Buch lesen: «El Secreto Del Relojero»
El secreto del relojero
Los misterios de Slim Hardy nº 2
Jack Benton
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(y disponible en español)
El hombre a la orilla del mar
"El Secreto del Relojero” Copyright © Jack Benton / Chris Ward 2019
Traducido por Mariano Bas
El derecho de Jack Benton / Chris Ward a ser identificado como el autor de este trabajo fue declarado por él de conformidad con la Ley de derechos de autor, diseños y patentes de 1988.
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en un sistema de recuperación o transmitida, en cualquier forma o por cualquier medio, sin el permiso previo por escrito del Autor.
Esta historia es una obra de ficción y es producto de la imaginación del autor. Todas las similitudes con lugares reales o con personas vivas o muertas son pura coincidencia.
Índice
El secreto del relojero
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Sobre el Autor
Notes
El secreto del relojero
El secreto del relojero
Los misterios de Slim Hardy nº 2
Jack Benton
1
El paseo no estaba yendo como había previsto.
Las amenazantes pilas de granito de Rough Tor eran un mal indicador de dirección, brotando sobre la línea del horizonte mientras Slim Hardy trataba de recuperar el rastro del sendero que le llevaba a lo alto de la colina desde el estacionamiento.
A su derecha, un pequeño rebaño de ponis de los páramos bloqueaba la ruta directa hacia la cadena montañosa y las cotas más altas. Sus ojos desafiantes vigilaban cada uno de sus pasos mientras Slim los bordeaba, moviéndose lentamente sobre el terreno húmedo y desigual, cauteloso ante los canchales de granito que afloraban a través de las toberas de hierba paramera.
Slim suspiró. Ahora había perdido el rumbo, con la larga cordillera de Rough Tor alzándose casi enfrente y la cumbre plana de Brown Willy con su rosario de rocas apareciendo justo delante de él a través de un valle amplio y accesible. Buscó por costumbre la petaca que ya no llevaba, sacudió su mano como para castigarse por haberlo olvidado y luego se sentó en una piedra para darse un respiro.
En lo alto de la cordillera, los dos ciclistas a los que había seguido desde el estacionamiento pasaron las rocas y se dirigieron hacia Brown Willy. Mientras desaparecían de su vista, Slim sintió un espasmo de soledad. Al fondo de la pendiente había tres coches en el estacionamiento junto a la mancha de su bicicleta, pero no había ninguna señal de los demás paseantes. Aparte de los ponis, estaba solo.
Después de un mordisco a las sobras de un sándwich y un trago de una botella de agua, Slim miró a lo alto del pico, presa de la indecisión. Tenía por delante un largo camino para bicicletas y la pila de su linterna estaba agotada. Sin embargo, mientras se daba la vuelta, el sol se abrió paso por un momento entre las nubes y a lejos, en el sur, el canal de la Mancha brilló entre dos colinas. Hacia el noroeste, Slim buscó el Atlántico, pero había un banco de nubes tendido sobre los campos, oscureciendo todo, salvo un diminuto triángulo gris que podría haber sido agua.
Con un gruñido perseverante, se echó a los hombros su mochila y volvió al sendero, pero pocos pasos después una piedra suelta se deslizó debajo de su bota, haciendo que metiera la pierna hasta la rodilla en un charco de agua sucia. Gesticulando, Slim sacó el pie del barro y avanzó penosamente hasta un terreno más seco.
Mientras se quitaba y vaciaba su bota izquierda, sonrió pensativamente al recordar que había dejado un par de calcetines de recambio sobre la cama de su habitación, al sacarlos de su bolsa para hacer sitio a un viejo libro de la estantería del albergue.
El sol volvió a aparecer entre las nubes, con las columnas de granito brillando bajo su repentino resplandor. La manada de ponis se había movido en la colina, dejando a Slim una ruta directa hacia la cordillera.
—Vamos —se dijo a sí mismo—. Tú nunca te rindes, ¿verdad?
Su bota chapoteó mientras se la volvía a poner, pero con una mueca que no abandonaba su cara acabó llegando a la cordillera quince minutos después, trepando por los montones de granito hasta el punto más alto. La niebla había caído, oscureciendo todo, salvo las laderas de la colina. Las antiguas canteras de caolín del suroeste eran como fantasmas en la niebla, pero detrás de una turbia lámina gris se encontraba el mundo.
