Amenaza Principal

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Aus der Reihe: La Forja de Luke Stone #3
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–Dr. Fagen, ¿me está diciendo que la plataforma Martin Frobisher, en el mar a seis kilómetros al norte del Refugio Nacional de Vida Silvestre del Ártico, realmente está perforando dentro del Refugio de Vida Silvestre?

Fagen miraba la mesa de conferencias. Su lenguaje corporal le dijo a Clement Dixon todo lo que necesitaba saber.

–Señor, con las tecnologías más modernas, las plataformas petroleras pueden explotar importantes depósitos subterráneos, sin poner en peligro la flora o la fauna sensibles, respecto a lo cual sé que ya expresó su preocupación…

Dixon puso los ojos en blanco y levantó las manos en el aire.

–Oh, demonios.

Miró al general.

–Señor, —dijo Stark. —La decisión de otorgar esa licencia se tomó hace dos administraciones. Solo era cuestión de perfeccionar la tecnología. De acuerdo, es controvertido y ni a usted ni a mi nos gusta esto. Pero yo creo que tendremos que aplazar esa discusión para otro momento. Ahora, tenemos una operación terrorista en marcha, con un número desconocido de civiles estadounidenses ya muertos y aún más vidas estadounidenses en peligro. El tiempo es esencial. Y, en la medida de lo posible, creo que debemos mantener este incidente, así como la naturaleza de esa instalación, fuera del alcance del público, por ahora. Más tarde, después de que hayamos rescatado a nuestra gente y disipado el humo, habrá mucho tiempo para debatir.

Dixon odiaba que Stark tuviera razón. Odiaba estos…

… compromisos.

–¿Qué sugiere? —dijo.

Stark asintió con la cabeza. En la pantalla, la imagen cambió y mostró un gráfico de lo que parecía ser un grupo de buzos de dibujos animados, nadando hacia una isla.

–Sugerimos encarecidamente que un grupo encubierto de operadores especiales altamente entrenados, Navy SEAL, se infiltre en las instalaciones, descubra la naturaleza de los terroristas y sus efectivos, decapite su liderazgo y, si es posible, recupere la plataforma con la menor pérdida de vida civil como las circunstancias lo permitan.

–¿Cuántos y cuándo? —preguntó Dixon.

Stark asintió nuevamente. —Dieciséis, quizá veinte. Esta noche, dentro de las próximas horas, antes del primer amanecer.

–¿Los hombres están listos? —dijo Dixon.

–Sí, señor.

Dixon sacudió la cabeza. Ser Presidente era una pendiente resbaladiza. Eso era algo que, a pesar de todos sus años de experiencia, nunca había entendido. Todos sus discursos ardientes, golpeando el atril, sus demandas de un mundo más justo y limpio… ¿para qué? Todo se había vendido río abajo incluso antes de empezar.

El Refugio Nacional de Vida Silvestre del Ártico estaba fuera de los límites de la perforación, en la superficie. Así que se estacionaron en el mar y perforaron desde debajo, por supuesto que lo hicieron. Eran como termitas, siempre mordiendo, royendo y convirtiendo la construcción más resistente en un castillo de naipes.

Y luego los hombres que estaban haciendo la perforación fueron atacados y retenidos como rehenes. Y como Presidente, ¿qué se suponía que tenías que decir: —Déjalos comer del pastel?

De ninguna manera. Eran estadounidenses y, en un nivel difícil de entender, eran inocentes. Solo hago mi trabajo, señora.

Dixon miró a Thomas Hayes. De todos los hombres en esta habitación, Hayes sería el más cercano a sus propios pensamientos sobre esto. Hayes probablemente se sentiría encajonado, traicionado, frustrado y atónito, al igual que Clement Dixon.

–¿Thomas? —dijo Dixon. —¿Qué opinas?

Hayes ni siquiera dudó. —Yo entiendo que es una discusión para otro momento, pero me alarma escuchar que estamos perforando en un entorno natural que debe ser apreciado y protegido. Estoy alarmado, pero no sorprendido y eso es lo peor.

Se detuvo. —Después de que estos hombres sean rescatados y, como usted dice, se disipe el humo, creo que debemos volver a revisar la moratoria de la perforación y dejar claro que no perforar significa no perforar, ya sea desde la superficie o desde el mar.

