La vida a través del espejo

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David, un médico paciente

Una gélida mañana de sábado a finales del mes de febrero recibí una llamada de teléfono. Una voz se presentó, me dijo que habíamos coincidido en una consulta médica ya que él había estado rotando como médico residente en el Centro Sanitario Sandoval. Recordaba haber acompañado a un usuario brasileño en situación irregular a la consulta en el centro sanitario, pero no recordaba a ningún médico residente. Sin embargo, él me conocía y sabía de mi labor en la atención a pacientes con VIH. Necesitaba verme urgentemente y quedamos a la media hora en una cafetería del centro de Madrid. Al verle le reconocí, semanas antes le había visto con su bata blanca por los pasillos de Sandoval. Esa mañana de un modo sereno pero temeroso me contó su historia, aunque ambos sospechábamos que solo era el inicio de la misma. Cuatro años más tarde, ya habiendo labrado una amistad, nos sentamos para volver a repasar esta vez sí su historia más reciente.

Es uno de los médicos más apasionados que conozco y, tras ponerse en la piel del paciente, hace suyas las palabras del doctor Albert J. Jovell «Yo ya acepto que no me van a curar, pero me costaría aceptar que no me van a cuidar». Gracias a ser médico y a la vez paciente se ha dado cuenta de que lo realmente importante no es la enfermedad, sino el enfermo. De la mano de David, descubriremos cómo el sector que más debería cuidar de los pacientes a veces es el más discriminatorio y menos sensibilizado. El mismo sector que al principio de la epidemia colocaba pegatinas rojas en las historias clínicas de los pacientes con VIH. El mismo que en la actualidad, al menos en algunos hospitales de la Comunidad de Madrid, sigue escribiendo en los informes médicos con rotulador tres letras en mayúsculas. Dejando dicho informe a los pies de la cama del paciente y, por tanto, haciendo público su seroestatus ante su acompañante en el hospital y ante cualquier mirada ajena que pueda echar un simple vistazo a esas tres letras escritas con rotulador en la esquina superior derecha del informe médico. VIH en mayúsculas y subrayado. El testimonio de David nos detallará cómo es ser un caballo de Troya en plena consulta hospitalaria.

***

Yo nací y estudié Medicina en Murcia y me siento súper de Murcia17. Pero llegó un momento en el que aquello se me quedó pequeño. Como ciudad, laboralmente, Murcia siempre tiene menos posibilidades y me quería ir. Pero, sobre todo, a nivel de ambiente. Hice la maleta y me vine a Madrid para hacer el MIR. Hice el examen, pero Madrid me daba algo de miedo. Yo llegué con veinticinco años y ahora tengo treinta y tantos. La primera vez que vine a Madrid fue un fin de semana de escapada, con veintidós o veintitrés años, en el mes de julio. Les dije a mis padres que me iba a las fiestas del pueblo de un amigo mío. Les mentí y tomé rumbo a Madrid para irme de fiesta. Pero una cosa es pasar un fin de semana y otra cosa es vivir aquí. Yo siempre buscaba una ciudad con mar, porque a mí eso me tira mucho. Pensaba en Valencia, Alicante o Barcelona, pero el tema del catalán me echaba para atrás. Decidí venirme dos días antes de empezar el MIR para aprovechar el fin de semana. El movimiento, la gente, las calles, todo. Chueca me gustaba mucho, ahora ya no tanto, pero antes me llamaba mucho. Además, no es lo mismo poner en tu currículum que has hecho la residencia en un hospital de segundo nivel que hacerlo en un Gregorio Marañón, en el 12 de Octubre o en el Ramón y Cajal. Después tuve la suerte de poder quedarme a vivir en Madrid. Y ahí empezó la aventura como Paco Martínez Soria, un cateto provinciano. Tengo dos hermanos mayores que yo y mis padres son mayores.