Con la arenilla del agua como un papel de lija entre los dedos de sus pies, Slim solo se detuvo lo suficiente como para echar un trago rápido antes de empezar a bajar. El tibio día de primavera se estaba convirtiendo rápidamente en una tarde de finales de invierno y solo le quedaba una hora de luz antes de una oscuridad completa. Aunque la niebla no había caído todavía sobre el pequeño estacionamiento de tierra con su amorfa paleta de grises (una mota de rojo cerca de la pared inferior identificaba su bicicleta), parecía mucho más lejano de lo que le había parecido la cumbre cuando empezó a subir.
Estaba mirando a lo lejos, contando las ovejas apiñadas en un pequeño valle natural más debajo de la ladera como una manera de no pensar en las gélidas ráfagas de viento, cuando algo se hundió bajo sus pies.
Se cayó de bruces, usando las manos para protegerse. Se había caído sobre el mismo pie, pero esta vez se había torcido el tobillo y un dolor agudo corrió por su pierna. Se dio la vuelta en el suelo, se quitó la bota y empezó a frotarse el tobillo durante unos minutos. Al quitarse su calcetín mojado, vio el principio de una molesta torcedura y la exposición al aire envió un frío invernal a todo su cuerpo. Al menos allí el suelo estaba seco, así que se sentó y miró a lo alto de la ladera, sintiéndose al mismo tiempo enfadado y estúpido. Engáñame una vez, engáñame dos, recordaba el inicio de un refrán que le gustaba decir a su exesposa, aunque había olvidado el resto.
Miró a su alrededor, preguntándose qué piedra la había hecho tropezar y frunció el ceño. Algo asomaba entre dos matas de hierba, ondeando en la brisa.
La esquina de una bolsa de plástico, desgastada y a tiras, con su antiguo color convertido en un gris blanquecino. Slim titubeó antes de recogerla, recordando su estancia en Irak con el ejército, cuando eso podría haber indicado una mina en el suelo, un indicador para los milicianos locales que seguían usando la zona. Cualquier porquería podía significar la muerte y en los alrededores de algunos pueblos sucios y polvorientos Slim apenas se atrevía a dar un paso al frente.
Para su sorpresa, se resistió al tirón. Puso ambas manos en las matas y colocó los dedos alrededor de la forma dura y angulosa que tenía la bolsa. Se encontraba por debajo a la mata, cruzada un par de palmos y su corazón empezó a latir con fuerza. ¿Munición militar perdida? Dartmoor, hacia el nordeste, se usaba para maniobras militares, pero Bodmin Moor supuestamente era seguro.
Presionó un dedo sobre la dura superficie y esta cedió un poco. Madera, no plástico o metal. Ninguna bomba que él hubiera conocido se había fabricado con madera.
Empujó hacia atrás la mata, que cedió con facilidad y giró el objeto envuelto para sacarlo de la hierba. Las esquinas cuadradas y los surcos tallados despertaron su curiosidad. Desató el nudo de la bolsa y sacó el objeto del interior.
—¿Qué…?
La bolsa contenía un bonito y adornado reloj de cuco. Unas delicadas tallas de madera rodeaban una bonita esfera central. Para su sorpresa, seguía funcionando cuando un pequeño cuco salió repentinamente por encima del número 12, con un cansado grito que resonó en los sorprendidos oídos de Slim.
2
—¿Se va a quedar una semana más, Mr. Hardy?
Mrs. Greyson, la anciana dueña de Lakeview Bed & Breakfast, un albergue que cumplía solo dos de sus tres nombres,1 con su mirada severa, estaba esperando en el sombrío recibidor cuando Slim entró a través de la puerta principal. Helado y dolorido por el largo paseo y todavía asustado por lo cerca que un Escort con un motor revolucionado había estado de hacerlo picadillo, había esperado evitar una disputa al menos hasta después de haberse duchado.
—No lo he decidido todavía —dijo—. ¿Puedo contestarle mañana?
