Buch lesen: «Las Quimeras De Emma»
Isabelle B. Tremblay
LAS QUIMERAS dE Emma
Autora: Tremblay, Isabelle B.
Título original: Les chimères d’Emma
Diseño de la cubierta: Isabelle Tremblay
Maquetación: Isabelle Tremblay
Correctora del texto original: Odile Maltais
Traductora del texto original: Maria Cotela Dalmau
Revisión lingüística del texto original: Jacinthe Giguère, Ginette Bédard
Marca editorial: Isabelle B. Tremblay
Depósito legal - Bibliothèque et Archives nationales du Québec, 2019.
Depósito legal - Bibliothèque et Archives nationales du Canada, 2019.
Copyright © 2019 Isabelle B. Tremblay
Todos los derechos reservados para todos los países y todas las lenguas.
Este libro es una ficción. Toda referencia a acontecimientos históricos, comportamientos de personas o lugares reales es utilizado de forma ficticia. El resto de los nombres, personajes, lugares y acontecimientos provienen de la imaginación de la autora, y toda semejanza con personajes vivos o pasados es totalmente fortuita. Los errores que puedan subsistir son responsabilidad de la autora.
De la misma autora
Médium malgré moi, Éditions Le Dauphin Blanc, 2017
Messages de l’univers, 2018
Passeur d’âmes, Éditions Le Dauphin Blanc, 2019
Le prince charmant est une pute, pas un crapaud, 2019
Les chemins de l’âme, Éditions Le Dauphin Blanc, 2019
Las heridas son importantes para comprender a un individuo. Cada una de ellas marca el alma hasta el punto de modelarla, darle una forma propia.
Sólo hace falta rozar esas cicatrices para comprenderlo todo sobre ella.
Thierry Cohen
Para todas esas personas heridas…
Índice
CAPÍTULO 1 — EL BALÓN Y EL JUGADOR
CAPÍTULO 2 — NOCHE INOLvIDABLE
CAPÍTULO 3 — CITA AUSENTE
CAPÍTULO 4 – EL ASCENSOR
CAPÍTULO 5 — IAN
CAPÍTULO 6 — MAL RECUERDO
CAPÍTULO 7 – LA ESPOSA
CAPÍTULO 8 — CORRESPONDENCIA
CAPÍTULO 9 — REENCUENTRO IMPROVISADO
CAPÍTULO 10 — PASOS EN FALSO
CAPÍTULO 11 — MENTIRAS
CAPÍTULO 12 — MONTREAL — BEAUCE
CAPÍTULO 13 — VUELTA A LOS ORÍGENES
CAPÍTULO 14 — RECHAZO
CAPÍTULO 15 — SECRETO
CAPÍTULO 16 — RETORNO A MONTREAL
CAPÍTULO 17 — CHICO MALO
CAPÍTULO 18 – LOS HÁBITOS OBSTINADOS
CAPÍTULO 19 – SE DESCUBRIÓ EL PASTEL
CAPÍTULO 20 — PUNTO DE NO-RETORNO
CAPÍTULO 21 — NOCHE SIN BENEFICIOS
CAPÍTULO 22 – OTROS HORIZONTES
AGRADECIMIENTOS
A PROPÓSITO DE LA AUTORA
CAPÍTULO 1 —
EL BALÓN Y EL JUGADOR
Emma se quedó allí. De pie. En silencio, admiraba las olas que venían a morir a la orilla. Luego, llevó su atención al horizonte y a lo infinito del océano. La arena, de un blanco inmaculado, le cosquilleaba los dedos de los pies mientras dejaba que los rayos del Sol acariciaran su piel, bajo un cielo sin nubes. Una ligera brisa hacía bailar su largo pelo castaño que había soltado sobre sus hombros. Un recuerdo de su infancia le vino a la cabeza. El de su primer viaje al mar, que había hecho con su familia. Esbozó una sonrisa. Feliz. En ese mismo instante, Emma hubiera podido afirmar, sin lugar a duda, que había alcanzado la cima de la felicidad. Una dicha que la había evitado las últimas semanas.