Yo salí del armario por fases: mi hermano me pilló entre comillas a los veintiuno o veintidós años. Eso siempre se nota, el hecho de que nunca tengas relaciones con chicas o no tengas novia a esa edad. Yo siempre estaba estudiando y cuando salía de fiesta me iba a los típicos bares de ambiente. En Murcia solamente hay uno o dos y ya está, por eso digo que la ciudad se me quedó muy pequeña. Y, claro, siempre surge la típica pregunta de dónde iba el fin de semana y yo me inventaba un sitio para que no lo conociera. Era el momento del auge de las redes sociales, en las que a veces colgabas cosas como fotos con tu futuro novio. En fin, vives tanto en la mentira que he tenido que hacer tapaderas triples. Todo para poder mantener en secreto mi homosexualidad.

Mi hermano, el mayor, lo aceptó bien porque él salió de Murcia para estudiar en Bilbao en los años noventa. Lo encajó bien porque en aquel momento estaba casado con una mujer que tenía un hermano gay. Mi otro hermano, el mediano, dos años más tarde se lo preguntó a mi hermano. Y mi hermano le dijo que sí. Después quedamos los tres para formalizarlo todo. He de decir que mi hermano siempre ha sido mi cómplice, me ha servido para cubrirme muchas veces. Yo decía que me iba a su casa a dormir, aunque luego fuese mentira. Él siempre fue mi aliado y eso se agradece. El problema en mi familia eran mis padres porque los dos están chapados a la antigua. Mi miedo siempre ha sido qué harían en el momento en el que se lo dijera. Mi plan era terminar la carrera, hacer el MIR y poderme ir de casa antes de decirlo.

Al final tuve dos semanas para hacer la mudanza. Cuando llegué a Madrid, le dije a mis hermanos que iba a contárselo a papá y a mamá. Así que vinieron a casa y, claro, mis padres se extrañaron de vernos a todos de buenas a primeras. Les dije que les tenía que contar una cosa y mi padre soltó «yo ya sé lo que me vas a contar» y mi madre contestó «yo también». Y entonces les dije: «mirad a mí no me gustan las mujeres, a mí me gustan los hombres». Ellos me dijeron que me iban a querer igual que siempre. En ese sentido, fue todo muy bien.

Para mí ser médico tiene un componente vocacional. De siempre me ha gustado mucho la ciencia. Para los idiomas, la literatura y temas de letras, no. Lo que yo he sentido por la ciencia desde pequeño ha sido fascinación y mi mayor entretenimiento fue la botánica, que me parece un mundo fascinante. Me ponía a leer un libro de ciencias y tenía la sensación siempre de querer más. Con las letras eso no me pasaba. Un verano, cuando tenía como doce o trece años, puse la tele y estaban emitiendo la serie Urgencias, en la que salía George Clooney. Recuerdo la entrada de la ambulancia, la gente corriendo, cómo metían a los enfermos en el box y yo pensaba que justo eso es lo que quería saber hacer. Para mí esa serie ha sido una de las mejores desde el punto de vista médico porque era muy real. Real en términos de procedimientos y con todo muy bien hecho. Yo tenía una enciclopedia en casa, la típica de ocho tomos de color rojo, y allí leía y me empapaba de términos médicos. Veía «aneurisma de aorta», me entraba la curiosidad de qué sería y lo leía con atención hasta que lo entendiese. Todo muy básico, pero claro tenía doce años. De ahí me viene la vocación por ser médico de urgencias, que es lo que soy ahora.

Mi despertar sexual sería a los cuatro o cinco años, con el programa Luna de miel de Mayra Gómez Kemp. Una de las pruebas se desarrollaba con toda la familia vestida de boda en la piscina y en una barca que se iba hundiendo. Hacia el final, al novio o a la novia le ponían un estríper y debía reconocer las piernas de su pareja entre las cuatro personas que le proponían. Primero hacían la prueba con el chico, con una tía despampanante. Luego le tocaba la prueba a la novia y le ponían al típico estríper hipermusculado, guapo, alto y con un cuerpo fantástico. Yo me excitaba muchísimo y empecé a darme cuenta de que pasaba algo porque esa reacción no la tenía con las chicas, pero ahí se quedó un poco apagada la cosa. Después, a los doce o a los trece años, en el colegio también experimenté lo mismo.