—Es que necesito saber si puedo alquilar su habitación.
Slim no había visto ningún otro cliente en ese albergue de cuatro habitaciones. Sonrió forzadamente a Mrs. Greyson, pero, mientras pasaba por delante de ella hacia las escaleras, se detuvo.
—Oiga, ¿no conocerá algún sitio por aquí que haga tasaciones?
—¿Tasaciones? ¿De qué?
Slim levantó la muñeca y agitó el reloj vulgar que había comprado en unas rebajas en Boots hacía un año.
—He pensado que podía empeñar esto —dijo—. Tal vez sea el momento de cambiarlo.
Mrs. Greyson arrugó la nariz.
—Puedo decirle lo que vale eso. Nada.
Slim sonrió.
—Hablo en serio. Era de mi padre. Es una herencia familiar.
Mrs. Greyson encogió los hombros, como si fuera consciente de que estaba mintiendo.
—Estoy segura de que pierde el tiempo, pero si va realmente en serio, encontrará alguno en Tavistock. Tienen mercado todos los sábados. Se vende todo tipo de basura y sin duda encontrará a alguien dispuesto a quitarle eso de las manos por un pequeño importe.
—¿Tavistock? ¿Dónde está?
—Al otro lado de Launceston. En Devon. —Esto último lo dijo arrugando la nariz, como si existir más allá de Cornualles fuera el más horrible de los crímenes.
—¿Hay autobús?
Mrs. Greyson suspiró.
—¿Por qué no alquila un coche? ¿Qué clase de persona viene a Cornualles sin un coche?
«La clase de persona que ya no tiene permiso de conducir», quiso decir Slim, pero no lo dijo. Sus prejuicios ya eran suficientes sin saber su suspensión por conducir ebrio.
—Ya se lo dije, trato de ser responsable con el medio ambiente. Trato de vivir de acuerdo con mi lado ecologista.
—Me alegro por usted. —Otro suspiro—. Bueno, hay un horario en la puerta de su habitación, como le dije antes.
Slim no recordaba si se lo había dicho o no. Es verdad que había algo, pero se había borrado hasta casi hacerse ilegible y probablemente estaría desactualizado desde hacía años.
—Gracias —dijo, lanzándole una sonrisa.
—Sinceramente, no sabe la suerte que ha tenido de que First Bus haya empezado a funcionar en el norte de Cornualles. Hasta ahora, solo había un autobús a Camelford en toda una semana. Salía a las dos de la tarde el martes y tenías que esperar una semana para volver a casa. ¿Se imagina atrapado en Camelford una semana? A cualquiera le basta con una hora.
—¿Tan malo es?
Mrs. Greyson no apreció el sutil sarcasmo de Slim.
—Han tenido una circunvalación durante años. Al menos ahora los autobuses van dos veces al día. Fue Blair quien lo arregló. Las cosas han ido a peor desde que volvieron los conservadores. Fueron a por la piscina de mar de Bude, luego los baños públicos de…
—Gracias, Mrs. Greyson —dijo Slim.
Mrs. Greyson se volvió hacia la cocina, aún moviendo la boca en silencio, mientras las palabras seguían cayendo como gotas de un grifo que pierde agua, con sus manos mezclando torpemente un fajo de sobres de facturas y extractos bancarios. Slim empezó a creer que la conversación había terminado, cuando ella se detuvo y se volvió hacia él.
—¿Va a salir a cenar otra vez esta noche?
Penleven solo tenía una tienda que cerraba a las seis y un pub que dejaba de servir comida a las ocho y media. Tenía media hora para llegar a su mesa solitaria en el comedor o serían unos fideos precocinados y un sándwich de atún por tercera noche seguida. Aunque Slim tenía sus motivos para extender su estancia en Cornualles, vivir de acuerdo con su sobrenombre no era uno de ellos.2
Asintió.
—Creo que sí —dijo.
—Bueno, no se olvide de la llave —dijo, algo que le había dicho todas las noches de su estancia de tres días—. No me voy a levantar para abrirle.
3
Arriba en su habitación limpia y sorprendentemente grande para una casa que exteriormente era bastante pequeña, Slim sacó el reloj de su mochila y lo desenvolvió de la bolsa de plástico.