—¿Sabías que el fenómeno de las mareas se debe a la fuerza gravitacional entre la Tierra y la Luna? Esta reacción tiende a acercar a los dos planetas, pero se compensa con la atracción centrífuga…
Sin querer, Emma dejó escapar un gran suspiro de exasperación. El precioso instante no había durado más que unos segundos. Sin quererlo ni saberlo, Alice lo había arruinado. Emma le lanzó una mirada que parecía decirle que se marchara, pero afortunadamente la joven no parecía haberse dado cuenta. Ya se sentía incluso culpable por haberlo hecho.
Emma hizo un esfuerzo y le mostró su más bella sonrisa. Su cabeza le dictaba ser amable, ya que iban a pasar tres días juntas. Charlotte y Elvie se unirían también a la estancia en este hotel de Nueva Jersey. Para ella, Alice era todavía una completa desconocida y, a fuerza de observar a la joven, había notado que sentía una inmensa necesidad de llenar los silencios largos.
—Lo ignoraba. Gracias por la información —le respondió.
Emma pasó distraídamente su dedo por la arena para dibujar un corazón atravesado por una flecha.
—¿Sabías que la cantidad de peces…?
—Ya vale, Alice. No creo que Emma tenga muchas ganas de escuchar esto —la cortó tajante Charlotte.
Emma no había oído llegar a su mejor amiga. Alice parecía molesta por su comentario, pero no dijo nada. Prefirió excusarse e ir a pasear en la dirección opuesta a la que había llegado Charlotte.
—Creo que la has ofendido —susurró Emma.
—No es mi culpa si ella habla demasiado. Tampoco soy responsable de la manera cómo encaja lo que tengo que decirle —respondió Charlotte sentándose a su lado.
—Deberías disculparte y pedirle que vuelva.
—¿Y luego qué? Hay que ponerle límites a Alice. Si no, vamos a tener que escuchar la enciclopedia al completo y, te lo aseguro, no quieres eso.
Emma volvió a suspirar, pero no encontró nada que responder. Era un ser obstinado y sabía que insistir no iba a servir de nada. Era ese mismo defecto el que le había permitido llegar dónde había llegado en el plano profesional. Era una persona resuelta.
Charlotte sacó sus gafas de sol de su gran bolso de mano y las colocó sobre su nariz. También posó su mano sobre su agenda personal para comprobar el horario de los próximos días.
—¿Dónde está Elvie?
—Todavía está hablando por teléfono con su novio. Están tan enganchados el uno al otro que me pregunto cómo la ha dejado venir sin él —respondió Charlotte juntando sus dedos índice y medio para explicar la fusión que vivían los dos, apoyando así la teoría de la dependencia afectiva de la joven pareja.
—¡Está claro que tú, tú no puedes entender lo que es el amor!
—¡Oh no! No empieces con eso. No tengo ganas de escuchar otra vez la misma canción. Siempre repites la misma cantinela —la cortó Charlotte, y siguió—: ¿Estás contenta de estar con nosotras?
Emma, que seguía con la mirada fija en un punto imaginario en el horizonte, se volvió hacia su amiga y le sonrió.
—No podría haber elegido un mejor momento. Estoy entre dos contratos. ¿Cómo te las has arreglado para que tu jefa se tragase que soy indispensable para ti? Creía que te las arreglabas bastante bien en inglés desde que tomas clases con el Señor Wilson.
—Te necesito de verdad. Mi inglés no es lo bastante bueno para las entrevistas, así que es necesario que me asistas si me atranco con el idioma de Shakespeare. Por lo demás, las clases particulares con el Señor Wilson son geniales. Me dice que debería tener mucha más confianza en mí misma.
Emma se echó a reír.