En aquella época, los sábado por la noche a las tres de la mañana, después de la película tipo Regreso al futuro o Alien, venía la peli porno. Así que me quedaba a ver el porno y me daba cuenta de que me gustaban los hombres y eso inicialmente lo veía como algo malo. Pero lo que te hace verlo así es la sociedad. Porque cuando llegas a clase los niños empiezan a pegarte, te discriminan, no quieren jugar contigo. ¿Entonces cómo mataba yo el tiempo por las tardes? Me ponía a estudiar, a ver series y jugaba a los videojuegos.

Como yo negaba tanto mi condición sexual, no me permitía que me gustaran los tíos. Por eso nunca he tenido el momento de amor adolescente. Ha habido tíos que me gustaban, claro, por ejemplo mi profesor de autoescuela, pero sabía que tenía novia y no me planteaba más. Mi pubertad la viví con el inicio de internet, de los chats, el chat de Chueca, el bakala, el gaydar y empecé a relacionarme así con otros chicos cuando yo ya tenía dieciocho o diecinueve años. Pensé que cuando fuera a hacer el bachillerato podría empezar una nueva vida con nuevos amigos porque no habría nadie conocido del colegio, pero tuve la mala suerte de que en el instituto al que yo me iba se vino más de media clase conmigo. ¡Otros dos años más para encontrar novedades! ¡Qué le íbamos a hacer! Pese a todo, en el instituto conocí a otros niños más mayores. Había un chico que era súper, súper gay y otros dos que me gustaban, pero que eran muy niñatos. En el momento en el que me hacían daño o me insultaban les ponía la cruz. Así que mis primeras experiencias fueron a partir de los dieciocho o diecinueve años. Empecé a salir de marcha por el ambiente y, entre comillas, fue un poco como mi salida del armario. Una etapa nueva. En la universidad tengo una sexualidad más consciente y más libre.

El sida siempre lo vi como una enfermedad. No tenía mucha información más allá de que era una cosa mala. Y, a medida que fueron pasando los años y estudié asignaturas en las que se trata el VIH y el sida, empecé a tener más conocimiento y conciencia del tema. Se le pierde el miedo a las cosas cuando sabes cómo funcionan. Ves que la gente no se muere, cómo se transmite y cómo se puede prevenir. Esto me parecía superinteresante y era como un reto. ¿Por qué no encuentran la cura? ¿Cómo funciona? Siempre me ha llamado mucho la atención el VIH. Es verdad que la población homosexual de mi edad tiene esa carga, ese estigma generacional.

 

Antes de mi diagnóstico, yo atendí a pacientes con VIH. En la residencia, pasamos por distintos tipos de servicios o especialidades para complementar la formación. Yo quería estar en el Centro Sandoval para saber cómo funciona un centro especializado en ITS. En aquel momento ante chicos con VIH pensaba: vale somos iguales, pero tú estás infectado y yo no. Es el pensamiento de «algo habrás hecho para estar infectado». Pero lo mismo que lo pensaba con un paciente VIH lo pensaba con la gorda de 80 kilos que medía uno cincuenta y me venía a la consulta diciendo «no, no, es que yo tengo tiroides». «No, no es que tengas tiroides, es que te hinchas a comer y no haces ejercicio, no te cuidas», pensaba yo. Y lo mismo con el paciente que lleva su bombona de oxígeno: «Es que has fumado cerca de sesenta años. ¿Qué pretendes?». Al principio, les echas a los pacientes la culpa de estar enfermos.