No sabía nada sobre relojes. Su último piso solo tenía uno de plástico barato que se había dejado el anterior ocupante y para saber la hora siempre usaba su viejo Nokia o una sucesión de relojes de pulsera de rebajas hasta que estaban tan arañados que no permitían ver la hora.
El reloj era una caja cuadrangular con el diseño de una casa de invierno, con un tejado apuntado y en voladizo y un agujero debajo para un péndulo inexistente. La esfera del reloj, con sus números romanos de metal ligeramente dañados, estaba rodeada de espirales y tallas: dibujos de animales y árboles, símbolos que tal vez representaran el sol y la luna o las estaciones. En un semicírculo debajo de la esfera del reloj había una cinta delgada que mostraba una luna mirando hacia arriba o tal vez una herradura inacabada. Había unos arañazos ilegibles sobre su superficie. Todo el reloj estaba barnizado con una densa primera capa, que tendría que haberse lijado cuando el diseño se hubiera terminado y perfilado.
Slim sacudió confundido su cabeza. Nunca había encontrado antes un reloj hecho a mano. Si alguien se había tomado el tiempo para crear algo tan complejo, ¿por qué envolverlo en una bolsa y enterrarlo en el páramo?
Curiosamente, a pesar de la falta de péndulo, seguía funcionado, aunque las manecillas estaban un par de horas adelantadas (ahora mostraba casi las once) y la parte inferior estaba bastante dañada por el agua allí donde se había desgarrado la bolsa. Slim trató de retirar la parte de atrás para mirar dentro, pero estaba fuertemente atornillada, no tenía herramientas y no quería molestar a Mrs. Greyson de nuevo. Aun así, la madera tenía el olor a quemado de la turba, así como a vieja humedad. Slim podía pensar fácilmente que el reloj era más viejo que sus propios cuarenta y seis años.
Slim tomó un trapo húmedo del lavabo y limpió el reloj. El barniz rápidamente mostró un brillo imperial a medida que la arena y el polvo desaparecían. Los detalles de las tallas se hicieron más visibles: ratones, zorros, tejones y otros elementos de la fauna salvaje británica escondidos entre las curvas y los arcos pulidos de los árboles. Con el firme tictac del mecanismo del reloj sugiriendo un conocimiento mecánico igual al artístico, quienquiera que hubiera construido este reloj lo había hecho con un gran orgullo y con un nivel excepcional de habilidad.
Slim dejó el reloj encima de la cómoda junto a su cama cuando tomó su abrigo. Era la hora del paseo nocturno al pub local, ojalá a tiempo para las últimas comandas. No le apetecían los fideos precocinados por tercera vez consecutiva. No era que los odiara, sino que la pequeña tienda del pueblo solo tenía un sabor. La noche en que había subido de nivel y comprado una lata de alubias y salchichas, había descubierto que habían caducado hacía tres meses.
Mientras andaba bajo la ligera lluvia que era habitual en Bodmin Moor en sus alrededores después de caer la noche, no podía dejar de pensar en el reloj.
Si hubiera encontrado una bolsa de oro, no podía haber sido más misterioso.
4
—¿Quién es usted realmente, Mr. Hardy? —dijo Mrs. Greyson, reteniendo su desayuno, como si su entrega dependiera de su respuesta—. Quiero decir, está aquí como mi huésped en medio de la nada durante semanas y todo lo que hace cada día es pasear por las montañas o dar vueltas por el pueblo. ¿Está aquí por alguna razón concreta?
Slim se encogió de hombros.
—Soy un alcohólico en rehabilitación.
—¿Y aun así cena todas las noches en el Crown?
—Llámelo penitencia —dijo Slim—. Me enfrento a mis demonios personales. Además, siempre me siento en el comedor, sin ver el alcohol.
—¿Pero por qué aquí? ¿Por qué está en Penleven? Si no hubiera advertido su incapacidad para recordar cosas básicas como llevarse su llave del portal cuando se va, podría haber pensado que es un espía que esconde.
Slim se encogió de hombros.
—No me puedo pagar un viaje al extranjero. Y siempre me ha atraído Cornualles, especialmente las partes frías, oscuras y anodinas que evita la mayor parte de la gente.
