas las posiciones de la red (se le dice «distribuida»), y todas las interacciones y retroacciones son posibles (las capas dialogan instantáneamente entre sí).

 

Levelt reprocha al modelo de Dell por ser un modelo de producción de lapsus, y no del habla en general: en una red de conexiones bilaterales generalizadas, una puede explicar por qué se producen lapsus, pero no por qué se puede hablar sin producir lapsus. Además, el modelo «conexionista» parece, más bien, típico de una concepción del discurso en la que la intención léxico-semántica (el vector de la producción del discurso) tendría que defenderse contra un «caos no discursivo». Si se acepta la idea de una retroacción generalizada de la capa fonética sobre las capas lexicales y conceptuales, hay que aceptar también que la intención léxico-semántica pueda ser modificada en todo momento, o perturbada al menos, por las activaciones distribuidas a partir de la capa fonética.

En cambio, si se supone una estanquidad de la capa léxico-semántica, es necesario imaginar que las perturbaciones fonéticas, cuando tienen un efecto semántico, van acompañadas, filtradas, dirigidas por intenciones léxico-semánticas paralelas y concurrentes. A partir de entonces, a diferencia del de Dell, el modelo de Levelt sería compatible con una concepción del discurso (y del lapsus) pluri-intencional.

En efecto, toda activación fonológica pasa primero por una activación silábica, rítmica y entonativa, que afecta de manera genérica un tipo silábico y entonativo. Resulta de eso que toda expresión lexical correspondiente es potencialmente activada. La intención paralela (o perturbadora), más o menos potente, logra o no logra conducir esa activación hasta la pronunciación de otra expresión lexical distinta de aquella de la intención perturbada. Habría que admitir, pues, que el modelo cognitivo puede acoger una capa textual, que comporte isotopías, roles actanciales, recorridos figurativos y temáticos, que serviría especialmente de fuente a las intenciones perturbadas y perturbadoras, así como de filtro para las activaciones silábicas y entonativas genéricas. Un modelo de tipo simbólico, completado por una capa textual o discursiva, pareciera mejor adaptado a una concepción discursiva pluri-intencional de la producción del lapsus.

Modos de existencia y presiones existenciales

La concepción que nosotros mantenemos reposa, pues, en la coexistencia conflictiva de dos o más instancias de discurso. Y, así, lo que no era para Meringer más que imágenes verbales flotantes o nómadas, o restos no extinguidos aún de discursos recientemente terminados23, se convierte ahora en discurso potencial concurrente en el discurso actual, y sostenido por una intencionalidad en buena y debida forma.

Uno de los recorridos discursivos es conducido por la isotopía actual y dominante, y los otros, sus concurrentes, son guiados por isotopías potenciales; el error constatado resultaría no ya de una alotropía inexplicable, sino de una variación provisional de la relación de fuerzas entre las diferentes trayectorias isotópicas. Desde esa perspectiva, no hay por qué asombrarse por el hecho de que la mayor parte de los lapsus aborten en farfulleos, vacilaciones, pequeñas escorias fonológicas, puesto que todo eso significa simplemente que la trayectoria isotópica actual se impone casi siempre, o al menos llega casi siempre a inhibir las otras trayectorias.

Esta concepción de las cosas obliga, por lo demás, a explicar por qué los lapsus no proliferan y bajo qué condiciones advienen: debemos añadir una determinación suplementaria. Si se supone que las isotopías concurrentes están potencialmente en interacción, sus interacciones son capaces de dar lugar a marcajes pasionales; dichos marcajes se traducen en el nivel de la expresión por conectores de isotopías (palabras, o grupos de palabras o de sílabas) que conservan la huella del marcaje. Cuando el flujo del discurso encuentra una de esas huellas, ella actualiza el marcaje subyacente y un lapsus se produce. Y eso explica igualmente que las isotopías cuyas interacciones no han recibido ningún marcaje no den lugar a ningún lapsus.

El ejemplo siguiente no contiene, a ese respecto, ninguna ambigüedad: bajo el discurso actual, otro discurso, sin duda jamás formulado, pero perfectamente construido, presiona para ser manifestado. Un alto funcionario limosín, queriendo poner en evidencia el rol que juega el polo universitario de Limoges, comienza así: «Es claro que el polo de Toulouse, ¡oh!, perdón, Limoges…», y baja bruscamente la entonación al final de Toulouse.