–Además, si va a haber una intervención militar, creo que hay que asegurarse de que haya supervisión civil de toda la operación, de principio a fin. Sin ánimo de ofender, General, pero en el Pentágono tienen tendencia a matar mosquitos a cañonazos. Creo que ya hemos oído hablar de demasiadas celebraciones de bodas en Oriente Medio siendo aniquiladas por ataques aéreos.

El general Stark parecía que estaba a punto de decir algo en respuesta, pero se contuvo.

–¿Puede hacerlo, General Stark? —preguntó Dixon. —No importa cuántos activos militares estén involucrados, ¿puede garantizarme la supervisión y participación civil durante toda la operación?

El general asintió. —Sí, señor. Conozco la agencia civil idónea para el trabajo.

–Entonces, hágalo —dijo Dixon— y salve a esos hombres de la plataforma, si puede.

CAPÍTULO TRES

22:01 horas, Hora del Este

Ivy City

Noreste de Washington, DC

Un hombre grande estaba sentado en una silla plegable de metal, en un rincón tranquilo de un almacén vacío. Sacudió la cabeza y gimió.

–No lo hagas —dijo. —No lo hagas.

Tenía los ojos vendados, pero incluso con el trapo oscureciendo parte de su rostro, era fácil ver que estaba magullado y golpeado. Su boca estaba hinchada. Su cara estaba cubierta de sudor y algo de sangre y la parte posterior de su camiseta blanca estaba manchada de sudor. Había una mancha oscura en la entrepierna de sus jeans azules, donde se había orinado encima unos momentos antes.

Desde la boca de las mangas de su camiseta hasta las muñecas había una densa maraña de tatuajes. El hombre parecía fuerte, pero tenía las muñecas esposadas a la espalda y sus brazos estaban asegurados a la silla con pesadas cadenas.

Sus pies estaban descalzos y sus tobillos también estaban esposados con grilletes de acero; estaban tan juntos que, si lograba ponerse de pie y tratar de caminar, tendría que ir saltando.

–¿Hacer qué? —dijo Kevin Murphy.

Murphy era alto, delgado, muy en forma. Tenía los ojos duros y una pequeña cicatriz en la barbilla. Llevaba una camisa azul, pantalón oscuro y pulidos zapatos de cuero italiano negro. Sus mangas estaban enrolladas solo un par de vueltas en sus antebrazos. No había nada arrugado, sudoroso o sangriento en él. No parecía haber hecho ningún tipo de esfuerzo extenuante. De hecho, podría estar de camino a una cena tardía en un buen restaurante. Lo único que no encaja mucho con su aspecto eran los guantes de conducción de cuero negro que llevaba puestos.

Durante unos segundos, Murphy y el hombre de la silla fueron como estatuas, piedras en pie en algún lugar de entierro medieval. Sus sombras se desvanecieron en diagonal en la penumbra amarilla que iluminaba este pequeño rincón del vasto almacén.

Murphy se alejó unos pasos a través del suelo de piedra, sus pisadas resonaban en el espacio cavernoso.

Estaba lidiando con una extraña combinación de sentimientos en este momento. Por un lado, se sentía relajado y tranquilo. Se estaba preparando para la entrevista y disponía de las próximas horas, si las necesitaba. Nadie venía aquí.

Fuera de las puertas de este almacén había un barrio pobre. Era un páramo de hormigón, tiendas deprimentes todas juntas, licorerías, cambio de cheques y lugares de préstamos de día de pago. Multitudes de mujeres que llevaban bolsas de plástico esperaban en las paradas de los autobuses durante el día, hombres borrachos en las esquinas de las calles sostenían latas de cerveza y vino barato en bolsas de papel marrón todo el día y toda la noche.

En este momento, Murphy podía escuchar los sonidos del vecindario: coches que pasaban, música, gritos y risas. Pero se estaba haciendo tarde y las cosas comenzaban a calmarse. Incluso este barrio finalmente se iba a dormir.