—¿Tú? ¿Falta de confianza? Pfff… Resulta bastante ridículo cuando se te conoce.
Charlotte Riopel escribía para Style Magazine desde hacía al menos dos años. Una profesión que había elegido desde la adolescencia. Tenía una admiración sin límites por Anna Wintour, la célebre redactora en jefe de Vogue. Trabajaba duro para ascender profesionalmente y sabía bien que la vida no le iba a regalar nada por el simple pensamiento mágico, así que se dedicaba en cuerpo y alma a su trabajo.
Emma y ella se habían conocido en la universidad. Habían sido compañeras de piso durante sus estudios. Charlotte había estudiado comunicación, mientras que Emma cursó traducción. A pesar de sus personalidades completamente opuestas, habían desarrollado una bonita y franca amistad duradera.
—¿Qué tal te va con el Señor Wilson, te gusta?
—Es realmente extraordinario. Sabe ser paciente conmigo, ¡que no es poco! Gracias por habérmelo recomendado. Le adoro.
Charlotte apretó su cola de caballo y ajustó su camisón azul. Observaba un grupo de hombres que jugaban a vóley-playa un poco más allá. Era más fuerte que ella, sus ojos se sentían instintivamente atraídos hacia ellos. Alice ya estaba volviendo, cuando Emma se levantó y tomó la palabra.
—¿Tienes el plan para los tres próximos días?
—No en detalle. Tengo el mío, para mis entrevistas. Tenemos cada una nuestro propio horario. Comprobaré el tuyo. Candice debería llegar esta noche temprano y, créeme, estará muy contenta de dictarnos lo que hay que hacer. A ti incluida.
Candice Rose era la editora, la redactora en jefe y la fundadora de Style Magazine. La jefa de Charlotte, Elvie y Alice. Y la que firmaba el cheque del contrato de Emma. Persona ambiciosa y calculadora, gestionaba la revista con mano de hierro. Se había labrado una sólida reputación y su publicación había adquirido notoriedad rápidamente y con los años había logrado una buena posición.
Emma la encontraba fría y autoritaria, pero se mostraba muy profesional. Sabía, en cambio, que era una gran fuente de inspiración para su mejor amiga: Candice Rose había triunfado magistralmente.
—¿Por qué no ha tomado el mismo avión que nosotras? —preguntó Emma con curiosidad.
—¿Por qué se iba a rebajar a nuestro nivel? —bromeó Charlotte arrojando un puñado de arena a los pies de su amiga.
— Candice tenía una reunión importante esta mañana. Ha cogido otro vuelo —replicó Alice.
Charlotte le hizo una mueca a Alice.
—Mi respuesta era mucho más divertida, especie de aguafiestas.
Alice sacó la lengua para devolverle una mueca. Emma dio la espalda al océano, dando la cara a Charlotte.
— Tengo hambre. Busquemos un pequeño restaurante agradable…
Emma no había tenido tiempo de terminar su frase cuando sintió un dolor en las cervicales y dio cuatro pasos forzados hacia su amiga, tratando al mismo tiempo de mantener el equilibrio y no caerse. Charlotte ahogaba las carcajadas que subían por su garganta. Se levantó, agarró el balón de voleibol blanco que había golpeado a Emma y vio a un hombre, casi demasiado guapo como para ser real, acercándose a su pequeño grupo. No llevaba más que un bañador color crema. Su torso desnudo y musculoso estaba dorado por el sol.
—¡Lo siento tanto! ¡De veras que lo siento! —dijo el chico en inglés.
Emma se dio la vuelta, frotándose todavía detrás de la cabeza, visiblemente enojada. Sonrió tontamente al ver al asaltante que se había dirigido a ella. Tomó un momento para examinar su rostro, que encontró particularmente simétrico y muy atractivo. Le recordaba vagamente a un actor de una serie para adolescentes que estaba de moda. Le turbaron sus grandes ojos verdes, expresivos, casi seductores, bajo dos cejas bien pobladas. Sus cabellos, de un castaño oscuro, caían sobre la base de su cuello, desordenados, y llevaba una ligera barba de dos o tres días que rodeaba su sonrisa blanca, casi perfecta.
