Juramento de Cargo

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Aus der Reihe: Un Thriller de Luke Stone #2
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El segundo Barbudo yacía en el suelo cerca de la puerta trasera, la doble puerta reforzada de acero de la que Brown estaba tan encantado hace unos momentos. Los policías nunca iban a pasar por esa puerta. El Barbudo nº 2 fue alcanzado por la explosión, pero aún presentaba pelea. Se arrastró hasta la pared, se enderezó y alcanzó la ametralladora que colgaba de su hombro.

El intruso disparó al Barbudo nº 2 en la cara a quemarropa. Sangre, huesos y materia gris salpicaron la pared.

Brown se volvió y subió las escaleras.

*

El aire estaba lleno de humo, pero Luke vio al hombre salir corriendo por las escaleras. Echó un vistazo alrededor de la habitación. Todos los demás estaban muertos.

Satisfecho, subió las escaleras corriendo. Su propia respiración sonaba fuerte en sus oídos.

Aquí era vulnerable, las escaleras eran tan estrechas que sería el momento perfecto para que alguien le disparara, pero nadie lo hizo.

Arriba, el aire era más claro que abajo. A su izquierda estaba la ventana y la pared destrozadas, donde el francotirador había tomado posición. Las piernas del francotirador estaban en el suelo. Sus botas de trabajo color canela apuntaban en direcciones opuestas. El resto de él había desaparecido.

Luke fue a la derecha. Instintivamente, corrió hacia la habitación del otro extremo del pasillo. Dejó caer su Uzi en el pasillo. Se quitó la escopeta del hombro y también la dejó caer. Deslizó su Glock de su funda.

Giró a la izquierda y entró en la habitación.

Becca y Gunner estaban sentados, atados a dos sillas plegables. Sus brazos estaban atados a sus espaldas. Su cabello parecía salvaje, como si un bromista los hubiera despeinado con su mano. De hecho, había un hombre de pie detrás de ellos. Dejó caer dos capuchas negras al suelo y colocó el cañón de su arma en la parte posterior de la cabeza de Becca. Se agachó, colocando a Becca frente a él como un escudo humano.

Los ojos de Becca estaban muy abiertos. Los de Gunner estaban cerrados con fuerza. Estaba llorando sin control. Todo su cuerpo se sacudía con sollozos silenciosos. Se había mojado los pantalones.

¿Valió la pena?

Verlos así, indefensos, aterrorizados, ¿había valido la pena? Luke había ayudado a detener un golpe de estado la noche anterior. Había salvado a la nueva Presidenta de una muerte casi segura, pero ¿valió la pena?

–¿Luke? —dijo Becca, como si no lo reconociera.

Por supuesto que no lo reconoció. Se quitó el casco.

–Luke —dijo. Ella jadeó, tal vez aliviada, quién sabe. La gente hacía sonidos en momentos extremos. No siempre significaban algo.

Luke levantó su arma, apuntando directamente entre las cabezas de Becca y Gunner. El hombre era bueno en lo suyo, no le ofrecía a Luke un blanco donde disparar. Pero Luke dejó el arma apuntando allí de todos modos. Él miraba pacientemente, el hombre no siempre sería bueno. Nadie era bueno siempre.

Luke no sentía nada en este momento, nada más que… calma… mortal.

No sintió alivio inundando su sistema. Esto aún no había terminado.

–¿Luke Stone? —dijo el hombre, gruñendo. —Increíble. Estás en todas partes a la vez estos últimos días. ¿Eres realmente tú?

Luke podía imaginar la cara del hombre desde el momento antes de que se agachara detrás de Becca. Tenía una gruesa cicatriz en la mejilla izquierda. Tenía un corte de pelo militar. Tenía los rasgos afilados de alguien que había pasado su vida en el ejército.

–¿Quién quiere saberlo? —dijo Luke

–Me llaman Brown.

Luke asintió con la cabeza. Un nombre que no era un nombre. El nombre de un fantasma. —Bueno, Brown, ¿cómo quieres hacerlo?

Debajo de ellos, Luke podía escuchar a la policía irrumpir en la casa.