Esta sustitución no tiene ninguna relación con la cadena fónica del discurso, y muestra bien a las claras que el lapsus explota el contexto isotópico: un error como polo de cenicero no sería reconocido como un lapsus. La duplicidad semántica es clara. El locutor no cree que el sitio de Limoges sea un verdadero polo universitario, mientras que, para él, es evidente que Toulouse sí lo es; y el hecho de que haya hablado u oído hablar recientemente de Toulouse, o incluso que Toulouse ocupe un lugar particular en su historia personal, no cambia nada en el asunto. Por el hecho de que la opinión y su expresión potencial han sido formadas sólidamente en niveles profundos, viene ahora a perturbar el habla actual. Si el locutor hubiera oído hablar de Marmande o de Figeac, el lapsus no habría tenido lugar (o, en todo caso, no con la misma significación).

La expresión «polo universitario» lleva la huella que actualiza un marcaje anterior, relativo a los debates sobre la manera como se hace la distinción entre conjuntos universitarios de primer nivel y de segundo nivel. Las presiones que producen ese marcaje son bien conocidas: son de naturaleza política e ideológica, y son, incluso hoy en día, altamente pasionales. La llegada, en el hilo del discurso, de la expresión que porta la huella desencadena entonces el lapsus.

La estructura intencional que subyace bajo la práctica discursiva estaría, pues, estratificada en varios modos de existencia: en un mismo segmento de la cadena del discurso, coexistirían «miras» intencionales de estatuto diferente, «miras» virtuales, potenciales y actuales. Una «mira» virtual es simplemente del orden de lo posible (alético): disponible en general, aunque no ejerce ninguna presión con vistas a la manifestación discursiva. Una «mira» potencial es del orden de lo potestivo: no solamente está disponible, sino que, además, ejerce una presión para llegar a la manifestación. Una «mira» actual es del orden de lo volitivo: se impone y se instala en la manifestación discursiva.

La dependencia entre el lapsus y el discurso en el que aparece podría ser precisada así: el desarrollo actual del discurso (por ejemplo, la evocación del «polo universitario» del limosín) convierte, bajo el efecto del dispositivo «huella/marcaje», una parte de los discursos virtuales en discursos potenciales (principalmente, la existencia de otros «polos universitarios» próximos). Es, pues, el discurso actual el que potencializa el discurso portador del lapsus. Llegaríamos así a una representación de universos de discurso en estratos de profundidad que los enunciados deberían atravesar para llegar a la manifestación, de tal suerte que su «mira» intencional atravesaría cuatro modos de existencia:


Estos diferentes modos de existencia tienen un correlato cognitivo: y ese sería el estatuto de activación de las capas y de los módulos de producción. El paso que damos aquí es importante, puesto que el modelo que proponemos es un modelo de la profundidad del discurso y de la coexistencia de instancias de discurso. No solo es cuestión de una capa textual suplementaria, una capa entre otras capas cognitivas; al contrario, el discurso aparece ahí como un objeto de conocimiento autónomo y englobante, cuya representación dinámica tratamos de elaborar. Y los modos de existencia y los niveles de modelización de las «miras intencionales» pertenecen, por derecho, al componente enunciativo del discurso.

Esos modos de existencia, sin embargo, tienen también un correlato corporal: en efecto, la copresencia tensiva de esas diferentes capas no se explica si no suponemos que, mientras toda la atención cognitiva y afectiva está concentrada en el desarrollo de una de las isotopías, las otras están, en cierta suerte, encarnadas, hundidas, y eventualmente marcadas, en el cuerpo-actante de la instancia de discurso. No tienen realidad lingüística, porque no están aún manifestadas, y la única realidad que pueden tener en ese momento es de tipo somático. Apenas formadas como figuras de discurso, existen, no obstante, potencialmente y preformadas, en los esquemas sensorio-motores de la carne enunciante.