En aquella época me hacía pruebas rutinarias de VIH. Me hacía chequeos completos… ¡incluidas hasta las anoscopias! Pero tenía la tranquilidad de que iban a salir negativos porque durante la carrera yo donaba sangre y al ser donante te hacen las pruebas ya no solo del VIH, también de la hepatitis C y B. Y en ningún momento me llamaron para decirme nada. Donaba porque pensaba que así ayudaba y, de paso, me hacían las pruebas. Mataba dos pájaros de un tiro.

Sé que me pude infectar en enero de 2014. E intuyo la persona que pudo infectarme. Yo antes había tenido relaciones sin protección, sí. Esto es una realidad. El condón está muy bien porque te protege de todo, pero todos sabemos que no es lo mismo que cuando pruebas el sexo sin condón. Y después de la infección mantuve relaciones sexuales sin preservativo con un chico porque era indetectable.

Mi sospecha es que me infecté en un encuentro del Grindr. Fue un momento de calentón. Yo no sé hasta qué punto la otra persona sabía que estaba infectada o no. No podemos culpabilizar a la otra persona porque no te diga que es positiva manteniendo una relación sexual a pelo porque esto es cosa de dos. Si quieres jugar, juegas y si no quieres jugar, no juegas. Lógicamente a este chico, del que además no tengo la certeza, cuando he vuelto a hablar con él no le he dicho «oye, mira, me has pegado el VIH» porque yo podía haberle dicho «mira, no, me voy a poner el condón o póntelo tú». Nos pilló un momento de calentón y hay que ser responsables con las cosas que se hacen. Yo era totalmente consciente de los riesgos a los que me estaba exponiendo, jugué con fuego y me quemé, y punto.