–¿Qué opciones ves? —dijo Brown.

Luke se quedó de pie sin moverse, con su arma esperando que apareciera ese blanco.

–Veo dos opciones. Puedes morir en este momento o, si tienes suerte, ir a prisión durante mucho tiempo.

–O podría volar los sesos de tu encantadora esposa sobre ti.

Luke no respondió. Él solo apuntaba. Su brazo no estaba cansado, nunca se cansaría. Pero los policías subirían las escaleras en un minuto y eso iba a cambiar la ecuación.

–Y estarás muerto un segundo después.

–Cierto —dijo Brown. —O podría hacer esto.

Su mano libre dejó caer una granada en el regazo de Becca.

Cuando Brown salió corriendo, Luke dejó caer el arma y se lanzó hacia ella. En una serie de movimientos, recogió la granada, la lanzó hacia la pared del fondo de la habitación, derrumbó las dos sillas y empujó a Becca y Gunner al suelo.

Becca gritó.

Luke los apiñó, rudamente, sin tiempo para la gentileza. Los apretó uno contra otro, los montó, los cubrió con su cuerpo y con su armadura. Intentó hacerlos desaparecer.

Durante una fracción de segundo, no pasó nada. Tal vez fuera una artimaña, la granada era falsa y ahora el hombre llamado Brown haría blanco sobre él. Los mataría a todos.

¡BUUUUUUM!

La explosión llegó, ensordecedora, en los estrechos confines de la habitación. Luke los apretó más. El suelo se sacudió. Fragmentos de metal lo rociaron. Agachó la cabeza hacia abajo. La carne desnuda de su cuello fue arrancada. Los cubrió y los sostuvo.

Pasó un momento. Su pequeña familia temblaba debajo de él, congelada por la conmoción y el miedo, pero viva.

Ahora era el momento de matar a ese bastardo. La Glock de Luke yacía en el suelo junto a él. La agarró y saltó sobre sus pies. Se giró.

Se había hecho un enorme agujero irregular en el fondo de la sala. A través de él, Luke podía ver la luz del día y el cielo azul. Podía ver el agua verde oscuro de la bahía. Y pudo ver que el hombre llamado Brown se había ido.

Luke se acercó al agujero desde un ángulo, usando los restos de la pared para protegerse. Los bordes eran una mezcla triturada de madera, paneles de yeso rotos y trozos rasgados de aislamiento de fibra de vidrio. Esperaba ver un cuerpo en el suelo, posiblemente en varias piezas ensangrentadas, pero no, no había cuerpo.

Durante una fracción de segundo, Luke creyó ver un chapoteo. Un hombre podría haberse sumergido en la bahía y desaparecer. Luke parpadeó para aclarar sus ojos, luego volvió a mirar. No estaba seguro.

De cualquier manera, el hombre llamado Brown se había ido.

CAPÍTULO TRES

21:03 horas

Centro Médico de la Marina – Bethesda, Maryland

La luz del ordenador portátil parpadeó en la penumbra de la habitación privada del hospital. Luke estaba sentado en un sillón incómodo, mirando la pantalla, con un par de auriculares blancos que se extendían desde el ordenador hasta sus oídos.

Estaba casi sin aliento, lleno de gratitud y alivio. Le dolía el pecho, debido a sus jadeos ansiosos de las últimas cuatro o cinco horas. A veces pensaba en llorar, pero aún no lo había hecho. Quizás más tarde.

Había dos camas en la habitación. Luke había tirado de algunos hilos y ahora Becca y Gunner yacían en las camas, durmiendo profundamente. Estaban bajo sedación, pero no importaba. Ninguno de los dos había pegado un ojo entre el momento en que fueron secuestrados y el momento en que Luke irrumpió en la casa franca.

Habían pasado dieciocho horas sumidos en puro terror. Ahora estaban fuera de combate, e iban a estarlo durante un buen rato.

Ninguno de los dos había resultado herido. Es cierto, les quedarían cicatrices emocionales, pero, físicamente, estaban bien. Los malos no dañaron la mercancía. Tal vez la mano de Don Morris estuvo allí, de alguna manera, protegiéndolos.