—Esto… estoy bien… —balbuceó Emma que sentía enrojecer sus mejillas como el día en el que su falda se había levantado al pasar por encima de una rejilla de ventilación, en una calle abarrotada de Nueva York.
Él se acercó a Emma hasta estar a sólo unos centímetros de ella. Le tendió su mano para estrechar la suya.
—Ian Mark —dijo él.
—Emma Tyler —respondió Emma, apretando su mano.
No conseguía apartar la mano, dándose cuenta de que él la sostenía más tiempo de lo conveniente. Él le dedicó una gran sonrisa.
—No estaba realmente apuntando a tu cabeza, ¿sabes? —dijo él, agarrando el balón que Charlotte le había lanzado.
—Ya me lo imagino…
—Hola Ian, yo soy Charlotte Riopel, y ella es Alice Chayer.
Ian dirigió una sonrisa a las dos jóvenes antes de dar un apretón de manos a cada una, pero se apresuró a volver su atención hacia Emma, que seguía escrutándolo. No era capaz de apartar la mirada. Ian retomó la palabra dirigiéndose a Emma, ignorando las otras dos.
—Esta noche, mi amigo Ryan toca en el Ocean Bar. Está a unos minutos a pie de aquí. ¿Te gustaría venir? Aprovecharía para pagarte una copa y así pedirte disculpas por haberte golpeado con el balón. Estáis todas invitadas, por supuesto —añadió.
—No sé cómo pinta nuestra noche, pero no lo descarto —respondió ella dejando de frotarse detrás de la cabeza.
Ian sonrió y echó un último vistazo a Emma. Le guiñó el ojo, lo cual la hizo enrojecer de nuevo.
—Será un honor cruzarse con usted, Miss Emma Tyler.
Luego, se volvió hacia sus amigos que parecían esperarle impacientes, a él y a su balón. Emma le siguió con la mirada. Su corazón latía a toda velocidad. El hombre le gustaba. Tenía la impresión de que era recíproco. ¿Un flechazo? No sabía si era posible, pero era consciente de que le gustaría volver a verle. Era seductor, cierto, pero era más que eso. La seducía la vibración que él emanaba. Bajo su mirada, se sentía viva. Hacía ya varios meses que esto no le pasaba.
—¿Has visto al Apolo este? ¡Está claro que yo no le haría un feo!¡Y el cuerpo que tiene… uf! —exclamó Charlotte dando un codazo a Emma en las costillas.
—Ya está bien, no digas más. Para ti, los hombres son como trozos de carne.
—¡Ahí está lo bueno, amiga mía!
***
Emma miraba su propio reflejo en el minúsculo espejo del baño. Se había decidido, después de largos minutos de reflexión, por un seductor vestido blanco corte túnica con un estampado de grandes flores rosas. Su piel estaba ligeramente enrojecida, como resultado de la falta de protector solar durante la cena en la terraza del restaurante del hotel. Su maquillaje era suave y discreto. Una delgada línea de lápiz negro resaltaba su mirada de un verde profundo. Sus ojos eran el único parecido físico que guardaba con su madre y del que estaba orgullosa. Había dibujado una línea un poco más gruesa encima de su ojo para poner en valor el contorno, que encontraba demasiado pequeño. También se había aplicado un poco de rímel sobre sus largas pestañas. Había elegido un bálsamo rosa pálido y brillante para sus labios porque le recordaba el color preferido de su abuela. También dejó su cabello castaño suelto.
—¿Te vienes? —gritó Charlotte, que esperaba al otro lado de la puerta cerrada.
—¡Ya estoy! —replicó Emma ajustándose el vestido por última vez.