El momento en el que empiezas a notar que está pasando algo es muy duro. El 12 o 13 de febrero empecé a tener fiebre. Un fiebrón de 38 y medio, 39 y pensé que ya estaba, que la había cagado. Pero coincidió que había tenido una guardia en pediatría como dos o tres días antes. Cuando haces una guardia en pediatría ves a cerca de 50 o 60 niños y todos están con fiebre, con mocos, vomitando. Cuando hacemos la guardia, siempre cae algún residente y pensé que esa vez me había tocado a mí. Empecé con un poco con fiebre dos o tres días, luego con vómitos. Y después me sentía fatal, muy cansado. Un típico cuadro gripal muy inespecífico. A los dos o tres días me salió una lesión en la boca, superdolorosa. Como una úlcera, una llaga. ¿Y esto? Esto es vírico. Al día siguiente me apareció un rush en el cuerpo y en la cara que se fue extendiendo. Había ido a mi centro de salud y me habían cogido una vía para ponerme suero porque llevaba unos días perdiendo muchos líquidos. Un día por la mañana me levanté y me dijo el doctor que no fuera a trabajar. Yo sospechaba lo que estaba pasando, pero lo negaba. En una primoinfección pasan dos o tres semanas desde el contacto y coincidía con el último contacto que había tenido. En ese momento se lo comenté a mi tutora y me dijo que me fuera a urgencias para hacerme una analítica. Entonces me entró el pánico porque pensé que, si finalmente era VIH, lo podía saber más gente y mi mayor duda fue a qué hospital iba. Finalmente, decidí ir donde todos me conocían y me presenté allí tapado entero para que no se me vieran las manchas. Me encerré en la consulta de urgencias, llamé a una enfermera y le pedí una analítica completa y una consulta con los dermatólogos para que me vieran las manchas purpúricas. Les dije que yo era resi de allí y les pedí que me dijeran de dónde pensaban que podían venir las manchas. Empezó a leer la analítica y los resultados fueron tremendos. Me dijo que lo sentía mucho, pero que tenía que llamar a un adjunto de interna porque tenía las plaquetas bajas, los linfocitos bajos, alteración en las transaminasas... En fin. En ese justo momento entra una adjunta en la consulta y le dice que le quiere comentar el caso de un paciente que ha venido con un síndrome febril y con unas manchas. Yo estaba con la cara agachada. La adjunta mira la analítica con un nivel de plaquetas de 50 000, bajo, lo normal es tener por encima de 150 000 a 500 000. Tenía un riesgo hemorrágico. Dice, «déjame verte» y, claro, vuelvo la cabeza y le digo, «soy yo». Me dice, «¡David! Vamos a cogerte una cama ahora mismo». Llamaron a agudos, buscando una cama libre, «pues mira es que resulta que tenemos a David malo. David, el resi, está malo». Vienen millones de adjuntos a la consulta donde yo estaba, todos los residentes y la coordinadora de urgencias. Yo solo me preguntaba, «¿y ahora qué?». El trago es fuerte. En ese momento, la coordinadora de urgencia dice: «a David solamente le van a ver los médicos necesarios. El resto se va fuera». Se fueron. Dos semanas antes yo estaba allí trabajando como médico y ahora veía cómo estaban poniendo mi nombre en la mesa, con la bolsa para guardar mi abrigo y mis cosas y yo allí tumbado. La adjunta me dice, «David, te tengo que pedir el VIH». «Vosotros haced lo que tengáis que hacer, ¿vale? Si lo vas a pedir, cuando tengáis el resultado lo comentas con el microbiólogo y que no lo cuelgue en el sistema informático. Que te dé el informe de forma verbal, lo que sea». Ella me preguntó si había riesgo y yo le contesté que sí. Cuando tuvieron el resultado vino ella sola: «Tengo el resultado del VIH. Ha salido positivo». Booom. En ese momento, no me dio por llorar pero estaba como si aquello no me estuviese pasando a mí, como si fuese un sueño y no se tratase de mi cuerpo. Aquello era solo un mal sueño del cual me quería despertar. La adjunta me dijo que había camas de interna con un adjunto al que conocía mucho, pero yo le contesté que con él no quería, que prefería que me entendiera una mujer joven. Me confirmó que la llamarían para que al día siguiente a primera hora me viese a mí el primero. Y así fue, efectivamente. A las ocho de la mañana, ya me estaba viendo. Aquella noche, subí a la planta e intenté dormir, aunque fue imposible. Tampoco quería que me vieran las resis que estaban de guardia. Yo era el que mandaba a las resis. Y no quería que me vieran en mi peor momento. Necesitaba digerir todo aquello.

En esa mañana, vinieron a verme dos adjuntas, mi tutora del hospital y otra chica con la que me llevaba bastante bien. Lo primero que hizo fue darme un abrazo y en ese momento sí me desmoroné, empecé a llorar, ¡y de qué manera! Me acuerdo de que me tocó compartir la habitación del hospital con un abuelito de ochenta años. Se levantó y me dijo, «mira, tú no te preocupes por nada, esto es así». Me vio que lo estaba pasando tan mal que se levantó a animarme. Aquello fue alucinante. Para ocultar lo que tenía, dijimos que se trataba de una mononucleosis.

Los residentes estaban todos muy distantes después de aquello. Yo se lo dije a un pequeño grupo de gente: a mi amigo más cercano y a mis residentes, que además me vieron allí. Cuando me dieron el alta, me di cuenta de que estaba en Madrid yo solo. ¿Y ahora qué hacía? ¿Cómo se lleva algo así? ¿Cómo vas a una consulta de la unidad de VIH como paciente? Es muy fuerte porque acudes con miedo de que te vea la gente con la que trabajas.

Coincidió que un amigo de la universidad se iba a venir a pasar unos días conmigo. Así que llegó al día siguiente de darme el alta y, con el peor tacto del mundo, le solté todo al bajarse del tren: «Me acaban de dar el alta en el hospital. Tengo VIH». Mi amigo se quedó blanco y me dijo: «Bueno, no pasa nada». Fueron unos días muy raros. Él me acompañó a la primera consulta de VIH. Empezamos con el tratamiento y todo se me hacía un mundo: ¿y si se me olvida?, ¿y si no me la tomo?, ¿y si me la tomo y me pasa algo?