Pensó brevemente en Don. Ahora que los eventos se habían desarrollado, parecía correcto hacerlo. Don había sido el mayor mentor de Luke. Desde el momento en que Luke se unió a las Fuerzas Delta a los veintisiete años, hasta esa madrugada, doce años después, Don había sido una presencia constante en la vida de Luke. Cuando Don creó el Equipo de Respuesta Especial del FBI, reservó un lugar para Luke. Más que eso: reclutó a Luke, lo cortejó, lo conquistó y se lo quitó a los Delta.

Pero Don se había transformado en algún momento y Luke no lo vio venir. Don estaba entre los conspiradores que habían intentado derrocar al gobierno. Algún día, quizá Luke podría entender el razonamiento de Don para todo esto, pero no hoy.

En la pantalla del ordenador frente a él, se escuchaba una transmisión en directo desde la sala de prensa repleta de lo que ellos llamaban “la Nueva Casa Blanca”. La sala tenía como máximo cien asientos. Tenía una pendiente gradual, hacia arriba desde el frente, como si se doblara, al estilo de una sala de cine. Cada asiento estaba ocupado. Todos los espacios a lo largo de la pared del fondo estaban llenos. Multitud de personas estaban de pie en ambos laterales del escenario.

Imágenes de la casa misma aparecieron brevemente en la pantalla. Era la mansión hermosa, con torreones y a dos aguas, de estilo Queen Anne de 1850, en los terrenos del Observatorio Naval en Washington, DC. Y, de hecho, era blanca, en su mayor parte.

Luke sabía algo al respecto. Durante décadas, había sido la residencia oficial del Vicepresidente de los Estados Unidos. Ahora y en el futuro previsible, era el hogar y la oficina del Presidente.

La pantalla volvió a la sala de prensa. Mientras Luke observaba, la Presidenta subió al podio: Susan Hopkins, la ex Vicepresidenta, que había prestado juramento esa misma mañana. Este era su primer discurso ante el pueblo estadounidense como Presidenta. Llevaba un traje azul oscuro, su cabello rubio recogido. El traje parecía voluminoso, lo que significaba que llevaba material a prueba de balas debajo.

Sus ojos eran de alguna manera severos y suaves: sus asesores probablemente la habían entrenado para que pareciera enojada, valiente y esperanzada a la vez. Una maquilladora de élite le había cubierto las quemaduras de la cara. A menos que supieras dónde mirar, ni siquiera las notarías. Susan, como lo había sido toda su vida, era la mujer más bella de la habitación.

 

Su currículum hasta el momento era impresionante. Incluía a la supermodelo adolescente, joven esposa de un multimillonario tecnológico, madre, senadora de los Estados Unidos por California, Vicepresidenta y ahora, de repente, Presidenta. El ex Presidente, Thomas Hayes, había muerto en un infierno subterráneo ardiente y la propia Susan tuvo la suerte de salir viva.

Luke le había salvado la vida ayer, dos veces.

Deshabilitó la función de silencio en su ordenador.

Estaba rodeada de paneles de vidrio a prueba de balas. Diez agentes del Servicio Secreto estaban en el escenario junto a ella. La multitud de reporteros en la sala le estaba dando una gran ovación. Los locutores de televisión hablaban en voz baja. La cámara se movió, encontrando al esposo de Susan, Pierre y a sus dos hijas.

Volviendo a la Presidenta: ella levantaba las manos, pidiendo silencio. A pesar de sí misma, esbozó una sonrisa brillante. La multitud estalló de nuevo. Esa era la Susan Hopkins que conocían: la entusiasta y apasionada reina de los programas de entrevistas diurnos, de las ceremonias de inauguración y las manifestaciones políticas. Ahora, sus pequeñas manos se cerraron en puños y las levantó por encima de su cabeza, casi como un árbitro que señala un gol. El público era ruidoso y se hizo más fuerte.