Por lo tanto, a corto plazo, Murphy tenía tiempo. Pero en un sentido más amplio, el tiempo no estaba de su parte. Era un antiguo operador de las Fuerzas Delta y un empleado en período de prueba del Equipo de Respuesta Especial del FBI. Lo había hecho bien hasta ahora, incluyendo lo que se consideró una actuación brillante en un tiroteo en Montreal, durante su primera asignación.

Lo que nadie entendió fue cuán brillante fue realmente esa actuación. Había jugado a dos bandas y, antes de la batalla, convenció al ex agente de la CIA Wallace Speck, el autoproclamado “Señor Oscuro”, para transferir dos millones y medio de dólares a la cuenta anónima de Murphy en Gran Caimán.

Ahora, Speck estaba en una prisión federal y se enfrentaba a la pena de muerte. Eso abrió paso a una gran pregunta en la vida de Murphy: ¿Hablaría Speck con sus captores? Y si lo hacía, ¿qué les diría?

¿Sabía Speck quién era Kevin Murphy?

–No me mates —dijo el hombre de la silla.

Murphy sonrió. Cerca del hombre había otra silla. La chaqueta deportiva de Murphy estaba sobre ella. Debajo de la chaqueta estaban su funda y su arma. En el bolsillo de sus pantalones estaba el gran silenciador que se ajustaba a la pistola como una mano a un guante.

Hechos el uno para el otro. ¿Cómo decía ese viejo anuncio de televisión? Perfectos juntos.

–¿Matarte? ¿Por qué habría de hacerlo?

El hombre sacudió la cabeza y comenzó a llorar. La parte superior de su gran cuerpo se sacudía en sollozos. —Porque eso es lo que haces.

Murphy asintió con la cabeza, eso era cierto.

Miró fijamente al hombre. Bastardo llorón, odiaba a los tipos como este, eran alimañas. El tipo era un asesino insensible, un matón, un aspirante a chico duro. Un hombre con las palabras BANG y ¡POW! tatuadas en sus nudillos.

Este era el tipo de hombre que mataba a personas inocentes indefensas, en parte debido a que le pagaban por hacerlo, pero también en parte porque era fácil y porque le gustaba hacerlo. Luego, cuando se encontraba con alguien como Murphy, se hacía pedazos y comenzaba a rogar. El propio Murphy ciertamente había matado a mucha gente, pero hasta donde él sabía, nunca había matado a un no combatiente o a alguien inocente. Murphy se especializaba en matar hombres que eran difíciles de matar.

 

Pero, ¿este chico?

Murphy suspiró. No tenía dudas de que podía hacer que este tipo se arrastrara por el suelo como un gusano, si quisiera.

Sacudió la cabeza. No le interesaba el tipo, todo lo que quería era información.

–Hace algunas semanas, justo cuando nuestro querido Presidente fallecido desapareció por primera vez, mataste a una joven llamada Nisa Kuar Brar. No lo niegues, también mataste a sus dos hijas, una niña de cuatro años y un bebé de meses. La niña de cuatro años llevaba un pijama del dinosaurio Barney en ese momento. Sí, vi fotos de la escena del crimen. Estas personas que mataste eran la esposa y las hijas de un taxista llamado Jahjeet Singh Brar. Toda la familia eran Sikhs, de la región de Punjab de la India. Te metiste en su apartamento en Columbia Heights diciendo que eras un policía metropolitano de DC, llamado Michael Dell. Qué gracioso, Michael Dell. ¿Crees que fue divertido?

El hombre sacudió su cabeza. —No, absolutamente, no. Nada de eso es cierto. El que te haya dicho todo eso es un mentiroso, te han mentido.

La sonrisa de Murphy se ensanchó y se encogió de hombros. Casi se rio.

Este chico…

–Me lo dijo tu cómplice. Un tipo que se hacía llamar Roger Stevens, pero cuyo verdadero nombre era Delroy Rose. —Murphy hizo una pausa y volvió a respirar hondo. A veces se ponía nervioso en situaciones como esta. Era importante que mantuviera la calma. Esta reunión era para obtener información y nada más.

–¿Algo de esto te suena ahora?

Los hombros del hombre estaban encogidos. Sollozaba en voz baja, su cuerpo temblando.

–No, no sé quién es…

–Cállate y escúchame —dijo Murphy. —¿De acuerdo?