INSTANCIAS DEL CUERPO-ACTANTE DE LA ENUNCIACIÓN
Identidad de las instancias y

Hemos propuesto la hipótesis de una competición entre varias capas discursivas que tenderían hacia la manifestación a través de capas modales existenciales, donde marcajes sintagmáticos y huellas en la expresión dan cuenta de la aparición del lapsus. Debemos afrontar ahora la incontrolable diversidad de las «miras» intencionales virtuales y potenciales. Para circunscribir el análisis, disponemos ya de una tipología de las instancias (cf. supra, primer capítulo), que podemos adaptar al caso de los actos de enunciación.

Examinemos, por ejemplo, la opción adoptada por Grunig y Grunig, quienes declaran, de entrada, que ellos se refieren a un único individuo concreto de carne y hueso, y que justifican así su opción:

Si nos atenemos a esa unicidad, es porque los conflictos, declarados o latentes, a los cuales les daremos un amplio lugar en nuestro modelo, solo tienen valor porque hacen estallar a un individuo24.

Ciertamente, tenemos que ver con un mismo individuo «de carne y hueso», pero que está habitado por tensiones y sometido a presiones que, como dicen estos autores, lo «hacen estallar». Ego es aquí, al mismo tiempo, individual y plural: en un curso de acción enunciativo, Ego está, en efecto, confrontado sin cesar a su propia alteridad, y cada una de sus posiciones sucesivas resulta de esas interacciones, ya sea por asimilar la alteridad o por rechazarla.

La distinción entre el y el , que ha sido definida por la manera como el cuerpo-actante trata su propia alteridad en devenir, permitirá dar cuenta de la formación de los lapsus en el curso de acción enunciativo. El es esa instancia que está controlada por la atención, y globalmente canalizada por el proyecto de enunciación. Es una instancia cuya identidad será confirmada a lo largo de todo el discurso y reafirmada por los actos mismos del discurso. Es la instancia construida en el devenir del curso de acción discursivo.

En cambio, el es ese individuo de carne y hueso que, como lo recuerda B.-N. y R. Grunig,

articula, farfulla o prorrumpe en gritos y a partir de lo cual se calculan los valores tomados por los embragantes tales como o nosotros, así como se calcularía el norte a partir de la Osa Mayor y de la Estrella Polar25.

El es el hito deíctico marcador del discurso, una posición que instaura en torno suyo el campo de presencia del discurso. Esa posición es sometida sin cesar a presiones y desplazamientos, y, por ese hecho, se encuentra confrontado con la cuestión de su identidad. Pero esa cuestión no le es planteada al , que es un referente sin identidad; se le plantea, más bien, al , que se construye en el curso de acción de la enunciación*.

Ego recubre, pues, dos identidades de base, el y el . Confrontado con la alteridad y con las presiones del devenir discursivo, el responde con la resistencia: afirma y opone su unicidad, unicidad del actante de referencia y unicidad de la carne sensorio-motriz, contra la labilidad plural de la alteridad y de las intenciones enunciativas. El es ese cuerpo que articula y profiere; es, por eso, el Mí-carne.

 

A la misma cuestión, el , con la integración/expulsión de la alteridad, construye su identidad absorbiendo progresivamente las posiciones sucesivas que atraviesa. Aparece entonces como la instancia por la cual el sujeto de enunciación se da una identidad en el mundo que él construye, en negociación permanente con las desviaciones y bifurcaciones que ese recorrido lo lleva a afrontar. Esa sería, en suma, la manera como el sujeto de enunciación se siente en el mundo, es decir, en los términos mismos de la fenomenología, el Sí-cuerpo propio.

Freud mismo dice que el lapsus resulta de una «represión incompleta»: todo ocurre como si, una vez comprometido en el discurso, el sujeto resistiera por saturación, más allá de cierto umbral, a la fuerza de las presiones que padece. Por otro lado, se puede constatar que el lapsus puede nacer de una marca afectiva remanente, fijada a una expresión, a un fragmento de discurso, mientras que la presión ha desaparecido. La instancia de enunciación encarnada se individualiza gracias a cierta inercia: a partir del cuerpo enunciante, se formaría entonces un actante de enunciación que no podría ser excitado o inhibido más allá de ciertos umbrales, los umbrales de inercia, el umbral de saturación y el umbral de remanencia, que ya hemos descrito anteriormente.