La cámara se movió. Washington, DC y los periodistas nacionales, uno de los grupos de personas más hastiados conocidos por el hombre, estaban de pie con los ojos húmedos. Algunos de ellos lloraban abiertamente. Luke vislumbró brevemente a Ed Newsam, con un traje oscuro a rayas, apoyado en dos muletas. Luke también había sido invitado, pero prefería estar aquí, en esta habitación de hospital. No consideraría estar en ningún otro lado.

Susan se acercó al micrófono. La audiencia se calmó, solo lo suficiente para que ella pudiera ser escuchada. Puso sus manos en el podio, como si se estabilizara.

–Todavía estamos aquí —dijo, con la voz temblorosa.

Ahora la multitud estalló.

–¿Y sabéis qué? ¡No nos vamos a ninguna parte!

Un ruido ensordecedor llegó a través de los auriculares. Luke bajó el sonido.

–Quiero… —dijo Susan y luego se detuvo de nuevo, esperando. Los vítores siguieron y siguieron; aun así, esperó. Se apartó del micrófono, sonrió y le dijo algo al hombre alto del Servicio Secreto que estaba junto a ella. Luke lo conocía un poco. Se llamaba Charles Berg y también le había salvado la vida ayer. Durante un período de dieciocho horas, la vida de Susan había estado en peligro continuo.

Cuando el ruido de la muchedumbre se apagó un poco, Susan regresó al podio.

–Antes de hablar, quiero que hagáis algo conmigo —dijo— ¿Lo haréis? Quiero cantar “God Bless America”. Siempre ha sido una de mis canciones favoritas —Su voz se quebró. —Y quiero cantarla esta noche. ¿La cantaréis conmigo?

La multitud rugió su asentimiento.

Entonces lo hizo. Ella sola, con una voz pequeña y sin instrucción, lo hizo. No había ningún cantante famoso allí con ella. No había músicos de talla mundial que la acompañaran. Ella cantaba, solo ella, frente a una sala llena de gente y con cientos de millones de personas mirando en todo el mundo.

–Dios bendiga a América —comenzó. Sonaba como una niña pequeña. —Tierra que amo.

Era como ver a alguien caminar por un cable en lo alto, entre dos edificios. Era un acto de fe. Luke sintió un nudo en la garganta.

La multitud no la dejó allí sola. Al instante, comenzaron a fluir. Voces mejores y más fuertes se unieron a ella. Y ella los guió.

Fuera de la habitación oscura, en algún lugar del pasillo en la tranquilidad de un hospital fuera del horario laboral, la gente del turno comenzó a cantar.

En la cama junto a Luke, Becca se movió. Abrió los ojos y jadeó. Su cabeza se movió a izquierda y derecha. Parecía lista para saltar de la cama. Vio a Luke allí, pero sus ojos no mostraron reconocimiento.

Luke sacó sus auriculares. —Becca —dijo.

–¿Luke?

–Sí.

–¿Puedes abrazarme?

–Sí.

Cerró la tapa del ordenador portátil. Se deslizó en la cama junto a ella. Su cuerpo era cálido. La miró a la cara, tan hermosa como cualquier supermodelo. Ella se apretó contra él. La sostuvo en sus fuertes brazos. La abrazó tanto que casi parecía querer convertirse en ella.

Esto era mejor que mirar a la Presidenta.

Al final del pasillo y en todo el país, en bares, restaurantes, casas y automóviles, la gente cantaba.

CAPÍTULO CUATRO

7 de junio

20:51 horas

Laboratorio Nacional de Galveston, campus de la Rama Médica de la Universidad de Texas – Galveston, Texas

—¿Trabajando hasta tarde otra vez, Aabha? —dijo una voz desde el cielo.

La exótica mujer de cabello negro era casi etérea en su belleza. De hecho, su nombre era una palabra hindú que significa “bello”.

La voz la sobresaltó y su cuerpo se sacudió involuntariamente. Se puso de pie, con su traje de contención hermético blanco, en el interior de las instalaciones de Nivel de Bioseguridad 4, en el Laboratorio Nacional de Galveston. El traje que la protegía también la hacía parecer casi un astronauta en la luna. Ella siempre odió usar el traje, se sentía atrapada dentro de él, pero lo exigía su trabajo.