Abrió la puerta y se puso frente a su mejor amiga que llevaba unas mallas negras bajo una túnica de un rojo vivo muy ancha. Charlotte también había optado por un maquillaje discreto. Aun así, había dado un toque brumoso y misterioso a sus ojos color avellana aplicando una sombra negra. Sus cabellos castaños estaban despeinados. Emma siempre le había visto un aire de femme fatale. Le envidiaba la confianza que tenía cuando se acercaba al sexo opuesto. Atraía los hombres, como otros coleccionan sellos. Estaban locos por ella y, en el momento en el que entraba en algún sitio, todas las miradas se dirigían hacia ella. Despertaba admiración en algunas mujeres, mientras que otras la temían. Emanaba un magnetismo increíble, y Emma debía confesar que la admiraba por ello. Aunque ella era guapa, no poseía la seguridad de su mejor amiga. Al contrario que Charlotte, ella no tenía la dicha de poder elegir con qué hombre se iría al final de la noche.
Por esta razón, le había parecido extraño que Ian le prestara tanta atención. Estaba convencida de que era la culpabilidad que sentía por haberla golpeado con el balón la que había provocado la invitación.
—¡Guau! ¡Estás guapísima! —exclamó Charlotte haciendo voltear a su amiga con su mano.
—¡No tanto como tú!
Charlotte le guiñó el ojo y se puso también a girar sobre ella misma. Hacía este movimiento desde la infancia. Su tía, que la cuidaba al salir de la escuela hasta que llegaban sus padres, le dejaba jugar en su armario para “hacer desfiles de moda”. Siempre se divertía dando vueltas sobre ella misma para imitar a las modelos de pasarela.
—Elvie y Alice no vienen. Había pensado en dejarle una nota a Candice en la recepción para invitarla, ahora bien, no me la imagino en un bar de playa con su eterno traje de alta costura.
Emma le lanzó una mirada asesina.
—No. Para nada. Se la ve tan soberbia y austera. Me da miedo —confesó Emma.
—Yo ya me he preguntado si conoce la definición del verbo divertirse. Hasta estoy convencida de que su hijo debe concertar una cita para verla.
—¡Qué triste!
Emma soltó un suspiro y fue a sentarse en la cama. Se puso a jugar febrilmente con los bajos de su vestido. Este tic, lo había heredado de su padre que siempre jugaba con la punta de su camisa. Era un hombre nervioso por naturaleza y ella sabía que repetía su gesto cada vez que se encontraba en un momento en el que la tensión estaba al máximo. Aun así, estaba contenta de parecerse a él más que a esa madre que les había cobardemente abandonado, a su hermano, a su hermana y a ella, hacía ya mucho tiempo.
Fue en la primavera de sus ocho años. El día después de su cumpleaños. No le gustaba recordar ese momento. Era la época en la que la mujer que debería haber sido su referente femenino en la vida había abandonado la casa. Se había marchado del domicilio familiar de manera vergonzosa, dejando una simple nota de despedida que su padre había tirado a la basura. La niña que era en ese momento había cogido el papel arrugado de la papelera. Lo había plegado cuidadosamente y escondido en su caja de secretos.
—¿Crees que esto es una buena idea? —preguntó Emma.
—¿Esto qué?
—¿Esta noche? Ir a ver a este tío. Este desconocido.
—¡Sí! Una idea excelente, diría yo. Y sé en quién estás pensando. Patrick. SE ACABÓ. Te dejó por una estudiante de policía que parece más un chico que una chica. Quién sabe, quizás sea un hombre.
Patrick Vinet era el exnovio de Emma. Informático de profesión, vivía todavía con su madre. Después de unos años saliendo juntos, ella quería pasar a la etapa de la cohabitación, pero él no. Estaba feliz como una perdiz en casa de su madre. Vivía a cuerpo de rey y no estaba dispuesto a cambiar eso. Había roto con ella para irse con otra mujer.