Él no tocó al hombre ni se acercó a él, pero el hombre asintió y no dijo una palabra más.

–Ahora… ya he entrevistado a Delroy extensamente. Fue útil, pero solo hasta cierto punto. Las cosas se pusieron un poco desagradables, por lo que al final del día, yo estuve dispuesto a creer que me había dicho todo lo que sabía. Quiero decir, ¿quién pasaría por todo ese sufrimiento solo para… qué? ¿Protegerte a ti? ¿Proteger a otro como tú? No. Creo que probablemente me dijo todo lo que sabía, pero no fue suficiente.

–Por favor —dijo el hombre. —Te diré todo lo que sé.

–Sí, lo harás —dijo Murphy. —Y, con suerte, sin muchas tonterías.

El hombre sacudió la cabeza, enfáticamente, enérgicamente. Por un momento, parecía una muñeca mecánica, de las que se les da cuerda y sacuden la cabeza hasta que la llave en la parte posterior se para.

–No, sin tonterías.

–Bueno, —dijo Murphy. Se acercó al hombre y le quitó el trapo ensangrentado de los ojos. Los ojos del hombre parpadearon y giraron en sus cuencas, a continuación, se posaron en Murphy.

–Puedes verme, ¿verdad?

El hombre asintió, muy solícito. —Sí.

–¿Sabes quién soy? —dijo Murphy. —Sí o no, no mientas.

El hombre asintió nuevamente. —Sí.

–¿Qué sabes de mí?

–Eres de algún tipo fuerzas especiales. CIA, Navy SEAL, Operaciones encubiertas, algo de eso.

–¿Sabes mi nombre?

El hombre lo miró fijamente. —No.

Murphy no estaba seguro de creerle. Lanzó una bola suave para probar al chico.

–¿Mataste a Nisa Kuar Brar y sus dos hijas? Ya no tiene sentido mentir. Ya me has visto, las cartas están sobre la mesa.

–Maté a la mujer —dijo el hombre sin dudar. —El otro tipo mató a las niñas, yo no tuve nada que ver con eso.

–¿Cómo mataste a la mujer?

–La llevé a la habitación y la estrangulé con un cable de ordenador, Ethernet Cat 5. Es fuerte, pero no corta. Hace el trabajo sin mucha sangre.

Murphy asintió con la cabeza. Así fue exactamente como se hizo. Nadie sin información privilegiada sobre la escena del crimen lo sabría. Este chico era el asesino. Murphy tenía a su hombre.

–¿Qué hay de Wallace Speck?

El hombre se encogió de hombros. —¿Qué pasa con él?

Ahora los hombros de Murphy se desplomaron.

–¿Qué te parece que estamos haciendo aquí, idiota? —dijo. Su voz resonó en la oscuridad. —¿Crees que estoy aquí, en esta caja de zapatos de cemento contigo, en medio de la noche, por diversión? No me gustas tanto. ¿Speck te contrató para matar a esa mujer?

–Sí.

–¿Y qué sabe Speck sobre mí?

El hombre sacudió su cabeza. —No lo sé.

El puño de Murphy salió disparado e impactó contra la cara del hombre. Sintió romperse el hueso del puente de la nariz. La cabeza del hombre cayó hacia atrás. Dos segundos más tarde, la sangre comenzó a fluir de una fosa nasal, por la cara del hombre, hacia la barbilla.

Murphy dio un paso atrás. No quería mancharse los zapatos de sangre.

–Inténtalo de nuevo.

–Speck dijo que había un tipo de operaciones encubiertas, operaciones especiales. Tenía una pista sobre el paradero del Jefe del Estado Mayor del Presidente, Lawrence Keller. El tipo de operaciones especiales iba a Montreal, era parte del equipo que debía rescatar a Keller. Tal vez él era el conductor. Él quería dinero. Después de eso…

El hombre sacudió su cabeza.

–¿Crees que soy ese tipo? —dijo Murphy.

El tipo asintió, abyecto, desesperado.

–¿Por qué lo piensas?

El hombre dijo algo en voz baja.

–¿Qué? No te oigo.

–Estuve allí —dijo el hombre.

–¿En Montreal?

–Sí.