Su traje estaba conectado a una manguera amarilla que descendía del techo. La manguera bombeaba continuamente aire limpio, desde el exterior de la instalación, al traje de contención. Aunque el traje se rompiera, la presión positiva de la manguera aseguraba que ni una pizca del aire del laboratorio pudiera entrar.

Los laboratorios de Nivel de Bioseguridad 4 eran los laboratorios de más alta seguridad del mundo. En su interior, los científicos estudiaban organismos mortales y altamente infecciosos, que representaban una grave amenaza para la salud y la seguridad públicas. En este momento, en su mano enguantada de azul, Aabha sostenía un vial sellado del virus más peligroso conocido por el hombre.

–Ya me conoces —dijo. Su traje tenía un micrófono que transmitía su voz al guardia que la miraba por el circuito cerrado de televisión. —Soy un ave nocturna.

–Lo sé. Te he visto aquí mucho más tarde que ahora.

Se imaginó al hombre que la vigilaba. Se llamaba Tom, tenía sobrepeso, era de mediana edad, ella pensaba que estaba divorciado. Solo ella y él, solos dentro de este gran edificio vacío por la noche y él tenía muy poco que hacer, excepto mirarla. Le daría escalofríos si lo pensara demasiado.

Acababa de sacar el vial del congelador. Avanzando cuidadosamente, se acercó a la vitrina de bioseguridad, donde, en circunstancias normales, abriría el vial y estudiaría su contenido.

Esta noche no eran circunstancias normales. Esta noche era la culminación de años de preparación. Esta noche era lo que los estadounidenses llamaban el Gran Juego.

Sus compañeros de trabajo en el laboratorio, incluido Tom, el vigilante nocturno, pensaban que el nombre de la bella joven era Aabha Rushdie.

No lo era.

Pensaban que había nacido en una familia acomodada en la gran ciudad de Delhi, en el norte de la India y que su familia se había mudado a Londres cuando ella era una niña. Era cómico, nada de eso había ocurrido nunca.

Pensaban que había obtenido un doctorado en microbiología y una amplia formación en Bioseguridad de Nivel 4 en el King’s College de Londres. Esto tampoco era cierto, pero bien podría serlo. Ella sabía tanto sobre el manejo de bacterias y virus como cualquier licenciado en microbiología, si no más.

El vial que sostenía contenía una muestra liofilizada del virus del Ébola, que había causado estragos en África en los últimos años. Si se tratara solo de una muestra de virus Ébola tomada de un mono, un murciélago o incluso una víctima humana… eso solo lo haría muy, muy peligroso de manejar. Pero había mucho más en la historia.

Aabha miró el reloj digital en la pared. 20:54 horas. Falta un minuto. Ella solo necesitaba una pequeña demora.

–¿Tom? —dijo.

–¿Sí? —vino la voz.

–¿Viste a la Presidenta en la televisión anoche?

–Sí.

Aabha sonrió. —¿Qué pensaste?

–¿Pensar? Bueno, creo que tenemos problemas.

–¿De verdad? Ella me gusta mucho. Creo que es una gran dama. En mi país…

Las luces del laboratorio se apagaron. Sucedió sin previo aviso: sin parpadeos, sin pitidos, nada en absoluto. Durante varios segundos, Aabha permaneció en la oscuridad absoluta. El sonido de los ventiladores de convección y el equipo eléctrico, que era un zumbido de fondo constante en el laboratorio, se detuvo. Luego hubo un silencio total.

Aabha puso lo que esperaba que fuera la nota correcta de alarma en su voz.

–¿Tom? ¡Tom!

–Está bien, Aabha, está bien. Espera. Estoy tratando de obtener mi… ¿Qué está pasando ahí? Mis cámaras no funcionan.

–No lo sé. Yo solo…

Se encendió una serie de luces amarillas de emergencia y los ventiladores comenzaron a funcionar de nuevo. La poca luz convirtió el laboratorio vacío en un mundo misterioso y sombrío. Todo estaba oscuro, excepto las brillantes luces rojas de SALIDA, que brillaban en la penumbra.