—¿Es necesario que me recuerdes cada vez lo que me hizo?
—No tengo elección. Siempre le das vueltas a la misma historia. Te irá bien ver gente nueva. Divertirte, reírte. ¿Y por qué no una pequeña aventura sin compromiso?
—¿Y si es un asesino en serie?
—Morir entre los brazos de un dios griego, no es un mal final…
Emma esbozó una pequeña sonrisa, mientras que Charlotte rompió a reír. Cogió su bolso que estaba sobre la mesita de noche y se adelantó a Charlotte para salir de la habitación y dirigirse al pasillo, muy estrecho, y luego al ascensor. Estaba contenta de haber obtenido este nuevo contrato con la revista y de pasar tiempo con su amiga, incluso en la esfera profesional. Ninguna de las dos había tenido la oportunidad de quedar a menudo durante las últimas semanas. Charlotte tenía una agenda bastante ocupada, mientras que la de Emma era más flexible. Trabajaba por su cuenta desde su pequeño apartamento o desde el café debajo de su piso, dependiendo de su estado de ánimo.
No se relacionaba con mucha gente desde su ruptura con Patrick. Su círculo de amigos no era muy grande, pero aún tenía algunos compañeros de universidad con quien podía salir de vez en cuando para cambiar las ideas y ver otra cosa que su salón.
Charlotte pulsó el botón del ascensor para ir a la planta baja. La puerta se abrió casi de inmediato. Las dos jóvenes sonrieron educadamente al hombre y a la mujer que se encontraban dentro del ascensor.
—¿No parezco muy…desesperada? —susurró Emma.
—¡No! Él te ha invitado. Nosotros respondemos a su invitación. Para ya de dudar, me pones nerviosa —respondió Charlotte recolocando una mecha de pelo rebelde detrás de su oreja.
El hombre se volvió hacia ellas y les dedicó una gran sonrisa, revelando una hilera de dientes muy rectas y muy blancas. A Emma le hizo gracia, porque le hizo pensar en un anuncio que había visto por la televisión el día anterior.
—¿Sois quebequesas? —dijo él apartando una pelusa invisible de su impecable traje negro y con un francés casi sin acento.
—Sí —respondieron las jóvenes al unísono.
—Es bastante raro escuchar hablar francés por aquí, pero os voy a confesar que se agradece. Gabriel Jones. Vivo en Montreal —dijo presentándose.
—¡Qué pequeño es el mundo! —respondió Charlotte estudiando al hombre de la cabeza a los pies.
—Nosotras también vivimos en Montreal, ¡qué coincidencia! —añadió Emma sonriendo tímidamente.
—Un sabio dijo una vez que no hay casualidades, sólo encuentros —replicó el hombre haciendo un guiño cómplice a la joven.
Emma observó al hombre y lo encontró, a primera vista, muy atractivo. No hubiera podido compararlo con Ian, porque se trataba de dos tipos completamente distintos. Gabriel debía de medir alrededor de 1 metro 80. Su mirada era azul claro y poseía un brillo particular. Su larga nariz hacía una ligera curva. La joven se imaginó que se lo había fracturado durante un partido de hockey. Su sonrisa era franca y parecía sincera. Iba bien afeitado. Sus cabellos eran negros y ondulados, peinados un poco a la ligera. Se mostraba muy jovial y simpático. Era fácil de ver que estaba acostumbrado a hablar con desconocidos y socializar. No tuvieron tiempo de presentarse antes de que el ascensor hiciera una parada en el cuarto piso y el hombre se dirigiera a la salida.
—Seguramente volveremos a vernos. ¡Que paséis una bonita velada, señoritas! —dijo antes de que la puerta volviera a cerrarse frente a él.
—¿Qué? —murmuró Charlotte, que podía leer la mirada expresiva que le lanzaba su amiga.
—¡Este era realmente…guau!
—Sí, pero se le ve demasiado serio.