El Mí-carne, que opone a toda presión que lo conduce a convertirse en otro la resistencia de su unicidad y de su rol de referente, asume el estatuto de actante en los límites definidos por los umbrales de saturación y de remanencia: más allá del umbral de saturación, las presiones ejercidas sobre el Mí-carne se transforman en sufrimiento o en goce, y suscitan irrupciones fóricas brutales, aparentemente incontroladas, una invasión momentánea o durable de la manifestación discursiva. Más acá del umbral de remanencia, las presiones ejercidas sobre el Mí-carne comprometen su rol de referencia.

El Sí-cuerpo propio, que integra toda nueva alteridad para hacerla suya, para alejarla o integrarla a sí mismo, está, pues, encargado de gestionar la memoria y el devenir de la acumulación de esas resistencias por saturación y por remanencia. El de la remanencia pura es el Sí-idem, el que procede, por recubrimiento sistemático, de las fases anteriores por las fases actuales; el de la saturación pura es el Sí-ipse, que atraviesa todas las fases sucesivas limitando sus efectos dispersivos.

La distinción entre esas dos instancias, el y el , reposa en una diferencia de punto de vista: del lado del , el principio de resistencia es un asunto de intensidad (la intensidad unificadora); del lado del , se trata, en cambio, de gestionar en la extensión (en el tiempo, en el espacio, en el número) la acumulación de remanencias y de saturaciones. La tensión que los une abre la vía a un modelo de la producción de discursos que funda la enunciación en el curso de acción de un cuerpo-actante. Si reservamos para el Mí-carne la valencia de intensidad y asignamos al Sí-cuerpo propio la valencia de la extensión, entonces veremos aparecer, en las correlaciones entre las dos valencias, un conjunto de posiciones que son otros tantos posibles modos de producción del discurso.

Por ejemplo, un que solo fuera hecho de repeticiones, sin proyecto enunciativo que desarrollar, no haría más que farfullar; con que tuviera un proyecto enunciativo mínimo, se repetiría, ciertamente, pero al modo de los personajes de Ionesco: sea la lección aprendida de memoria (el actante está fijado, entonces, en el umbral de remanencia), sea la exclamación indefinidamente repetida (se encuentra fijado, en ese caso, en el umbral de saturación):


Asimismo, si un no hiciera más que innovar, tener siempre en la «mira» un nuevo proyecto sin repetirse jamás, no podría instalar ninguna isotopía y se convertiría en incoherente. El gradiente del se despliega entonces, y, entre los farfulleos y la incoherencia, aparecerían las posiciones intermedias, que son el psitacismo [repetición memorística], la recitación, la lengua de palo [frases hechas, eslóganes, fórmulas invariables] y otras formas algo más canónicas.

Por el lado del , la carne puede, como mínimo, expresarse con un fonema único, totalmente extraño a la cadena del discurso, pura exclamación, gorgoriteo o ruido vocal, o, más allá del umbral de saturación, llevar todo el discurso a un nivel de delirio que el apoyo del no haría sino exacerbar. Entre los dos, algunos fenómenos más ordinarios, como el lapsus, se pueden dar.

Así es como comienza la teratología del discurso. Cada una de las diferentes figuras del discurso en acto, sometidas a las presiones intensivas del y a las presiones extensivas del , es definida por un grado de cada una de las dos presiones. Pero, cuando esas valencias escapan al control de los umbrales de remanencia o de saturación, el discurso ordinario explota en una multitud de formas más o menos perturbadas y perturbadoras.

Este modelo topológico es un modelo de variación gradual de las presiones, pero de variaciones correlacionadas entre sí. Cada variación gradual orientada (representada por una flecha con trazo continuo) es una valencia; cada posición definida en el espacio interno de la correlación es un valor. Además, tal espacio de variación obedece a dos tipos de correlaciones (representadas por flechas punteadas): (1) una correlación directa, según la cual las presiones evolucionan en el mismo sentido, y (2) una correlación inversa, según la cual las presiones evolucionan en sentido contrario.

La correlación directa [llamada también conversa] define aquí una zona donde se encuentran el farfulleo, el balbuceo, el discurso ordinario, el arrebato verbal y el delirio; la correlación inversa define otra zona, donde se encuentran distribuidos el ruido vocal, el lapsus, el discurso ordinario, la recitación y la lengua de palo.

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