–Vaya —dijo ella—, eso ha sido espantoso. Durante un minuto mi manguera de aire dejó de funcionar. Pero ya funciona de nuevo.

–No sé qué ha pasado —dijo Tom. —Estamos en reserva de energía en todo el edificio. Tenemos generadores de respaldo de potencia completa, que deberían haberse puesto en marcha, pero no lo han hecho. No creo que esto haya sucedido antes. Todavía no he recuperado mis cámaras. ¿Estás bien? ¿Puedes encontrar la salida?

–Estoy bien —dijo—, un poco asustada, pero estoy bien. Las luces de salida están encendidas. ¿Puedo seguirlas?

–Puedes. Pero debes seguir todos los protocolos de seguridad, incluso en la oscuridad. Ducha química para el traje, ducha regular para ti, todo. De lo contrario, si sientes que no puedes seguir el protocolo, debemos esperar hasta que pueda enviar a alguien, o hasta que recuperemos la energía.

Su voz tembló un poco. —Tom, mi manguera de aire dejó de funcionar. Si se va otra vez… Digamos que no quiero estar aquí sin mi manguera de aire. Puedo seguir los protocolos hasta dormida. Pero necesito salir de aquí.

–Está bien, pero sigue todos los procedimientos al pie de la letra, confío en ti. Pero no tengo luces, parece que va a estar oscuro por todas partes, todo el camino. La esclusa de aire ha estado apagada durante un minuto, pero acaba de volver a encenderse. Probablemente sea mejor que te saquemos de ahí. Una vez que hayas atravesado la esclusa de aire, no deberías tener ningún problema. Avísame cuando hayas terminado, ¿de acuerdo? Quiero apagarla nuevamente para conservar la energía.

–Lo haré —dijo.

Se movió lentamente a través de la oscuridad, hacia la puerta de salida a la esclusa de aire, con el vial de Ébola todavía en el hueco de su mano derecha enguantada. Le llevaría veinte o treinta minutos seguir todos los procedimientos para salir, pero eso no iba a suceder. Ella planeaba tomar un atajo de aquí en adelante. Esta sería la salida de laboratorio más rápida que jamás hubieran visto.

Tom seguía hablando con ella. —Además, asegúrate de comprobar todos los materiales y equipos antes de salir. No querríamos que nada peligroso se quedara flotando.

Abrió la primera puerta y entró. Justo antes de cerrar, escuchó su voz por última vez.

–¿Aabha? —dijo él.

*

Aabha condujo el BMW Z4 descapotable con la capota bajada.

Era una noche cálida y quería sentir el viento en su cabello. Era su última noche en Galveston, su última noche como Aabha. Había cumplido su misión y, después de cinco largos años encubiertos, esta parte de su vida había terminado.

Era una sensación increíble, desechar una identidad como si fuera un vestido viejo. Era libertad, era euforia. Ella sintió que podría ser la protagonista de un anuncio de televisión.

Se había cansado de la estudiosa y seria Aabha hacía mucho tiempo. ¿En quién se convertiría después? Era una pregunta deliciosa.

El viaje al puerto deportivo fue breve, solo unos pocos kilómetros. Salió de la autopista y bajó la rampa hacia el estacionamiento. Sacó su maleta y su bolso del maletero y dejó las llaves en la guantera. En una hora, una mujer a la que nunca había visto, pero que tenía rasgos similares a Aabha, se lo llevaría. El automóvil estaría a doscientos kilómetros de distancia por la mañana.

Esto la puso un poco triste, porque amaba mucho este coche.

 

Pero, ¿qué era un coche? Nada más que muchas piezas individuales, soldadas, atornilladas y unidas. Una abstracción, realmente.

Ella caminó con decisión a través del puerto deportivo. Sus altos tacones resonaban en el suelo de baldosas. Pasó junto a la piscina, cerrada a esta hora de la noche, pero iluminada desde abajo por una luz azul sobrenatural. Los techos de paja de los pequeños merenderos al sol crujían con la brisa. Bajó por una rampa hasta el primer muelle.