—Bueno no hay nada que cumpla mejor con eso que Penleven —dijo Mrs. Greyson con un aire de ligera decepción, como si una vez hubiera tenido una oportunidad de irse, pero la hubiera dejado pasar—. Solo hay unas doscientas personas en el pueblo, pero al menos no somos un pueblo fantasma como muchos de los de la costa.
—¿Pueblos fantasma?
—Boscastle, Port Isaac, Padstow… todos son sitios de vacaciones. Activos durante el verano, desiertos en invierno. Puede que no seamos muy animados, pero al menos siempre hay una cara amistosa en la tienda o el pub.
Las veces que se había aventurado en la barra del Crown para pedir su comida, Slim había visto pocas caras amistosas, pero muchas tristes, tiradas sobre sus pintas de cerveza, mirando al vacío. Tal vez fuera el invierno: por la noche el viento aullaba, haciendo temblar su ventana lo suficientemente fuerte como para que a veces temiera que se saliera de la pared y la noche era muy oscura en el camino hacia el albergue, no era la oscuridad de la ciudad a la que Slim estaba acostumbrado. O tal vez fuera que había poco de qué hablar en esos lugares. Slim no tenía cobertura de teléfono hasta que subía más de un kilómetro por la colina por la carretera que se dirigía a la A39, pero para alguien con más por olvidar que por mirar adelante, estaba en un lugar ideal.
Como si renunciara a la caza del fragmento de cotilleo que podría haber elevado su prestigio entre los miembros más lenguaraces de la comunidad, Mrs. Greyson hizo descender el desayuno de Slim y se echó atrás, cruzando los brazos, quedándose a mirar unos momentos antes de darse rápidamente la vuelta y volver a la cocina. Slim se quedó solo en la estrecha zona de comedor del albergue: tres mesas tan apretadas contra las paredes que estaban marcadas sobre el papel pintado y una flotando en medio, como si estuviera olvidada. Mrs. Greyson, en una especie de acto de desafío contra su descaro por cargarle sus asuntos, preparaba el lugar menos deseable de todos para Slim cada mañana, en una mesa atrapada detrás de una puerta del recibidor. La carta, con tres de las cuatro opciones tachadas, constaba solo de repollo hervido y frito con el acompañamiento ocasional de unas alubias estofadas. Slim tenía tantos gases que tenía que dejar abierta la ventana de su dormitorio por la noche.
Al menos la tostada estaba siempre buena y el café, aunque le faltaba el extra de algo que Slim habría añadido en otro tiempo, era fuerte y sabía como si se hubiera preparado al día anterior, tal y como le gustaba a Slim.
Acabó rápidamente, gritó dando las gracias a Mrs. Greyson y luego se fue antes de que le arrinconara de nuevo. Lo recibió un viento húmedo que soplaba desde Bodmin Moor, a unos tres kilómetros al este, que puso a prueba la capacidad de su cazadora para mantenerlo seco y caliente. Incluso cuando los páramos estaban secos, Penleven estaba envuelto en la misma llovizna, como si fuera el dueño de su propio microcosmos climático.
El autobús llegó unos diez aceptables minutos tarde y le llevó por un aparentemente interminable serpenteo a través de valles boscosos siguiendo carreteras estrechas y sinuosas hasta llegar por fin al valle del bonito pueblo de Tavistock. Ubicado a lo largo de un tramo del río Tavy, era un agradable conjunto de calles históricas rodeadas por tiendas sorprendentemente metropolitanas. Disfrutando de la rara comodidad de la gente, Slim aprovechó la oportunidad para actualizar el viejo jabón del baño de Mrs. Greyson, comprarse una camiseta de H&M y luego almorzar en un Wetherspoons. Al volver a su propósito después de acabar de ver un partido de rugby en una gran pantalla, encontró el mercado cubierto cerca del río y preguntó por algún vendedor de antigüedades. Tres personas le recomendaron Geoff Bunce, el dueño de una tienda de baratijas situada en el rincón nordeste detrás de un bullicioso café.