Después de cuatro o cinco días las cosas se calmaron. Más tarde le pregunté a mi amigo por qué no se había ido cuando le dije que era VIH y me contestó: «Tú eres mi amigo. Yo tenía mucho miedo en ese momento, pero eres mi amigo». «¿Miedo de qué? No me voy a acostar contigo. Nunca nos hemos acostado», le contesté. Éramos amigos de toda la vida. ¿Cuál es el miedo? ¿Tenía miedo de que se transmitiera por la convivencia? Bueno, pero eso era falta de información. Cuando estuve ingresado, me planteaba muchas cosas. ¿Qué estaba haciendo con mi vida? ¿Cuáles eran los pilares de mi vida? Me puse a pensar en la familia, mis amigos, lo que era como persona, lo que me gustaba y mi trabajo, mi profesión. Hubo un amigo médico al que se lo dije que me escribió tres meses más tarde para preguntar con un «Hola, ¿cómo estás?». Los que yo creía que eran mis amigos o la gente en la que había confiado se estaban yendo a la mierda. Eso fue muy fuerte. Y, a nivel profesional, ¿un médico puede tener VIH? ¿Cómo me van a dejar trabajar cuando termine la residencia? ¿Me van a contratar? La esfera profesional también se tambaleaba. En el amor, ¿iba a encontrar novio alguna vez en la vida? Si ya de por sí era difícil, imagínate ahora, ¿no? Entonces, recordé a un chico que conocí hace mucho y le llamé para contárselo. Fue encantador y me recomendó hablar con Iván de Imagina. En Sandoval, como médico rotante, yo le había conocido acompañando a otro chico. Estaba todo muy reciente así que mi gran preocupación en aquel momento era cómo se llevaba todo esto a nivel social. Si ya de por sí los maricas son los primeros en discriminar a la gente por tener pluma o por no ser de gimnasio, imagínate si encima tienes VIH. Y ahí fue cuando se creó el momento de las cuatro sillas, que era un pequeño grupo de apoyo. Acudir a un grupo de apoyo era exponerse mucho y no me veía con la fuerza vital necesaria. Con el tiempo, te vas dando cuenta de que es una cosa normal y de que hay mucha gente que, aunque no lo diga, tiene el VIH. El tiempo lo normaliza todo, se va pasando. Lo que antes te parecía un mundo, como esconder las pastillas cuando alguien venía a casa o mantener relaciones, lo acabas normalizando. Aunque yo no mantuve relaciones hasta que fui indetectable. Sentía que podía matar a alguien.

Tuve una carga viral de más de diez millones de copias, que es el límite de la máquina. Una primoinfección de libro, muy florida, muy sintomática... estuve fatal. Me quedé a 180 CD4, inmunodeprimido, y con 60 000 plaquetas. Cuando me dieron de alta no podía ni levantarme del sofá a la cama. A mí el VIH me pegó una hostia fuerte, pero bien fuerte. Mi salud se vio bastante perjudicada.

También temía por la confidencialidad. Creo que hay gente que se metió en mi historial clínico. No tengo pruebas, pero sí sospechas. Ha habido un compañero que me ha hecho un comentario por WhatsApp del tipo: «hombre, es que con la enfermedad que tú tienes...». Cuando me infecté, necesité mucho tiempo para reconstruirme mentalmente, en el trabajo. Lo cuestionas todo. Lo analizas todo. Todo este proceso te lleva un tiempo. Además, me pilló al final de la residencia, con proyectos de investigación, presentaciones, etc. Me alejé un poco de la gente y hasta que no estuve más recompuesto no me volví a relacionar. Tampoco reinicié las relaciones con chicos.