Desde allí, podía ver el gran barco iluminando la noche en el agua, mucho más allá del extremo más alejado de un laberinto bizantino de muelles interconectados. El bote, un yate oceánico de 75 metros, era demasiado grande para acercarlo al puerto deportivo. Era un hotel flotante, con discoteca, piscina y jacuzzi, gimnasio y su propio helipuerto, con un helicóptero para cuatro personas. Era un castillo móvil, apto para un rey moderno.

Aquí, en el muelle, un pequeño bote a motor la esperaba. Un hombre le ofreció la mano y la ayudó a cruzar del muelle a la borda y luego a la cabina. Se sentó en la parte de atrás mientras el hombre soltaba amarras y se alejaba y el conductor puso el bote en marcha.

Acercarse al yate en la lancha rápida era como pilotar una pequeña cápsula espacial para atracar en el destructor estelar más gigantesco del universo. Ni siquiera atracaron, la lancha rápida se detuvo detrás del yate y otro hombre la ayudó a subir una escalera de cinco peldaños hasta la cubierta. Este hombre era Ismail, el famoso asistente.

–¿Tienes el agente? —dijo cuando ella subió a bordo.

Ella sonrió. —Hola, Aabha, ¿cómo estás? —dijo ella—, me alegro de verte. Me alegra que hayas escapado ilesa.

Él hizo un movimiento con la mano, como si una rueda estuviera girando. Vamos, vamos. —Hola Aabha. Lo que sea que acabas de decir. ¿Tienes el agente?

Ella metió la mano en su bolso y sacó el vial lleno de virus Ébola. Durante una fracción de segundo, sintió una extraña necesidad de tirarlo al océano. En lugar de ello, lo levantó para inspeccionarlo, mientras él lo miraba fijamente.

–Ese pequeño contenedor —dijo. —Increíble.

–Sacrifiqué cinco años de mi vida por este contenedor —dijo Aabha.

Ismail sonrió. —Sí, pero dentro de cien años, la gente todavía cantará canciones de la heroica chica llamada Aabha.

Extendió su mano, como si Aabha fuera a poner el vial en su palma.

–Se lo daré a él —dijo.

Ismail se encogió de hombros. —Como desees.

Subió un tramo de escalones iluminados con una luz verde y entró en la cabina principal a través de una puerta de cristal. La cabina gigante tenía una barra larga contra una pared, varias mesas a lo largo de las paredes y una pista de baile en el medio. Su jefe usaba la habitación para divertirse. Aabha había estado en esta habitación cuando era como un club de Berlín: solo se podía estar de pie, la música bombeaba tan fuerte que las paredes parecían latir con ella, luces estroboscópicas, cuerpos apretados juntos en la pista de baile. Ahora la habitación estaba en silencio y vacía.

Avanzó por un pasillo alfombrado en rojo, con media docena de camarotes a cada lado y luego subió otro tramo de escalones. En lo alto de las escaleras había otro pasillo. Ahora estaba en el corazón del barco, avanzando hacia lo más profundo. La mayoría de los invitados nunca llegaban tan lejos. Llegó al final de este pasillo y llamó a las amplias puertas dobles que encontró allí.

–Adelante —dijo la voz de un hombre.

Abrió la puerta de la izquierda y entró. La habitación nunca dejaba de sorprenderla. Era el dormitorio principal, ubicado directamente debajo de la cabina del piloto. Al otro lado de la habitación, una ventana curva de 180 grados desde el suelo hasta el techo ofrecía una vista de donde se acercaba el bote, así como de gran parte de lo que estaba a su derecha e izquierda. A menudo, estas vistas eran del océano abierto.

En el lado izquierdo de la habitación había una sala de estar, con un gran sofá modular, dispuesto en forma de pozo. También había dos sillones, una mesa de comedor con cuatro asientos y un enorme televisor de pantalla plana en la pared, con una larga barra de sonido montada justo debajo. Una vitrina licorera alta, con puertas de cristal estaba cerca de la pared de la esquina.