Murphy sacudió la cabeza. Él sonrió. Se rio esta vez, solo un poco.

–Oh, amigo.

El chico asintió.

–¿Qué hiciste, escapar cuando se puso feo?

–Vi lo que pasaba.

–Y me viste.

No era una pregunta, pero el chico la respondió de todos modos.

–Sí.

–¿Le dijiste a Speck cómo era yo?

El chico se encogió de hombros. Estaba mirando el suelo de hormigón.

–¡Habla! —dijo Murphy. —No tengo toda la noche.

–Nunca hablé con él después de eso. Estaba en la cárcel antes de que saliera el sol.

–Mírame, —dijo Murphy.

El chico levantó la vista.

–Dímelo otra vez, pero no mires hacia otro lado esta vez.

El hombre miró directamente a los ojos de Murphy. —No he hablado con Speck. No sé dónde le retienen, no sé si él ha hablado o no. No tengo ni idea de si él sabe quién eres, pero si lo sabe, es obvio que no te ha delatado todavía.

–¿Por qué no escapaste? —dijo Murphy.

No era una pregunta banal. Murphy se enfrentaba a la misma elección. Él podría desaparecer. Ahora, esta noche, o mañana por la mañana. Pronto. Tenía dos millones y medio de dólares en efectivo. Eso le duraría mucho tiempo a un hombre como él y con sus… habilidades únicas… podría reponerlo de vez en cuando.

Pero pasaría el resto de su vida mirando por encima del hombro. Y, si escapaba, una persona que podría perseguirle era Luke Stone. Ese no era un pensamiento agradable.

El chico se encogió de hombros otra vez. —Me gusta vivir aquí, me gusta mi vida. Tengo un hijo pequeño, al que veo a veces.

A Murphy no le gustó la forma en que el chico deslizó a su hijo en la conversación. Este asesino a sangre fría, un hombre que acababa de admitir que había asesinado a una joven madre y que era cómplice del asesinato de dos niñas pequeñas y solo Dios sabía qué más, estaba tratando de jugar la carta de la empatía.

Murphy fue a la silla y sacó su arma de la funda. Atornilló el silenciador en el cañón de la pistola. Era de los buenos, no iba a hacer mucho ruido. Murphy a menudo pensaba que sonaba como una grapadora de oficina perforando pilas de papel. Clac, clac, clac.

–No tienes motivos para matarme —dijo el hombre detrás de él. —No le he dicho nada a nadie. No voy a hablar con nadie.

Murphy no se había dado la vuelta todavía. —¿Has oído hablar de atar los cabos sueltos? Es decir, tú trabajas en este negocio, ¿no? Speck podría saber quién soy, o no. Pero, definitivamente, tú sí lo sabes.

–¿Sabes sobre cuántos secretos estoy sentado? —dijo el chico. —Si alguna vez me atrapan, créeme, serías lo que menos les interesaría. Ni siquiera sé quién eres, no sé cómo te llamas. Solo vi a un chico esa noche, con el cabello oscuro, tal vez, corto. Metro ochenta, podría ser cualquiera.

Murphy se volvió y lo miró cara a cara. El hombre sudaba, la transpiración aparecía en su rostro. No hacía tanto calor aquí.

Murphy tomó el arma y apuntó al centro de la frente del hombre, sin dudarlo, sin ruido. No dijo una palabra. Cada línea estaba grabada y el hombre parecía estar bañado en un círculo de luz blanca brillante.

El chico hablaba rápido. —Mira, no lo hagas —dijo. —Tengo dinero, mucho dinero en efectivo. Yo soy el único que sabe dónde está.

Murphy asintió con la cabeza. —Sí, yo también.

Apretó el gatillo y…

CLAC.

Sonó un poco más fuerte de lo normal. No había calculado el eco en el gran espacio vacío. Se encogió de hombros, no importaba.

Se fue sin volverse a mirar el cadáver en el suelo.

Diez minutos después, estaba en su coche, conduciendo por la carretera de circunvalación. Sonó su teléfono móvil. El número estaba oculto, pero eso no significaba nada: podría ser bueno, podría ser malo. Él cogió la llamada.

–¿Sí?

Una voz femenina: —¿Murph?

Murphy sonrió. Reconoció la voz al instante.