—Necesito que me tase un reloj —dijo Slim a Bunce, un hombre con la barba blanca, cuyo grosor y vello facial le daban la apariencia de un Papá Noel fuera de temporada, un parecido acentuado por los tirantes que rodeaban su prominente barriga.
—Déjeme que eche un vistazo.
Bunce dio la vuelta al reloj varias veces, canturreando en voz baja con aprecio y contento, mirando demasiado a menudo a Slim y entrecerrando sus ojos con gesto de sospecha.
—¿Le importa que quite la tapa de atrás?
—Claro que no.
Mientras Bunce se ponía a trabajar con un destornillador, Slim se sentó alejándose de su mesa y dejó que sus ojos vagaran por las estanterías y las cajas cargadas de baratijas. No había tantas antigüedades como basura cubierta de polvo de un pasado ya olvidado.
—¿Es usted amigo del viejo Birch? —dijo Bunce de repente.
—¿Qué?
Bunce le mostró un sobre dañado por el agua.
—El Viejo Birch. Amos.
Slim frunció el ceño, preguntándose si Bunce estaba hablando en algún dialecto de la zona. Luego, con una pizca de frustración, el hombre repitió:
—Amos Birch. El hombre que fabricó este reloj. Vivía en Trelee, cerca de Bodmin Moor. Tenía una granja. En sus primeros tiempos, solía vender sus relojes aquí mismo, en el mercado de Tavistock, antes de hacerse famoso. ¿Era amigo suyo?
—Sí, un amigo.
—Bueno, pues supongo que esto le pertenece. —El hombre sacudió el sobre como para recordar a Slim su existencia.
Slim lo tomó, sintiendo de inmediato la delicadeza antigua del papel junto a su humedad. Si tratara de abrirlo, el sobre se desmenuzaría en sus manos y cualquier mensaje que contuviera se perdería.
—Ah, ahí es donde estaba —dijo, lanzando una sonrisa poco convencida al tendero—. Lo estaba buscando.
—Sin duda, Mr…
—Hardy. John Hardy, pero la gente me llama Slim.
—No voy a preguntarle por qué.
—No lo haga. La historia no merece la pena.
Bunce volvió a suspirar. Dio la vuelta al reloj una vez más.
—Está sin terminar —dijo, confirmando lo que ya había supuesto Slim—. ¿Supongo que su amigo Birch se lo dio como un regalo? No podría haberlo vendido en estas condiciones, un hombre con su reputación.
—Parece que lo conocía bien.
—Amigos de la escuela. Amos era dos años mayor, pero no había muchos chicos por los alrededores. Todos nos conocíamos.
—Supongo que eso son las comunidades pequeñas para ustedes.
—Usted no es de aquí, ¿verdad, Mr. Hardy?
Slim siempre había pensado que hablaba con un acento neutro, pero eso le hacía un forastero donde se esperaba que uno tuviera un acento del suroeste del país.
—De Lancashire —dijo—. Pero he estado mucho tiempo en el extranjero.
—¿Militar?
—¿Cómo lo sabe?
—Por sus ojos —dijo Bunce—. Veo fantasmas en ellos.
Slim dio un paso atrás. Una película de recuerdos indeseados empezó a parpadear, lo que le hizo sacudir la cabeza para apagarla.
—¿Usted también fue militar?
—En las Falklands. Cuanto menos hablemos de ello, mejor.
Slim asintió. Al menos tenían algo en común.
—Bueno, supongo que ya le he hecho perder demasiado tiempo…
—Podría conseguir unos cientos por él —dijo Bunce, dándole de golpe el reloj—. Tal vez un poco más si lo subasta. Hay coleccionistas de relojes de Amos Birch, aunque sean pocos. No está acabado y tiene algunos arañazos, pero sigue siendo un reloj original de Amos Birch. Solía tener demanda. Amos fue un artesano antes de que la artesanía estuviera de moda.
—¿Solía?
Bunce frunció el ceño y Slim sintió que los ojos del hombre diseccionaban cada hilo de sus mentiras.
—El interés por Amos Birch se desvaneció después de que desapareciera.
—¿Después de que…?
—¿Verdad que usted sabe, Mr. Hardy, que su amigo ha estado desaparecido desde hace más de veinte años?