A su derecha estaba la cama doble extragrande hecha a medida, completa, con un espejo montado en el techo sobre ella. El propietario de este barco disfrutaba de su entretenimiento y la cama podía acomodar fácilmente a cuatro personas, a veces cinco.

De pie frente a la cama estaba el dueño. Llevaba un par de pantalones de seda blanca, un par de sandalias en los pies y nada más. Era alto y moreno. Tenía quizás cuarenta años, su cabello salpicado de gris y su corta barba comenzaba a ponerse blanca. Era muy guapo, con unos profundos ojos marrones.

Su cuerpo era delgado, musculoso y perfectamente proporcionado en un triángulo invertido: hombros y pecho anchos que se reducían a abdominales bien definidos y una cintura estrecha, con piernas bien musculadas debajo. En su pectoral izquierdo había un tatuaje de un caballo negro gigante, un corcel árabe. El hombre poseía una serie de corceles y los tomó como su símbolo personal. Eran fuertes, viriles, regios, como él.

Parecía en forma, saludable y bien descansado, al estilo de un hombre muy rico, con fácil acceso a entrenadores personales cualificados, los mejores alimentos y médicos listos para administrar los tratamientos hormonales precisos para vencer el proceso de envejecimiento. Era, en una palabra, hermoso.

–Aabha, mi encantadora, linda niña. ¿Quién serás después de esta noche?

–Omar —dijo ella—, te he traído un regalo.

Él sonrió. —Nunca dudé de ti, ni por un momento.

Él le hizo señas y ella fue hacia él. Le entregó el vial, pero él lo colocó sobre la mesa al lado de la cama casi sin mirarlo.

–Más tarde —dijo. —Podemos pensar en eso más tarde.

La atrajo hacia él. Ella se dejó llevar hacia su fuerte abrazo. Presionó su rostro contra su cuello y captó su aroma, el sutil olor de su colonia en primer lugar y el olor más profundo y terroso de él. No era un maniático de la limpieza, este hombre, quería que lo olieses. Ella lo encontraba excitante, su olor. Todo sobre él le parecía excitante.

Él se volvió y la colocó boca abajo sobre la cama. Ella fue de buena gana, con entusiasmo. En un momento, ella se retorció mientras sus manos le quitaban la ropa y vagaban por su cuerpo. Su voz profunda le murmuraba palabras que normalmente la escandalizarían, pero aquí, en esta habitación, la hizo gemir de placer animal.

*

Cuando Omar despertó, estaba solo.

Eso estaba bien. La chica conocía sus gustos. Mientras dormía, no le gustaba que lo molestaran los movimientos discordantes y los ruidos de los demás. Dormir significaba descansar. No era un combate de lucha libre.

El barco se estaba moviendo. Habían dejado Galveston, exactamente según lo previsto y se dirigían a través del Golfo de México hacia Florida. Mañana, en algún momento, fondearían cerca de Tampa y el pequeño frasco que Aabha le había traído iría a tierra.

Estiró la mano hacia la mesa y recogió el vial. Solo un pequeño vial, hecho de plástico grueso endurecido y bloqueado en la parte superior con un tapón rojo brillante. El contenido no era notable. Parecía poco más que un montón de polvo.

Aun así…

¡Le dejó sin aliento! Tenía en sus manos este poder, el poder de la vida y la muerte. Y no solo el poder de la vida y la muerte sobre una persona, el poder de matar a muchas personas. El poder de destruir a toda una población. El poder de convertir a las naciones en sus rehenes. El poder de la guerra total. El poder de la venganza.

Cerró los ojos y respiró profundamente desde el diafragma, buscando la calma. Había sido un riesgo para él venir personalmente a Galveston, un riesgo innecesario. Pero él quería estar allí en el momento en que tal arma pasara a su posesión. Quería agarrarla y sentir el poder en su propia mano.

Volvió a colocar el vial sobre la mesa, se puso los pantalones y salió de la cama. Se puso una camiseta de fútbol del Manchester United y salió a la terraza. La encontró allí, sentada en un sillón y contemplando la noche, las estrellas y la inmensidad de agua oscura que los rodeaba.