–Trudy Wellington —dijo. —Qué hermoso momento de la noche para saber de ti. Si me dices desde dónde estás llamando, voy enseguida.

Ella casi se rio. Lo percibió en su voz. Hazlas reír. Ese era el camino hacia su corazón y hacia su dormitorio.

–Ah… sí. Aplaca tu sucia mente, Murph. Te llamo desde las oficinas del Equipo de Respuesta Especial. Hay una crisis y nos han involucrado en ella. Don quiere un montón de gente aquí ya, lo más rápido posible. Tú eres uno de ellos.

CAPÍTULO CUATRO

22:20 horas, Hora del Este

Condado de Fairfax, Virginia

Suburbios de Washington, DC

—¿Qué piensas, cariño?

Luke Stone susurró las palabras. Probablemente nadie podría escucharlas, aparte de él.

Estaba sentado en el largo sofá blanco de su nueva sala de estar, sosteniendo a su bebé de cuatro meses, Gunner, en su regazo. Gunner era un bebé grande y pesado. Llevaba un pañal y una camiseta azul que decía “El mejor bebé del mundo”.

Se había quedado dormido en los brazos de Luke hacía un rato. Su barriguita subía y bajaba y roncaba suavemente mientras dormía. ¿Se suponía que los bebés roncaban? Luke no lo sabía, pero de alguna manera el sonido era reconfortante. Más aún, era hermoso.

Ahora Luke sostenía a Gunner en la penumbra y miraba alrededor de la habitación, tratando de encontrarle sentido a la casa.

El lugar era un regalo de los padres de Becca, Audrey y Lance. Eso, por sí solo, era difícil de tragar. Nunca podría permitirse este lugar con su sueldo de funcionario, aunque era mucho más alto que el del Ejército. Becca no trabajaba en absoluto. Entre los dos, aunque Becca estuviera trabajando, no podrían permitirse esta casa. Y eso le hizo darse cuenta a Luke de cuánto dinero realmente tenía la familia de Becca.

Sabía que eran ricos, pero Luke había crecido sin dinero, no sabía lo que era ser rico. Él y Becca habían estado viviendo en la cabaña de su familia, que daba a la Bahía de Chesapeake, en la costa oriental. Para Luke, aquella cabaña de cien años, a pesar de que estaba a una hora y media de viaje de su trabajo, era un sitio espectacular para vivir. Luke estaba acostumbrado a dormir en el suelo duro, o no dormir en absoluto.

Pero, ¿este lugar?

Echó un vistazo alrededor de la casa. Era una casa moderna, con ventanas de suelo a techo, como sacada de una revista de arquitectura. Era como una caja de cristal. Cuando llegara el invierno, cuando nevara, podía imaginarse que sería como uno de esos viejos globos de nieve que la gente solía tener cuando era un niño. Se imaginó las próximas Navidades: simplemente sentado en esta impresionante sala de estar a doble altura, el árbol en la esquina, la chimenea encendida, la nieve cayendo a su alrededor.

Y eso era solo la sala de estar. Sin mencionar la cocina rústica de gran tamaño, con la isla en el medio y el refrigerador gigante de doble puerta, con el congelador en la parte inferior. Sin mencionar la cama de matrimonio y el baño principal. Sin mencionar el resto del lugar. Sin mencionar que esta casa estaba a unos doce minutos en coche de la oficina.

Desde donde Luke estaba sentado en el sofá, podía ver las grandes ventanas, orientadas al sur y al oeste. La casa estaba asentada sobre una pequeña colina ondulada de hierba. La altura extendía sus vistas. La casa estaba en un barrio tranquilo de otras casas grandes, alejadas de la calle. No había estacionamiento en la calle. En este vecindario, las personas estacionaban en sus propios caminos o garajes.

 

Ellos no habían conocido a muchos de sus vecinos todavía, pero Luke se imaginaba que eran abogados, médicos, tal vez personas con puestos de trabajo de alto nivel en grandes empresas. Tenía sentimientos encontrados al respecto. No por la gente, sino por el lugar.

Por un lado, él no tenía confianza con Audrey y Lance.