Hubo un cambio de actitud en mis compañeros o, al menos, yo lo vi así. Estaban más distantes, más fríos. En otros notaba más cercanía. Había de todo. La gente te sorprende cuando te pasan este tipo de cosas. A un chico que conocí se lo dije y desapareció. Otro, de forma más diplomática, me dejó de ver porque decía que éramos incompatibles. El último chico con el que estuve era seronegativo y no le importaba mi condición.

En el entorno sanitario hay serofobia. Yo la tenía también. He oído comentarios de «es VIH, a saber lo que ha hecho...» referidos a pacientes. Yo tuve un cambio radical en la forma de pensar sobre los pacientes. La primera vez que me vino un paciente con VIH cuando estaba ejerciendo le pregunté lo típico: cómo se encontraba, qué antecedentes tenía, si había tenido alguna enfermedad o sufrido alguna operación. Cuando me dijo que era VIH y le pregunté qué tratamiento seguía, me contestó: «Estoy con uno que se toma una vez por la mañana y una por la noche y otra una vez al día…». «¿Estás con Truvada y con Raltegravir?», le pregunté. «Sí, ese. ¿Cómo lo sabes?». Supongo que pensaría que, como soy médico, lo sabía todo. La verdad es que yo estaba tomando el mismo tratamiento que él.

 

Debemos ser consecuentes con el tipo de vida que estamos llevando porque tiene sus consecuencias. Una persona que tiene relaciones de riesgo se expone a un VIH, a una hepatitis C. La persona que es sedentaria se expone a un infarto, a una diabetes, a una hipertensión. Entonces, ¿quieres ser sedentario? Vale, pero que sepas que te puede pasar esto. Desde luego, he notado en mí un cambio a la hora de no prejuzgar a la gente por las enfermedades que tiene. Creo que me he hecho mejor médico, en el sentido humano, más empático, el VIH me ha servido para comprender que no debemos juzgar a la gente.

En el ámbito sanitario, la realidad del VIH es más invisible que en la sociedad en general. De hecho, yo tuve miedo de que se enteraran cuando cambié de hospital y tenía miedo de que me echaran si se enteraban de mi situación. En el trabajo que yo hago en urgencias no expongo a ningún riesgo a los pacientes por tener VIH aunque, claro, yo estoy expuesto a un montón de enfermedades, como una meningitis. Sin embargo, nunca me planteé un cambio de rumbo profesional. No voy a cambiar nada que tenga pensado hacer por el hecho de tener VIH. El VIH me ha servido para reforzarme a mí mismo, en determinado tipo de cosas. El VIH me ha enseñado a quererme más y a ser egoísta. A plantearme la vida de la manera en que realmente quiero vivirla.

El miedo en el ámbito laboral continúa, no tanto como antes, pero sigue activo. Hay niveles de riesgo según las prácticas que realices. Yo no cojo vías pero, si tengo que hacerlo o hago una punción, me pongo el doble guante y voy despacio, tranquilo pero ni eso se hace todos los días.

No creo que la serofobia en el ámbito sanitario sea generalizada, pero sí frecuente. Hay médicos de toda la vida que lo asocian a las drogas pinchadas. La unidad de VIH donde me trato pilló el boom de la heroína en Madrid. Para poder solucionarlo, la visibilidad siempre ha sido importante, es la mejor forma de emprender esa lucha.

Es cierto que tomas conciencia de que tu tiempo es finito. Yo me veía como invencible y no, no lo soy. Yo también tengo el VIH como otro mortal. A mí el VIH no me ha hecho más débil. Me veo una persona mucho más fuerte, con más capacidades y con un factor añadido para poder hacer mejor mi trabajo. Eso no me distingue en nada de otras personas. El hecho de que yo pueda asumir más riesgos en mi trabajo por estar expuesto a infecciones es una decisión personal. Hay personas a las que les gustan los rubios, personas a las que les da igual que tengas VIH y hay personas que tienen miedo por desconocimiento, pero yo no quiero a nadie a mi lado que tenga miedo de mí.

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