A los padres de Becca nunca les había gustado Luke. Siempre lo habían dejado claro. Incluso después de que Gunner naciera, dejaron de mala gana que él y Becca vivieran en la cabaña. Audrey era especialmente una experta en hacer comentarios sarcásticos y maniobras de socavación.

La imaginó en su mente: había algo en ella que le recordaba a un cuervo. Tenía los ojos hundidos, con iris tan oscuros que parecían casi negros. Tenía una nariz afilada, como un pico. Era de huesos pequeños y cuerpo delgado. Y siempre flotaba cerca, como un presagio de malas noticias.

Pero entonces el Equipo de Respuesta Especial llevó a cabo un par de operaciones de alto perfil y Audrey y Lance conocieron al legendario Don Morris, pionero de operaciones especiales y director del Equipo de Respuesta Especial.

De repente, sintieron que él y Becca necesitaban una casa mejor y más cerca de su trabajo. Y así fue como llegaron aquí.

Sacudió la cabeza por la velocidad de los acontecimientos. Era conocido en su carrera por sus repentinos reflejos y su inmediata respuesta, pero la compra de esta casa había sucedido tan rápido que casi le hizo perder la cabeza.

Dos personas que le habían detestado intensamente durante años ahora le acababan de ofrecer el mayor regalo que alguien le había hecho.

Se detuvo y escuchó el silencio. Respiró hondo, casi al mismo ritmo que su hijo pequeño. No. Eso no era cierto, este niño era el mejor regalo que le habían dado. La casa no era nada comparada con esto.

Sobre la mesa frente a él, su teléfono se encendió. Lo miró fijamente, la luz azul arrojaba sombras locas en la penumbra. El teléfono estaba en silencio porque el timbre estaba apagado. No quería molestar al bebé, ni a la mamá, que estaba disfrutando de un poco de sueño bien merecido y muy necesario en el dormitorio.

Miró la hora: eran las diez pasadas. Eso solo podía significar un par de cosas. O un viejo amigo militar estaba borracho marcando, se habían equivocado de número, o… Miró el teléfono hasta que se detuvo y se oscureció.

Un momento después, comenzó de nuevo.

Suspiró y miró el número. Por supuesto, era del trabajo.

Él cogió el teléfono.

–¿Hola?

Lo dijo con la voz más baja de estoy dormido, ¿por qué me molestas? de que fue capaz.

La voz femenina de Trudy Wellington habló. La imaginó: joven, hermosa, inteligente, con el cabello castaño cayendo sobre sus hombros.

–¿Luke?

–Sí.

Su tono era profesional. Lo que casi había sucedido entre ellos y de lo que nunca hablaron, parecía alejarse en su espejo retrovisor. Eso era probablemente lo mejor.

–Luke, tenemos una crisis. Don está reuniendo al equipo habitual. Yo ya estoy aquí. Swann, Murphy y Ed Newsam están de camino.

–¿Ahora? —Él hizo la pregunta, aunque sabía la respuesta.

–Sí, ahora.

–¿Puede esperar? —preguntó Luke.

–Más bien no.

–Hmmm.

–¿Luke? Trae tu mochila de supervivencia.

Él puso los ojos en blanco. Estaban teniendo problemas para conciliar el trabajo y la vida familiar. No por primera vez, se preguntó si lo que hacía para ganarse la vida no era compatible con el hogar feliz que él y Becca estaban tratando de construir por sí mismos.

–¿A dónde vamos? —dijo.

–Clasificado. Lo averiguarás en la reunión.

El asintió. —De acuerdo.

Colgó el teléfono y respiró hondo.

Alzó al bebé en sus brazos, se puso de pie y caminó por el pasillo hasta el dormitorio principal. Estaba oscuro, pero podía ver lo suficientemente bien. Becca dormitaba en la gran cama de matrimonio. Se agachó y colocó al bebé a su lado, solo tocando su piel. En su medio sueño, hizo un pequeño sonido de placer. Ella puso una mano suavemente sobre el bebé.

Los miró a los dos por un momento; mamá y bebé. Una ola de amor tan intensa que nunca podría describir se apoderó de él. Apenas podía entenderlo él mismo, imagina explicárselo a otra persona. Estaba más allá de las palabras.

Eran su vida.

Pero también tenía que irse.